Guerra y paz (23 page)

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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

—Me han dicho que has ordenado enganchar —dijo ella, jadeante (era evidente que había llegado corriendo)—, y quería hablar contigo a solas. Dios sabe por cuánto tiempo de nuevo nos separamos. ¿Te enfada que haya venido? Has cambiado mucho, Andriushka —añadió ella, como en justificación de su pregunta.

Sonrió al pronunciar «Andriushka», era evidente que a ella misma le resultaba difícil creer que este hombre severo y apuesto fuera el mismo Andriushka, el mismo muchacho travieso de pelo rizado, compañero de la infancia.

—¿Dónde está Liza? —preguntó él.

—Estaba tan cansada, que se ha quedado dormida en el sofá de mi habitación. ¡Andréi! Qué tesoro es tu esposa —dijo ella tomando asiento en el diván frente al que se encontraba su hermano—. Es como una niña, tan encantadora y alegre. La quiero mucho.

El príncipe Andréi guardó silencio, pero la princesa advirtió la expresión irónica y desdeñosa que se dibujó en su rostro.

—Debes ser indulgente con las pequeñas debilidades; ¡quién no las tiene, Andréi! No te olvides de que ella ha crecido y se ha educado en sociedad. Y ahora su situación no es precisamente de color de rosa. Hay que ponerse en la situación de los demás. Comprenderlo todo es perdonarlo todo. Piensa en lo que supone para la pobrecilla, después de la vida a la que está acostumbrada, separarse de su marido y quedarse sola en el campo en su estado. Es muy duro.

El príncipe Andréi sonrió mirando a su hermana, como sonreímos escuchando a la gente que creemos que no tienen secretos para nosotros.

—Tú vives en el campo y no encuentras terrible esta vida —dijo él.

—Yo soy distinta. ¿Quién está hablando de mí? Yo no deseo otra vida y no puedo desearla porque no conozco nada distinto. Pero tú piensa, Andréi, para una mujer joven, de sociedad, pasar los mejores años de su vida en el campo, sola, porque papá siempre está ocupado y yo... tú me conoces... Yo tengo poco interés para una mujer acostumbrada a la gran sociedad. Solo mademoiselle Bourienne...

—No me gusta nada vuestra Bourienne —dijo el príncipe Andréi.

—Oh, no, es muy agradable y buena, y sobre todo muy desgraciada. No tiene a nadie, a nadie. A decir verdad no solo no me es necesaria, sino que incluso me es molesta y sabes que siempre he sido una huraña. Me gusta estar sola... Nuestro padre la quiere mucho. Ella y Mijaíl Ivánovich son dos personas con las que siempre es bueno y cariñoso, porque ambos le deben mucho; como dice Stein: «Amamos a la gente no solo por el bien que nos han hecho sino por el bien que les hicimos». Nuestro padre la recogió huérfana en el arroyo y es muy buena. Y a él le gusta su forma de leer. Por las tardes le lee en voz alta. Lee muy bien.

—Pero hablando con sinceridad, María, pienso que a veces te debe resultar duro soportar el carácter de nuestro padre —dijo de pronto el príncipe Andréi.

La princesa María se sorprendió al principio y después se asustó de la pregunta.

—¿A mí? ¿A mí? ¿Por qué habría de resultarme duro? —Era evidente que ella hablaba de todo corazón.

—Siempre fue estricto, pero creo que ahora se ha convertido en un hombre inflexible —dijo el príncipe Andréi con la intención de desconcertar o probar a su hermana, hablando con tanta ligereza de su padre.

—Tú eres bueno en todo, Andréi, pero tienes un talante orgulloso —dijo la princesa, como siempre guiándose más por el curso de sus pensamientos que por la conversación que tenía lugar—, y eso es un gran pecado. ¿Es que acaso se puede juzgar a un padre?

si eso fuera posible, ¿qué otro sentimiento, aparte de un profundo respeto, puede infundir un hombre como nuestro padre? Yo estoy muy satisfecha y muy feliz con él. Solo deseo que todos sean tan felices como lo soy yo.

Su hermano movió la cabeza con incredulidad.

—Para ser sinceros lo único que me es duro, Andréi, es la manera de pensar de nuestro padre sobre los asuntos religiosos. No entiendo cómo un hombre de tan gran talento no es capaz de ver lo que resulta tan claro como el agua y puede equivocarse de ese modo. Ésta es mi única causa de infelicidad. Pero en los últimos tiempos observo una cierta mejora. Últimamente sus bromas son menos mordaces y hay un monje al que recibe y con el que habla mucho.

—Mucho me temo que el monje y tú gastéis saliva en vano, Masha —dijo el conde Andréi burlón y cariñoso al tiempo.

—¡Ah, amigo mío! Yo solo ruego a Dios y confío en que me oiga. ¡Andréi! —dijo ella tímidamente después de un momento de silencio—. Tengo que pedirte una cosa.

—¿El qué, querida?

—No, prométeme que no te negarás. No te va a causar ninguna molestia y no hay nada incorrecto en ello. Pero para mí será un consuelo. Promételo, Andriushka —dijo ella introduciendo la mano en el ridículo, y cogiendo algo de él, pero sin mostrarlo, como si lo que sostuviera fuera el objeto de su petición y que antes de escuchar la promesa de cumplimiento no podía sacar del bolso ese
algo.
Ella miraba a su hermano tímidamente con la mirada suplicante.

—Si no me cuesta un gran esfuerzo... —respondió el príncipe Andréi como adivinando de qué se trataba.

—Piensa lo que quieras. Sé que eres idéntico a nuestro padre. Piensa lo que quieras pero haz esto para mí. ¡Hazlo, por favor! El padre de mi padre, nuestro abuelo, ya lo llevó consigo en las guerras. —Ella aún no sacaba del ridículo lo que sujetaba—. Entonces, ¿me lo prometes?

—Por supuesto, ¿de qué se trata?

—Andréi, te bendigo con esta imagen y prométeme que no te la vas a quitar nunca. ¿Lo prometes?

—Si no pesa dos puds,
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ni me tira del cuello. Para darte gusto —dijo el príncipe Andréi, pero en ese instante se percató de la expresión de aflicción que había adoptado el rostro de su hermana a causa de su broma y se arrepintió—. Con mucho gusto, de verdad, con mucho gusto, amiga mía —añadió.

—Aun contra tu voluntad Él te salvará y te perdonará y te acogerá en su seno, porque solo en Él se halla la verdad y la paz —dijo ella con la voz temblorosa a causa de la pena y sosteniendo ante su hermano, con ambas manos y gesto solemne, una antigua imagen oval del Salvador, con el rostro negro, marco y cadena de plata finamente trabajada. Se santiguó, besó la imagen y se la dio a Andréi.

—Por favor, hazlo por mí...

En sus grandes ojos brillaron haces de bondadosa y tímida luz. Sus ojos iluminaron su cara delgada y enfermiza y la hicieron muy hermosa. Su hermano quería coger la imagen, pero ella le detuvo. Andréi comprendió, se santiguó y besó la imagen. Su rostro era a la vez tierno (estaba emocionado), afectuoso, cariñoso
y
burlón.

—Gracias, amigo mío —ella le besó en la despejada frente morena y volvió a sentarse en el diván. Ambos guardaron silencio.

—Tal como te he dicho, Andréi, sé bondadoso y magnánimo como siempre has sido. No juzgues severamente a Liza —comenzó ella—. Ella es muy amable y buena y ahora se encuentra en una situación dura.

—Me parece que yo no te he dicho, Masha, que tuviera nada que reprocharle a mi esposa o que estuviera descontento con ella. ¿Por qué me dices todo esto?

En el rostro de la princesa María aparecieron manchas rojas y calló como si se sintiera culpable.

—Yo no te he dicho nada, pero a ti ya
te han hablado
. Y eso me entristece.

Las manchas rojas aparecieron aún más intensamente en la frente, el cuello y las mejillas de la princesa María. Quería decir algo pero no podía. Su hermano había acertado. La menuda princesa había llorado después de comer diciendo que tenía el presentimiento de que el parto iba a ser desgraciado y que lo temía y se lamentaba de su suerte, del suegro y del marido. Después del llanto se había dormido. El príncipe Andréi sintió compasión de su hermana.

—Solamente has de saber, Masha, que no tengo nada que reprocharle ni nunca he reprochado ni reprocharé nada a
mi esposa
y que yo mismo no tengo nada que reprocharme para con ella y así ha de ser siempre, en cualquier situación. Pero si quieres saber la verdad... ¿quieres saber si soy feliz? No lo soy. ¿Ella es feliz? No lo es. Y ¿por qué? No lo sé...

Diciendo esto se levantó, se acercó a su hermana y agachándose le besó en la frente. Sus bellos ojos se iluminaron con un desacostumbrado fulgor inteligente y bondadoso, pero no miraba a su hermana sino a las sombras más allá de la puerta abierta, por encima de su cabeza.

—Vamos a verla, tengo que despedirme. O mejor, ve tú sola, despiértala y ahora voy yo. ¡Petrushka! —le gritó al ayudante de cámara—. Ven aquí, recoge estas cosas, esto ponlo en el asiento y esto en el lado derecho.

La princesa María se levantó y se dirigió a la puerta. Se detuvo.

—Si hubieras tenido fe en Dios te hubieras dirigido a Él para rogarle que te ofrendara el amor que 110 sientes y tu ruego hubiera sido escuchado.

—Sí, ¿crees que es eso? —dijo el príncipe Andréi—. Ve, Masha, yo iré enseguida.

De camino a la habitación de su hermana, en la galería que unía un edificio con el otro, se encontró con mademoiselle Bourienne que sonreía amablemente, era la tercera vez aquel día que tropezaba con esa sonrisa inocente y extasiada en lugares solitarios.

—¡Ah, pensaba que estaba en sus habitaciones! —dijo ella, sonrojándose por alguna razón y bajando los ojos. El príncipe Andréi la miró con severidad—. Me encanta esta galería, es tan misteriosa.

El rostro del príncipe Andréi expresó de pronto una furia, como si ella y las que eran como ella fueran de algún modo las culpables de la infelicidad de su vida. No le dijo nada, pero miró su cabello y su frente, sin mirarla a los ojos, con tanto desprecio que la francesa enrojeció y se alejó sin decir nada.

Cuando él llegó a la habitación de su hermana, la princesa ya se había despertado, y su alegre vocecita. hablando apresuradamente, se oía a través de la puerta abierta. Hablaba como si después de la larga abstinencia quisiera recuperar el tiempo perdido.

—No, imagínese, la anciana condesa Zubov, con sus bucles falsos y dientes postizos como si se burlara de los años... Ja, ja, ja.

Esta misma frase sobre la condesa Zubov y esta misma risa ya se la había escuchado cinco veces el príncipe Andréi a su esposa ante diferentes personas. Entró en la habitación sin hacer ruido. La princesa, gordita, sonrosada, con la labor en las manos, estaba sentada en una silla y hablaba sin cesar, repitiendo recuerdos de San Petersburgo y aun frases enteras. El príncipe Andréi se acercó, le acarició la cabeza y le preguntó si había descansado del viaje. Ella le respondió y continuó con la misma charla.

El carruaje, con un tiro de seis caballos, esperaba en la puerta. Fuera hacía una templada noche otoñal. El cochero ni siquiera podía ver la lanza del carruaje. En el porche se ajetreaban gentes con faroles. La grandiosa casa se iluminaba con sus lumbres a través de las enormes ventanas. En el recibidor se agolpaba el servicio que deseaba despedirse del joven príncipe; en la sala estaban el resto de la gente de la casa: Mijaíl Ivánovich, mademoiselle Bourienne, la princesa María y la princesa Liza. El príncipe Andréi fue llamado al despacho de su padre, que deseaba despedirse de él en privado. Todos esperaban su regreso.

Cuando el príncipe Andréi entró en el despacho, el anciano príncipe, con sus gafas de viejo y su bata blanca, con la que no recibía a nadie más que a su hijo, estaba sentado a la mesa escribiendo. Volvió la cabeza.

—¿Te vas? —Y se puso de nuevo a escribir.

—He venido a despedirme.

—Bésame aquí —y le mostró la mejilla—, gracias, gracias.

—¿Por qué me da las gracias?

—Porque no te demoras y no te coges a las faldas de las mujeres; ante todo está el servicio. ¡Gracias, gracias! —Y él continuó escribiendo, de modo que algunas gotas salpicaron de la crepitante pluma—. Si quieres decir algo, dilo. Puedo hacer las dos cosas a la vez —añadió él.

—Es sobre mi esposa... Me avergüenza dejarle esta responsabilidad, en su estado...

—¿Por qué mientes? —dijo su padre—. Di lo que quieras.

—Cuando a mi esposa le llegue el momento de dar a luz, a últimos de noviembre, haga venir a un partero de Moscú... Para que esté aquí.

El anciano príncipe se detuvo y fijó sus severos ojos en su hijo, como si no le entendiera.

—Sé que nadie podrá ayudarla si la naturaleza no lo hace —dijo el príncipe Andréi, visiblemente turbado—. Estoy de acuerdo en que de un millón de casos uno sale mal, pero así se le antoja a ella y a mí. Le han hablado, ha tenido pesadillas y tiene miedo.

—Hum... hum... —dijo para sí el viejo príncipe, continuando con su escritura—. Lo haré. —Firmó la carta y de imprevisto se volvió rápidamente hacia su hijo y se echó a reír—. Andan mal las cosas, ¿eh?

—¿Qué cosas, padre?

—¡Tu esposa! —dijo el anciano príncipe corta y significativamente.

—No le entiendo —dijo el príncipe Andréi.

—Sí, no hay nada que hacer, amigo mío —dijo el príncipe—, ellas son todas así, en nada se diferencian. No te preocupes, no diré nada, tú ya lo sabes.

Le cogió de la mano con la suya pequeña y huesuda y sacudiéndosela miraba el rostro de su hijo con sus activos ojos que parecían atravesarle y de nuevo se echó a reír con su fría risa.

El hijo suspiró, dando a entender con este suspiro que su padre le había comprendido. El anciano prosiguió cerrando y sellando la carta, y con su habitual presteza tomó y dejó el lacre, el sello y el papel.

—¿Qué se puede hacer? ¡Es hermosa! Lo haré todo. Estate tranquilo —dijo él entrecortadamente mientras sellaba la carta.

Andréi callaba; le era grato que su padre le entendiera. El anciano se levantó y le dio la carta a su hijo.

—Escucha —dijo él—, no temas por tu mujer; lo que pueda hacerse se hará. Ahora escucha. Dale esta carta a Mijaíl Lariónovich. Le escribo para que te emplee en un cargo mejor y no te tenga mucho tiempo de ayudante de campo. Es un destino detestable. Dile que me acuerdo de él y que le quiero. Luego escríbeme para contarme cómo te recibe. Si te trata bien, sirve a sus órdenes. El hijo de Nikolai Andréevich Bolkonski no puede servir a nadie por una merced. Ahora, ven aquí.

Hablaba tan rápidamente que no acababa la mitad de las palabras, pero el hijo estaba acostumbrado y le entendía. Llevó a su hijo al escritorio, lo abrió y sacó un cuaderno escrito con su letra grande, alargada y apretada.

—Es lógico que yo muera antes que tú. He aquí mis memorias, hazlas llegar al emperador cuando yo muera. Aquí hay un billete del monte de piedad y una carta. Es un premio para aquel que escriba la historia de las guerras de Suvórov. Hay que enviarlo a la academia. Y estas son mis notas; después de mi muerte léelas, les sacarás provecho.

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