Guerra y paz (20 page)

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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

—Es duro pero redime; el alma se eleva al ver a hombres como el viejo conde y su digno hijo. —Decía ella. También narraba, sin aprobarlo, el proceder de la princesa y del príncipe Vasili, pero con gran secreto y en voz baja.

XXXII

E
N
Lysye Gory,
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la finca del príncipe Nikolai Andréevich Bolkonski, se esperaba de un día a otro la llegada del joven príncipe Andréi y de la princesa, pero la espera no perturbaba el severo orden que regía la vida en casa del viejo príncipe. El general en jefe, príncipe Nikolai Andréevich, llamado el Rey de Prusia, desde los tiempos en que bajo el mandato de Pablo I fuera exiliado al campo, vivía sin salir de Lysye Gory con su hija, la princesa María y su dama de compañía, mademoiselle Bourienne. Y a pesar de que con el actual emperador podía haberse trasladado a la capital, siguió sin salir del campo, diciendo que si alguien le necesitaba recorriera las 150 verstas
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que separaban Lysye Gory de Moscú y que él no necesitaba nada ni a nadie. Decía que solo existen dos causas de los vicios humanos: la holganza y la superstición, y que solo existen dos virtudes: la actividad y la inteligencia. Él mismo se encargaba de la educación de su hija, y para fomentar en ella las dos virtudes principales le daba lecciones de álgebra y geometría desde los doce años y repartía toda su vida en incesantes ocupaciones. Él mismo estaba realmente ocupado en la escritura de sus memorias, en cálculos de matemática avanzada, en tornear tabaqueras, o bien trabajando en el jardín, observando las construcciones que sin cesar se realizaban en su finca o en la lectura de sus autores preferidos. Y como una condición indispensable para la actividad es el orden, en su modo de vida este había sido llevado hasta las últimas consecuencias. Se sentaba a la mesa en unas únicas e inmutables circunstancias y no solo siempre a la misma hora, sino hasta en el mismo minuto. Con la gente que le rodeaba, desde su hija al servicio, el príncipe era rígido y firmemente exigente y por ello, sin ser cruel, provocaba un miedo y un respeto, que el hombre más cruel no hubiera podido obtener fácilmente. A pesar de que estaba retirado y que no tenía ya ninguna influencia en los asuntos de estado, cada gobernador de la zona en la que se encontraba la finca del príncipe consideraba un deber presentarse ante él y exactamente igual que el arquitecto, el jardinero o la princesa María, debía esperar en la alta sala del servicio hasta la hora fijada en la que el príncipe le recibiría. Y todos los que se encontraban en esa sala experimentaban la misma sensación de respeto y hasta de miedo, en el instante en que se abría la enorme puerta del despacho y mostraba la menuda figura del anciano, con la peluca empolvada, las manos pequeñas y delgadas y las cejas grises y caídas que al fruncirse mostraban el brillo de unos luminosos ojos inteligentes y juveniles.

El día de la llegada de los jóvenes príncipes, por la mañana, como era costumbre, la princesa María entró en la sala del servicio a la hora fijada para el saludo matinal, se santiguó con miedo y rezó una oración para sí. Todos los días entraba en esa sala y todos los días rezaba para que el encuentro de aquel día transcurriera felizmente.

El viejo criado empolvado que estaba sentado en la sala de servicio se levantó sin hacer ruido y dijo en un susurro: «Pase».

Del otro lado de la puerta se oía el sonido uniforme del torno. La princesa empujó tímidamente la puerta que se abría con suavidad y se quedó en el dintel. El príncipe trabajaba en el torno y después de mirarla prosiguió con su tarea.

El enorme despacho estaba lleno de cosas que era evidente que se utilizaban a diario. La gran mesa en la que había libros y planos, las altas estanterías de cristal de las bibliotecas con sus llaves en las puertas, la mesa de mármol para escribir de pie, en la que había un cuaderno abierto, el torno con las herramientas y las virutas esparcidas alrededor, todo mostraba una constante, variada y organizada actividad. Por los movimientos del pie, calzado con una bota tártara bordada en plata, y por la firme presión de la mano nudosa y delgada era visible la obstinada y fuerte vejez del príncipe. Habiendo dado unas cuantas vueltas retiró el pie del pedal del torno, enjugó el escoplo, lo guardó en la bolsa de cuero que pendía del torno y acercándose a la mesa llamó a su hija. Él nunca bendecía a sus hijos y solo le presentó la poblada mejilla aún sin afeitar y dijo severamente pero a la vez con tierno interés, después de mirarla:

—¿Estás bien? ¡Bueno, siéntate! —dijo él como siempre breve y entrecortadamente, sacando el cuaderno de geometría, escrito de su puño y letra y acercando su butaca con el pie.

—¡Para mañana! —dijo buscando rápidamente la página y siguiendo con su dura uña un párrafo tras otro. La princesa se inclinó en la mesa sobre el cuaderno—. Espera, tienes una carta —dijo de pronto el anciano, sacando del cajón de debajo de la mesa un sobre escrito con letra femenina y lanzándolo sobre la mesa.

Al ver la carta, el rostro de la princesa se cubrió de manchas rojas. La cogió rápidamente y la estrechó contra sí.

—¿Es de Eloísa? —preguntó el príncipe mostrando con una fría sonrisa sus dientes fuertes, pero escasos y amarillentos.

—Sí, de Julie Ajrósimova —dijo la princesa, mirando y sonriendo tímidamente.

—Pasaré dos cartas más, pero la tercera la leeré —dijo el príncipe con severidad, sospecho que escribís muchas tonterías. Leeré la tercera.

—Lea esta, padre —contestó la princesa, enrojeciendo aún más y dándole la carta.

—La tercera he dicho, la tercera —gritó secamente el príncipe apartando la carta, y acodándose en la mesa acercó el cuaderno con figuras geométricas.

—Bueno, señorita —comenzó a decir el anciano acercándose a la princesa, inclinándose sobre el cuaderno y poniendo una mano en el respaldo de la silla en la que ella estaba sentada, de manera que la princesa se sentía completamente rodeada por el olor a vejez y a tabaco de su padre, que tan bien conocía.

—Bueno, señorita, estos triángulos son semejantes, ten la bondad de mirar el ángulo
abc
...

La princesa miraba asustada al fulgor de los ojos de su padre; las manchas rojas aparecían y desaparecían de su rostro y era evidente que no entendía nada y que tenía tanto miedo que este le impedía entender el discurso de su padre, por muy claro que este fuera. Fuese culpable el profesor o la alumna, todos los días se repetía la misma escena: a la princesa se le nublaba la vista, no veía ni escuchaba nada, solo percibía a su lado el enjuto rostro de su severo padre, percibía su respiración y su olor y lo único en lo que pensaba era en escaparse lo más rápido posible del despacho y libremente, en su habitación, intentar comprender el problema. El anciano se salía de sus casillas, acercaba y apartaba ruidosamente la butaca en la que estaba sentado haciendo esfuerzos para controlarse y sin conseguirlo casi ninguna vez, jurando, e incluso tirando el cuaderno en algunas ocasiones.

La princesa equivocó la respuesta.

—¡Bueno, cómo se puede ser tan necia! —gritó el príncipe apartando el cuaderno y volviéndose rápidamente; pero enseguida se levantó, se paseó un poco, acarició con las manos el cabello de la princesa y volvió a sentarse. Se acercó y con forzada voz tranquila continuó la explicación.

—No puede ser, princesa, no puede ser —dijo él cuando la princesa, habiendo cogido y cerrado el cuaderno, se preparaba ya para irse—. Las matemáticas son de gran importancia, señorita mía. Y no quisiera que te parecieras a nuestras necias damas. Aguanta, ya te gustará. —Acarició con la mano su mejilla—. Te sacudirás esa necedad. —Ella quería salir, pero su padre la detuvo con un gesto y depositó en la alta mesa un libro nuevo, con las páginas aún sin cortar.

—Este libro es un tal
La llave del misterio
que te manda tu Eloísa. Es un libro religioso. Yo no me meto en ninguna religión. Le he echado un vistazo. Cógelo. Bueno, ¡vete, vete!

Le dio un golpecito en la espalda y cerró la puerta tras ella.

XXXIII

L
A
princesa María volvió a su habitación con una expresión triste y asustada que rara vez le abandonaba y que afeaba aún más su ya de por sí poco agraciado y enfermizo rostro. Se sentó en su escritorio lleno de retratos en miniatura, de libros y cuadernos. La princesa era tan desordenada como ordenado era su padre. Dejó el cuaderno de geometría y abrió impaciente la carta. Sin haberla leído aún, con el solo pensamiento del placer que iba a experimentar, volvió las hojas de la carta y la expresión de su rostro cambió; se serenó visiblemente, se sentó en su sillón favorito en un rincón de la habitación bajo un enorme espejo y comenzó a leer. La carta era de su mejor amiga de la infancia; esta amiga era esa misma Julie Ajrósimova que había estado en la celebración del santo en casa de los Rostov. María Dmítrievna Ajrósimova tenía unas propiedades vecinas a las del príncipe en las que pasaba los dos meses de verano. El príncipe apreciaba a María Dmítrievna, aunque se burlara un poco de ella. María Dmítrievna era la única que llamaba de tú al príncipe Nikolai y le ponía de ejemplo de todos los hombres actuales.

Julie escribía:

Querida e inestimable amiga, ¡qué cosa tan horrible es la separación! Por mucho que me convenza de que la mitad de mi existencia y de mi felicidad se encuentra en usted, a pesar de la distancia que nos separa, y de que nuestros corazones están unidos por lazos indisolubles, el mío se rebela contra el destino, y a pesar de los placeres y las distracciones que me rodean, no puedo evitar una oculta tristeza que siento en lo profundo de mi corazón desde el momento de nuestra separación. ¿Por qué no estamos juntas como el verano pasado, en nuestro gran despacho, en el diván azul, en el «diván de las confidencias»? ¿Por qué no puedo, como hace tres meses, sacar nuevas fuerzas morales de su mirada, dulce, tranquila e intuitiva, que tanto amo y que veo ante mí en estos momentos en los que te escribo?

Al llegar a este punto de la carta, la princesa María suspiró y miró al espejo, que se encontraba a su derecha. El espejo reflejó su feo y débil cuerpo y el enjuto rostro. Sus ojos, siempre tristes, se miraban ahora con especial desesperanza en el espejo. «Me adula», pensó la princesa, volviéndose y retomando la lectura. Sin embargo, Julie no estaba adulando a su amiga: realmente los ojos de la princesa, grandes, profundos y luminosos (como si salieran de ellos haces de cálida luz), eran tan hermosos que con mucha frecuencia, a pesar de la fealdad de su rostro, esos ojos le otorgaban una encantadora belleza. Pero la princesa nunca había visto la hermosa expresión de sus ojos, esa expresión que adoptaban en los momentos en los que no pensaba en sí misma. Como pasa con todo el mundo el rostro de la princesa adoptaba una expresión artificial y vacía cuando se miraba en el espejo. Continuó leyendo:

En Moscú solo se habla de la guerra. Uno de mis dos hermanos ya se encuentra fuera del país y el otro está en la guardia, que se pone en marcha hacia la frontera. Nuestro amado emperador ha salido de San Petersburgo y se presupone que tiene la intención de exponer su valiosa existencia a los peligros de la guerra. Quiera Dios que la sierpe corsa, que perturba la paz de Europa, sea abatida por el ángel, que el Omnipotente, en su misericordia, nos ha dado como soberano. Sin hablar ya de mis hermanos, esta guerra me ha privado de una de las personas más cercanas a mi corazón. Hablo del joven Nikolai Rostov, que a causa de su entusiasmo no ha podido quedarse inactivo y ha dejado la universidad para ingresar en el ejército. Le confieso, mi querida María, que a pesar de su extraordinaria juventud, su partida al ejército me ha reportado un enorme dolor. En este joven, del que ya le hablé el verano pasado, hay tanta bondad, tanta noble juventud, tan difícil de encontrar en nuestra época entre los viejos de veinte años. Es particularmente sincero y puro de corazón. Es tan honrado y lleno de poesía que mis encuentros con él, a pesar de haber sido fugaces, han sido unas de las más dulces alegrías de mi pobre corazón, que tanto ha sufrido. Ya le contaré nuestra despedida y todo lo que hablamos antes de ella. Ahora está aún demasiado fresco... ¡Ay!, amiga mía, es tan feliz porque no conoce tan abrasadores deleites y tan ardientes dolores. Es feliz de no conocerlos, porque habitualmente los últimos son más fuertes que los primeros. Yo sé muy bien que el conde Nikolai es demasiado joven para convertirse en algo más para mí que en un simple amigo. Pero esta dulce amistad y esta relación tan poética y tan pura se ha convertido en una necesidad para mi corazón. Pero no hablemos más de ello.

Una gran novedad que ocupa a todo Moscú es la muerte del viejo conde Bezújov y su herencia. Imagínese, las tres princesas solo han recibido una pequeña parte, el príncipe Vasili nada y Pierre es el heredero de todo y además de ello ha sido reconocido como hijo legítimo y por lo tanto como conde Bezújov y propietario de una de las mayores fortunas de Rusia. Dicen que el príncipe Vasili jugó un papel muy mezquino en toda esta historia y que partió para San Petersburgo muy azorado. Le confieso que entiendo muy poco de estos asuntos de testamentos; solamente sé que desde el momento en el que el joven, al que todos conocíamos simplemente como Pierre, se convirtió en conde Bezújov y en propietario de una de las mayores fortunas de Rusia, me divierto observando el cambio de actitud de las madres con hijas solteras y de las propias señoritas para con este señor, que entre nosotras, siempre me ha parecido un inepto. Solamente mi madre continúa tratándole con su habitual dureza. Así que como desde hace ya dos años se entretienen en buscarme prometidos a los que en su mayoría no conozco, la crónica marital moscovita me hace ya condesa Bezújov. Pero comprenderá que no deseo esto en absoluto. A propósito de matrimonios, ¿sabe que no hace mucho la tía universal, Anna Mijáilovna, me confió, bajo un enorme secreto, un proyecto de matrimonio para usted? Se trata ni más ni menos que del hijo del príncipe Vasili, Anatole, al que quieren situar casándole con una mujer rica y bien relacionada, y en usted recayó la elección de sus padres. No sé con qué ojos ve este asunto, pero he juzgado un deber el comunicárselo. Él dicen que es muy apuesto pero un calavera. Eso es todo lo que he podido saber.

Pero basta de charlas. Acabo la segunda hoja y mamá me ha mandado a buscar para ir a comer a casa de los Apraxin.

Lea el libro místico que le envío; ha tenido mucho éxito entre nosotros. A pesar de que contiene conceptos difíciles de entender para el débil entendimiento humano, es un libro excelente; su lectura calma y eleva el espíritu. Me despido. Mis respetos a su padre y mis saludos a mademoiselle Bourienne. Le envío un abrazo con todo mi corazón,

J
ULIE

PD: Mándeme noticias de su hermano y de su encantadora esposa.

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