Guerra y paz (27 page)

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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

—Aquí tiene al desafortunado Mack.

El ancho rostro desfigurado por las heridas de Kutúzov, que se encontraba a la puerta del despacho, se mantuvo durante unos instantes completamente inmóvil. Después, como una onda, una arruga ensombreció su rostro, su frente se estiró; inclinó respetuosamente la cabeza, cerró los ojos, dejó pasar a Mack y él mismo cerró la puerta.

El rumor que ya se había difundido de la derrota de los austríacos y de la rendición de todo el ejército en Ulm resultaba cierto. Los miembros del Estado Mayor se contaban unos a otros los detalles de la conversación de Mack con el comandante en jefe que ninguno de ellos había podido escuchar. Media hora después se enviaron ayudantes de campo en distintas direcciones con órdenes que demostraban que pronto las tropas rusas, que hasta el momento habían estado inactivas, debían ir al encuentro del enemigo.

«¡El viejo fanático medio loco de Mack quería combatir contra el mayor genio bélico después de Julio César! —pensó el príncipe Andréi, dirigiéndose a su habitación—. ¿Qué le decía a Kozlovski? ¿Qué le ponía a mi padre en las cartas? —pensaba él—. Así ha pasado.» E involuntariamente experimentó un impresionante sentimiento de alegría pensando en la humillación de la orgullosa Austria y en que en una semana pudiera ser que tuviera la ocasión de ver y de tomar parte en el choque entre rusos y franceses, el primero después de Suvórov.

Al regresar a su habitación, que compartía con Nesvitski, el príncipe Andréi dejó los papeles, ahora inútiles, sobre la mesa y dejando caer los brazos se puso a caminar de un lado a otro de la habitación, sonriéndose de sus pensamientos. Temía el genio de Bonaparte, que podía resultar más fuerte que toda la bravura de los ejércitos rusos y junto con eso no podía aceptar la idea de una derrota de su héroe. La única posibilidad de resolución de esa contradicción consistía en que él mismo comandara las tropas rusas contra Bonaparte. Pero ¿cuándo podría suceder eso? Dentro de diez años, diez años que parecían una eternidad, cuando suponían más de un tercio de la vida que ya había vivido. «¡Ah! Haz lo que debas y que sea lo que Dios quiera», se dijo a sí mismo, el lema que había elegido como divisa. Llamó a su criado, se quitó la guerrera, se puso la bata y se sentó a la mesa. A pesar de la vida de campaña y de la estrecha habitación que compartía con Nesvitski, el príncipe Andréi era, lo mismo que en Rusia, muy escrupuloso, se acicalaba como una mujer y era pulcro. Nesvitski sabía que nada enojaba más a su compañero de habitación que le desordenaran sus cosas, y las dos mesas de Bolkonski, una para escribir, colocada como en San Petersburgo, con sus avíos de escribir de bronce y la otra que contenía los cepillos, las jaboneras y el espejo, siempre estaban colocadas simétricamente y sin mota de polvo. Desde el momento en que partiera de San Petersburgo y especialmente desde el momento de su separación de su mujer, el príncipe Andréi había entrado en una nueva etapa de actividad como si viviera una nueva juventud. Leía y estudiaba mucho. La vida de campaña le dejaba bastante tiempo libre y los libros que se había traído al extranjero le descubrieron nuevos intereses. Una gran parte de estos libros eran obras escogidas de filosofía. La filosofía, aparte de tener de por sí interés, era para él uno de los pedestales de orgullo, sobre los que gustaba colocarse sobre los demás. Aunque ya tenía muchos variados pedestales desde los que podía mirar por encima a la gente: su cuna, sus relaciones, su fortuna, la filosofía representaba para él un pedestal sobre el que se podía sentir superior incluso a personas como el propio Kutúzov, y sentir eso era condición indispensable para la tranquilidad espiritual del príncipe Andréi. Tomó el último volumen de las obras seleccionadas de Kant, que yacía en la mesa abierto por la mitad, y se dispuso a leer. Pero su pensamiento estaba muy lejos, y sin cesar se le aparecía su imagen preferida, el estandarte del puente de Arcola.

—Bueno, hermano, la botella corre de mi cuenta —dijo el enorme y grueso Nesvitski, entrando en la habitación, como siempre acompañado de Zherkov—. Menudo lío con Mack, ¿eh?

—Sí, ahora él ha pasado una desagradable media hora ahí arriba —dijo el príncipe Andréi.

(Habían hecho una apuesta. El príncipe Andréi sostenía que Mack sería herido y había ganado.)

—La botella corre de mi cuenta —dijo Nesvitski, quitándose la guerrera, que comprimía su rollizo cuello—. ¡Qué almuerzo vamos a tener hoy, hermano! Cabra silvestre, he conseguido una fresca, y pavo con castañas.

—Ya decía yo que el «Mack» se iba a pegar a los dientes
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—dijo Zherkov, pero su broma no gustó. El príncipe Andréi le miró fríamente y se volvió a Nesvitski.

—¿Qué se ha escuchado, cuando saldrán? —dijo él.

—Han mandado avanzar a la segunda división —dijo Zherkov con sus obsequiosos modales.

—¡Ah! —dijo el príncipe Andréi, se volvió y comenzó a leer.

—Bueno, no te pongas a filosofar ahora —gritó Nesvitski, dejándose caer en la cama y resoplando—, conversemos. ¡Cómo me he reído! Te puedes imaginar que tan pronto como llegamos nosotros Strauch se va. Hay que ver cómo actúa Zherkov con él.

—Nada, le he devuelto el honor al aliado —dijo Zherkov y Nesvitski se puso a reír de tal modo que la cama crujió bajo él.

Strauch, un general austríaco, enviado desde Viena para vigilar el abastecimiento del ejército ruso, se había encariñado, por alguna razón, de Zherkov. Él le había estado imitando durante toda la campaña y cada vez que se le encontraba se ponía firme dando a entender que le tenía miedo y en cuanto tenía ocasión conversaba con él en un afectado alemán, presentándose a sí mismo como un inocente bobalicón, para mayor divertimento de Nesvitski.

—¡Ah, sí! —dijo Nesvitski dirigiéndose al príncipe Andréi—, ya está bien de hablar de Strauch. Hace tiempo que te espera un oficial de infantería.

—¿Qué oficial?

—Acuérdate de que te mandaron a investigar por qué se había robado una vaca o algo por el estilo.

—¿Y qué es lo que necesita? —dijo el príncipe Andréi frunciendo el ceño, dándole vueltas al anillo en su pequeña y blanca mano.

—El pobre ha venido a pedir misericordia. Zherkov, ¿cómo es? Bueno, ¿cómo habla?

Zherkov hizo una mueca y comenzó a imitar al oficial.

—Yo... en absoluto... los soldados... compraron ganado, porque los dueños, el animal... los dueños... el animal...

El príncipe Andréi se levantó y se puso la casaca.

—Bueno, tú cúbrele de alguna manera —dijo Nesvitski—. Por amor de Dios, da tanta lástima.

—Yo no quiero cubrir nada ni meter en problemas a nadie. Me requirieron y dije lo que había sucedido. Y nunca me apenaré ni me burlaré de un miserable —añadió él mirando a Zherkov.

Después de hablar con el oficial le aclaró con arrogancia que no tenía ningún asunto personal con él y no deseaba tenerlo.

—Pues usted mismo sabe, su... príncipe —decía el oficial, que evidentemente tenía dudas de cómo debía dirigirse a ese ayudante de campo. Temía al mismo tiempo humillarse y no ser lo suficientemente cortés—, usted mismo sabe, príncipe, que hay días durante la campaña en los que los soldados no comen, como prohibirles... juzgue usted mismo...

—Si pide mi opinión personal —dijo el príncipe Andréi—, le diré que, a mi juicio, el pillaje siempre es un asunto serio y en suelo aliado no se castiga con suficiente dureza. Pero sobre todo recuerde que no puedo hacer nada, mi obligación es informar al comandante en jefe de lo que he encontrado. No puedo mentir por usted. —Y sonriéndose ante esa rara idea, se despidió del oficial y regresó hacia su habitación. Por el camino vio al general Strauch que iba por el pasillo acompañado por un miembro del Consejo Superior de Guerra. Nesvitski y Zherkov caminaban a su encuentro.

En el ancho pasillo había sitio suficiente para que los generales pudieran pasar al lado de los dos oficiales, pero Zherkov, apartando con el brazo a Nesvitski, dijo con voz jadeante:

—¡Que vienen! ¡Que vienen! ¡Échense a un lado, dejen paso! ¡Por favor, dejen paso!

Los generales pasaron con aspecto de querer librarse de los molestos honores. En el rostro de Zherkov de pronto se dibujó una estúpida sonrisa de alegría, como si no pudiera evitarla.

—Su Excelencia —dijo él en alemán, adelantándose y dirigiéndose al general austríaco—. Tengo el honor de felicitarle. Inclinó la cabeza y torpemente, como un niño que está aprendiendo a bailar, comenzó a apoyarse bien en una pierna bien en la otra.

El general, miembro del Consejo Superior de Guerra, le miraba severamente, pero al advertir la seriedad de su estúpida sonrisa, no pudo negarle un momento de atención. Entornó los ojos en actitud de escuchar.

—Tengo el honor de felicitarle, porque el general Mack ha regresado sano y salvo, solo un pequeño rasguño aquí —añadió él señalándose a la cabeza con una resplandeciente sonrisa.

El general frunció el ceño, se volvió y siguió adelante.

—¡Dios mío, qué ingenuo! —dijo con enfado después de haberse alejando unos cuantos pasos. Nesvitski abrazó con una carcajada al príncipe Andréi y le arrastró a su habitación. El príncipe Andréi entró tras Nesvitski en la habitación y, sin hacer caso de sus risas, se acercó a su mesa y tiró al suelo la gorra de Zherkov que estaba sobre ella.

—¡Pero qué cara! —decía entre risas Nesvitski—. ¡Es increíble! Solo un pequeño rasguño aquí... ja, ja, ja.

—No hay nada de que reírse —dijo el príncipe Andréi.

—¿Cómo que no? Ya solamente por la cara que tiene...

—No hay nada de que reírse. Yo no soy un gran amigo de los austríacos, pero existe algo llamado decoro que ese miserable puede no conocer, pero que tú y yo debemos observar.

—Ya basta, está a punto de llegar —interrumpió asustado Nesvitski.

—Me da igual. ¡Qué impresión de nosotros se van a llevar los aliados, cuánta delicadeza!... Ese oficial que robó una vaca para alimentar a su compañía, en realidad no es peor que tu Zherkov. Ese al menos necesitaba la vaca.

—Como tú quieras, hermano, todo esto es muy penoso y a la vez muy divertido. Si tú...

—No hay nada divertido. Han muerto cuarenta mil personas y el ejército de nuestros aliados ha sido destruido y eres capaz de bromear sobre ello —dijo él como si estas frases francesas reforzaran su opinión. Es perdonable en un insignificante muchachito, como es este señor que te has echado como amigo, pero no en ti, no en ti —dijo el príncipe Andréi en ruso, pronunciando estas palabras con acento francés, al advertir que Zherkov entraba en la habitación. Esperó a ver si el cornette le respondía algo. Pero no respondió nada, cogió su gorra, y guiñándole un ojo a Nesvitski, salió de la habitación.

—Ven a comer —le gritó Nesvitski. El príncipe Andréi miró atentamente al cornette y cuando desapareció se sentó a la mesa.

—Hace tiempo que quería decirte —le dijo a Nesvitski, que con una sonrisa miraba al príncipe Andréi a los ojos. Parecía que para él cualquier distracción era agradable y que ahora no sin placer escuchaba el sonido de la voz y la conversación del príncipe Andréi.

—Hace tiempo que quería decirte que tu pasión por actuar con familiaridad con todos y dar de comer y de beber a todo el mundo sin hacer diferencias está muy bien, y que aunque vivo contigo eso no me resulta molesto porque sé poner en su lugar a estos caballeros. Y por lo tanto no me preocupo por mí, sino por ti. Conmigo puedes bromear. Nos entendemos el uno al otro y conocemos los límites de las bromas, pero a este Zherkov no se le puede mostrar familiaridad. Su único objetivo es destacarse de algún modo, conseguir un padrino que le dé de comer y de beber gratis, no ve nada más allá y está dispuesto a entretenerte a cualquier precio sin considerar el significado de sus bromas, pero tú no puedes actuar así.

—Pero, bueno, es un buen muchacho —dijo Nesvitski intercediendo—, un buen muchacho.

—A estos Zherkov se le puede emborrachar después de la comida y obligarles a que representen una comedia, pero nada más.

—Ya basta, hermano, bueno, no está bien... Bueno, ya no lo haré, ¡pero cállate! —gritó riéndose Nesvitski, y saltando del diván abrazó y besó al príncipe Andréi. El príncipe Andréi sonrió como un profesor a un alumno cariñoso.

—Se me revuelven las tripas de ver cómo ese Zherkov entra contigo en intimidades. Él quiere ascender y depurarse al acercarse a ti, pero él no se depura y solo consigue contaminarte a ti.

V

L
OS
húsares del regimiento de Pavlograd se encontraban a dos millas de Braunau. El escuadrón en el que servía como cadete Nikolai Rostov ocupaba la aldea alemana de Saltzenek. El comandante del escuadrón, el capitán Denísov, conocido en todas las divisiones de caballería como Vaska Denísov, estaba alojado en la mejor casa de la aldea. El cadete Rostov, desde el momento en el que se uniera al regimiento en Polonia, vivía con el comandante del escuadrón.

El 8 de octubre, el mismo día en el que en el cuartel general todo estaba revolucionado a causa de la noticia de la derrota de Mack, la vida de campaña del escuadrón seguía igual de tranquila que antes. Denísov, que había estado perdiendo toda la noche a las cartas, aún dormía cuando Rostov, por la mañana temprano, volvía a casa a caballo, vestido con pantalones de montar y un abrigo de húsar. Rostov se acercó al porche, espoleó el caballo, y con un hábil gesto juvenil, estiró las piernas apoyadas en los estribos, como si no quisiera separarse del caballo, finalmente, desmontando de un salto y volviendo su rostro acalorado y tostado por el sol en el que ya apuntaba el bigote, llamó al ordenanza.

—Ah, Bondarenko, mi querido amigo —dijo al húsar que se arrojaba precipitadamente hacia él—. Dale un paseo, amigo mío —dijo con el afecto fraterno y alegre con el que toda la buena juventud habla cuando se encuentran felices.

—A sus órdenes, Excelencia —respondió el ucraniano, meneando alegremente la cabeza.

—Mira de pasearlo bien, ¿eh?

Otro húsar se arrojaba también hacia el caballo, pero Bondarenko ya lo tenía sujeto por el bocado. Era evidente que el cadete daba buenas propinas y que estar a su servicio resultaba provechoso. Rostov acarició el cuello del caballo, después la grupa y se detuvo en el porche.

«Es excelente», se dijo a sí mismo, sonriendo y ajustándose el sable, y entró corriendo en el porche golpeando con los tacones y con las espuelas como se hace en la mazurca. El dueño de la casa, un alemán, vestido con un chaleco y un gorro y sosteniendo una horca con la que había recogido el estiércol, miraba desde la vaqueriza. El rostro del alemán se iluminó instantáneamente, tan pronto vio a Rostov. Sonrió alegremente y guiño un ojo: «¡Buenos días!», repitió, encontrando evidente satisfacción en saludar al joven húsar.

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