—¡Así, así! —repitió la condesa y sacudiendo todo el cuerpo, de repente comenzó a reírse con su bondadosa risa de anciana.
—¡Basta de reírse, pare ya! —gritó Natasha—. Mueve toda la cama. Es igual que yo, igual de guasona... ¡Pare! —dijo, cogiendo las manos de la condesa y besando la falange de un dedo meñique—. Junio —y continuó besándolos—, julio, agosto... —Mamá, ¿y está muy enamorado? ¿Qué le parece? ¿Se enamoró alguien así de usted? Es muy, muy simpático. Pero no es del todo de mi gusto. Es tan estrecho como el reloj del comedor... ¿comprende?... Estrecho... ya sabe, gris, claro... Bezújov sí que es azul, azul oscuro y rojo, y además es cuadrado. ¿Ha visto cómo resoplaba y tenía celos esta tarde? Es fantástico. Me habría casado con él si no hubiera amado a nadie y si él no hubiera estado casado.
—¡Condesita! —se escuchó la voz del conde detrás de la puerta—. ¿Estás dormida?
Natasha saltó de la cama descalza, y con las pantuflas en la mano corrió a su habitación. Tardó en dormirse, pensando todo el rato que nadie podía entender todo lo que ella comprendía y tenía dentro. «Sonia —se dijo, mirando cómo dormía hecha un ovillo con su enorme trenza—. ¡No, qué va! Mamá y esta no comprenden. Es increíble, qué lista que soy y qué simpática que es ella —continuó hablando de sí misma en tercera persona e imaginando que esas palabras eran dichas por un hombre muy inteligente, el más inteligente y guapo...—. Todo, todo lo tiene —continuaba ese hombre—. Es inteligente, extraordinariamente simpática y además guapa, extraordinariamente guapa. Muy hábil. ¡Y su voz!»
Cantó su fragmento favorito de una ópera de Cherubini y se echó en la cama, sonriendo con el alegre pensamiento de que ahora se iba a dormir. Llamó a Duniasha para que apagase la vela. Apenas le había dado tiempo a Duniasha a salir de la habitación y
Natasha ya estaba en otro mundo, el feliz mundo de los sueños, donde todo era tan fácil y maravilloso como en la realidad, solo que más alegre, pues sucedía de otro modo...
Al día siguiente, Borís llegó de nuevo de visita a casa de los Rostov. La condesa le hizo pasar a su habitación, le tomó la mano y, acercándosele, le besó.
—Borís, usted sabe que yo le quiero como a un hijo.
La condesa enrojeció y él todavía más.
—Sabe, querido, que el amor maternal tiene unos ojos que ven lo que otros no. Querido mío, usted es un joven adulto, bueno y razonable. Sabes que la chica es fuego y que un joven no puede ir a la casa... —La condesa se desconcertó—. Usted es un joven honesto y siempre le consideré como un hijo...
—Tiíta —contestó Borís, comprendiendo perfectamente el significado de las misteriosas palabras de la condesa, como si hubieran sido compuestas por todas las leyes de la lógica—. Tiíta, si he de ser culpable, no lo seré ante usted. Nunca olvidaré cuán en deuda estoy con usted y si me pide que no venga a visitarles, mis pies no pisarán esta casa, por muy difícil que me resulte.
—No, ¿por qué? Pero recuérdalo, vida mía.
Borís besó la mano de la condesa y desde entonces acudió a casa de los Rostov solamente cuando había baile. Tampoco se quedaba a solas con Natasha cuando se organizaba algún banquete.
E
L
príncipe Andréi se instaló en San Petersburgo en agosto de 1809. Era la época en que la nueva corriente encabezada por Speranski y sus enérgicas reformas se hallaban en su apogeo. Ese mismo mes, la carroza del zar volcó, torciéndose este un pie y permaneciendo en Peterhoff tres semanas en las que se entrevistaba diaria y exclusivamente con Speranski. En esos días, no solo se preparaban dos célebres decretos que alarmaban a la sociedad —el de la abolición de los cargos en la corte y el de los exámenes para obtener puestos de asesor de colegio y consejero civil—, sino también la totalidad de una constitución estatal que habría de cambiar el régimen de la justicia, la administración y la economía de Rusia, desde el Consejo Estatal hasta los consejos de los distritos rurales. Se llevaron a cabo y tomaron forma los entonces imprecisos sueños liberales con los que el zar Alejandro accedió al trono y que en un primer momento se afanó en materializar con ayuda de Czartoryski, Novosíltsev, Kochubéi y Speranski, a los cuales él mismo llamaba bromeando «el comité de salvación nacional».
Ahora, Speranski había sustituido a todos los responsables de los asuntos civiles y Arakchéev a los de los asuntos militares. El príncipe Andréi, al poco de su llegada, se presentó en la corte en calidad de gentilhombre de cámara.
El zar se interesó por su herida. Al príncipe siempre le había parecido que resultaba antipático al soberano, y que su rostro y todo su ser le eran desagradables. El príncipe, más que nunca, encontró la confirmación de esa impresión en las pocas palabras que el zar le dirigió a la salida, con una mirada seca y distante. Aunque gracias a sus contactos y cargo en el ejército podía haber aspirado a un recibimiento más cálido, el actual había sido justamente el recibimiento esperado. Los cortesanos se explicaban la aspereza del zar en que este reprochaba a Bolkonski no haber vuelto a prestar servicio alguno, y así se lo hicieron ver.
«Sé que uno no puede dominar sus simpatías y antipatías —pensó el príncipe Andréi—, y por ello no puedo pensar en presentar personalmente un proyecto al zar y esperar recompensa alguna. Pero el asunto se abrirá camino por sí mismo.» Ahí mismo entregó su proyecto a un viejo mariscal de campo amigo de su padre. El mariscal le había dado hora para una entrevista y le recibió amablemente, prometiéndole elevar un informe al zar. Al cabo de unos días, se puso en conocimiento del príncipe Andréi que debía presentarse ante el ministro de Defensa, el conde Arakchéev.
A las nueve en punto de la mañana del día en cuestión, el príncipe se presentó en la antesala del conde Arakchéev. Conocía al conde por los comentarios de los artilleros de la guardia imperial, por la anécdota de que arrancó con sus propias manos las patillas a unos soldados y por lo que sucedió en la víspera de la batalla de Austerlitz, en la que todo el Estado Mayor sabía de su negativa a asumir el mando de una columna bajo el pretexto de templar mal sus nervios. Esta reputación se confirmó también durante la campaña de la guerra de Finlandia en 1807, en la que el conde Arakchéev dirigió su ejército hallándose a más de cien kilómetros de distancia. El príncipe Andréi no le conocía personalmente ni había tratado con él nunca, pero todo lo que sabía de él no era para inspirarle respeto. «Pero ha sido ministro de Defensa, hombre de confianza del zar, nadie debe fijarse en sus cualidades personales, se le ha ordenado el estudio de mi proyecto y, en consecuencia, solo él puede darle curso», así pensaba el príncipe Andréi entre todas aquellas personas importantes y no tan importantes que esperaban audiencia en la antesala del despacho del conde Arakchéev. Durante gran parte de su servicio como ayudante de campo, el príncipe había visto muchas visitas y antesalas como aquella. Conocía perfectamente la diversidad de caracteres de esas audiencias, y la del conde Arakchéev tenía un carácter especial.
El rostro de las personas de menos alcurnia reflejaba un sentimiento general de incomodidad, oculto bajo el descaro y burlas personales hacia su propia situación y hacia la persona que esperaban ver. Unos iban y venían en actitud meditativa, otros se reían y cuchicheaban. El príncipe escuchó el apodo de «Fuerza Andréevich» y las palabras «el tío le dará una buena». Un personaje muy importante, por lo visto ofendido por tan larga espera, permanecía sentado con las piernas cruzadas y sonreía con desprecio. Pero en cuanto se abría la puerta, en todos ellos se reflejaba instantáneamente una sola cosa: el miedo. El príncipe Andréi sorprendió al funcionario de guardia con el ruego de que le anunciaran de nuevo, pero de todos modos esperó largo rato. Pudo oír desde detrás de la puerta el estrépito de una voz impertinente y desagradable, y vio salir a un oficial que, pálido y con los labios temblorosos, atravesó la antesala llevándose las manos a la cabeza.
Cuando le llegó el turno, el ayudante de guardia le condujo hasta la puerta y le susurró: «A la derecha, junto a la ventana».
El príncipe Andréi vio ante sí a un hombre de unos cuarenta años y de aspecto enjuto, algo encorvado y con las cejas fruncidas sobre unos ojos sin expresión. Refunfuñando, se volvió hacia el príncipe sin mirarle.
—¿Qué solicita? —preguntó.
—No solicito nada —dijo el príncipe Andréi lentamente y en voz baja.
—Tome asiento —dijo Arakchéev volviendo sus ojos hacia él y apretando ligeramente los labios—. ¿El príncipe Bolkonski?
—No solicito nada; Su Majestad el zar ha tenido la bondad de enviar a Su Excelencia la memoria que le presenté...
—Sí, querido amigo, la he leído. He leído su memoria —interrumpió Arakchéev.
Solo pronunció amablemente estas primeras palabras y luego, sin mirarle a la cara, fue de nuevo adquiriendo un tono cada vez más despectivo y gruñón.
—¿Propone un nuevo reglamento militar? Hay muchas leyes viejas, pero no hay quien pueda ponerlas en práctica. Ahora todos escriben leyes; es más fácil escribirlas que cumplirlas.
—He venido por orden del zar para que Su Excelencia me haga saber qué curso piensa darle a mi memoria —dijo el príncipe Andréi.
—He emitido una resolución sobre su memoria y la he enviado al comité. Por si lo desea usted saber, no he dado mi aprobación —contestó Arakchéev, levantándose y cogiendo un papel de la mesa—. Aquí está, tómelo.
—En el papel estaba escrito lo siguiente: «Está redactado sin fundamento. Parece una imitación del reglamento militar francés y se aparta innecesariamente de las ordenanzas militares vigentes».
—¿A qué comité ha enviado el proyecto? —preguntó el príncipe.
—Al comité de reglamentos militares. He pedido que se le incluya como vocal en él, pero sin remuneración.
El príncipe sonrió.
—No la deseo.
—Sin remuneración —repitió Arakchéev—. Ha sido un honor. ¡Eh!, ¡llamad al siguiente! —gritó, despidiéndose del príncipe.
La audiencia con el conde Arakchéev no enfrió la actividad del príncipe con su proyecto. A la espera de la notificación de su inclusión como miembro del comité, renovó antiguas amistades y efectuó algunas visitas, especialmente a aquellas personas que él sabía que estaban bien situadas y podían prestarle su apoyo. Guiado por su intuición social, visitaba a aquellos que se encontraban ahora al frente de la administración y preparaban algo con dedicación. Ahora experimentaba una sensación semejante a la de la víspera de entrar en combate, cuando una inquieta curiosidad le abrumaba y le arrastraba irresistiblemente hacia las altas esferas, donde se preparaba el futuro del que dependía el destino de millones de personas. Por la irritación de los mayores y la curiosidad de los profanos, por la reserva de los iniciados y por las prisas y preocupación de todos, por el incalculable número de comités y comisiones de cuya existencia se enteraba cada día, tenía la sensación de que entonces, en 1809, se estaba fraguando en San Petersburgo una gigantesca batalla civil. No conocía a su comandante en jefe, persona misteriosa a quien imaginaba como un ser genial: Speranski. La obra de sus reformas, que conocía vagamente, y la personalidad del reformador le interesaban tan apasionadamente, que muy pronto la revisión del reglamento militar pasó a ocupar para él un segundo plano.
El príncipe Andréi se encontraba en una de las posiciones más ventajosas para ser recibido cordialmente en los más variados y elevados círculos de la sociedad peterburguesa de entonces. El partido de los reformadores le acogió hospitalariamente y trataba de ganárselo; en primer lugar, porque tenía una reputación de hombre de gran erudición e inteligencia, y en segundo lugar, porque tras permitir la emancipación de sus campesinos se había forjado fama de liberal. El partido de los viejos descontentos se dirigía a él como hijo de su padre, buscando su simpatía y condenando las reformas. Los sectores femeninos,
la alta sociedad
, le recibieron con cordialidad por ser un partido rico y eminente, por ser un personaje prácticamente nuevo con la aureola de la romántica historia de su muerte imaginaria y el trágico fin de su mujer. Además, la opinión general de todos los que le conocían de antes era que había mejorado mucho en aquellos cinco años, que se había suavizado y robustecido. Ya no había en él ese orgullo y actitud burlona, sino el aplomo que se adquiere con los años. Se hablaba con interés de él y todos deseaban conocerle.
A
L
día siguiente de su visita al conde Arakchéev, el príncipe Andréi fue a casa del conde Kochubéi y le contó cómo había ido su entrevista con
Fuerza Andréevich
. Kochubéi también le llamaba así, con la misma vaga mofa que el príncipe había notado en la antesala del ministro de Defensa.
—Querido amigo —dijo Kochubéi—, ni siquiera en este asunto harás nada sin Mijaíl Mijáilovich. Es un gran negociador. Se lo comentaré. Prometió venir esta tarde...
—¿Qué tiene que ver Speranski con el reglamento militar? —preguntó el príncipe.
Kochubéi movió la cabeza sonriendo, como asombrándose de la ingenuidad de Bolkonski.
—Hablamos de usted. Hace algunos días —continuó Kochubéi—, a propósito de sus agricultores libres...
—Así que, es usted, príncipe, el que ha emancipado a sus mujiks —intervino un anciano de los tiempos de Catalina, volviéndose con desprecio a Bolkonski.
—La hacienda era pequeña y no aportaba beneficios —contestó Bolkonski.
—Teme quedarse atrás —dijo el viejo, mirando a Kochubéi—. Lo único que no entiendo es una cosa —prosiguió el anciano—. ¿Quién va a labrar la tierra si se libera a los campesinos? Es fácil escribir leyes, pero gobernar es difícil. Del mismo modo le pregunto, conde, ¿quién será el jefe de la administración si todos deben pasar un examen?
—Los que aprueben —contestó Kochubéi, poniendo una pierna sobre la otra y mirando en derredor.
—Conmigo sirve Priánichnikov, un hombre magnífico que vale su peso en oro... Tiene sesenta años, ¿acaso debe someterse a un examen?
—Sí, es difícil, porque la educación no está muy difundida, pero... —el conde Kochubéi no terminó de hablar. Se levantó y tomando del brazo al príncipe Andréi salió al encuentro de un hombre calvo, de unos cuarenta años, alto y de tez pálida. Vestía un frac azul, llevaba una cruz al cuello y una condecoración. De frente despejada, tenía un rostro alargado de extraordinaria blancura. Era Speranski. El príncipe Andréi le reconoció de inmediato por su porte, diferente al de los demás y de un tipo especial. En ninguno de los miembros de la sociedad que el príncipe Andréi frecuentaba había visto esa tranquilidad y empaque de movimientos torpes, ni esa mirada firme y dulce a un tiempo, de ojos entrecerrados y un tanto húmedos. Tampoco esa sonrisa firme que nada significaba, ni una voz tan fina, equilibrada y apacible. Y sobre todo, esa suave blancura de su rostro y en particular de sus manos, un tanto anchas, pero extraordinariamente carnosas, delicadas y blancas. El príncipe únicamente había visto esa suavidad y blancura de rostro en los soldados que han permanecido largo tiempo en el hospital.