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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

Guerra y paz (107 page)

Durante el acto, cada vez que Natasha miraba al patio de butacas, sus ojos se encontraban con los de Anatole Kuraguin, quien apoyando el brazo en el respaldo de su asiento, no dejaba de mirarla. A Natasha esa mirada le resultaba desagradable y se empezó a sentir inquieta.

En cuanto el acto hubo terminado, Hélène se puso de pie, se volvió hacia el palco de los Rostov, e hizo señas con su mano enguantada al anciano conde para que se acercara. Sin prestar atención a los que entraban en su palco, comenzó a hablar con él, sonriendo amablemente.

—Tiene que presentarme a su encantadora hija y a su sobrina. Toda la ciudad no habla más que de ellas y yo aún no las conozco.

Natasha, ruborizándose, se sentó a su lado. Conocer a esa belleza exuberante y escuchar sus alabanzas fue algo muy agradable para ella.

—Ahora también yo quiero hacerme moscovita. ¿Cómo no se avergüenza de ocultar semejantes perlas en el campo? —Hélène gozaba justamente de una reputación de mujer cautivadora. Podía decir lo contrario de lo que pensaba y, en particular, era capaz de adular con la mayor sencillez y naturalidad.

—No, querido conde, permítame que me ocupe de sus muchachas. Yo ahora estoy aquí por poco tiempo, y a usted le pasa lo mismo. Trataré de distraerlas.

La condesa Aliona Vasilevna preguntó por el príncipe Andréi Bolkonski, lo cual aprovechó para insinuar finamente que estaba al tanto de las relaciones del príncipe con su familia. Rogó que una de las chicas se sentara en su palco para lo que restaba de función a fin de que se fueran conociendo mejor, siendo Natasha la que se cambió a las localidades de Hélène.

En el tercer acto, el escenario representaba un palacio muy iluminado y lleno de retratos de caballeros con barba, especialmente mal dibujados, como solo ocurre en los teatros. Dos personas —probablemente el zar y la zarina— que cantaban bastante mal, aparecieron por los lados de la escena entonando una cancioncilla y se sentaron en el trono. Los dos vestían ropajes feos y estaban muy tristes. Tomaron asiento, y de la parte derecha salieron unos hombres y mujeres con las piernas desnudas que comenzaron a bailar todos juntos y a dar vueltas. Después los violines iniciaron unos compases, una de las bailarinas se acercó a la esquina, se arregló el corpiño con sus delgados brazos y empezó a dar saltos, batiendo rápidamente una pierna sobre otra.

En ese momento, Natasha advirtió que Anatole la observaba con unos anteojos y aplaudía y gritaba. Después, un hombre apareció por la esquina de la escena, los timbales y las trompetas sonaron poderosos, y el bailarín, solo y con las piernas desnudas, comenzó a dar unos saltos altísimos. Se trataba de Duport, que ganaba sesenta mil rublos en plata por mostrar su arte. Duport avanzaba a pasitrote, y todo el público empezó a aplaudir y dar gritos. El hombre sonreía estúpidamente y saludaba hacia todos los lados. Luego danzaron más bailarines y de nuevo uno de los zares dio un grito al compás de la música y todos comenzaron a cantar. Pero de improviso, se anunció la tormenta y ni que decir tiene que todos salieron corriendo, arrastrando consigo de nuevo a una persona. Todavía no había terminado ese acto, cuando de repente se sintió una corriente de frío en el palco. Se abrió una puerta y entró Pierre acompañado del bello Anatole, que sonriendo e inclinándose, trataba de no tropezar con nadie. Natasha se puso contenta de ver a Pierre, y con la misma alegre sonrisa se volvió a Kuraguin. Cuando Hélène se lo presentó, este se acercó a Natasha, inclinó levemente su perfumada cabeza, y dijo que había deseado tener el placer de verla de nuevo desde el baile en casa de los Naryshkin en 1810.

Anatole Kuraguin hablaba de una manera sencilla y alegre, y a Natasha le impresionó gratamente no solo el hecho de que no hubiera nada de extraño en aquel hombre del que tantas cosas se contaban, sino que, por el contrario, sonriera con la sonrisa más ingenua, alegre y bondadosa que jamás había visto.

Kuraguin le habló del carrusel que se estaba organizando en Moscú y le pidió que participase.

—Va a ser muy divertido.

—¿Cómo lo sabe?

—Venga, por favor. De verdad —dijo.

Hablaba con extraordinaria soltura y sencillez, evidentemente sin reparar en las palabras que pronunciaba. Sin apartar sus sonrientes ojos, miraba a su cara, su cuello y sus manos. A Natasha le parecía muy divertido, pero la cosa empezó a tornarse complicada y embarazosa. Cuando ella no le miraba, sentía que él ponía sus ojos en sus hombros, y le devolvía ingenuamente la mirada para que Anatole desviara la vista a su rostro. Pero cuando le miraba a los ojos, advertía con miedo que entre ellos no existía esa barrera del pudor que siempre sentía en su relación con los demás hombres. Sin saber por qué, a los cinco minutos Natasha sentía una intimidad terriblemente familiar con aquel hombre. Cuando se volvía, temía que él cogiese por detrás su desnudo brazo y besase su cuello. Conversaban sobre las cosas más nimias y Natasha sentía una intimidad con aquel hombre como nunca antes la había tenido con ningún otro. Le resultaba extraño no solamente que no se hubiera azarado ante ella y no hubiera tratado de entender algo, sino que, por el contrario, pareciera mimarla y confortarla. Natasha se giró hacia Pierre y a su padre como se vuelve un niño cuando su niñera se lo quiere llevar a otro sitio, pero ninguno de los dos contestó su mirada. Entre las frases de cortesía, Natasha preguntó a Anatole si le gustaba Moscú. Hizo la pregunta y enrojeció; todo el tiempo le parecía hacer algo inconveniente al hablar con él. Ana-tole sonrió.

—Al principio no me gustaba mucho, porque lo que hace agradable a una ciudad son las mujeres bonitas. Pero ahora me gusta mucho —dijo, sonriendo todo el rato y mirándola a los ojos.

—¿Irá al baile? Por favor, no deje de ir. —Y tendiendo su mano hacia su ramillete, añadió en voz baja—: Deme esa flor.

Natasha no supo qué decir y se volvió como si no lo hubiese oído. Pero en cuanto se giró, pensó con temor que él estaba a sus espaldas muy cerca de ella, por lo que debía estar confuso y enojado y había que reparar el asunto. No se pudo contener y se volvió. Él recogió del suelo el programa y, sonriendo, la miró de nuevo. Sin saber si quería enfadarse o no, Natasha le miró directamente a los ojos. Su cercanía, su seguridad, y su sonrisa cariñosa y bondadosa, la vencieron del todo. Natasha sonrió también del mismo modo, mirándole directamente a los ojos. «Dios mío, ¿qué estoy haciendo?», pensaba. Pero al mirarle y conquistarle, sintió que entre los dos no había obstáculo alguno.

El telón se levantó de nuevo y Anatole volvió a su sitio. En el tercer acto apareció un diablo cantando, que agitó las manos hasta que cedieron las tablas bajo sus pies y desapareció de allí. Pero Natasha ya no veía ni escuchaba nada aunque quisiera; no podía dejar de seguir con la mirada cada movimiento de Anatole. Al pasar junto al palco de platea de los Rostov, sonrió y Natasha le devolvió la sonrisa. A la salida del espectáculo, Anatole les acompañó hasta la carroza. Apretándole el brazo, Anatole la ayudó a subir.

«¡Dios mío! ¿Qué es esto?», pensó Natasha durante toda esa noche. A la mañana siguiente, recordó involuntariamente a Ana-tole y la soltura con la que se había dirigido a ella: «Nunca había experimentado algo así. ¿Qué es esto? Quiero, pero no puedo pensar en él. Quizá sea lo que llaman amor a primera vista. No, no le amo. Pero a cada minuto me acuerdo de él. ¿Qué significado tiene? ¿Cuál es el significado del temor que siento hacia él?».

Ya en la cama, Natasha solo estaba en condiciones de contarle todo cuanto pensaba a la anciana condesa. Sabía que Sonia, con su visión severa e íntegra de la vida, solo se horrorizaría de escuchar su confesión, así que no le contó nada.

XIII

E
N
aquel 1811, la vida en Moscú era muy divertida. Dólojov y Anatole Kuraguin eran los reyes entre los jóvenes solteros. El príncipe Andréi todavía no había llegado a la ciudad, y su padre, el viejo príncipe, se había marchado al campo. Pierre temía a Natasha y no acudía de visita a casa de los Rostov.

Ese año, Dólojov había aparecido de nuevo por Moscú, de donde había desaparecido rápidamente después de haber ganado a las cartas al joven Nikolai Rostov. Se contaba que aquel año también había desplumado a un comerciante, y cuando este, tras despertar a la mañana siguiente, anunció que había sido emponzoñado con un narcótico y no tenía intención de pagar su deuda, Dólojov —sin decir nada al mercader— dio un grito a su gente y ordenó preparar unas letras de cambio y unos arenques en una habitación vacía, donde encerró al mercader.

—Ha venido a pasar una temporada a mi casa. Quizá se le ocurra firmar.

Al cabo de tres días, durante los cuales no dieron al mercader de beber, este firmó la letra de cambio y fue liberado. Pero el mercader presentó una denuncia, y a pesar de la recomendación que Dólojov pudo conseguir, fue expulsado de Moscú con la amenaza de degradarle si no se alistaba de nuevo en el ejército. Según contaban, ingresó con el rango de capitán en el ejército de Finlandia. Su regimiento allí destacado estuvo inactivo y él, que siempre había sabido relacionarse bien con las personas de mejor posición y situación financiera, convivió en Finlandia con el príncipe Iván Bolkonski, primo carnal del príncipe Andréi. Los dos se instalaron en casa de un pastor protestante, y los dos se enamoraron de su hija. Dólojov, fingiendo estar solo enamorado, hacía tiempo que se había convertido en el amante de la muchacha. Bolkonski se enteró y comenzó a reprochárselo. Dólojov le retó y le mató en un duelo. Aquella misma tarde, la hija del pastor protestante fue a verle y, amenazándole, recriminó lo sucedido. En un acceso de crueldad, Dólojov la golpeó y la echó. Enseguida se instruyeron dos nuevos pleitos y Dólojov desapareció, de tal modo que nadie tuvo noticias de él durante dos años. Lo último que se supo fue a través de una carta que su madre recibió en secreto de manos de uno de sus lacayos y ayudantes en el juego de la época de su brillante vida moscovita. La carta era breve, pero apasionadamente tierna; como todas las cartas que Dólojov escribía a su madre y como el trato que le dispensaba desde que comenzara a andar.

María Ivánovna Dólojova iba por todo Moscú mostrando a todos la carta y suplicando la defensa y la clemencia para su adorado Fedia. La carta, escrita en Finlandia, era la siguiente:

Mi inestimable ángel de la guarda y madre,

El destino cruel no cesa de perseguirme. Circunstancias fatales me abocan al torrente borrascoso de la vida. De nuevo he caído en desgracia y ando entre pleitos. Solo Dios, justo y verdadero, conoce la verdad. He huido, pero no me preocupo por mí. La única pena que me atormenta es usted, inestimable ángel mío y querida mía. Le mando un abrazo y le suplico que no se aflija y se apene porque vendrán tiempos mejores. No desapareceré. Siento que de nuevo besaré sus manos, veré sus ojos y veré el amor que más aprecio: el maternal, claro y pleno. La divinidad es la voz que más poderosamente habla en mí. Adiós, querido ángel. Le envío con la presente todo lo que puedo y le ruego que tenga paciencia. Su hijo que la adora,

F. D
ÓLOJOV

La carta iba acompañada de cinco mil rublos y Dólojov aclaraba que no necesitaba nada.

María Ivánovna Dólojova lloraba a lágrima viva al leer esta carta y recriminaba a todo el mundo la injusticia cometida con su noble hijo: a Bezújov por su crueldad, a Rostov por sus calumnias, a la finlandesa por insolente, al gobierno por despiadado y a ese asqueroso joven comerciante que, pérfido de él, habiendo sido vencido en el juego por un hombre honrado, le había denunciado.

Finalmente, transcurridos tres años sin ningún tipo de noticias acerca de él, en el otoño de 1810 se presentó en la casita de María Ivánovna una persona vestida con extraños ropajes persas, bronceada y con barba, que se tiró a sus pies. Era Dólojov. Contaban que había permanecido en Georgia durante todo ese tiempo en la casa de un príncipe reinante y ministro, que había combatido allí contra los persas, que poseía su propio harén, que había matado a alguien, y que tras prestar algún tipo de servicio al gobierno, regresó a Rusia. A pesar de su pasado —que no solo no ocultaba sino del que hacía gala—, Dólojov no solo fue paulatinamente aceptado en las altas esferas de Moscú, sino que se presentaba de tal modo que parecía que hacía un favor especial a todo aquel al que acudía a visitar. Se organizaban comidas en su honor en las mejores casas de Moscú y se invitaba a la gente a pasar la tarde con Dólojov el Persa. Muchos jóvenes ardían en deseos de intimar con él y se avergonzaban de su pasado, en el que no figuraban historias como las de Dólojov.

Nadie sabía de qué vivía en Moscú, pero lo hacía con opulencia. Seguía vistiendo su traje persa, que le favorecía mucho. Las damas y las señoritas coqueteaban con Dólojov a cual más, pero él, en esta su última estancia en Moscú, adquirió un despreciativo tono de donjuanismo en su trato con las mujeres que las turbaba sobremanera. En Moscú se repetía de boca en boca su célebre respuesta a Julie Kornakova, quien al igual que las otras damas, deseaba domesticar a esa fiera. En el transcurso de un baile, le preguntó por qué no se casaba.

—Porque no creo en ninguna mujer y menos aún en muchachitas —respondió Dólojov.

—¿Y cómo podría una muchacha demostrarle su amor? —preguntó Julie.

—Muy sencillo: rindiéndose a mí antes de la boda. Entonces me casaría. ¿Quiere probar?

Ese año, Dólojov puso de moda por primera vez a los coros de cíngaros, frecuentemente agasajaba a sus amigos con su presencia, y solía decir que no había ninguna señorita de Moscú que valiera un dedo de Matrioshka.

Anatole era otro de los brillantes jóvenes de Moscú esa temporada, y aunque pertenecía a una sociedad un poco distinta, al fin y al cabo era amigo y compinche de Dólojov.

Anatole tenía veintiocho años y su fuerza y belleza estaban en pleno apogeo. En los cinco años que iban desde 1805 —a excepción del tiempo pasado en la campaña de Austerlitz—, Anatole había vivido en San Petersburgo y Kíev, donde había servido de ayudante de campo, y en Gatchin, donde lo había hecho en un regimiento de la guardia imperial. No solo no buscaba servir en el ejército, sino que siempre lo evitaba. Y a pesar de ello, no cesaba de servir en destinos evidentemente muy agradables, en los que no era necesario realizar ninguna tarea. El príncipe Vasili consideraba que una de las condiciones para mantener el decoro consistía en que su hijo sirviera en el ejército. Por ello, apenas estropeaba su hijo su reputación en un destino, cuando era trasladado a otro. Anatole pensaba que esto era una condición de vida indispensable, y al alistarse como ayudante de campo, hacía ver que cedía y hacía un favor. Por otra parte, no fingía. Gozaba siempre de buena salud y de buen humor.

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