Guerra y paz (35 page)

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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

—¡Ah! ¡Su Excelencia! —decía Frantz—. ¡Qué desgracia!

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Bolkonski.

—Nos vamos aún más lejos, Dios sabe dónde. Ya tenemos al malvado pisándonos de nuevo los talones.

Bilibin salió al encuentro de Bolkonski. En el rostro siempre tranquilo de Bilibin se reflejaba la agitación.

—No, no, reconozca que resulta deliciosa —decía él—, esta historia del puente de Thabor en Viena. Lo han cruzado sin que les ofrecieran resistencia.

El príncipe Andréi no entendía nada.

—¿Cómo es posible que usted no sepa lo que ya saben todos los cocheros de la ciudad? ¿Acaso no viene del palacio?

—De ahí vengo. Hasta he visto al emperador. Kutúzov ha recibido la gran cruz de María Teresa.

—Ahora no se trata de cruces. ¿Acaso allí no saben nada?

—Nada, puede ser que después de que yo me fuera; desde allí fui a una tienda... ¿De qué se trata?

—Bueno, ahora lo comprendo. ¿De qué se trata? ¡Es extraordinario!... Los franceses han atravesado el puente que defendía Auersperg y no lo han volado, de modo que Murat corre ahora por la ciudad en dirección a Brünn; entre hoy y mañana estarán aquí.

—¿Cómo que aquí? ¿Por qué no han hecho volar el puente cuando estaba minado?

—Eso es lo que yo le pregunto. Nadie lo sabe, ni el mismo Bonaparte.

Bolkonski se encogió de hombros.

—Pero si se ha cruzado el puente eso significa que el ejército está perdido y que le han cortado la retirada —dijo él.

—Eso pienso.

—Pero ¿cómo ha sucedido?

—En ello reside la broma y el encanto. Escuche. Los franceses habían entrado en Viena, como ya le había contado. Todo muy bien. Al día siguiente, es decir, ayer, los mariscales Murat, Lannes y Béliard montaron a caballo y se dirigieron al puente. (Advierta que los tres son gascones.) «Señores», dice uno, «saben que el puente de Thabor está minado y contraminado y ante nosotros hay una amenazadora fortificación y un ejército de quince mil soldados a los que se ha ordenado hacer volar el puente y no dejarnos pasar. Pero a nuestro emperador Napoleón le será grato si tomamos este puente.» «Vamos», dijeron los otros y fueron y tomaron el puente, lo atravesaron y ahora están a este lado del Danubio con todo su ejército dirigiéndose hacia nosotros, hacia usted y hacia sus noticias.

—Basta de bromas.

—No bromeo en absoluto —prosiguió Bilibin, respondiendo a los impacientes e incrédulos gestos de Bolkonski—, no hay nada más cierto y más triste. Estos señores se acercan solos al puente y alzan los pañuelos blancos, aseguran que se ha firmado el armisticio y que ellos, mariscales, van para entablar conversaciones con el príncipe Auersperg. El oficial de guardia les deja entrar en la fortificación. Le cuentan un centenar de tonterías gasconas, diciendo que la guerra ha acabado, que el emperador Francisco ha acordado un encuentro con Bonaparte y que ellos desean ver al príncipe Auersperg y miles de gasconadas y cosas parecidas. El oficial envía a por Auersperg, estos caballeros abrazan a los oficiales, bromean, se sientan en los cañones, y entretanto el batallón francés entra sin ser advertido en el puente, tiran los sacos con los materiales inflamables al agua y se acercan a la fortificación. Finalmente hace aparición el mismo teniente general, nuestro querido príncipe Auersperg von Mautern. «¡Querido enemigo! ¡Flor del ejército austríaco, héroe de las guerras turcas! La enemistad ha finalizado, nos podemos dar la mano... El emperador Napoleón arde de deseos de conocer al príncipe Auersperg.» En una palabra, estos señores que no en vano son gascones, cubren de tal modo a este pavo de Auersperg con bellas palabras, se siente tan cautivado por la tan rápidamente adquirida intimidad con los mariscales franceses, tan cegado por el aspecto de las capas y de las plumas de avestruz de Murat, que ve solamente sus fuegos y se olvida de los que debía abrir él sobre el enemigo.

(A pesar de la viveza de su discurso, Bilibin no olvidó detenerse después de esta frase para dar tiempo a que la apreciara.)

»El batallón francés entra corriendo en la fortificación, ciega los cañones y toma el puente. Pero lo mejor de todo —continuó él calmando su agitación con el encanto del relato— es que un sargento apostado junto al cañón, a cuya señal debían prender las minas y hacer volar el puente, este sargento, al ver que las tropas francesas tomaban el puente, quería abrir fuego, pero Lannes detuvo su brazo. El sargento, que evidentemente era más inteligente que su general, se acerca a Auersperg y le dice: “¡Príncipe, le están engañando, están aquí los franceses!”. Murat, al ver que todo se iba al traste si dejaba hablar al sargento, con fingida sorpresa (como un verdadero gascón) le dice a Auersperg: “No conozco una disciplina más alabada en el mundo que la austríaca”, dice él, “y usted permite a su inferior que le hable así”. Qué genialidad. El príncipe Auersperg se ofende y ordena arrestar al sargento. Reconozca que resulta deliciosa toda esta historia del puente. No es estupidez ni vileza.

—Tal vez traición —dijo el príncipe Andréi que evidentemente no se encontraba en situación de participar del placer que encontraba Bilibin en la estupidez del hecho que narraba. Este relato había cambiado instantáneamente el orgulloso y noble estado de ánimo que traía del palacio. Pensaba en la situación en la que se iba a encontrar ahora el ejército de Kutúzov, en como a él en lugar de unos tranquilos días en Brünn le esperaba salir al galope para encontrarse con el ejército y compartir allí con ellos o la lucha desesperada o la deshonra. E instantáneamente en su imaginación se representaron vivamente los grises capotes, los heridos, el humo de la pólvora y el sonido del tiroteo. Y de nuevo en ese instante, como siempre cuando pensaba en el cauce de los acontecimientos, en su alma se juntaron extrañamente un fuerte y orgulloso sentimiento patriótico de temor ante la derrota del ejército ruso y de festejo ante el triunfo de su héroe. La campaña había terminado. Todas las fuerzas de Europa entera estaban arruinadas, todos los esfuerzos aniquilados en dos meses por el genio y la fortuna de este incomprensiblemente fatídico hombre...

—Tampoco. Esto pone a la corte en la más ridícula situación —continuó Bilibin—. No es traición, ni vileza, ni estupidez, esto es como lo de Ulm... —se puso a reflexionar pensando en la expresión adecuada—, es Mack. Estamos
mackados
—concluyó él sintiendo que había dicho
un mot
y un fresco
mot
, una broma que iba a ser repetida. Las arrugas concentradas en su frente se alisaron en señal de placer y él, sonriendo débilmente, comenzó a mirarse las uñas.

—¿Adónde va? —dijo de pronto al príncipe Andréi, que sin decir una palabra se había levantado y se dirigía a su habitación.

—Me voy.

—¿Adónde?

—Al ejército.

—Pero si quería quedarse un par de días más.

—Pero ahora me voy.

Y el príncipe Andréi, dando las órdenes pertinentes para su partida, se fue a su habitación.

—¿Sabe, querido? —dijo Bilibin entrando en su habitación—. He pensado en usted. ¿Por qué se va? —Y en señal de lo irrefutable de sus argumentos todas las arrugas desaparecieron de su cara.

El príncipe Andréi miró interrogativamente a su interlocutor y no respondió nada.

—¿Por qué se va? Ya sé que usted piensa que su obligación es volver al ejército ahora que se encuentra en peligro. Lo comprendo, querido, eso es heroísmo.

—En absoluto —dijo el príncipe Andréi.

—Pero usted es un filósofo; séalo completamente, mire las cosas desde otro ángulo y se dará cuenta de que, al contrario, su obligación es salvarse. Deje eso para otros que no valgan para nada más. No tiene órdenes de volver atrás y no le dejaremos irse de aquí, puede quedarse y partir con nosotros allá donde nos lleve nuestro desgraciado destino. Dicen que iremos a Olmütz. Y Olmütz es una ciudad preciosa. Partiremos para allá juntos tranquilamente en mi carroza.

—Está bromeando, Bilibin —dijo Bolkonski.

—Le estoy hablando sincera y amistosamente. Juzgue usted mismo. ¿Dónde y para qué parte ahora, cuando puede quedarse aquí? Le esperan solamente dos cosas (arrugó la piel sobre la sien izquierda): o no llega al ejército y se firma la paz o comparte la derrota y el oprobio con todo el ejército de Kutúzov.

Y Bilibin estiró sus arrugas sintiendo que la cuestión era irrefutable.

—Yo no puedo opinar de tal modo —respondió fríamente el príncipe Bolkonski—. Antes que un filósofo soy un hombre y por eso parto.

—Querido mío, es usted un héroe —dijo Bilibin.

—En absoluto; soy un simple oficial, que cumple con su deber, eso es todo —dijo, no sin orgullo, el príncipe Andréi.

XIV

E
SA
misma noche, después de despedirse del ministro de la Guerra, Bolkonski partió en busca del ejército, sin saber dónde encontrarlo y temiendo ser apresado por los franceses en el camino hacia Krems.

En Brünn todos los miembros de la corte habían hecho el equipaje y ya habían enviado las cosas más pesadas a Olmütz. Tan pronto como Bolkonski oyera la terrible noticia de boca de Bilibin, instantáneamente la moneda de la vida, a la que miraba por la cara alegre, se le había dado la vuelta. Solo era capaz de ver lo malo en todo y sintió instintivamente la necesidad de tomar parte en todo ese mal. «No se puede conseguir nada excepto oprobio y perdición para nuestras tropas con los medios con los que combatimos a este fatídico genio», discurría él con sombríos pensamientos, cansado, hambriento y enojado, evitando a los franceses y acercándose al día siguiente hacia donde había oído que debía encontrarse Kutúzov. Cerca de Etzelsdorf cogió el camino por el que con inmenso apresuramiento e inmenso desorden se retiraba el ejército ruso. El camino estaba tan invadido por los carros que era imposible viajar en coche. Habiendo pedido al jefe de los cosacos un caballo y un asistente, el príncipe Andréi, adelantando a los convoyes, salió a buscar al comandante en jefe y su carro. Los más funestos rumores sobre la situación del ejército llegaron a sus oídos por el camino; el aspecto de la desordenada huida del ejército le afirmaba aún más en su convencimiento, de que la campaña estaba irremisiblemente perdida. Miraba a todo lo que sucedía a su alrededor con desprecio y tristeza como un hombre que ya no perteneciera a este mundo.

«Este ejército ruso que el oro inglés ha traído aquí desde el otro confín del mundo, correrá la misma suerte que el ejército de Ulm», recordó él las palabras de la orden de Bonaparte a su ejército antes del comienzo de la campaña y esas palabras despertaron a la vez en él admiración hacia el genial héroe y un sentimiento de orgullo ofendido. «No queda nada más por hacer que morir —pensaba él—. ¡Y qué si es necesario! No lo haré peor que los demás.»

El desorden y el apresuramiento del movimiento del ejército, agravado por las repetidas órdenes del Estado Mayor de avanzar lo más deprisa posible, había alcanzado el paroxismo. Los bromistas cosacos que querían reírse de los ordenanzas que dormían en los carros gritaron: «¡Franceses!», y pasaban galopando a su lado. El grito «¡Franceses!» como una bola de nieve que creciera más y más se extendió por todas las columnas. Todos se arrojaron a correr aplastándose y adelantándose los unos a los otros e incluso se escucharon disparos y el fuego de las baterías de infantería que disparaba sin saber a quién. Después de cuatro horas los mandos consiguieron apenas detener el tumulto que le había costado la vida a algunos hombres que habían sido aplastados y a uno que había sido abatido por un disparo.

El príncipe Andréi miraba con indiferente desprecio la interminable serie de carros, parcas, trenes de artillería y de nuevo carros, carros y carros de todas las clases imaginables, adelantándose los unos a los otros y de tres en tres, incluso de cuatro en cuatro invadiendo el sucio camino. De todas partes hacia delante y hacia atrás hasta donde alcanzaba el oído se escuchaban los crujidos de las ruedas, el estruendo de las telegas
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y de las cureñas, de los cascos de los caballos, el restallar de los látigos, los gritos de arre, las maldiciones de los soldados, de los ordenanzas y de los oficiales. En los márgenes del camino se podían ver sin cesar caballos caídos desollados y sin desollar, carros rotos, al lado de los cuales se sentaban soldados solitarios esperando Dios sabe qué, soldados que se habían separado de su destacamento, que se dirigían en tropel a los pueblos cercanos o se llevaban de las aldeas gallinas, corderos, heno o sacos completamente llenos de algo. En las cuestas y las pendientes la muchedumbre se hacía más compacta y se escuchaba un incesante griterío. Los soldados cayendo de rodillas en el barro, sostenían con las manos los cañones y los carros, levantaban los chicotes, resbalaban las pezuñas, se rompían las riendas y los pechos reventaban de gritos. Los oficiales, que dirigían la marcha galopaban adelante y atrás entre los carros. Sus voces se oían débilmente entre el rumor general y en sus rostros podía verse que habían renunciado a la posibilidad de detener ese desorden.

«He aquí el respetado ejército ortodoxo», pensó Bolkonski recordando las palabras de Bilibin.

Deseando preguntar, a alguna de esas personas, dónde estaba el comandante en jefe, se acercó a un convoy. Hacia él venía un extraño coche de un solo caballo construido evidentemente con los medios caseros de los soldados y que parecía una mezcla entre una telega, un cabriolé y una carretela. El coche lo conducía un soldado y dentro estaba sentada bajo la capota de cuero una mujer completamente envuelta en toquillas. El príncipe Andréi se acercó y ya le estaba preguntando al soldado cuando su atención se dirigió a los desesperados gritos de la mujer que estaba sentada en el coche. El oficial que conducía el convoy golpeaba al soldado que conducía este coche, porque había querido adelantarse a los demás y el látigo caía sobre la capota. La mujer gritaba estridentemente. Al ver al príncipe Andréi se asomó desde debajo de la capota y agitando las delgadas manos que surgían por debajo de la toquilla tapizada, gritaba:

—¡Ayudante! ¡Señor ayudante!... Por amor de Dios, defiéndame... ¿Qué va a pasar?... Soy la mujer del médico del séptimo regimiento de cazadores... No nos dejan pasar, nos hemos quedado rezagados y hemos perdido a los nuestros...

—¡Te haré papilla! ¡Da la vuelta! —gritaba furioso el oficial al soldado—. Da la vuelta con tu ramera.

—Señor ayudante, defiéndame. ¿Qué es esto? —gritaba la mujer del médico.

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