Guerra y paz (104 page)

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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

Lo peor de todo fue que el encargo de su hermano no solo no se cumplió, sino que el asunto se arruinó completamente, pues el mero recordatorio sobre la condesa Rostova sacaba de sus casillas al anciano príncipe. En particular, esto resultaba muy penoso para la princesa María porque solamente muy raras veces, en los momentos más delicados, se permitía pensar que ella no tenía la culpa de todas las penalidades de su situación. La mayor parte del tiempo estaba firmemente convencida de que era precisamente ella la que obraba mal y con perfidia, siendo por tanto la culpable. Opinaba así, en primer lugar porque en los últimos tiempos, en particular en Moscú, esperando la llegada de su hermano cualquier día, siempre se hallaba en tal estado de agitación que no encontraba la capacidad que tenía antes para pensar sobre el futuro ni su anterior amor a Dios. No podía rezar con todo el alma como antes, y sentía que únicamente cumplía con un rito. En segundo lugar, se sentía culpable porque en su relación con Koko, que estaba a su cuidado, reconocía en sí misma con horror los rasgos coléricos propios de su padre. Se decía innumerables veces que no debía acalorarse mientras instruía a su sobrino; pero casi siempre que se sentaba con el puntero para tomarle el alfabeto francés, deseaba transmitir sus conocimientos a la cabecita de Koko con tanta rapidez, que aun a pesar de concentrar la afectuosa luz radiante de sus ojos sobre él, este pronto comenzó a temer que se enojara. Koko no comprendía; la princesa temblaba, se movía con prisa, se enfadaba, a veces levantaba la voz, le tiraba del brazo y si lo ponía en el rincón, entonces se dejaba caer sobre el diván, se cubría con sus hermosas manos y sollozaba reconociendo su maldad y perversidad. Koko, imitando sus sollozos, se acercaba a ella y le separaba de la cara las manos húmedas. Pero nada le hacía sentir más intensamente su depravación y culpabilidad como cuando su padre, al que a veces reprochaba alguna cosa, se ponía a buscar sus gafas en su presencia tanteando con las manos junto a ellas pero sin verlas; o como cuando se olvidaba de lo que acababa de suceder; o cuando daba un débil paso en falso y se volvía para ver si alguien le había visto; o como cuando —y esto era lo peor de todo— durante la comida de repente se adormecía, dejando caer su servilleta y dando cabezadas. Sí, había envejecido y estaba débil. Él no era el culpable; ella sí. La princesa deseaba sostenerle la cabeza, apoyársela en el brazo superior del sillón y besarle tiernamente su frente surcada de arrugas, aunque ni siquiera se atrevía a pensarlo, pues eso lo hacía mademoiselle Bourienne. La princesa María temblaba de miedo al pensar que su padre advirtiera que ella lo hubiera visto. Aun esforzándose, no sabía ni ocultar ni mostrar sus deseos, y se odiaba y despreciaba a sí misma por ello.

IX

E
N
1811 vivía en Moscú Métivier, un médico francés que rápidamente había adquirido celebridad. Era muy alto, apuesto, amable, extraordinariamente instruido y educado como buen francés y, a decir de todos, un médico de excepcional valor. Era recibido en la alta sociedad no como a un médico, sino como a un igual.

El príncipe Nikolai Andréevich, que se burlaba de la medicina, comenzaba en los últimos tiempos a permitir que le visitasen los doctores, al parecer sobre todo para reírse de ellos. También se solicitaron los servicios de Métivier, quien iba a casa del príncipe dos veces por semana. Como en todas partes, Métivier, además de practicar la medicina, se afanaba por intimar con el paciente. El día de San Nikolai, onomástica del príncipe, todo Moscú acudió a la puerta de su casa, pero no recibió a nadie. Le entregó a la princesa María una lista con algunos nombres de personas a las que se debía invitar a comer.

Métivier, que había acudido a felicitar al príncipe, dijo a la princesa María que, como médico, consideraba conveniente incumplir la orden, y entró en la habitación del príncipe. Aquella mañana de su santo, el anciano príncipe se hallaba en uno de sus momentos de peor humor. Acababa de echar de su cuarto a la princesa y había lanzado el tintero a Tijón. Estaba recostado y adormecido en su butaca volteriana, cuando el apuesto Métivier, con su tupé negro y rostro sonrosado, entró en la estancia y le felicitó. Se sentó a su lado y le tomó el pulso. Métivier, haciendo caso omiso de su mal humor, hablaba desenfadadamente, cambiando de un tema a otro. El anciano príncipe, con el ceño fruncido y sin abrir los ojos, haciendo caso omiso del desenvuelto y alegre estado de ánimo del doctor, continuó en silencio, de vez en cuando farfullando alguna palabra ininteligible y hostil. Métivier comentaba respetuosamente su pesar por las últimas noticias acerca de los fracasos de Napoleón en España y lamentó que el emperador se dejara arrastrar por la ambición. El príncipe permanecía callado. Métivier se refirió a las desventajas del sistema continental, pero el príncipe continuaba callado. Métivier empezó a hablar de las últimas noticias sobre la introducción del nuevo código civil redactado por Speranski. El príncipe callaba. Sonriendo, Métivier comenzó a hablar solemnemente de Oriente y del rumbo hacia esa dirección que la política francesa debía tomar junto con la rusa; que la idea de hacer del mar Mediterráneo un lago francés... El príncipe no aguantó más y comenzó a hablar de su tema preferido: el significado de Oriente para Rusia y el enfoque de Catalina la Grande y el príncipe Potemkin sobre el mar Negro. Charlaba mucho y de buena gana, mirando de vez en cuando a Métivier.

—Según usted, príncipe —dijo Métivier—, los intereses de ambos imperios residen en la unión y en la paz.

El príncipe cesó repentinamente de hablar, y con las cejas casi cubriéndole los ojos, lanzó una mirada pérfida al médico.

—¡Ah, me está usted obligando a hablar! ¡Necesita que yo hable! —gritó de repente el príncipe—. ¡Fuera de aquí, espía! ¡Fuera!

Fuera de sí, se levantó del sillón. El ingenioso Métivier no encontró otra cosa mejor que hacer que salir apresuradamente de la habitación con una sonrisa y decirle a la princesa María, quien iba corriendo a su encuentro, que su padre no se encontraba del todo bien: «La bilis se le ha subido a la cabeza. No se preocupe, volveré mañana». Y llevándose un dedo a los labios, salió de la casa oyendo el ruido de las zapatillas del príncipe, que se acercaba al salón. Toda la fuerza de su genio se abatió sobre la princesa María, pues la culpó de permitir la entrada de un espía a su habitación. Con ella no podía tener ni un instante de tranquilidad, ni morir en paz, decía.

—Tenemos que separarnos, ¡ya lo sabe! —fueron las palabras que le dedicó a su hija. Y como temiendo que ella no supiese hallar consuelo de algún modo, volvió hacia ella, y tratando de adoptar un aire calmado, añadió:

—Y no pienses que esto te lo he dicho en un momento de acaloramiento. Estoy tranquilo y ya lo he meditado; así será.

Pero no se contuvo, y con la misma maldad que solo puede haber en una persona que ama, apretó los puños y, evidentemente también sufriendo, gritó:

—¡Y a ver si se casa contigo algún imbécil!

Dio un portazo, llamó a mademoiselle Bourienne y acostado, escuchó su lectura de
Amélie de Mansfeld
, tosiendo de vez en cuando.

Desde ese día, se extendió por Moscú el rumor, creíble o no, de que Métivier era un espía de Napoleón.

A las dos de la tarde acudieron a la comida los seis elegidos. El príncipe Nikolai Andréevich salió a su encuentro majestuosamente afable y calmado, como siempre. Llevaba puesta su peluca, iba empolvado y vestía su caftán con las medallas. Los invitados eran el conocido conde Rastopchín, el príncipe Lopujín y su sobrino, el general Chatrov —antiguo compañero de armas del príncipe—, y entre los jóvenes, Pierre y Borís Drubetskoi. Este último, que era ayudante de una personalidad importante y capitán de la guardia, ocupaba un puesto destacado en San Petersburgo. Había llegado de permiso a Moscú unos días atrás y cuando fue presentado al príncipe Nikolai Andréevich supo comportarse ante él de una manera tan sensata, respetuosa, independiente y patriótica, que el príncipe hizo una excepción a su favor, puesto que él no recibía en su casa a jóvenes solteros. La casa del príncipe no era lo que suele llamarse «la sociedad», pues no se hablaba de él en la ciudad, pero era un círculo tan pequeño, que ser recibido en él resultaba de lo más halagador. Así lo había comprendido Borís una semana antes: cuando en su presencia, el general gobernador dijo a Rastopchín que esperaba verle en su casa el día de San Nikolai, este contestó que no podía.

—Ese día voy siempre a rendir pleitesía a las reliquias del príncipe Nikolai Andréevich.

—¡Ah, sí, sí! —había respondido el general.

El tono de la comida fue serio, pero la conversación no cesó. El tono de la conversación era tal, que los invitados informaban al príncipe Nikolai Andréevich de todas las tonterías y contrariedades que se decían de él en las altas instancias del gobierno, como si del tribunal supremo se tratase. El príncipe parecía tomar en consideración todo lo que decían. Todo esto se exponía con especial objetividad. Todos hablaban con epicidad caduca de hechos notorios, guardándose de emitir su opinión cuando el asunto podía concernir a la persona del zar. Únicamente Pierre transgredía el tono cuando al tratar de extraer conclusiones se pasaba del límite, pero siempre era detenido a tiempo. Parecía que todos estaban esperando a que Rastopchín comenzase a hablar, y cuando lo hizo, todos se giraron hacia él. Pero reservó su golpe para después de la comida.

—¡El consejo estatal y el Ministerio de la Religión! ¡Ojalá hubiesen inventado el suyo propio! —gritó el príncipe Nikolai Andréevich—. Son unos traidores. «Poder soberano»... Ya hay un poder absoluto: el mismo que ordena que se hagan estos cambios —dijo el príncipe.

—Cuando menos habría que arrear con un látigo a los ministros —dijo Rastopchín, en gran parte para motivar la discusión.

—¡La responsabilidad! Han oído la llamada, pero no saben de dónde. ¿Quién nombra a los ministros? El zar. Él es quien los releva, los lisonjea y los destierra a Siberia. Él es quien no anuncia al pueblo que tiene unos ministros que pueden cobrar impuestos hasta la extenuación, y por ello ser culpables.

—¡La moda, la moda... la moda francesa y nada más! ¿Cómo puede ser considerado una moda el que las señoritas se exhiban casi desnudas como un anuncio de los baños públicos? Haga frío o sea indecoroso, se desnudan. Como ahora. ¿Por qué la autoridad debiera recortar sus poderes? ¿Qué es eso de inscribir en las monedas el mapa de Rusia y no la cara del zar? Rusia y el zar son uno. Son uno, cuando el zar desea sentirse plenamente zar.

—¿Ha leído usted, príncipe, la nota de Karamzín acerca de la vieja y nueva Rusia? —preguntó Pierre—. Habla de...

—Es un joven muy inteligente, desearía conocerle.

Tras el asado se sirvió el champán. Todos se pusieron en pie y felicitaron al viejo príncipe. La princesa María también se acercó para felicitarle. Él le puso la mejilla, pero la miraba de modo que quedara patente que no había olvidado el choque de la mañana: toda la cólera del príncipe permanecía con la misma intensidad.

La conversación cesó por un instante. El viejo general y senador, que no podía contener más su silencio, deseó hablar.

—Permítanme que les hable de los últimos sucesos en la revista de San Petersburgo.

—Sí, adelante.

—El nuevo embajador francés (después de Caulaincort vino Lauriston) fue recibido en audiencia por el zar. Su Majestad le llamó la atención sobre la división de granaderos, que marchaba en desfile solemne, y al parecer dijo que en Francia no prestaban atención a esas bagatelas. Dicen que en la siguiente revista, el zar no tuvo la bondad de dirigirse a él ni siquiera una vez —dijo el general, al parecer conteniendo su opinión y limitándose a relatar el suceso.

—¿Y han leído la nota enviada a las cortes europeas defendiendo los derechos del duque de Oldemburgo? —preguntó Rastopchín con el enfado propio de una persona que ve cómo se hacen mal las cosas a las que uno se dedicaba antes—. En primer lugar, está pésimamente redactada. Teniendo quinientos mil soldados, podía y debía haber sido redactada más audazmente.

—Sí, con quinientos mil soldados no sería difícil tener buen estilo.

Pierre se percató de que aquellos ancianos nunca traspasaban con sus opiniones el límite que podía atañer al zar. Rastopchín se contenía añadiendo y repitiendo frases de Pierre.

—Yo pregunto cuáles son las leyes que podemos redactar para nuestro país, qué justicia podemos exigir después de que Napoleón haya obrado con Europa como un pirata en un barco abordado...

—No habrá guerra —interrumpió brusca y sentenciosamente el príncipe—. No la habrá porque no tenemos gente. Kutúzov está viejo; no comprendo lo que hizo en Rushuk. ¿Y qué, príncipe? ¿Cómo lleva su posición? —se volvió a Rastopchín, quien hacía unos días había visitado en Tver al príncipe de Oldemburgo.

El príncipe Nikolai Andréevich cambió intencionadamente el tema de la conversación; en los últimos tiempos no podía hablar de Bonaparte porque pensaba constantemente en él. Comenzaba a no comprender en esa persona muchos de sus actos: tras casarse el año anterior con la hija del emperador austríaco, el viejo príncipe no podía despreciarlo aún más, ni tampoco creer en su poder. No lo entendía y se perdía en conjeturas, y cuando se hablaba de Bonaparte, se turbaba.

—El duque de Oldemburgo soporta dignamente su infortunio con entereza y resignación —dijo Rastopchín. Y prosiguió hablando sobre Bonaparte—. Ahora el asunto llega hasta el Papa. ¿Qué hacemos que no lo adoptamos? Nuestros dioses son los franceses, nuestro reinado celestial es París —dijo volviéndose a los jóvenes Borís y Pierre—. Los trajes son franceses, las ideas son francesas, los sentimientos son franceses... ¡Ay!, cuando miro a nuestra juventud, me dan ganas de sacar del museo el viejo garrote de Pedro el Grande y romperles las costillas a la rusa... Bueno, Excelencia, adiós. No se ponga enfermo ni se entregue a la melancolía. Dios aprieta pero no ahoga.

—Adiós, querido mío. Eres como un gusli,
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da gusto escucharte —contestó el viejo príncipe, reteniendo su mano y ofreciendo su mejilla para que le besara. Los demás también se pusieron de pie con Rastopchín. Pierre se quedó solo, pero el viejo príncipe no le prestó atención y se marchó a sus habitaciones. Despidiéndose, Borís le dijo a la princesa María que él siempre había tenido a su padre en un pedestal, que era merecedora de él y que por ello no podía disfrutar de las distracciones sociales. Borís abandonó la casa junto con los demás, pero pidió su permiso para acudir de visita.

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