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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

Guerra y paz (97 page)

En ese dique, al anciano conde se le concedió el mejor paso hacia el espesor del bosque.

—¡Nikolai! —gritó Natasha—. ¡Yo misma lo apuñalaré!

Nikolai no contestó y se limitó a encogerse de hombros ante la falta de tacto de su hermana.

—Vas a cazar a un lobo, no lo pierdas —dijo el tío.

—Según se presente —respondió Nikolai—. ¡Karái, vamos, eh! —gritó, contestando a las palabras de su tío llamando a su perro. Karái era un can enorme y monstruoso de grandes colmillos, no parecía un perro. Era famoso por haberse enfrentado él solo a un lobo feroz.

Todos se dispersaron. El anciano conde, que conocía el fervor cazador de su hijo, se dio prisa para no llegar tarde. Aún no habían llegado al lugar los ojeadores, cuando Iliá Andréevich, alegre y sonrosado, se acercó al paso por entre el verdor. Había desayunado, tenía las mejillas temblorosas e iba con sus escuálidos caballos. Se despojó de su abrigo, se pertrechó con sus atavíos de caza y se montó en su dócil Viflianka, animal manso, bien cebado y encanecido como él. Los drozhki tirados por caballos fueron enviados más atrás. El conde Iliá Andréevich en el fondo no era un cazador, aunque sí conocía bien el oficio. Llegó al lindero del bosque donde tenía su puesto, soltó las riendas, se acomodó la pelliza y sonriendo, se dio la vuelta. Junto a él estaba su ayudante de cámara, Semión Chekmár, jinete experimentado, pero torpe. Sujetaba con una cadena a tres perros lobos veloces, adiposos como el amo y el caballo. Otros dos perros, viejos e inteligentes, que no iban sujetos a la traílla, se echaron en el suelo. Un poco más allá del lindero, estaba otro montero y postillón, Mitka Kopyl. De baja estatura, sonrosado y siempre borracho, Mitka era un jinete impenitente y un cazador apasionado. Siguiendo su vieja costumbre, el conde se bebió antes de la cacería su licor en una copa de plata, y se tomó un entremés acompañándolo con media botella de su burdeos favorito. Iliá Andréevich estaba algo sonrojado a causa del vino y de la marcha. Sus ojos, húmedos, tenían un brillo especial. Sentado en su montura y envuelto en su pelliza, volviéndose y sonriendo, ciertamente tenía el aspecto de un niño al que sacan de paseo.

Semión Chekmár, bebedor empedernido, flaco y de mejillas hundidas, tenía un aire terrible, pero no quitaba el ojo a su señor, con el que había vivido en armonía durante treinta años. Comprendiendo que estaba de buen humor, esperaba de él una conversación agradable. Un tercero se acercó prudentemente desde las entrañas del bosque (se veía que lo hacía a propósito) y se detuvo detrás del conde. Se trataba de un viejecito de barba blanca, envuelto en una capa de mujer y con un gran gorro cónico; era el bufón Nastásia Iványch.

—¡Ten cuidado, Nastásia Iványch! —le dijo el conde, guiñándole un ojo—. Si espantas a la fiera, Danila te dará una buena tunda.

—Sé lo que me hago.

—¡Chst! —chirrió el conde, volviéndose a Semión.

—¿Has visto a Natalia Ilínichna? —le preguntó a Semión—. ¿Dónde está?

—Cerca de los matorrales de Zharov —respondió Semión, sonriendo—. Vaya una manera de acosar al lobo...

—¿Te sorprende su manera de montar? —dijo el conde.

—No tiene nada que envidiar a un hombre.

—¿Dónde está Nikolasha? En la cima de Ladov, ¿no? —preguntó el conde en voz baja.

—Así es. Saben donde tienen que ponerse. Montan tan bien que a veces Danila y yo nos quedamos boquiabiertos —dijo Semión, sabiendo que complacía a su señor.

—Monta bien, ¿eh? ¡Y qué planta tiene a caballo!

—Es como para pintar un cuadro. Hace poco, cuando perseguían a un zorro en los matojos de Zavárzino, estuvo de maravilla. El caballo vale mil rublos, pero el jinete no tiene precio. ¡Dónde va a encontrar un mozo como él!

—Encontrar... —repitió el conde, lamentando visiblemente que Semión hubiera terminado tan pronto su conversación—. ¿Encontrar? —exclamó, levantando el faldón de la pelliza e intentando sacar la tabaquera. Semión se bajó del caballo y sacando la tabaquera, se la entregó.

—Hace unos días, cuando Mijaíl Sídorych... —Semión no terminó de hablar, al escuchar claramente cómo retumbaba en el tranquilo aire la persecución y los ladridos de no más de dos o tres galgos. Apresuradamente, cogió los estribos y se montó en el caballo, gimiendo y farfullando algo.

—¡Se han amontonado en torno a una cría! —comenzó a hablar. Está ahí fuera. ¡Mira cómo aúlla! Pero... la han llevado directamente a Ladov.

El conde, olvidando borrar la sonrisa de su rostro, miró a lo largo del dique con la tabaquera en la mano y sin aspirar rapé. Semión estaba diciendo la verdad; se oían los aullidos del lobo y el cuerno de tono grave de Danila. La jauría atacó a la presa y se oyó cómo los galgos bramaban con sus ladridos ahogados con ese aullido especial que sirve como señal para comenzar la persecución del lobo. No se oía ya cómo los ojeadores buscaban la fiera, sino cómo azuzaban a los perros. De entre todas las voces sobresalía la de Danila, ora grave, ora fina y penetrantemente metálica, a la que se le quedaban pequeñas las veinte hectáreas de bosque, propagándose y resonando por todo el campo. Tras haber prestado oído unos segundos, el conde se percató de que los galgos se habían dividido en dos jaurías; una grande, que rugía con especial ardor y que empezaba a alejarse, y otra que corría a lo largo del bosque, al lado del conde, desde la que se oían los gritos de Danila. Ambos grupos se fusionaron en la lejanía. Semión suspiró y se inclinó para arreglar una correa con la que se había enredado un perro joven. El conde también suspiró y al darse cuenta de que llevaba la tabaquera en la mano, automáticamente la abrió y aspiró un poco de polvo.

—¡Atrás! —ordenó en un susurro Semión a un perro que en ese momento había salido del lindero.

El conde dio un respingo y dejó caer la tabaquera. Semión quiso bajarse del caballo y recogerla, pero mudó de opinión e hizo un guiño al bufón. Nastásia Iványch desmontó y al ir a por ella, se tropezó con la perra y cayó al suelo.

—¿Te has caído? —rieron Semión y el conde.

—Si se arrastrara hacia Nikolasha —decía el conde, continuando con la conversación interrumpida—. Me regocijaría si Karái lo agarrase...

—¡Oh, vaya perro muerto!... Venga, ¡ven aquí! —habló Semión, tendiendo la mano hacia la tabaquera del conde y riéndose de que Nastásia Iványch se la acercara con una mano y con la otra recogiera hojas secas de tabaco. El conde y Semión se le quedaron mirando. Los galgos no paraban de correr y alejarse. De repente, como con frecuencia ocurre, oyeron el ruido de la persecución, que se acercaba instantáneamente. Era como si aquellos hocicos estuvieran ladrando delante de ellos mismos y escucharan los gritos de Danila, quien cabalgando en su pardo caballo castrado, parecía que estaba a punto de atropellarlos. Ambos se volvieron, asustados e inquietos, pero no había nada ni nadie delante. El conde miró hacia la derecha, a Mitka, y se horrorizó. Este, con los ojos desorbitados, pálido y lloroso, miró al conde y le indicó alzando el gorro que mirase adelante, hacia la otra parte.

—¡Paso! —gritó con una voz que evidenciaba que hacía tiempo que esa palabra pedía ser pronunciada. Mitka soltó los perros y salió al galope hacia el conde. El conde y Semión, sin saber por qué, abandonaron el lindero y a unos treinta pasos a su izquierda, vieron a un lobo gris frentudo y barrigón que torpemente, a pequeños saltos, se acercaba por el linde en el que permanecían. Los perros aullaban rabiosos y, deshaciendo la jauría, se lanzaron como flechas a por el lobo a través de los mullidos rastrojos, pasando junto a las patas de los caballos. El lobo ya estaba en el lindero y detuvo su carrera; volvió pesadamente su cabeza gris hacia los perros, como si padeciera anginas, y con el mismo balanceo, dio un salto seguido de otro, y moviendo la cola, se ocultó en el bosque. En ese momento, el conde, dándose cuenta de su error, gritó con voz llorona delante del lobo. De la parte contraria del bosque, con un bramido quejumbroso surgieron uno, dos, tres galgos y toda la jauría salió disparada a través del campo detrás de la fiera mirando a todas partes. Pero esto todavía no era nada; detrás de los perros se abrieron los arbustos de los avellanos y apareció el caballo pardo de Danila, que parecía un caballo moro de tanto sudar.

Sin gorro y con sus cabellos canos desgreñados, Danila iba montado sobre su largo lomo, hecho una pelota e inclinado hacia delante, con el rostro sudoroso y enrojecido (uno de sus bigotes se había erizado burlonamente hacia arriba).

—¡Busca, busca! —gritó otra vez Danila en dirección al bosque—. ¡Paso!... —gritaba con toda su agitación ante el conde, blandiendo su fusta. Pero ni siquiera cambió el tono una vez le hubo reconocido.

—¡Han dejado escapar al lobo! ¡Vaya cazadores! —Y sin conceder al conde más palabras, dio un latigazo con toda su cólera sobre los costados bañados en sudor de su caballo castrado y se arrancó detrás de los perros en medio de unos gritos ensordecedores. El conde, como un niño reprendido, permaneció en su sitio mirando a su alrededor tratando de provocar con una sonrisa siquiera la compasión en Semión por su situación. Pero Semión, que había visto la panza cebada del lobo, comprendió que todavía había esperanzas de volver a saltar sobre él al internarse entre los matorrales y hacerle saltar por entre los troncos talados. Desde ambos lados, los galgos brincaron hacia la fiera, pero el lobo huyó entre los arbustos y ningún cazador consiguió cortarle el paso.

A la media hora, Danila y sus perros volvieron a la isleta desde el otro lado, incorporándolos a la parte de la jauría que se había escindido y que todavía corría en busca de la presa.

En la isleta todavía quedaban dos fieras y cuatro cachorros. Uno de estos lo mató el tío, otro lo atraparon los perros y los monteros lo rajaron. La tercera cría la mataron los galgos en el lindero y a la cuarta todavía la perseguían. Uno de los lobos descendió por la cañada hacia la aldea y huyó en medio del acoso. El otro se arrastró por el barranco de Ladov, donde se encontraba Nikolai.

Nikolai experimentaba la sensación de la cacería (algo imposible de definir) según se acercaba o se alejaba el fragor de la persecución y el sonido de los ladridos de los perros que conocía. También por las voces de los ojeadores, que sonaban más altas en la isleta cuando gritaban que habían encontrado al lobo y a sus crías que en alguna parte los habían azuzado, que luego los galgos se habían dividido y que algo desafortunado había ocurrido. Al principio disfrutaba con el ruido que producía la jauría, que por dos veces pasó junto a él por el lindero. Primeramente se quedó petrificado, tendiendo la mirada mientras se encogía en su montura, como preparado para dar un grito de desesperación que ya asomaba a su garganta. Se contuvo de emitir ese grito, como se retiene el agua en la boca preparándose para soltarla en cualquier momento. Tras desesperarse y enfadarse, albergó una esperanza. Pidió a Dios varias veces en su interior que el lobo apareciese ante él; lo pidió con ese sentimiento de pasión y vergüenza con el que ruegan las personas en un momento de gran preocupación debido a una causa ínfima. «Venga, ¿qué te cuesta? Concédeme este deseo —le rogó a Dios—. Sé que eres grande y que peco al pedírtelo. Pero, Dios mío, haz que el lobo venga hacia aquí y que, a la vista de mi tío, que nos mira desde allí, Karái le salte al cuello.» Pero el lobo no salía. Mil veces en esa media hora miró con tensión, obstinación e inquietud a la linde del bosque, con dos robles distanciados sobre un grupo de álamos, el barranco con sus bordes erosionados, el gorro del tío que apenas sobresalía entre los arbustos de la derecha, y Natasha y Sasha, que estaban a la izquierda. «No, no tendré esa suerte —pensaba—. ¿Y qué habría de costar? Siempre he tenido mala suerte en todo. No veo nada.» Mientras tanto, aguzaba el oído y su cansada vista, mirando a diestro y siniestro.

Justo en el instante de mirar hacia la derecha, le pareció que el lobo caminaba por la parte de arriba de la cañada de Ladov, a unos treinta pasos del lindero. Su color blanco y gris destacaba entre el verdor de la cuesta del barranco. «No, no es posible», pensó, suspirando con dificultad, como lo hace un hombre aliviado ante la consecución de lo largamente esperado. Se había cumplido así, de una manera tan sencilla, la más grande dicha; sin ruido ni brillo, la fiera gris corría pesadamente mirando a ambos lados, como si fuera a lo suyo. Nikolai no podía creérselo y miró a sus perros. Prokoshka, encorvado, no respiraba, volviendo hacia el lobo no solo sus ojos desorbitados, sino todo su cuerpo, como si fuera un gato que despreocupadamente ve a un ratón correr hacia él. Algunos perros estaban tumbados y otros permanecían en pie, pero ninguno veía al lobo ni comprendía nada. El más viejo, Karái, volvió la cabeza y enseñando unos viejos y amarillentos colmillos, chasqueó los dientes, buscándose encolerizadamente una pulga en las patas traseras.

Nikolai, que estaba pálido, les miró muy severamente, pero no comprendieron el significado de esa mirada. «¡Busca, busca!», les decía, avanzando los dientes y susurrando. Los perros se pusieron de pie haciendo sonar los hierros y poniendo las orejas tiesas. Sin embargo, Karái solo se levantó cuando terminó de rascarse el muslo, poniendo las orejas tiesas y meneando ligeramente el rabo, del que colgaban unos fieltros. «Bueno, ¿qué? Ya estoy listo, ¿de qué se trata?», parecía decir.

«¿Los suelto o no los suelto?», no hacía más que preguntarse Nikolai, mientras el lobo avanzaba hacia él, alejándose del bosque. De súbito, la fiera cambió toda su expresión; al ver unos ojos humanos que se clavaban en ella, se estremeció y se paró. Tras pensar si seguir avanzando o retroceder, se lanzó hacia delante a saltos tranquilos, mesurados y seguros. Sin mirar atrás, parecía decirse: «¡Hala! Da igual. Veamos si me cogen de algún modo».

—¡A él! ¡Vamos! —Y Nikolai, desgañitándose, se lanzó al galope con su buen caballo bajo las faldas de la cumbre de Ladov, dirigiéndose en tropel hacia el lobo. No veía más que los perros y la bestia, pero advirtió enfrente a Natasha, que vestida con un traje de amazona ondulante, se acercaba con un grito estridente. Había adelantado a Sasha, y el tío venía por detrás a todo correr con sus dos jaurías.

Sin cambiar de dirección, el lobo se internó por la cañada. El primero en acercarse fue el negro Milka. Pero, horror, en vez de apretar el paso y aproximarse a él, se detuvo y, alzando el rabo, se apoyó sobre sus patas delanteras. El segundo fue Liubim. Este, de un salto, asió al lobo por el muslo, pero la fiera se detuvo y, volviéndose, le enseñó los dientes. Liubim le soltó. «No, no puede ser. Se va a escapar», pensó Nikolai.

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