Guerra y paz (93 page)

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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

«Es tan extraño y se parece tan poco al resto... De él puede esperarse todo —pensaba—. De cualquier modo, el asunto está acabado. Ya no voy a pensar más en él. Mañana me pondré el vestido azul del santo de papá, el preferido de Borís, y estaré contenta todo el día.»

Pero a pesar de la firme decisión de olvidar todo y volver a su antigua vida, a pesar del vestido azul de papá, a pesar de sus rayas con lunares en las que frecuentaba la alegría, Natasha no podía volver al curso anterior de su vida. Todos sus admiradores, Borís y otros estuvieron de visita esos días, mirándola a los ojos y admirándola, pero todo era triste, y en su presencia Natasha recordaba aún más vivamente al príncipe Andréi, enrojecía y se irritaba constantemente. Tenía todo el rato la impresión de que todos conocían su situación y la compadecían por ello. La idea del posible casamiento y el tono serio que adoptó su madre hacia todo ello la habían cambiado sin que se diera cuenta. En su interior, Natasha no podía sentirse tan contenta como antaño.

Una tarde en la que la condesa trataba de calmar a Natasha, diciéndole que la ausencia del príncipe Andréi era algo muy natural al tener probablemente que meditar mucho una decisión de tanta importancia y recibir el imprescindible consentimiento de su padre, Natasha, que al principio había prestado atención a las palabras de su madre, súbitamente la interrumpió.

—¡Pare, mamá! No pienso y no quiero pensar nada. Venía y ha dejado de venir, eso es todo —su voz era temblorosa y le faltó poco para llorar, pero se repuso y continuó alegremente—. Y no deseo en absoluto casarme. Me da miedo. Ahora estoy totalmente tranquila...

Al día siguiente de esta conversación, Natasha, luciendo el mismo vestido azul que apreciaba especialmente por haberle proporcionado muchas mañanas alegres, caminaba por el diáfano salón, que le agradaba particularmente por su fuerte sonoridad. Al pasar junto a los espejos, se miraba en ellos y deteniéndose en el centro de la sala, repetía una estrofa musical del final del coro de Cherubini —que le encantaba—, y escuchaba alegremente (como si le sorprendieran) el encanto con el que los sonidos modulados de su voz llenaban el vacío de la habitación y lentamente se apagaban. Se detuvo, sonrió triunfalmente y continuó sus pasos por el sonoro parquet, pisando con el tacón y la puntera de sus zapatos nuevos que tanto le agradaban y con la misma alegría con la que escuchaba. Escuchaba gozosa el sonido de su voz, escuchaba el pataleo rítmico de sus tacones con el crujido de la puntera: toc-tip, toc-tip. Y de nuevo, al pasar junto al espejo, se miró en él. «¡Esta soy yo!», parecía decir la expresión de su rostro ante la visión de sí misma. «Pues está bien.» Un lacayo quiso entrar en el salón para retirar alguna cosa, pero Natasha no le permitió la entrada. Después de cerrar la puerta, continuó de nuevo sus pasos.

Se encontraba aquella mañana en ese acostumbrado estado de amor y admiración por sí misma que tanto le agradaba. «¡Qué encanto de chica es esta Natasha! —se decía otra vez con las palabras de una imaginaria tercera persona—. Es hermosa, tiene buena voz, es joven y no molesta a nadie. Únicamente hay que dejarla tranquila. Ta-ta-ta...», decía canturreando y pisando otra vez con los tacones y haciendo crujir el parquet con las punteras. Apenas pudo contenerse y rompió a reír de alegría.

En ese momento se abrió la puerta del vestíbulo y, oyéndose unos pasos, alguien preguntó si los señores estaban en casa.

Natasha se volvió al espejo, pero no se vio reflejada. Escuchó unos ruidos provenientes del vestíbulo. Cuando se contempló, su rostro estaba pálido y había enrojecido de súbito. Era
él,
el auténtico. Estaba segura de ello, aunque su voz no le llegara apenas a través de las puertas cerradas. Entró en el salón.

—¡Mamá, ha venido Bolkonski! —dijo—. ¡Esto es terrible, insoportable! Me voy a morir —habló con voz debilitada—. No quiero sufrir.

—Venga, hazle pasar —ordenó suspirando la condesa al lacayo que entrando, confirmaba la noticia de Natasha.

El príncipe Andréi entró y con expresión relajada besó la mano de las damas y comenzó a hablar de mademoiselle Georges más sosegadamente de lo que lo había hecho nunca en otros salones. La mirada que tendió a Natasha era tan fría y sosegada como cuando miraba a Anna Pávlovna. El príncipe, en su experiencia vital, había aprendido el necesario arte de hablar solo con la boca y de contemplar sin ver, ese arte que todos nosotros aplicamos inconscientemente, como cuando nuestros ojos se detienen obstinadamente en un objeto que no vemos, o cuando pronunciamos las palabras que hemos aprendido sin pensar en ellas y que aplicamos conscientemente cuando deseamos mirar a algo horrible sin asustarnos o pronunciar palabras conmovedoras sin que nos tiemble la voz. Un arte que consiste en accionar dos mecanismos; el de los fenómenos exteriores y el de la vida interior del espíritu, para que ese eje, engranaje y correas, ese dispositivo de transmisión que en condiciones normales existe entre esos dos mecanismos, deje de existir. En el príncipe Andréi, estos dos mecanismos se accionaban deliberadamente cuando hablaba y miraba. Sentía que si se restableciera la comunicación, no podría mirar y hablar de esa manera. Solo Dios sabría qué resultaría. Por ello trataba de impedir que los fenómenos exteriores se aferraran a la vida espiritual, y por este motivo se mostraba tan desagradablemente directo y sereno. En ese momento, Natasha comprendió que había algo artificial e incomprensible y, sin bajar ni un segundo los ojos, miró preocupada con obstinada y descortés curiosidad a la cara del príncipe Andréi. La condesa no estaba atendiendo al príncipe; no comprendía lo que le decía (ni siquiera escuchó lo que contó sobre su marcha). Miraba a su hija como una niña, enrojeciendo y sonrojándose continuamente. Durante esa semana, la condesa había sufrido y cambiado de opinión ante esa inminente explicación tantas veces, que ahora solo pensaba si ciertamente ya había llegado ese instante terrible y si era necesario o no levantarse y marcharse bajo cualquier pretexto, dejándoles a solas para que se aclarasen. Tras hablar de teatro, la condesa se levantó.

—Voy a avisar a mi marido —dijo—. Aunque está ocupado, lamentaría mucho no poder verle.

Cuando la condesa se levantó y salió, Natasha la miró con ojos asustados y suplicantes. El príncipe Andréi sintió que contra su voluntad, el mecanismo se había atascado y que no estaba en condiciones de pronunciar siquiera una palabra con tranquilidad y que sus ojos expresaban toda la fuerza de la influencia que esa muchacha ejercía sobre él. Sonrió y comenzó a hablar tranquila y llanamente.

—¿Sabe para qué he venido?

—Sí... No... —se apresuró a decir ella.

—He venido a conocer mi destino, que depende de usted.

El rostro de Natasha resplandeció, pero no dijo nada.

—He venido para decirle que la amo y que mi felicidad depende de usted. ¿Desea unir su destino con el mío?

—Sí —dijo Natasha en tono muy bajo.

—Pero ¿sabe usted que soy viudo, que tengo un hijo y un padre del que desearía obtener el consentimiento?

—Sí —respondió igualmente Natasha.

La miró, y la seria pasión de su expresión le asustó, como algo inesperado. Deseaba seguir mirándola, mas no pudo, al apoderarse de él una dicha amorosa nueva. Sonrió y besó su mano.

—Sin embargo, hace falta tiempo. Deme un año... —dijo.

—No sé nada, no comprendo... Yo solo... Soy muy feliz. Yo...

—¿Me concederá un año? ¿No se desenamorará de mí?

Natasha no podía responder. Su actividad interior la atormentaba. Resolló con fuerza dos veces y comenzó a sollozar. No podía articular palabra.

«Bueno y qué», parecían decir sus ojos, que miraban con ternura al príncipe Andréi. Tomó asiento. El príncipe Andréi tomó su fina y delgada mano y la estrechó contra sus labios.

—¿Sí? —dijo él, sonriendo. Entre lágrimas, ella sonrió también y ladeando pensativamente la cabeza un segundo, como preguntándose si podía o no, le besó.

—No, dígame...

El príncipe Andréi rogó ver a la condesa y transmitiéndole lo anteriormente hablado, le pidió la mano de su hija. Pero el príncipe pidió un año más de tiempo, ya que debía obtener el consentimiento de su padre (que, naturalmente, consideraría un honor emparentarse con los Rostov, decía el príncipe), Natasha era aún joven y sentía apego por su primo y él necesitaba ir a curarse al extranjero. Durante ese tiempo, el príncipe se comprometía, pero no así Natalie. Si al cabo de un año continuaba vivo, con o sin el consentimiento de su padre, pediría que se materializara su felicidad, entregándosele a Natalie. Pero si durante ese tiempo, Natalie se enamorase de otro, tan solo le pediría escribir una palabra. Natasha, escuchándole, sonreía. De todo lo que hablaba, únicamente comprendía que era una niña a la que hacía unos pocos días la institutriz María Emílevna había ofendido, de la que Nikolai se reía cuando trataba de razonar, y a ella, a esa niña, la trataban seriamente como a una igual, como a un superior o una favorita. El príncipe Andréi era un caballero tan inteligente, tan grande y tan simpático... Todo resultaba halagüeño y dichoso, pero al mismo tiempo terrible, porque Natasha sentía que ya no se trataba de una broma y que ya no se podía jugar más con la vida. Por primera vez sentía que ya era mayor y que sobre ella también recaía la responsabilidad en cada palabra que ahora dijese.

—De la condesa depende decidir si se anuncia el compromiso o si se mantiene en secreto.

El príncipe Andréi, pensando en su padre, prefería no divulgarlo. La condesa estuvo de acuerdo en mantener el secreto. Pero ese mismo día, misteriosamente, la noticia se comunicó a todos los habitantes de la casa.

El príncipe Andréi estaba contento, aunque menos de lo que esperaba. Se acercó junto con Natasha hasta la ventana.

—Sabe que le amo desde aquella vez que estuvo en nuestra casa en Otrádnoe —dijo ella.

El anciano conde hacía como si no supiera nada, pero se mostraba especialmente cariñoso y alegre con el príncipe Andréi. Los Rostov ya debían marcharse al campo, pero permanecieron un poco más de tiempo por el príncipe y Natasha. Bolkonski les visitaba a diario. Como uno más de la casa, con el traje desabrochado, se sentaba junto a la mesita de ajedrez, dibujaba en los álbumes, jugaba a la pelota con Petia y animaba el círculo familiar con su dicha sencilla y bondadosa. Al principio se percibía cierta torpeza en la familia en su trato con él; le consideraban muy letrado y les parecía una persona venida de otro mundo. Pero luego se acostumbraron a él y, sin apuros, entablaban conversaciones en su presencia de asuntos domésticos y de nimiedades en las que, como todos, también tomaba parte. Al principio les parecía orgulloso y por alguna razón, muy letrado, pero pronto se convencieron de que podía hablar de todo. Sabía hablar de economía con el conde y de trapos con la condesa y Natasha. Le hablaban con confianza de Nikolai, de su decisión de apenas pedirles dinero y de sus pérdidas.

—Ha sido muy afortunado de perder todo de una sola vez —dijo el príncipe Andréi—. Es el mejor método para un joven, a mí también me ocurrió. —Y empezó a contar cómo en los primeros tiempos de su servicio militar en San Petersburgo le ganaron en el juego y las ganas que le entraron de pegarse un tiro. Natasha le miraba.

—¡Es increíble, lo sabe todo! —decía Natasha—. Conoce a todos y sabe de todo; lo ha probado todo, incluso lo desagradable.

—¿Por qué dice eso? —preguntó el príncipe Andréi.

—No lo sé, pero así es.

—Bueno, entonces no lo contaré.

—No, me encanta.

A veces, los Rostov se asombraban entre ellos y también en presencia del príncipe de todo lo que ocurría y de lo evidentes que eran los presagios. Todo les había parecido augurios: la llegada del príncipe Andréi a Otrádnoe, su llegada a San Petersburgo, la afinidad entre Natasha y Andréi —que ya percibió la niñera en la primera visita del príncipe—, el roce en 1805 entre Andréi y Nikolai, y que todo se resolviera el día de Adriano y Natalia, o de Andréi y Natasha, como decían ellos.

Sin embargo, en la casa reinaban esa poética melancolía y silencio que siempre acompañan a los novios. Con frecuencia, sentados uno junto al otro, guardaban silencio. A veces se levantaban y salían, pero de todos modos continuaban callados, lo que les agobiaba. El viejo conde abrazaba y besaba al príncipe Andréi, pidiéndole consejo con motivo de la educación de Petia o del servicio de Nikolai. La vieja condesa dando suspiros, les miraba. Sonia miraba alegremente unas veces a Andréi y otras a Natasha. Esta se mostraba feliz e inquieta. Cuanto más contenta estaba, más le faltaba alguna cosa. Si el príncipe hablaba —contaba las cosas muy bien—, le escuchaba con orgullo. Cuando hablaba ella, notaba con temor y alegría que la escudriñaba con atención. Y ella se preguntaba con perplejidad: «¿Qué es lo que busca en mí? ¿Qué es lo que consigue mirándome así?». A veces entraba en un estado de ánimo desmesuradamente alegre, y entonces le gustaba sobre todo escuchar y ver cómo el príncipe se reía, cosa que hacía rara vez. Pero siempre que reía, se entregaba totalmente a su risa, sintiéndose ella después más cerca de él.

La víspera de su partida, el príncipe Andréi se llevó consigo a Pierre. Pierre parecía turbado y desconcertado. Se quedó conversando con la madre mientras Natasha y Sonia se sentaban en la mesita de ajedrez, invitando a acercarse al príncipe Andréi.

—¿Así que conoce a Bezújov desde hace tiempo? —preguntó—. ¿Le estima?

—Sí, es un buen hombre. Tremendamente divertido.

Y como siempre que hablaba de Pierre, comenzó a contar anécdotas sobre su distracción, que incluso a veces inventaba.

—¿Sabe? Se lo he contado todo —dijo el príncipe Andréi—. Le conozco desde la infancia; tiene un corazón de oro. Natalie —cambió de súbito, poniéndose serio—, solo le ruego una cosa. Debo marchar. Dios sabe qué puede pasar. Usted puede dejar de am... Bien, ya sé que no debo hablar de esto. Pero le pido una cosa; si algo le sucede en mi ausencia...

—¿Qué va a suceder?

—Si ocurre alguna desgracia —continuó el príncipe Andréi—, se lo ruego, Natalie. Pase lo que pase, acuda solo a Pierre en busca de consejo y ayuda.

A finales de febrero los Rostov partieron, y al poco, tras recibir su pasaporte, marchó el príncipe Andréi al extranjero, efectuando una visita de solo cuatro días a Lysye Gory, adonde en esas fechas habían regresado el viejo príncipe y su hija, tras haber pasado el invierno en Moscú.

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