Guerra y paz (96 page)

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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

—Te has enfadado porque no ha inscrito setecientos rublos. Pero están anotados en una transferencia en otra página que tú no viste.

—Papá, es un canalla y un ladrón, lo sé. Lo hecho, hecho está. Pero si quiere, no le diré nada más.

—No, ¿sabes?, querido... —El conde también estaba turbado. Sentía que había administrado mal las propiedades de su esposa y que era culpable ante sus hijos, pero no sabía cómo corregir aquello.

—No... ¿sabes?, es un hombre leal. Te ruego que te encargues de esos asuntos. Yo soy viejo, yo...

Nikolai se olvidó de Mítenka y de todo al ver el rostro turbado de su padre. No sabía qué decir y le faltó poco para llorar. Era horrible pensar que su anciano padre, bueno y gentil, se considerase culpable.

—No, papá. Perdóneme si le he disgustado. Yo entiendo menos que usted, perdóneme, no intervendré más.

«Al diablo con él, con esa transferencia, con los mujiks, con el dinero y con todo este absurdo», pensó. Desde entonces no se inmiscuyó en esos asuntos y tuvo trato con Mítenka, que con respecto al joven conde se mostraba agradable y servicial, especialmente cumpliendo órdenes sobre la caza, que el anciano conde practicaba por todo lo alto. En todo ese tiempo, la única gestión sobre asuntos económicos de la casa que hizo que Nikolai consistió en que un día la condesa le reveló el secreto de que poseía una letra de cambio de Anna Mijáilovna por valor de doce mil rublos, y le preguntó qué pensaba hacer con ella.

—Pues esto —contestó Nikolai, recordando la pobreza de Anna Mijáilovna, su antigua amistad con Borís y su actual aversión por él (esta última circunstancia era la que más le forzó a comportarse como se comportó)—. ¡Pues esto! —dijo—. Dice que depende de mí: ¡Pues esto! —Y rompió el pagaré, haciendo que la anciana condesa llorara lágrimas de felicidad por ese acto.

Nikolai se dedicó seriamente a los asuntos de la caza, ya que era otoño y la mejor época del año para ello. Natasha montaba a caballo con seguridad, como un hombre. Gustaba y entendía de caza, y gracias a ella, esos dos meses de otoño que pasó junto con Nikolai en 1810 en Otrádnoe fueron, a su manera, los más felices de sus vidas, de los que más gustaban de recordar con posterioridad. Sonia no sabía montar a caballo y se quedaba en la casa. Como consecuencia de ello, Nikolai la veía menos. Sus relaciones eran sencillas y amigables; la quería, pero se consideraba totalmente libre. Natasha había dejado de estudiar. No tenía con quién coquetear, pero no se agobiaba por su soledad, pues estaba segura de su futuro matrimonio con el príncipe Andréi y esperaba sin demasiada impaciencia ese momento, sintiéndose también, como nunca antes, completamente libre. Se entregaba a la caza y a la amistad de su hermano con la misma pasión con la que hacía el resto de las cosas. Gracias a ella, Nikolai se puso más alegre y halló allí, en ese anterior horrible mundo suyo de confusión, su propio ambiente y el interés esencial de su amistad con Natasha y la caza.

II

E
STO
sucedía el 12 de septiembre. Ya venían los primeros fríos. Las heladas matinales cubrían la tierra mojada por las lluvias de otoño, y el verdor intenso destacaba entre los rastrojos amarillos de las siembras de verano, pisoteados por el ganado. Las cumbres y los bosques, que a finales de agosto eran todavía islotes amarillos entre los campos negros de otoño sobre los que se hacinaban los rastrojos, ahora eran de color pardo con intensos reflejos dorados y rojizos, y estaban cubiertos con las hojas húmedas caídas entre el verde intenso de las sementeras de otoño. La liebre ya había mudado la mitad de su pelo y su lomo había encanecido, los zorros habían perdido el color y sus camadas de ese año se dispersaban, los lobos jóvenes ya eran más grandes que los galgos, y los perros del joven y ardoroso cazador Rostov ya se batían decentemente rastreando la presa. Los cazadores, reunidos en consejo, decidieron dar tres días de descanso a los perros y salir el 14 de septiembre desde el robledal, donde habían avistado unos lobos.

Así estaban las cosas el 11 de septiembre por la tarde. La montería permaneció en casa durante todo el día; el ambiente era gélido y punzante. Pero por la tarde comenzó a deshelar y apareció la bruma, no soplaba viento en absoluto. Al día siguiente, Nikolai se levantó pronto, se acercó a la ventana en batín y vio que hacía una mañana incomparable para la caza, como si el cielo se fundiese y descendiera a la tierra. Si había movimiento en el aire, quizá fuese de arriba abajo. De las desnudas ramas del jardín pendían unas gotas transparentes. En la huerta, la tierra mojada y brillante ennegrecía como las semillas de las amapolas. Tal vez lluvia o tal vez niebla se desparramaba desde una infinidad gris.

Nikolai salió al zaguán, que olía a hojarasca mojada y a los perros que estaban tumbados bajo el tejadillo. Milka, una perra negra de raza con manchas rojas y anchos cuartos traseros, miró a su dueño con sus grandes ojos saltones, se levantó, y estirándose y encogiéndose como una liebre, saltó de repente sobre Nikolai, lamiéndole la nariz y el bigote. Un semental de color rojo, Rugay —al que habían cruzado con Milka—, sintiendo envidia de Milka y al ver a su amo desde el camino de flores por el que venía, encorvó el espinazo y se lanzó hacia el zaguán. Alzando la cola, contuvo su carrera y comenzó a restregarse contra las piernas de Nikolai.

—¡Hop, hop! —se oyó en ese momento el grito inimitable de los cazadores, que contenía el más profundo bajo y el más agudo tenor. Danila apareció por la esquina de la casa, con su rostro arrugado y su cabello gris cortado a tazón a la manera ucraniana. Llevaba en la mano una fusta torcida con esa expresión de autosuficiencia y desprecio a todos que es exclusiva de los cazadores. Se quitó el gorro circasiano ante su amo con desdén, lo cual resultaba lisonjero, pues Nikolai sabía que este Danila, que despreciaba a todos y se sentía por encima de cualquiera, no obstante era su hombre.

—¡Danila! —exclamó Nikolai mesándose el bigote y sonriendo, notando que ya le dominaba esa insuperable sensación del cazador en la que uno olvida todo lo pasado, lo futuro y todas las antiguas intenciones, como el enamorado en presencia de su amada.

—¿Qué ordena, Su Excelencia? —preguntó Danila con voz grave de archidiácono, ronca a fuerza de azuzar a los perros. Sus dos ojos negros brillantes miraron de reojo con astucia al amo, que seguía callado. «¿Qué, no te vas a resistir?», parecían decirle aquellos dos ojos.

—Un día magnífico, ¿eh? Para la caza y la persecución a caballo, ¿no? —dijo Nikolai rascando a Milka detrás de las orejas.

Danila no contestó y se limitó a parpadear.

—He enviado a Uvarka al amanecer para escuchar —dijo con su voz de bajo después de un minuto de silencio—. Dice que ha pasado al coto de Otrádnoe.

«Ha pasado» quería decir que la loba y sus crías, de la que ambos tenían conocimiento, habían pasado al bosque de Otrádnoe, que se hallaba a dos verstas de la casa.

—Bueno, habrá que ir, ¿no? Llama a Uvarka y subid los dos.

—Como usted mande. —Y Danila desapareció tras la esquina.

—Pero espera. No des de comer a los perros todavía.

—Está bien.

Cinco minutos después, Danila y Uvarka se hallaban en el amplio despacho de Nikolai y conversaban. Por muy espacioso que fuera, resultaba terrible ver a Danila en aquella habitación. A pesar de su corta estatura, verle allí producía una impresión semejante a la de ver un caballo o un oso entre los muebles y demás enseres de la vida doméstica. El propio Danila lo comprendía mejor que nadie. Cuando entraba se quedaba como petrificado, y sin moverse, se esforzaba en hablar en voz baja. Continuamente le parecía que podría romper y estropear algo por descuido, y siempre se afanaba por salir de debajo de aquellos techos, al aire libre. Cuando hubo terminado las preguntas, sonsacado a Danila que los perros estaban listos y trazado el camino, Nikolai mandó que le ensillaran el caballo. El mismo Danila ardía en deseos de salir, pero justo cuando se disponía a ello, Natasha entró en la habitación con paso rápido. Estaba sin peinar y envuelta en un gran pañuelo de la niñera de color negro y con pájaros estampados.

Natasha estaba muy agitada, así que a duras penas podía seguir cubriéndose con el pañuelo sin bracear en presencia de los cazadores con sus brazos desnudos, lo que en parte consiguió.

—¡No, esto es una vileza y una bajeza! —gritó—. Te vas solo, has ordenado que te ensillen el caballo, y a mí no me has dicho nada...

—Pero es que tú no puedes ir. Mamá ha dicho que no vayas.

—En cambio tú has elegido incluso el momento, ¡muy bonito! —decía, apenas conteniendo las lágrimas—. Pero yo voy, quiera mamá o no. ¡Danila!, ordena que me ensillen un caballo y di a Sasha que me traiga mi jauría —dijo al montero.

De alguna manera, permanecer en esa habitación le parecía a Danila incómodo e inconveniente, pero tener que habérselas con la señorita, le resultaba incomprensible. Bajó los ojos y se apresuró a salir, como si aquello no fuera con él, tratando de no hacer daño involuntariamente a Natasha.

Aunque decían que Natasha no podía ir a la cacería y que se resfriaría, no se podía impedir que hiciese lo que le viniera en gana, y finalmente, preparó sus cosas y fue con ellos.

El anciano conde, que siempre había mantenido un enorme equipo de caza y que de vez en cuando salía al campo, ahora había pasado la dirección a su hijo. Aquel 12 de septiembre, estando de muy buen humor, se preparó a salir también. Ordenó a su esposa, a la institutriz, a Sonia y Petia que marchasen en la lineika...
[43]

Al cabo de una hora, toda la montería se hallaba junto al zaguán de la casa. Sin esperar a nadie, Nikolai, con un gesto muy serio y mostrando que no era el momento de tonterías, pasó junto a Natasha, que con la ayuda de su montero Sasha se había montado en el caballo, e inspeccionó todos los preparativos. Mandó por delante una jauría y unos cuantos rastreadores, se montó en su cobrizo alazán del Don, y silbando a sus perros, se arrancó a través de las eras hacia el campo, en dirección al coto de Otrádnoe. El paje del anciano conde tenía que llevar su caballo, y el conde tenía que ir en su pequeño drozhki directamente al mejor puesto de caza, preparado para él. Los Rostov poseían ochenta perros de caza. Todos eran de una antigua raza que habían criado los Rostov; perros raposeros escuálidos y paticortos, de fuerte ladrido, negros y con manchas rojizas. Muchos estaban ya algo lisiados, así que en la cacería emplearon solo a cincuenta y cuatro. Danila y Karp Turka marchaban delante y por detrás marchaban tres monteros de traílla. Los galgos estaban agrupados en cuatro jaurías según los amos; las del anciano conde, con once perros y dos monteros, las del conde Nikolai con seis y las de Natasha, con cuatro ejemplares no muy buenos. Como no se confiaba en Natasha, le dieron perros un poco peores. Mítenka también iba con su propia jauría, habiendo además otras siete. En total, salieron al campo cerca de ciento cincuenta perros y veinticinco jinetes. Cada perro conocía a su dueño y respondía a su nombre, y cada cazador conocía bien su oficio, su puesto y la misión que tenía asignada. Todo ese caos de perros aullando y de cazadores que los llamaban a gritos se reunió en la finca, y sin ruido y sin conversaciones, con paso uniforme y tranquilo, se esparció por el campo en cuanto todos hubieron atravesado la cerca. Solo de vez en cuando se oía el silbido de un cazador, el relincho de algún caballo o el ladrido de algún perro, el paso de los caballos como si pisasen por una alfombra de pieles, o el raro tintineo de sus collares de hierro. Apenas habían salido en dirección a Chepyzh, cuando por el campo aparecieron otros cinco cazadores con galgos y otros dos con lebreles, que iban al encuentro de los Rostov.

—¡Ah, tío! —exclamó Nikolai, al acercarse a un hombre de avanzada edad, bien conservado y de grandes bigotes grises.

—Ya lo sabía yo —respondió el tío (era un pariente lejano, pobre, vecino de los Rostov, que dedicaba su vida exclusivamente a la caza)—. Sabía que no resistirías la tentación. Y haces bien; con este tiempo, la caza es trigo limpio (era un dicho del tío). Entra enseguida en el coto, porque mi Guirchik me ha informado de que los Ilaguin ya están en Karniki y te quitarán las piezas delante de tus narices. Es trigo limpio.

—Allá vamos. ¿Bueno, qué? ¿Juntamos las jaurías? —preguntó Nikolai. Se reunió a los galgos, porque el tío afirmaba que sin su Boltor, que era «trigo limpio», no se podía ir a por los lobos. Avanzaron juntos.

Natasha se acercó a ellos al galope, envuelta torpemente en chales que, no obstante, no podían ocultar su diestra y firme postura sobre el caballo. Su rostro animado y feliz, con sus brillantes ojos, asomaba de entre el pañuelo y el sombrero de hombre. Además, Natasha también portaba un cuerno, un puñal y una traílla.

—¡Nikolai, qué simpático es Trunila! Me ha reconocido —exclamó—. ¡Buenos días, tío! —Nikolai no respondió, pues estaba ocupado en planes y consideraciones, sintiendo sobre sí toda la responsabilidad de la cacería y mirando a su «ejército». El tío hizo una reverencia, pero no dijo nada y frunció el ceño al ver su falda. No le gustaba que a un asunto serio como la caza se le uniera la travesura. Nikolai era de la misma opinión y miró con severidad a su hermana, tratando de darle a entender la distancia que debía separarles en ese momento, como Enrique IV hacía con Falstaff; por mucha amistad que hubiera habido antes entre ellos, entre el rey y Falstaff ahora había un muro. Pero Natasha estaba demasiado contenta como para percatarse de ello.

—¡Nikolai! Mira qué flaca se ha quedado mi Zavidka. Seguro que la alimentan mal —dijo llamando a gritos a una perra viejísima pelada y con bultos en las costillas—. ¡Mira!

Nikolai le había dado a Natasha esa perra porque no había donde meterla, y ahora le daba vergüenza que su tío viese que llevaba un perro así a la cacería.

—Hay que colgarla —dijo secamente y salió al galope en su alazán para transmitir la orden, salpicando con barro a su tío, Natasha y él mismo. Pero la pésima condición de Zavidka no turbó a Natasha; se dirigió a su tío y le mostró, asiéndole, su otro perro, aunque también era muy malo. Ya se divisaba el islote del coto de Otrádnoe a unos cien sazhen, y los ojeadores se acercaron a sus inmediaciones.

Nikolai finalmente decidió con su tío lo que debían hacer y le mostró a Natasha el lugar donde debía quedarse, marchándose al galope sobre el barranco, que era el segundo paso en importancia hacia el lobo.

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