Guerra y paz (47 page)

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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

—No, no puede ser —dijo ella con decisión juntando las manos—. No, Marie, decididamente esto no va con usted. Me gusta más con su vestidito gris de diario, por favor, hágalo por mí —dijo ella a la doncella—, trae el vestido gris de la princesa y ya verá mademoiselle Bourienne cómo arreglo esto —dijo con una sonrisa de anticipación del placer artístico.

Pero cuando Katia trajo el vestido solicitado, la princesa María estaba inmóvil delante del espejo observando su rostro y vio en este que tenía lágrimas en los ojos y que le temblaban los labios prestos a sollozar.

—Bueno, princesa —dijo mademoiselle Bourienne—, todavía un pequeño esfuerzo.

La princesita, tomando el vestido de la mano de la doncella, se acercó a la princesa María.

—Ahora vamos a hacerlo sencillo y agradable —decía ella.

Su voz, la de mademoiselle Bourienne y la de Katia, que se reía de algo, se confundieron en un alegre balbuceo, parecido a los trinos de los pájaros.

—No, déjenme —dijo la princesa.

Y su voz sonó tan seria y doliente que el balbuceo de los pájaros calló instantáneamente. Ellas miraron a los grandes y bellos ojos, llenos de lágrimas y de pensamientos que las miraban clara y suplicantemente y comprendieron que insistir hubiera sido inútil e incluso violento.

—Al menos cámbiese el peinado —dijo la princesita—. Ya se lo decía yo —le dijo con reproche a mademoiselle Bourienne—, que María tiene uno de esos rostros a los que no les va ese tipo de peinados. Cámbieselo, por favor.

—No, déjenme, déjenme, todo me es indiferente —respondió la voz de la princesa María apenas conteniendo las lágrimas.

Ellas se encogieron de hombros, hicieron un gesto de sorpresa, dándose entonces cuenta de que la princesa María estaba realmente fea con ese aspecto, más que de costumbre; pero ya era demasiado tarde. Las miraba con la expresión que ellas ya conocían, meditabunda y triste. Esa expresión no les provocaba miedo. (Ella no provocaba ese sentimiento en nadie.) Pero sabían que cuando en su rostro aparecía esa expresión se tornaba silenciosa y aburrida y obstinada en sus decisiones.

—Se lo cambiará, ¿verdad? —dijo Liza, y cuando la princesa María le prometió que lo haría salió de la habitación.

Cuando la princesa María se quedó sola en la habitación no cumplió la promesa hecha a Liza y ni siquiera se miró al espejo, sino que dejó caer inermes los brazos y los ojos y se sentó en silencio y cavilante. Se imaginaba a su marido, un ser fuerte, claro e incomprensiblemente atractivo, que solo le pertenecía a ella. A un niño, su pequeño, como el que había visto el día anterior en casa de su ama de cría, se lo imaginaba en el pecho y de nuevo a ese mismo marido observándola. Ella le miraba avergonzada y feliz.

—Puede bajar a tomar el té. El príncipe saldrá ahora —sonó la voz de la doncella a través de la puerta. Y esa voz la devolvió a la realidad.

Volvió en sí y se asustó de sus propios pensamientos. «Eso es imposible —pensó ella—. Es una felicidad que no habré de experimentar en la tierra.» Y antes de bajar se levantó, entró en la capilla y dirigiéndose al negro semblante iluminado por las velas del

Salvador permaneció frente a él unos instantes con las manos entrelazadas, y suspirando y santiguándose salió de la habitación.

En el alma de la princesa María había una duda angustiosa. ¿Podía ella aspirar a la felicidad del amor, del amor terrenal hacia un esposo? Cuando pensaba en el matrimonio la princesa soñaba en la felicidad de una familia, en los hijos, pero sobre todo su sueño más intenso y oculto era el amor terrenal. El sentimiento era más fuerte cuanto más trataba de ocultarlo y mostrar a los demás e incluso a ella misma que estaba totalmente por encima de él. «Dios mío —decía ella—, ¿cómo puede ser que me opriman el corazón estos diabólicos sentimientos? ¿Cómo me desharé para siempre de estos pensamientos para cumplir libremente con tu voluntad?» Y apenas ella formulaba esta pregunta Dios le respondía en su propio corazón: «No desees nada para ti, no busques, no te inquietes, no envidies. El futuro de los hombres y tu propio destino no te es posible cambiarlo; pero vive de manera que estés preparada para todo. Si Dios quiere probarte con la obligación de un matrimonio, estáte preparada para cumplir con sus deseos». Con este pensamiento alegre y tranquilizador (y con la esperanza de realizar su prohibido sueño terrenal) la princesa María se santiguó suspirando y bajó sin pensar ni en su vestido ni en su peinado ni en cómo entraría ni en lo que diría. ¿Qué podía importar todo aquello en comparación con la voluntad de Dios, sin la que no cae un solo cabello de la cabeza del hombre?

Cuando entró en la habitación el príncipe Vasili y su hijo ya estaban en la sala con la princesita y mademoiselle Bourienne. Cuando entró con su pesado caminar, apoyándose en los talones, los caballeros y mademoiselle Bourienne se pusieron en pie, y la princesita, señalándosela a los caballeros, dijo:

—Aquí está Marie.

La princesa María vio a todos y con detalle. Vio el rostro del príncipe Vasili, serio durante un momento, deteniéndose ante la vista de la princesa y en ese preciso instante sonriente, y el rostro de la princesa leyendo con curiosidad y temor la impresión que había causado María en el rostro del anciano príncipe. Vio a mademoiselle Bourienne con su cinta y su bello rostro y la mirada más animada que nunca, detenida en
él
; pero a
él
no podía verle, no podía decidirse a mirarle y si le miraba no distinguía nada aparte de algo muy grande, deslumbrante y hermoso.

Lo primero fue besar la calva cabeza del príncipe Vasili que se agachó a besarle la mano y responder a sus palabras, diciendo que, al contrario, ella le recordaba muy bien: «Esto lo conozco —pensaba ella—, este olor a tabaco y vejez, parecido al de mi padre». Después se acercó a ella Anatole. Notó la tierna mano, que estrechaba con fuerza la suya, notó el olor de los perfumes y rozó apenas su blanca frente con los hermosos cabellos claros peinados con pomada. Ella le miró y quedó impactada por su belleza. Anatole, colocando el pulgar de su mano derecha en la cerrada abotonadura de la casaca, con el pecho echado hacia delante y la espalda hacia atrás, habiéndose alejado y balanceando una pierna con la cabeza un poco inclinada, miraba a la princesa en silencio y de manera alegre, evidentemente sin pensar en ella.

Anatole era una de las personas menos mundanas de la tierra. Nunca sabía ni iniciar ni mantener una conversación, e incluso ni decir esas pocas palabras que es necesario decir cuando se acaba de conocer a alguien; pero a pesar de eso siempre resultaba agradable gracias a su inmutable seguridad y calma, cosa que se cotiza más que nada en el mundo. Si un hombre que no está seguro de sí mismo calla al conocer a alguien y exterioriza la conciencia de la inoportunidad de su mutismo y el deseo de encontrar algo que decir, perderá mucho a ojos de la gente de mundo. Pero Anatole callaba balanceando la pierna, observando alegremente el peinado de la princesa y evidenciaba que podía seguir callado tranquilamente todo el tiempo que quisiera. Su aspecto parecía decir: «Si a alguien le resulta incómodo el silencio, entonces que hable, yo no

lo deseo». Aparte de eso, en sus relaciones con las mujeres, Anatole hacía gala de la actitud que más despierta el interés de las mujeres, su temor y su pasión. Era la actitud despectiva del que sabe de su superioridad. Como si con su aspecto les dijera: «Os conozco, os conozco, para qué voy a ocuparme de vosotras, así solo conseguiré afeminarme. Deberíais estar contentas!». Es posible, incluso probable, que no pensara así ante las mujeres (y es más probable que no lo hiciera dado que en general pensaba poco), pero tenía el aspecto y la actitud. La princesa lo percibió, y como si deseara demostrarle que ni siquiera se atrevía a pensar en que él se ocupara de ella se volvió hacia el anciano príncipe.

La conversación fue general y animada gracias a la vocecita y al corto labio de la princesita. Estaba tremendamente animada. Había recibido al príncipe Vasili con la amable comicidad que con frecuencia utilizan las personas alegres y parlanchinas que consiste en que entre la persona a la que se dirigen y ellas mismas se presuponen previas bromas y alegrías establecidas hace tiempo y divertidos recuerdos desconocidos para los demás, cuando en realidad no existe ninguno de esos recuerdos compartidos, como no los había entre la princesita y el príncipe Vasili. El príncipe Vasili participó gustoso de ese tono. La princesita también hizo partícipe a Anatole, al que apenas conocía, de estos recuerdos nunca compartidos. Mademoiselle Bourienne también participaba de esos recuerdos ajenos e incluso la princesa María se dejó absorber con satisfacción por estos alegres recuerdos.

—Por lo menos ahora podemos disfrutarle por completo, querido príncipe —decía la princesita, por supuesto, en francés, al príncipe Vasili—. No es como en nuestras veladas en casa de Annette, de las que siempre se iba. ¿Se acuerda de la querida Annette?

—Ah, ¡no me irá usted a hablar de política como Annette!

—¿Y nuestra mesita de té?

—¡Oh, sí!

—¿Por qué no iba usted nunca a casa de Annette? —preguntó la princesita a Anatole—. ¡Oh! Ya sé, ya sé —dijo ella haciendo un guiño—, su hermano Hippolyte me relató sus andanzas. ¡Oh! —Ella le amenazó con el dedo—. ¡Conozco hasta sus travesuras en los Campos Elíseos!

—¿Y a ti Hippolyte no te contó nada? —dijo el príncipe Vasili dirigiéndose a su hijo y sujetando la mano de la princesa como si ella quisiera irse y él apenas alcanzara a retenerla—. ¿No te contó cómo languidecía por una encantadora princesa y ella le echó de su casa?

—¡Ah! ¡Es la perla de las mujeres, princesa! —dijo dirigiéndose a la princesa María. Y se pusieron a recordar al príncipe Andréi cuando aún era un niño en casa de los Kuraguin.

Por su parte mademoiselle Bourienne no dejó pasar la ocasión, ante las palabras «Campos Elíseos», de entrar en la conversación de los recuerdos ajenos.

—Ah, los Campos Elíseos y la reja de Tuileries, príncipe —le dijo a Anatole recordando con tristeza.

Mirando a la linda Bourienne se dio cuenta de que iba a divertirse. «Ah, y tú tienes ganas también —pensó él mirándola—. No es fea. Espero que se la traiga consigo cuando nos casemos, —pensó él—. No es fea la muchacha.»

El anciano príncipe se vestía reposadamente en su despacho, meditando sombríamente sobre lo que iba a hacer. La llegada de estos invitados le enojaba. «¿Qué me importan a mí el príncipe Vasili y su hijito? El príncipe Vasili es un charlatán vano y su hijo debe ser un petimetre como el resto de los jóvenes de ahora.» Nada de esto tenía importancia, pero le enojaba el hecho de que su llegada elevaba en su alma una cuestión no planteada y completamente oculta, una cuestión sobre la que el anciano príncipe siempre se engañaba a sí mismo. La cuestión era si el príncipe se decidiría alguna vez a permitir que la princesa María pudiera hallar la felicidad de la vida familiar, separarse de ella y darle un esposo. Esta cuestión yacía en lo más profundo del ser del anciano príncipe y nunca se había decidido a planteársela claramente, sabiendo de antemano que su respuesta sería, como siempre, justa y la justicia estaba en franca contradicción no solo con sus sentimientos sino con todos los recursos de su vida. A pesar de que viviendo con ella la atormentaba con todos los medios a su alcance, la vida sin la princesa María hubiera sido impensable para el anciano príncipe. Él no se planteaba la importante cuestión, pero no se le iban de la cabeza una gran cantidad de razonamientos relacionados con ella. «¿Y por qué ha de casarse? Seguramente sería infeliz. Ahí tenemos a Liza y Andréi, y en este caso me parece que es difícil un marido mejor, ¿y acaso ella está contenta de su destino? ¿Y quién iba a querer casarse con ella? Es fea y torpe. Se casará con ella por la posición, por el dinero, así no sería feliz y no podría vivir...» Pero el príncipe Vasili había traído directamente a su hijo y había expresado claramente cuál era su deseo. Su nombre y su posición social eran los adecuados, y la pregunta había de ser respondida. «No me opondré —se dijo a sí mismo el príncipe (pero el corazón se le encogió en el pecho ante el solo pensamiento de alejarse de su hija)—, pero siempre y cuando él esté a su altura. Ahora veremos si lo está.»

—Veremos si lo está —dijo en voz alta y con estas palabras y cerrando la tapa de la tabaquera, se dirigió a la sala—. Veremos si lo está.

Entró en la sala, como siempre con pasos vivaces, miró rápidamente en derredor advirtiendo el cambio en el vestido de la princesita y la cinta de la Bourienne y el horrible peinado de la princesa María y las sonrisas de mademoiselle Bourienne y Anatole y la soledad de la princesa con su peinado. «¡Se ha arreglado como una estúpida! —pensó él mirando con rabia a su hija—. ¡No tiene vergüenza! ¡Y él no quiere saber nada de ella!»

Se acercó al príncipe Vasili.

—Te saludo, amigo mío, me alegro mucho de verte.

—Para un querido amigo cien verstas no es un rodeo —decía el príncipe Vasili, demostrando como siempre familiaridad hacia el príncipe Nikolai Andréevich.

—Este es mi segundo hijo, pido que le quiera y le respete.

—¡Gordo, gordo! —dijo él—. Eso está muy bien, bueno, ven a besarme. —Y le mostró la mejilla.

Anatole besó al anciano y le miró con curiosidad y completa tranquilidad, esperando que pronto dijera alguna gracia de las que le había prometido su padre. Cuando dijo «gordo, gordo» Anatole se había echado a reír.

El príncipe Nikolai Andréevich se sentó en su sitio habitual en la esquina del diván acercando una silla para el príncipe Vasili y comenzó a hablar de los asuntos y novedades políticas. Escuchaba con atención y satisfacción el relato del príncipe Vasili, pero no dejaba de mirar a la princesa María.

—¿Así que ya mandan noticias de Potsdam? —dijo repitiendo las últimas palabras del príncipe Vasili y de pronto se levantó y se acercó a su hija.

—¿Veo que te has peinado así para los invitados, eh? —dijo él—. Estás muy bonita, muy bonita. Te has hecho un nuevo peinado porque venían invitados y ante ellos te digo que en adelante no te cambies de atuendo sin mi permiso.

—Es culpa mía, padre —dijo la princesita.

—Usted puede hacer lo que le plazca —dijo el príncipe Nikolai Andréevich, haciendo una reverencia a su nuera—, pero ella no se puede desfigurar más, ya es lo bastante fea.

Y se volvió a sentar en su sitio sin prestar mayor atención a su hija, que estaba a punto de llorar.

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