Guerra y paz (71 page)

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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

El anciano sacó una carta escrita en francés y comenzó a leerla. En la carta se describía que el estado de Dólojov, que había sido crítico, ahora no revestía ningún peligro. El autor de la carta añadía que por desgracia sus intentos de curación moral, de este alma sumida en la oscuridad, habían sido completamente en vano.

—Esta es la diferencia entre el cristianismo y nosotros.

El anciano calló, cogió una hoja de papel y con lápiz dibujó un cuadrado, luego le dibujó dos diagonales y en cada lado del cuadrado puso un número del uno al cuatro.

Frente al uno escribió: Dios, frente al dos: el hombre, frente al tres: la carne y frente al cuatro la diversidad, y después de reflexionar sobre ello le dio el papel a Pierre.

—Nosotros no sabemos, conde, y por eso le descubro mucho de lo que no sabemos y no podemos revelar a los neófitos. Eso es la masonería. El hombre ha de esforzarse por estar en el centro. Los lados de este cuadrado lo encierran todo...

El anciano estuvo en la habitación de Pierre desde las doce de la mañana hasta bien avanzada la tarde. Hablaron de todo. Pierre advirtió que el anciano no mencionaba su ateísmo como diciendo que estaba convencido de que esa momentánea equivocación pronto sería enmendada.

Una semana después se anunció el ingreso de Bezújov en la logia de San Petersburgo.

XXVII

E
L
asunto de Pierre con Dólojov fue acallado, a pesar de lo severo que era en esa época el emperador en relación a los duelos, y ninguno de los contendientes ni sus padrinos fueron castigados. Pero la historia del duelo, confirmada por la separación de Pierre de su mujer, se divulgó por sociedad y llegó a oídos del propio emperador. Pierre, al que miraban protectora e indulgentemente cuando era hijo ilegítimo, al que adularon y enaltecieron cuando era el mejor partido del Imperio ruso tras su boda, cuando las doncellas y las madres ya nada podían esperar de él, perdió mucha estimación en la opinión de la gente, más aún dado que él no quería incitar la benevolencia general. Ahora solamente le culpaban de lo ocurrido diciendo que era un estúpido celoso propenso a tales acciones sangrientas, lo mismo que su padre. El príncipe Vasili ya sabía por una carta de su hija desde Moscú que su yerno estaba en San Petersburgo, le buscó y le escribió una nota diciéndole que fuera a verle. Pierre no respondió nada, y no acudió. El príncipe Vasili en persona fue a verle poco después de la visita del masón. Pierre no veía a nadie durante ese tiempo aparte del italiano y de sus nuevos amigos de la masonería, y dedicaba todo el día a la lectura de sus libros y había pasado del estado de apatía a un terrible sentimiento de curiosidad por saber qué era la masonería. Había sido admitido como miembro de la sociedad, había pasado la prueba, hacía donativos, escuchaba los discursos y aunque no podía entender bien qué era lo que ellos querían sentía calma espiritual y esperanza de perfeccionamiento, y lo más importante, entrega a algo o a alguien desconocido y una liberación de su desenfrenada voluntad. Solo esperaba a la próxima reunión de la logia para leer sus conjeturas sobre los trabajos en el campo y se disponía a partir para ponerlos en marcha. Estaba ocupado en pasar su discurso a limpio cuando entró el príncipe Vasili.

—Amigo mío, estás en un error —esas fueron las primeras palabras que le dijo al entrar en la habitación—. Ya lo sé todo y puedo decirte sin temor a equivocarme que Hélène es tan inocente ante ti como lo era Cristo ante los judíos. —Pierre quiso responder, pero él le interrumpió—. Yo lo entiendo todo, lo entiendo todo —dijo él—, tú has actuado como un hombre digno que valora su honor; puede que con excesiva premura, pero no vamos a juzgar eso ahora. Solo entiende en qué situación nos colocas a ella y a mí a ojos de todo el mundo e incluso de la corte —añadió él bajando la voz—. Ya está bien, querido —él le tiró de la mano hacia abajo—, que todos los pecados sean perdonados; sé un buen chico, tal como yo sé que eres. Escribe ahora una carta conmigo y ella vendrá aquí y todo este escándalo terminará, pero te diré que puedes sufrir fácilmente las consecuencias de esto. Sé de buena fuente que la emperatriz madre se ha tomado un vivo interés en este asunto. Sabes que ella quiere mucho a Hélène desde que era una niña.

Pierre trató de hablar unas cuantas veces, pero por un lado el príncipe Vasili no se lo permitía cortando apresuradamente la conversación, y por otro lado el mismo Pierre temía comenzar a hablar sin el tono de decidida negativa y desacuerdo con el que se había decidido firmemente a contestar a su suegro. Él fruncía el ceño, enrojecía, se levantaba y se dejaba caer de nuevo intentando conseguir hacer lo que le resultaba la cosa más difícil del mundo, decirle a una persona algo desagradable a la cara, no decirle eso que esa persona espera oír, quienquiera que sea. Sentía que de la primera palabra que dijera dependía su destino. Estaba tan acostumbrado a obedecer ese tono de despreocupada autoconfianza del príncipe Vasili que incluso entonces sentía que no tenía fuerzas para contradecirle. Pero sin embargo sentía que de lo que dijera iba a depender todo su destino futuro, es decir, seguir por el antiguo camino o por el nuevo tan atractivo que le habían mostrado y por el que creía que iba a encontrar el renacer a una nueva vida.

—Bueno, querido —dijo el príncipe Vasili con tono risueño y jocoso—, dime que sí y la escribiré de tu parte y sacrificaremos un cordero cebado. —Pero al príncipe Vasili no le dio tiempo a terminar su broma cuando Pierre con una expresión furiosa en el rostro que realmente recordaba a su padre, sin mirar a los ojos de su interlocutor le dijo con un susurro:

—Príncipe, yo no le he llamado. ¡Váyase! ¡Váyase! —Se levantó de un salto y le abrió la puerta—. ¡Váyase ya! —repitió él sin darse crédito a sí mismo y alegrándose de la expresión de confusión y temor que reflejaba el rostro del príncipe Vasili.

—¿Qué te sucede? Estás enfermo.

—¡Váyase! —dijo una vez más la voz amenazadora. Y el príncipe Vasili tuvo que irse sin haber recibido explicación alguna.

Al día siguiente Pierre recibió una notita de Anna Pávlovna Scherer con una invitación que no aceptaba discusión para ir a visitarla esa misma tarde entre las siete y las ocho, para tener una importante conversación y comunicarle las felices noticias sobre el príncipe Andréi Bolkonski. Pierre y todo el mundo en San Petersburgo creían muerto al príncipe Andréi.

En la nota se añadía que, aparte de él, en casa de Anna Pávlovna no habría nadie. Pierre llegó a la conclusión a través de esta nota que Anna Pávlovna ya conocía su entrevista del día anterior con su suegro y que la cita de ese día tenía como fin únicamente continuar con lo mismo y que las noticias sobre el príncipe Andréi eran solo el cebo; pero habiéndose convencido de que con su nueva vida no necesitaba temer a la gente y que seguramente había algo de verdad en lo de las noticias relativas al príncipe Andréi, se afeitó por primera vez tras su duelo, se puso el frac y partió al encuentro. Estaba alegre y contenido. Como si se burlara de todo el mundo conociendo la verdad.

Desde aquella primera tarde en la que Pierre había defendido tan inoportunamente a Napoleón en la velada de Anna Pávlovna había pasado mucho tiempo. La primera coalición había sido derrotada, habían muerto 100.000 personas en Ulm y Austerlitz. Bonaparte, que tanto había escandalizado a Anna Pávlovna con su insolente anexión de Génova y por haberse puesto la corona de Cerdeña, ese Bonaparte ya había puesto hasta el momento a dos de sus hermanos al frente de reinos europeos, había dispuesto órdenes para toda Alemania, era recibido por los emperadores de todas las cortes europeas, excepto la rusa y la inglesa, había destruido en dos semanas el ejército prusiano en Tena, había entrado en Berlín, había tomado una espada que le gustaba propiedad de Federico el Grande y la había enviado a París (este último suceso irritaba por encima de los demás a Anna Pávlovna) y habiéndole declarado la guerra a Rusia, prometía destruir sus nuevas tropas como había hecho en Austerlitz. Anna Pávlovna daba las mismas veladas que antes en sus días libres e igual que antes, se burlaba de Napoleón y se enfadaba con él y con todos los soberanos y dirigentes europeos, que, según le parecía a ella, acordaban a propósito el mostrarse indulgentes con Napoleón, para hacerle a ella y a la emperatriz madre disgustarse y enfadarse. Pero Anna Pávlovna y su ilustre protectora se consideraban por encima de esas provocaciones.

—Tanto peor para ellos —decían ellas y, de todos modos, expresaban a los allegados su verdadera postura en ese asunto.

Esa tarde, cuando Pierre entró en el porche de la casa de Anna Pávlovna, le salió al encuentro el mismo criado cortesano con el mismo aspecto significativo y solemne y anunció su nombre. Pierre pisó la alfombra de la misma sala forrada de terciopelo en la que estaba sentada en la misma butaca, con el mismo aspecto infeliz, la silenciosa tía personificando por todos sus rasgos y su pose la silenciosa y leal tristeza a causa de los escandalosos triunfos de Bonaparte.

Anna Pávlovna, tan firme e irrebatible en sus recepciones, salió al encuentro de Pierre y le ofreció de un modo especialmente cariñoso su delgada y amarillenta mano.

—¡Oh! Cómo ha cambiado —le dijo ella—, y a mejor, considerablemente a mejor. Le agradezco mucho que haya venido. No se arrepentirá de haberlo hecho, pero antes de que le cuente las novedades que le alegrarán, debo leerle un sermón.

—¿Está vivo? —preguntó impaciente Pierre y en su rostro se reflejó la expresión de juvenil afecto y felicidad que no había adoptado desde los tiempos de su boda.

—¡Después! ¡Después! —dijo bromeando Anna Pávlovna—. Si escucha mi sermón le contaré la noticia.

Pierre frunció el ceño.

—No puedo bromear sobre esto —dijo él—. Usted no sabe lo que significa ese hombre para mí. ¿Está vivo?

—Su Pilad está vivo —dijo con un cierto desprecio Anna Pávlovna—, pero recuerde con qué condición le digo esto y le cuento todos los detalles sobre ello. Debe escucharme como a un sacerdote y seguir mis consejos, aunque confío en que usted no será ya el terrible polemista que era antes. En mi opinión el matrimonio modela bastante el carácter de la gente, confío en que también actuará así en usted, especialmente conociendo el carácter de nuestra querida Hélène.

Pierre, para su sorpresa, se sentía extraordinariamente firme y tranquilo en consideración a las inminentes exhortaciones. La conciencia de que tenía un objetivo y una esperanza en la vida le otorgaban esa seguridad. Por primera vez tras su ingreso en la hermandad, se probaba a sí mismo en la rutina de la vida diaria y se sentía extraordinariamente crecido. No temía la influencia que Anna Pávlovna pudiera tener sobre él y además se encontraba sumido en la alegría de la inesperada noticia de la vuelta a la vida de su amigo.

Pierre estaba también ocupado en pensar de qué modo la cortesana Anna Pávlovna iba a abordar el tema del duelo, que era algo prohibido y muy mal visto en la corte. Se sorprendía de cómo podía Anna Pávlovna hablar tan cariñosa y amistosamente con él, después de haber cometido un acto tan poco cortés. Él aún no comprendía que, aunque Anna Pávlovna conocía hasta el mínimo detalle de su duelo, lo ignoraba, es decir, hacía como si el duelo nunca hubiera tenido lugar. Se limitaba a hablar de las relaciones de Pierre con su esposa. Cuando Pierre le advirtió imprudentemente que estaba dispuesto a asumir todas las consecuencias de su acto, pero que no cambiaría su decisión de separarse de su esposa, ella le miró interrogativamente con aspecto perplejo, como si le preguntara de qué acto estaba hablando, y añadió apresuradamente:

—Nosotras, las mujeres, no podemos y no queremos saber de otros actos que no sean los que nos atañen directamente.

A pesar de los conmovedores argumentos y exhortaciones de Anna Pávlovna, el golpe que suponía para el anciano padre, el príncipe Vasili, que arrojaba a su destino y a sus inclinaciones a una mujer joven, el mal que le hacía a su reputación esa separación, que no puede ser para siempre porque Hélène le obligará a volver con ella. Ante todos estos argumentos, Pierre, enrojeciendo y sonriendo indeciso, solo respondía decididamente que no se encontraba con fuerzas y no podía cambiar su decisión.

Pierre, manteniendo su respeto innato hacia las mujeres, que se le mezclaba con un cierto desprecio hacia ella, no pudo enfadarse por la conversación, pero comenzó a resultarle pesada.

—Dejemos esta conversación, no nos lleva a ningún lado.

Anna Pávlovna reflexionó.

—¡Ah! Piénselo usted, amigo mío —dijo ella elevando los ojos al cielo—. Piense en cómo sufren y soportan sus sufrimientos las personas, especialmente las mujeres y de muy alta dignidad —dijo ella adoptando esa expresión de tristeza que acompañaba a su conversación cuando esta trataba de los miembros de la familia real—. Si usted pudiera ver cómo yo veo la vida de algunas mujeres o mejor dicho ángeles y lo que sufren pero sin quejarse ni una pizca de la infelicidad de su matrimonio —y las lágrimas acudieron a sus animados ojos—. Ah, mi querido conde, usted tiene el don de cautivarme —le dijo ella, utilizando las mismas palabras que le decía a todos los que quería halagar, y le tendió la mano—. Ya no sé ni lo que digo —dijo ella como riéndose de su agitación, y volviendo en sí. Pierre le prometió reflexionar y no divulgar su separación, pero le rogó que le dijera todo lo que sabía sobre su amigo. Los familiares de Liza Bolkónskaia habían recibido la noticia de que estaba herido y que se recuperaba de sus heridas en una aldea alemana y que había partido de allí completamente recuperado. Esta noticia alegró a Pierre aún más en aquel momento en el que él, habiendo renacido a una nueva vida, con frecuencia se entristecía por la pérdida de su mejor amigo con el que tanto deseaba compartir los nuevos pensamientos y su nueva forma de ver la vida. «No podría ser de otro modo», pensó él. «Una persona como Andréi no podía morir. Aún le queda mucho por delante.»

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