Guerra y paz (99 page)

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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

—Esto sí que es un perro... ¡Cómo ha resistido! Es trigo limpio —decía entre suspiros, como si estuviese reprendiendo a alguien, como si todos fueran enemigos que le hubieran ofendido y solo ahora hubiese podido justificarse.

—Ahí tienen a los perros de mil rublos, ¡es trigo limpio! Toma, Rugay, para ti. —Y echó al perro una pata con tierra adherida que había cortado de la liebre—. ¡Es trigo limpio! ¿Qué, la has limpiado ya?

—Está cansado, ha corrido tres veces él solo —dijo Nikolai sin oír a nadie y tampoco sin preocuparse de si le escuchaban o no, olvidando sus esfuerzos por parecer siempre impasible y tranquilo—. ¿O es que no ha sido así?

—Pero ¿qué es eso de cruzarse? Así cualquier perro de corral lo consigue —comentó al mismo tiempo Ilaguin, enrojecido y jadeante por la carrera.

Entretanto, Natasha chillaba sin cobrar aliento, de tal modo que sus gritos tintineaban en los oídos de todos. No podía dejar de gritar en tanto que viera cómo cazaban a la liebre. Con esos chillidos, cumplía algún rito; expresaba lo que otros cazadores hacían con sus conversaciones simultáneas. El mismo tío ató con correas la liebre, hábil y diestramente se la echó al arzón y, como reprochando algo a todos, se marchó con aspecto de no querer hablar con nadie. Los demás se separaron tristes y ofendidos, y solamente pasado bastante tiempo, pudieron recobrar su anterior aire de indiferencia fingida. Largo tiempo miraron aún al rojizo Rugay, que con su lomo arqueado y manchado de barro, con el aire tranquilo del vencedor seguía al trote el caballo del tío, haciendo sonar ligeramente las cadenas. «Bueno, soy como los demás cuando no se trata de cazar. Pero en la caza no me perdáis de vista.»

Cuando después de un largo rato el tío se acercó a Nikolai y le dirigió la palabra, el joven se sintió halagado de que su tío se dignara a hablar con él después de lo ocurrido.

Poco más encontraron en el vedado, y además era tarde. Los cazadores emprendieron diferentes caminos, pero Nikolai estaba tan lejos de casa que aceptó el ofrecimiento de su tío para pasar la noche en su finca de Mijáilovka, que distaba dos verstas del vedado.

—Venid a mi casa, es trigo limpio. Ya veis, el ambiente está muy húmedo. Así podríais descansar y a la condesa la llevarían en coche —dijo el tío, especialmente animado.

La cacería llegó a Mijáilovka, y Nikolai y Natasha desmontaron junto a la casita gris del tío, que estaba rodeada por un jardín.

III

U
NOS
cinco criados, grandes y pequeños, salieron al zaguán a recibir a su señor. Decenas de mujeres, grandes y pequeñas, se asomaron desde la entrada de servicio a ver a los cazadores que llegaban. La presencia de Natasha, una señorita a caballo, llevó su curiosidad y asombro (como en todos los sitios por donde pasaba Natasha) a tal extremo, que muchos se acercaron y sin ningún apuro la miraron a los ojos haciendo sus observaciones, como si aquello que se les mostrara no se tratase de una persona, sino de un ser extraño ser que no pudiera oír ni comprender.

—¡Fíjate, Arinka! Va sentada de lado y le cuelga la falda. Mira, lleva un cuerno. ¡Dios santo!, si lleva un puñal... Ves, es una tártara.

—¿Cómo no te caes? —preguntó la más atrevida, dirigiéndose a Natasha.

El tío descabalgó junto al zaguán, y mirando a sus criados, gritó imperiosamente que se fueran los que no tuviesen nada que hacer y que se preparara todo lo necesario para acoger a sus invitados y al acompañamiento. Lo repitió varias veces. Todos se dispersaron y se pusieron manos a la obra. Natasha, que a pesar del cansancio o quizá a consecuencia de él, se encontraba en ese estado de excitación y felicidad en el que el espejo del alma graba con especial claridad y brillantez todas las impresiones, observaba y se fijaba hasta en el último detalle. Notó cómo el rostro de su tío se había transformado en la casa y parecía ahora más sosegado y seguro.

Enviaron a un sirviente a Otrádnoe a por el carruaje y entraron en la casa. En el zaguán, que olía a manzanas frescas, colgaban pieles de zorro y de lobo. El aspecto de la casa no era muy limpio; no parecía evidente que el fin de los inquilinos consistiera en evitar las manchas, pero la sensación de abandono no era notoria. Las habitaciones donde habitaban estaban barridas y fregadas, pero tras las esquinas se limpiaba solo en las grandes ocasiones. La casa no estaba enlucida y el suelo era de tarima. Había una sala pequeña y el salón, también pequeño, tenía una mesa redonda y un sofá. Pero estas habitaciones estaban desocupadas. El dormitorio era un despacho con una alfombra y un diván raídos, un retrato de Suvórov, diosas griegas y el olor de Zhúkov y los perros. Rugay entró en la estancia con el lomo sucio, se echó en el diván y comenzó a limpiarse con la lengua y los dientes. También se dejó pasar a Milka y Zavidka. Del despacho salía un pasillo en el que se veía un biombo con las telas rotas y se escuchaba un murmullo. Al parecer, ahí comenzaba la parte de la casa reservada a las damas. Un misterio, pues el tío no estaba casado.

Natasha y Nikolai se quitaron los abrigos y se sentaron en el diván, volviéndose al tío, que se marchaba a preparar algo. Sus rostros ardían, sentían hambre y estaban muy contentos de pasar todo ese rato con su tío. Como muchos otros momentos de su vida en Otrádnoe, recordarían esos instantes hasta el fin de sus vidas con melancólico placer, a pesar de que en ese día no había pasado nada extraordinario. Se miraron el uno al otro (después de la cacería, en la habitación, Nikolai no consideraba necesario darse importancia ante su hermana). Natasha guiñó un ojo a su hermano y, no pudiendo contenerse por más tiempo, estallaron sonoramente en risas.

Se desternillaban, sin haber tenido tiempo para pensar un pretexto para su risa. Poco después, el tío volvió ataviado con un casaquín, pantalones azules y unas botas de media caña. Natasha advirtió que esa vestimenta, la misma de la que se había mofado al ver con ella a su tío en Otrádnoe, era un auténtico traje. Los fracs y las levitas resultaban ridículos, pues el tío lucía ese traje con un porte tan natural como noble. El tío también estaba contento, y no solo no se ofendió por la risa de los dos hermanos, sino que se unió a ella. No podía ocurrírsele que podrían estar riéndose de su vida.

—Esta, condesita. Es trigo limpio. No he visto otra igual —dijo acercándole una pipa a Nikolai y sujetando otra con tres dedos con un gesto típico—. Ha cabalgado todo el día como un hombre como si nada. Sí, señorita, si hubiera encontrado una como usted en mi época, es trigo limpio, me hubiera casado enseguida.

Natasha no contestó. Se limitó a esbozar una sonrisa y a decir entre dientes:

—¡Qué tío tan encantador!

Al poco rato, a juzgar por el ruido de los pies, una muchacha descalza abrió la puerta. Una mujer de unos cuarenta años, gruesa, de pecho grande, hermosa y sonrosada, de barbilla doble y con unos labios sonrientes llenos de carmín, entró con una bandeja bien surtida entre las manos. Esta mujer (el ama de llaves del tío), con su agradable respetabilidad y amabilidad en los ojos y en cada movimiento, a pesar de su gordura poco común que la obligaba a sacar el vientre y mantener la cabeza erguida, se movía con extraordinaria soltura. Con igual habilidad colocó la bandeja con sus manos regordetas, hizo una respetuosa reverencia y dulcemente distribuyó en la mesa las botellas, los aperitivos y el agasajo. Con una sonrisa en el rostro, se retiró hacia un lado, permaneciendo de pie. «Pues esta soy yo, ¿comprende ahora a su tío?», parecía decir.

¿Cómo no comprenderlo? No solo Nikolai; también Natasha entendía a su tío y el significado de su ceño y de esa sonrisa, feliz y satisfecha, con la que frunció ligeramente sus labios al entrar Anisia Fédorovna. En la bandeja había vodka, licores de hierbas, setas en vinagre, tortas de centeno, miel en panal y miel cocida, manzanas, nueces, almendras tostadas y nueces con miel. Después Anisia Fédorovna trajo confituras a la miel y azucaradas, jamón y un pollo recién asado. Todo había sido escogido y preparado por Anisia Fédorovna. Todo tenía el perfume y el sabor de ella misma. Todo recordaba a su impecable jugosidad, su limpieza y a la blancura de su agradable sonrisa.

—Coma, señorita condesa —decía a Natasha, ofreciéndole bien un plato, bien otro.

Luego Natasha siempre diría que jamás había visto ni comido semejantes tortas de centeno con unas confituras, miel y frutos secos tan exquisitos, como aquella vez en casa de Anisia Fédorovna.

Anisia Fédorovna se retiró. Nikolai y su tío, entre sorbo y sorbo de licor, conversaron sobre la jornada de caza y las que seguirían, sobre Rugay y los perros de Ilaguin. Natasha, tras tomarse su aguamiel, entró en la conversación. Después de un silencio ocasional, como casi siempre ocurre en quienes reciben por primera vez a sus amistades en casa, el tío, como respondiendo a los pensamientos que seguramente rondaban a sus invitados, dijo:

—Así voy terminando mi vida... Uno se muere y no quedará nada. ¿Para qué voy a pecar?

El rostro del tío era muy significativo, incluso hermoso, cuando pronunció esas palabras. Nikolai involuntariamente recordó todo lo bueno que de él hablaban su padre y los vecinos. En toda la comarca su reputación era la de un hombre estrafalario, pero nobilísimo y desinteresado. Solían recurrir a él como juez en los asuntos familiares y como albacea testamentario. Le confiaban secretos, le habían escogido juez y para otros cargos, pero a todo se había opuesto con obstinación. Pasaba el otoño y la primavera en los campos cabalgando en su caballo overo castrado, en el invierno se quedaba en casa y en el verano se tumbaba en su jardín.

—¿Por qué no acepta ningún cargo público, tío?

—Ya lo hice, pero lo dejé. No sirvo para ello ni entiendo nada. Eso es para vosotros, a mí me falta inteligencia. La caza es otra cosa. ¡Abrid esa puerta! —gritó—. ¿Por qué la habéis cerrado? —La puerta del fondo del pasillo (que el tío llamaba «pasilo»), que conducía a la sala de caza, estaba abierta y se escuchaba con claridad el sonido de una balalaica que parecía tocar alguien hábil. Hacía rato que Natasha estaba con el oído atento, y salió al pasillo para oír mejor.

—Es Mitka, mi cochero. Le he comprado una buena balalaica. Me gusta —dijo el tío.

El tío tenía la costumbre de que se oyese tocar una balalaica desde aquella sala cuando volvía de cazar.

—Estupendo, ¡qué maravilla! —dijeron Nikolai y Natasha, a quienes al igual que las setas, la miel y los licores, los gallardos acordes de «Barynia» les parecieron los mejores del mundo.

—¡Otra, otra! —gritaba Natasha asomándose a la puerta. El tío estaba sentado y escuchaba, con la cabeza inclinada a un lado y con una sonrisa que parecía decir «sí, soy un viejo que está sentado aquí tranquilamente fumándose una pipa porque puede. Vaya si puedo». La canción «Barynia» sonó unas cien veces. El intérprete afinó su instrumento unas cuantas veces, resonando los mismos acordes, que lejos de aburrir a los oyentes, pedían más y más. Anisia Fédorovna entró en la sala y arrimó su obeso cuerpo junto al dintel de la puerta.

—Escuche, condesita —le dijo a Natasha con una sonrisa idéntica a la del tío que parecía decir «que podía»—. Toca estupendamente.

—En esa estrofa no lo hace bien, —dijo repentinamente el tío con un gesto enérgico que daba a entender muy bien que realmente «podía»—. En esta parte hay que soltarse. ¡Es trigo limpio!

—¿Acaso sabe tocar? —preguntó Natasha. Su tío sonrió sin contestar.

—Anisiushka, mira si las cuerdas de la guitarra están bien... Hace tiempo que no la cojo, la tengo abandonada. Es trigo limpio.

Anisia Fédorovna salió de buen grado con paso ligero a cumplir el encargo de su señor y trajo la guitarra.

El tío, sin mirar a nadie, quitó soplando el polvo, tamborileó con sus dedos huesudos la caja de la guitarra, afinó sus cuerdas y, pareciendo olvidar todo y a todos los allí presentes, se acomodó en el sillón. Graciosamente, con cierto gesto teatral, cogió por arriba el cuello de la guitarra, y guiñando un ojo a Anisia Fédorovna, comenzó a tocar una canción que no era «Barynia». Dio un acorde limpio y sonoro, y después, con calma y vigor, comenzó a interpretar con un ritmo muy lento «Por una calle empedrada... iba una muchacha a por agua». Los rostros de la servidumbre cubrían las puertas. Al unísono, con reposada alegría —la misma que rezumaba en toda la persona de Anisia Fédorovna— Nikolai y Natasha entonaron en su interior la canción. Anisia Fédorovna se puso colorada y, cubriéndose con un pañuelo, salió riéndose de la habitación. El tío siguió limpia y esforzadamente tocando con energía la canción. Continuaba mirando con ojos inspirados al lugar por donde había salido Anisia Fédorovna. En su rostro se dibujó una leve sonrisa bajo el bigote gris, especialmente a medida que desgranaba la canción, acelerando el ritmo, y, en lugar de hacer rasgueos, apartándose un tanto de la melodía. Se esperaba en cualquier momento que el tío empezara a bailar.

—¡Qué maravilla, tío! ¡Impresionante! ¡Otra, otra! —gritaba Natasha, saltando a abrazar y besar a su tío, fuera de sí de alegría y mirando a Nikolai, como si le preguntara: ¿qué es esto? Nikolai también estaba admirado. Su tío tocó la canción por segunda vez y el sonriente rostro de Anisia Fédorovna apareció de nuevo en el umbral de la puerta, y tras él, los de otros sirvientes. «Cuando va a por agua fresca, grita a la muchacha: ¡espera!», el tío hizo de nuevo un acorde penetrante, lo interrumpió, y se encogió enérgicamente de hombros.

—¡Venga, venga, querido tío! —comenzó a gemir con voz suplicante Natasha, como si la vida le fuera en ello. El tío se levantó, pareciendo haber en él dos hombres: uno serio se reía de otro parrandero, y este hizo una ingenua pero severa extravagancia.

—¡Vamos, sobrina! —evidente y completamente turbado, invitó a Natasha a bailar con la mano que había arrancado el último acorde.

Natasha se desprendió del chal que la cubría, dio unos pasos hacia su tío y, apoyando las manos sobre las caderas, movió los hombros y se detuvo.

¿Dónde, cómo y cuándo esa condesita educada por una emigrante francesa se había empapado del aire ruso que se respiraba? ¿Dónde había aprendido aquellas maneras (que los
pas de châle
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de la institutriz deberían haber erradicado hacía tiempo)? Pero en cuanto Natasha se puso en pie, encogió los hombros y sonrió dichosa, solemne y orgullosa, el primer temor que se había apoderado de Nikolai y de todos los asistentes, el miedo de que ella, la señorita, no saliera airosa, se disipó y la admiraron entusiasmados. Ella hizo exactamente lo mismo que Anisia Fédorovna, quien enseguida le tendió el pañuelo necesario para aquel baile. A Anisia se le saltaron las lágrimas contemplando a la esbelta y graciosa condesita, criada entre algodones y tan distinta a ella, pero que sabía entender cuanto había en Anisia, en el padre de Anisia, en su tía, en su madre y en cualquier ruso.

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