Guerra y paz (22 page)

Read Guerra y paz Online

Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

—¡Ah! ¡Guerrero! ¿Quieres luchar contra Bonaparte?

Así saludó el anciano a su hijo. Sacudía la empolvada cabeza, tanto como se lo permitía la trenza que Tijón sujetaba en sus manos.

—Pues pisotéalo bien o si no de este modo pronto nos convertirá en sus súbditos.

—¡Buenos días! —dijo y le presentó su mejilla.

El anciano se encontraba en buena disposición de ánimo después del descanso de antes de comer. (Él decía que el sueño de después de comer era plata y el de antes de comer, oro.) Bajo las pobladas cejas miraba de reojo a su hijo alegremente. El príncipe Andréi se acercó y besó a su padre en el lugar que este le había indicado. No respondió al tema de conversación preferido de su padre: bromear sobre los militares de la época y especialmente sobre Bonaparte.

—Sí, he venido a verle, padre, con mi esposa que está embarazada dijo el príncipe Andréi, siguiendo con ojos animados y respetuosos los movimientos de cada rasgo del rostro de su padre—. ¿Cómo se encuentra de salud?

—La falta de salud solo se da en los estúpidos y los licenciosos, y tú me conoces, estoy ocupado de la mañana a la noche, soy comedido y por lo tanto sano.

—Gracias a Dios —dijo el hijo sonriendo.

—Dios no tiene nada que ver en esto. Bueno, cuéntame —continuó él, volviendo a su tema favorito—, cómo os han adiestrado los alemanes para combatir a Napoleón con vuestra nueva ciencia llamada estrategia.

El príncipe Andréi sonrió.

—Déjeme reponerme, padre —dijo con una sonrisa, que mostraba que las debilidades de su padre no le hacían quererle y respetarle menos—. Aún ni me he instalado.

—Tonterías, tonterías —gritó el anciano agitando la trenza para comprobar si estaba bien apretada y cogiendo a su hijo del brazo—. Las habitaciones para tu esposa están preparadas. La princesa María la llevará a ella y hablarán por los codos. Así son las mujeres. Me alegra verla. Siéntate y cuéntame. Comprendo lo del ejército de Michelson. Y también lo de Tolstói... el desembarco simultáneo... Pero ¿qué va a hacer el ejército del sur? Ya sé que Prusia es neutral. Pero ¿y Austria? —así hablaba, levantándose de la silla y paseando por la habitación con Tijón corriendo detrás de él y dándole las prendas de su indumentaria—. ¿Y qué pasa con Suecia? ¿Cómo atravesarán la Pomerania?

El príncipe Andréi, viendo la insistencia de su padre, empezó, primero con desgana y luego cada vez con mayor animación y comenzando involuntariamente a mitad del relato a saltar del ruso al francés según era su costumbre, a exponer los planes de operaciones de la campaña proyectada. Contó que un ejército de 90.000 hombres debía amenazar a Prusia, para que abandonara su neutralidad y entrara en guerra, y que parte de este ejército debía unirse a las tropas de Suecia en Stralsund y que 220.000 austríacos junto con 100.000 rusos debían actuar en Italia y en el Rin, y que 50.000 rusos y 50.000 ingleses desembarcarían en Nápoles y que en total un ejército de 500.000 hombres invadiría Francia desde varios puntos. El anciano príncipe no mostraba ni el más mínimo interés por el relato, como si no escuchara, y seguía vistiéndose sin dejar de pasear y le interrumpió por tres veces. Una vez le detuvo y gritó:

—¡Blanco, blanco!

Esto significaba que Tijón no le había dado el chaleco que él quería. La segunda vez se detuvo y preguntó:

—¿Dará a luz pronto? —y después de que le respondieran, dijo con severidad y moviendo la cabeza con reproche—: ¡No está bien! Continúa, continúa.

Por tercera vez, cuando el príncipe Andréi terminaba el relato, el anciano se puso a cantar con voz cascada y desentonada: «Mambrú se fue a la guerra no sé cuándo vendrá». Su hijo se limitó a sonreír.

—No digo que este sería el plan que yo aprobaría —dijo el hijo—, me limito a contarle lo que hay. Napoleón ya ha preparado su plan y no será peor que este.

—Bueno, no me has contado nada novedoso. —Y pensativamente murmuró para sí con rapidez: «No sé cuándo vendrá».

—Vete al comedor.

El príncipe Andréi salió. Sobre sus asuntos el padre y el hijo nada hablaban.

A la hora establecida, el príncipe, empolvado, afeitado y con buen aspecto, entró en el comedor, donde le esperaba su nuera, la princesa María, mademoiselle Bourienne y el arquitecto del príncipe, al que por un extraño capricho suyo se admitía a la mesa, aunque por su situación, este hombre mediocre no hubiera podido nunca aspirar a tamaño honor. El príncipe, que guardaba muy estrictamente la distinción de clases y que rara vez admitía a la mesa a los más altos funcionarios de la provincia, de pronto con el arquitecto Mijaíl Ivánovich, que se sonaba en una esquina con su pañuelo a cuadros, mostraba que todas las personas eran iguales y con frecuencia inculcaba a su hija la idea de que Mijaíl Ivánovich no era en nada inferior a ellos. En la mesa, cuando él exponía sus, en ocasiones, extrañas ideas, se dirigía sobre todo al silencioso Mijaíl Ivánovich.

En el comedor, colosalmente alto como el resto de las habitaciones de la casa, esperaban la entrada del príncipe los camareros y los criados de pie detrás de cada silla: el mayordomo, con una servilleta en el brazo, miraba los servicios de mesa, guiñaba a los criados, y echaba sin cesar inquietas miradas del reloj de pared a la puerta, por la que debía aparecer el príncipe. El príncipe Andréi miraba a un enorme cuadro nuevo para él con el marco dorado, que representaba el árbol genealógico de los Bolkonski, colgado frente a otro, también con un marco colosal, muy mal pintado (evidentemente estaba hecho por un pintor casero), que representaba a un príncipe reinante con una corona, que debía ser descendiente de Riurik, cabeza del linaje de los Bolkonski. El príncipe Andréi miró al árbol genealógico, balanceando la cabeza y riéndose igual que si mirara un retrato grotesco.

—Cómo se le reconoce en todas estas cosas —le dijo a la princesa María que se había acercado a él.

La princesa María miró a su hermano con sorpresa. No entendía por qué sonreía. Todo lo que hacía su padre despertaba en ella una veneración que no admitía discusión.

—Todos tienen su talón de Aquiles —continuó el príncipe Andréi—, caer, con su enorme talento, en tales mezquindades.

La princesa María no podía comprender el atrevimiento del juicio de su hermano y se preparaba para replicarle cuando se escucharon los esperados pasos que provenían del despacho: el príncipe entró rápido, a la desbandada, alegre, como siempre caminaba, como si intencionadamente quisiera presentar contraste entre sus apresuradas maneras y el severo orden de la casa. En ese instante el reloj grande dio las dos y con su voz fina contestó otro en la sala; el príncipe se detuvo y por debajo de sus cejas espesas y colgantes miró con sus ojos animados, brillantes y severos a todos y se detuvo en la joven princesa. Esta experimentó en ese momento la sensación que experimentaban los cortesanos ante la familia real, ese sentimiento de espanto y de respeto que despertaba el anciano en todos los que le rodeaban. Él le pasó la mano por la cabeza y luego con un torpe movimiento le dio un golpe- cito en la nuca, pero de tal modo que ella se sintió obligada a someterse.

—Me alegro, me alegro —dijo él y después de mirarla otra vez fijamente se alejó rápidamente y se sentó en su sitio.

—¡Sentaos, sentaos! Siéntese, Mijaíl Ivánovich.

Le señaló a su nuera un sitio cerca de él y el camarero retiró la silla para que tomara asiento. A causa de su embarazo no tenía mucho sitio para sentarse.

—¡Oh, oh! —dijo el anciano mirando su abultado talle—. Te has dado mucha prisa, eso no está bien.

Él reía seca, fría y desagradablemente como hacía siempre, riendo con la boca, pero no con los ojos.

—Hay que pasear, pasear lo más que se pueda, lo más que se pueda —dijo él.

La menuda princesa no escuchaba o no quería escuchar estas palabras y parecía turbada. El príncipe le preguntó por su padre y la princesa se puso a hablar y sonrió. El le preguntó por los conocidos comunes, la princesa se animó aún más y se puso a relatar, transmitiéndole al príncipe los saludos y los chismes de la ciudad. Tan pronto como la conversación se refirió a estos temas, la situación empezó a ser visiblemente más cómoda y grata para la princesa.

—La pobrecita princesa Apráxina ha perdido a su marido y está desconsolada —contaba ella, animándose más y más.

Pero según ella se animaba, el príncipe la miraba con mayor severidad y de pronto, como si ya la hubiera estudiado bastante y tuviera ya una idea clara de su persona, dejó de prestarle atención y se dirigió a Mijaíl Ivánovich.

XXXVI

—E
NTONCES
, Mijaíl Iványch, a Bonaparte le van a ir mal las cosas. Como me ha contado el príncipe Andréi (él siempre hablaba de su hijo en tercera persona), ¡qué cantidad de fuerzas se están reuniendo en contra suya! Y nosotros que siempre le habíamos considerado una nulidad...

Mijaíl Ivánovich, que no tenía idea de cuándo
nosotros
habíamos cruzado esas palabras sobre Bonaparte pero entendiendo que su participación era necesaria para introducir su tema preferido, miró con sorpresa al joven príncipe, sin saber qué saldría de aquello.

—¡El es un gran táctico! —dijo el príncipe a su hijo señalando al arquitecto, y la conversación comenzó de nuevo a tratar sobre la guerra, sobre Bonaparte, sobre los generales y hombres de estado de la época. El anciano príncipe parecía estar convencido no solo de que los actuales hombres de estado eran jovenzuelos que no conocían el
abc
de los asuntos de estado y militares y que Bonaparte era un francés insignificante que tenía éxito solo porque no había tenido de contrincantes a Potemkin o a Suvórov; sino también de que en Europa no había dificultades políticas ni guerra sino que todo era una comedia de marionetas en la que actuaban los hombres de estado actuales, fingiendo que se ocupan en algo. El príncipe Andréi soportaba alegremente la burla de su padre sobre los hombres del momento y era visible que le causaba placer incitar a su padre a la discusión y escucharle.

—Todo lo que ya ha pasado siempre parece mejor —dijo él—. ¿Y es que acaso ese mismo Suvórov no cayó en la trampa que le tendió Moreau y no sabía salir de ella?

—¿Quién te ha dicho eso? ¿Quién te lo ha dicho? —gritó el padre—. ¡Suvórov! —y rechazó con violencia un plato que Tijón agarró rápidamente—. ¡Suvórov!... Dos, Fridrij y Suvórov... ¡Moreau! Moreau hubiera caído preso si Suvórov hubiera tenido las manos libres, pero tenía entre manos a los
hof-krieg-wurst-schnaps-rath
. De los que ni el diablo hubiera podido deshacerse.

»Espera y verás lo que son estos
hof-krieg-wurst-schnaps-rath
. Si Suvórov no pudo hacerse con ellos, ¿cómo quieres que lo haga Mijaíl Kutúzov? No, amigo —continuó él—, usted y sus generales no se bastan contra Bonaparte, hay que tomar a los franceses para que no se reconozcan entre ellos y el hermano mate al hermano.
[11]
Han enviado a un alemán, Palen, a Nueva York, a América a por el francés Moreau —dijo él refiriéndose a la invitación que se había hecho ese año a Moreau para que entrara al servicio de Rusia—. ¡Milagro!... ¿Es que acaso eran alemanes Potemkin, Suvórov y Orlov? No, querido, o bien todos vosotros os habéis vuelto locos o yo he perdido la cabeza. Que Dios os acompañe y ya veremos. ¡Ellos consideran a Bonaparte como un gran jefe militar! ¡Hum!

—Yo no digo que codas las órdenes estén bien —dijo el príncipe Andréi—, pero no puedo entender cómo puede juzgar usted así a Bonaparte. ¡Ríase cuanto quiera, pero Bonaparte es un gran jete militar!

—¡Mijaíl Ivánovich! —gritó el anciano príncipe al arquitecto, que entregándose al asado, deseaba que se hubieran olvidado de él—. ¿Yo le he dicho que Bonaparte es un gran táctico? Que lo diga él.

—Desde luego, Su Excelencia —respondió el arquitecto.

El príncipe se echó a reír de nuevo con su gélida risa.

—Bonaparte nació de pie. Tiene unos soldados estupendos, no cabe duda.

Y el príncipe se puso a desmenuzar todos los errores que según su entendimiento había cometido Bonaparte en todas sus guerras e incluso en los asuntos de estado. Su hijo no le contradecía. pero era evidente que por muchos argumentos que le presentaran tenía tan poca disposición a cambiar de opinión como el anciano príncipe. El príncipe Andréi escuchaba, absteniéndose de opinar y maravillándose involuntariamente de cómo podía este anciano, después de tantos años sin salir del campo, conocer con tantos detalles y tan exactamente y criticar todos los sucesos militares y políticos de Europa en los últimos años.

—¿Piensas que yo, anciano, no comprendo la situación actual de las cosas? —concluyó él—. Pero yo lo tengo aquí. Por las noches no duermo. Bueno, ¿dónde ha demostrado su talento tu gran jefe militar?

—Sería largo de explicar —respondió el hijo.

—¡Anda, vete con tu Bonaparte! Mademoiselle Bourienne, aquí hay un nuevo admirador de su infame emperador —gritó él en un excelente francés.

—Usted sabe, príncipe, que no soy bonapartista.

—«No sé cuándo vendrá...» —cantó el príncipe desafinando, se echó a reír aún más estruendosamente y se levantó de la mesa.

La menuda princesa había guardado silencio durante toda la discusión y durante el resto de la comida y miraba asustada bien a la princesa María, bien a su suegro. Cuando se levantaron de la mesa, tomó del brazo a su cuñada y la llevó a la otra sala.

—Qué hombre tan inteligente es su padre —dijo ella—. Puede ser eso lo que hace que le tema.

—¡Ah, es tan bueno! —dijo la princesa.

XXXVII

E
L
príncipe Andréi partía el día siguiente por la tarde. El anciano príncipe, sin abandonar su rutina diaria, se marchó a sus habitaciones. La princesita se quedó en las de su cuñada. El príncipe Andréi. vestido con una levita de viaje sin charreteras, en las habitaciones designadas para él preparaba su equipaje con su ayuda de cámara. Él mismo supervisó el coche y la colocación de las maletas. ordenó enganchar. En la habitación solo quedaban las cosas que el príncipe Andréi llevaba siempre consigo: una arquilla, un cofrecito de plata, dos pistolas turcas y un sable regalo de su padre, proveniente de Ochákov. Todos estos accesorios de viaje los conservaba el príncipe Andréi en muy buen estado: todo era nuevo, limpio, en sus fundas de paño y atado cuidadosamente con cintas.

En el momento de una partida o de un cambio en la vida de las personas, capaces de reflexionar sobre sus actos, sus pensamientos transcurren gravemente. En estos momentos generalmente se reflexiona sobre el pasado y se hacen planes de futuro. El rostro del príncipe Andréi era muy pensativo y dulce. Con las manos atrás y dando vueltas con una expresión natural impropia de él, caminaba rápidamente por la habitación de un lado a otro; y mirando delante suyo movía pensativamente la cabeza. Quizá le resultaba terrible ir a la guerra y triste abandonar a su mujer, puede que fueran ambas cosas. Era evidente que no quería que le vieran en ese estado y se detuvo cuando oyó unos pasos en la entrada, soltando las manos apresuradamente y deteniéndose al lado de la mesa, como si estuviera cerrando la funda de la arquilla y adoptó su habitual expresión tranquila e impenetrable. Eran los pesados pasos de la princesa María.

Other books

Until Forever by Johanna Lindsey
Shifting Targets by Austina Love
China Dog by Judy Fong Bates
The Rest of Us: A Novel by Lott, Jessica
Sin and Desire by Swan, Carol
Crossroads by Jeanne C. Stein
Transparency by Frances Hwang
Mistress at Midnight by Sophia James