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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

Guerra y paz (30 page)

—Mire, príncipe —dijo otro, que deseaba coger otra empanadilla, pero le daba vergüenza y por eso hacía como si mirara el paisaje—, mire, nuestra infantería ya ha llegado allí. En esa pradera detrás de la aldea hay tres que están arrastrando algo. Van a vaciar el palacio —dijo él con visible aprobación.

—Es cierto —dijo Nesvitski—. Pero lo que yo desearía —añadió, masticando una empanadilla con su hermosa y húmeda boca— sería colarme allí —dijo señalando al convento con las torres, que se veía en la colina. Sonrió, sus ojos se entrecerraron y brillaron—. ¿Verdad que estaría bien, señores?

Los oficiales se echaron a reír.

—¡Aunque solo fuese para asustar a esas monjas! Dicen que las italianas son jovencitas. Daría cinco años de vida.

—Además de lo aburridas que deben estar ellas, príncipe —dijo riéndose el oficial más atrevido.

Entretanto el oficial del séquito que estaba más adelante le señalaba algo al general; el general miraba con el catalejo.

—Sí, así es, así es -—dijo enfadado el general quitándose el catalejo del ojo y encogiéndose de hombros—, así es, van a tirar sobre el puente en el paso. ¿Y qué es lo que les retiene ahí?

En el otro lado, se podía ver a simple vista al enemigo y sus baterías que eran delatadas por un humo blanco lechoso. Tras el humo resonó un disparo lejano y fue evidente que nuestras tropas se apresuraban hacia el paso.

Nesvitski, resoplando, se levantó y sonriendo se acercó al general.

—¿No quiere probarlo, Excelencia? —dijo él.

—La cosa está fea —dijo el general sin responderle—, los nuestros se han retrasado.

—¿No habría que ir a ver, Excelencia? —dijo Nesvitski.

—Sí, vaya, por favor —dijo el general repitiendo lo que ya había explicado una vez con todo detalle—, y dígale a los húsares que pasen los últimos y que quemen el puente, como les he ordenado, y que revisen una vez más los materiales inflamables.

—Muy bien —respondió Nesvitski.

Llamó al cosaco que le llevaba el caballo, le mandó que recogiera el macuto y la cantimplora y subió con facilidad su pesado cuerpo a la silla.

—Verdaderamente iré al convento —les dijo a los oficiales, mirándoles con una pícara sonrisa, y se marchó por el sinuoso sendero de la montaña.

—Vamos a ver hasta dónde llega, capitán —dijo el general dirigiéndose al artillero—. Vamos a matar el aburrimiento.

—¡Artilleros, a las piezas! —ordenó el oficial y un minuto después los artilleros corrieron alegremente desde las hogueras y cargaron.

—¡Número uno! —se escuchó la orden.

El número uno dio un respingo. El cañón resonó con un ensordecedor ruido metálico y por encima de las cabezas de todos nuestros soldados que se encontraban en la montaña pasó silbando la granada y cayó a lo lejos sin alcanzar al enemigo, señalando con humo el lugar de su caída y estallando.

El rostro de los soldados y los oficiales se alegró al oír este sonido; todos se levantaron y se pusieron a observar los movimientos allá abajo de nuestras tropas que se veían como en la palma de la mano y frente al enemigo que se aproximaba. En ese instante el sol salió por completo de detrás de las nubes y el hermoso sonido del solitario disparo y el brillo del luminoso sol se fundieron en una alegre y vigorizante sensación.

VII

Y
A
habían volado sobre el puente dos proyectiles enemigos y los soldados se encontraban apretujados en él. En mitad del puente, habiendo bajado del caballo y con su grueso cuerpo apretado contra la barandilla, se encontraba el príncipe Nesvitski. Riéndose, miraba hacia atrás al cosaco, que llevando a los dos caballos de las riendas, se encontraba unos cuantos pasos por detrás de él. Tan pronto como el príncipe Nesvitski quería avanzar de nuevo, los soldados y los carros se apretaban contra él y le aplastaban contra la barandilla y a él no le quedaba más que sonreír.

—¡Eh, tú, hermano! —decía el cosaco a un soldado de aprovisionamiento, que aplastaba con su carro a la infantería que se amontonaba justo al lado de las ruedas y de los caballos—. ¡Eh, tú! ¿No puedes esperar? ¿No ves que el general tiene que pasar?

Pero el soldado de aprovisionamiento, sin hacer caso al título de general, gritaba a los soldados que le impedían el paso: «¡Eh, paisanos! ¡Echaos a la derecha y dejad pasar!».

Pero los paisanos, hombro con hombro sujetando las bayonetas y sin separarse, se movían por el puente como una masa compacta. Mirando hacia abajo desde la barandilla, el príncipe Nesvitski veía las rápidas, turbias y bajas aguas del Enns que, confundiéndose, se rizaban y rompían en los pilares del puente, rebasándose las unas a las otras. Al mirar al puente veía las mismas aguas uniformes y vivas de los soldados, chacos con forro, petates, bayonetas y largos fusiles y rostros de anchos pómulos debajo de los chacos, mejillas hundidas, expresiones de despreocupado cansancio y piernas que se movían sobre el pegajoso barro amontonado en las tablas del puente. En ocasiones, entre las aguas uniformes de los soldados, como una ola de blanca espuma en las aguas del Enns, se abría paso un oficial con su abrigo y su fisionomía distinta a la de los soldados, otras veces, como un trozo de madera, las aguas del puente se llevaban consigo a un húsar a pie, a un ordenanza o a un lugareño, y en ocasiones, como un tronco que flotara por el río rodeado por todas partes, nadaba por el puente un carro de compañía o de oficiales, lleno hasta los topes y cubierto de una lona.

—Es como si se hubiera roto una presa —decía un cosaco, deteniéndose desesperado—. ¿Quedan aún muchos allí?

—¡Un millón menos uno! —dijo, guiñándole un ojo, un alegre soldado con el capote roto que pasaba cerca y que luego desapareció. Tras él pasó otro soldado anciano.

—Si a
él
(
él
era el enemigo) le da por ponerse a disparar sobre el puente, se te quitarán las ganas de bromas —decía sombríamente un soldado anciano dirigiéndose a su compañero. Y el soldado pasó. Tras él pasó otro soldado subido a un carro.

—¿Dónde demonios has metido los calcetines? —decía un ordenanza, que seguía a pie el carro y buscaba en la parte de atrás.

Y ambos pasaron con el carro. Tras ellos pasaron unos soldados alegres y visiblemente bebidos.

—Qué culatazo le ha dado en todos los dientes, amigo... —decía alegremente un soldado con el capote arremangado agitando mucho los brazos.

—Vaya jamones más dulces —respondió el otro con una carcajada. Y ambos continuaron hacia delante, de modo que Nesvitski no se pudo enterar de a quién habían dado en los dientes y a qué se referían con lo de los jamones.

—Tantas prisas porque
él
se ha puesto a disparar con proyectiles de fogueo. Ya pensáis que os van a matar a todos —decía un suboficial con enfado y reproche.

—Cuando esa bala me pasó tan de cerca, abuelo —decía un joven soldado con una enorme boca que apenas podía contener la risa—, casi me muero. ¡Te juro que me asusté muchísimo! —decía ese soldado como si se jactara de ello.

Y estos también pasaron; les seguía un carro que en nada se parecía a todos los que hasta el momento habían pasado. Era un alemán sobre un carro en el que parecía que había metido toda la casa; tras el carro que conducía el alemán, estaba enganchada un hermosa vaca oronda con enormes ubres. Sobre los colchones iba sentada una mujer con un niño de pecho, una anciana y una muchacha alemana coloradota y lozana. Era evidente que se había concedido un permiso especial para que los habitantes pudieran evacuar el pueblo. Los ojos de todos los soldados se dirigían a las mujeres y mientras pasaba el carro, avanzando paso a paso, las observaciones de los soldados estaban únicamente dirigidas a las dos mujeres. Prácticamente en todos los rostros se reflejaba prácticamente la misma sonrisa ante los pensamientos indecentes que les provocaban esas mujeres.

—Vaya, la salchichera también se larga.

—Véndeme a la madre —decía otro soldado poniendo especial énfasis en la última palabra y dirigiéndose al alemán, que con los ojos bajos, enfadado y asustado, avanzaba a grandes pasos.

—¡Eh, cómo se ha vestido! ¡Menudo diablillo!

—¡Ya quisieras alojarte con ellas, ¿eh, Fedotov?!

—¡Ya ves, hermano!

—¿Adonde van? —preguntó un oficial de infantería, que se estaba comiendo una manzana, también sonriendo y mirando a la hermosa muchacha. El alemán, cerrando los ojos, dio a entender que no comprendía.

—¿La quieres? Tómala —dijo el oficial, dándole la manzana a la muchacha. La joven sonrió y la cogió. Nesvitski, igual que los demás que estaban en el puente, no retiró la vista de las mujeres hasta que estas no pasaron. Cuando pasaron de largo volvieron a transitar los mismos soldados con las mismas conversaciones y finalmente todos se detuvieron. Como sucede con frecuencia a la salida del puente, los caballos de un carro de compañía se habían negado a avanzar y todo el gentío tenía que esperar.

—¿Por qué se paran? ¡No hay ninguna orden! —decían los soldados—. ¿Por qué empujas? ¡Demonios! No hay por qué esperar. Lo peor será como
él
incendie el puente. ¡Atención, que están aplastando a un oficial! —se oían por todas partes las voces de la muchedumbre detenida, mirándose unos a otros y empujando todos hacia la salida. Mirando desde el puente a las aguas de Enns, Nesvitski escuchó de pronto el sonido aún nuevo para él de algo que se acercaba rápidamente, algo grande que caía con un chapoteo al agua.

—¡Vaya, dónde apuntan! —dijo con severidad un soldado que se encontraba cerca suyo mirando hacia donde se había escuchado el ruido.

—Nos animan para que pasemos más rápido —dijo otro intranquilo. La muchedumbre comenzó de nuevo a avanzar. Nesvitski comprendió que lo que había oído había sido una bala.

—¡Eh, cosaco, dame el caballo! —dijo él—. ¡Vosotros! ¡Apartaos, apartaos, paso!

Con un gran esfuerzo se abrió camino hasta su caballo y sin dejar de gritar se lanzó hacia delante. Los soldados se apretaban para dejarle paso, pero de nuevo le oprimieron de tal manera que le aplastaron la pierna y no tenían la culpa los de más cerca porque a ellos les apretaban aún con más fuerza.

—¡Nesvitski! ¡Nesvitski! ¡Animal! —se escuchó en este instante a sus espaldas una voz ronca.

Nesvitski miró y vio a unos quince pasos detrás de él, entre la masa viviente de la infantería que se empujaban unos a otros, al colorado, moreno y desgreñado Vaska Denísov, con la gorra sobre la nuca y la pelliza echada bravamente sobre un hombro.

—¡Ordénales tú a estos demonios, a estos diablos, que abran paso! —gritó Vaska, que evidentemente era presa de un acceso de cólera, con sus pupilas negras como el carbón, centelleando y revolviéndose en sus ojos inyectados en sangre y blandiendo el sable sin sacarlo de la vaina con una mano desnuda que tenía tan roja como la cara.

—¡Eh! Vasia —le contestó alegremente Nesvitski—. ¿Qué te ocurre?

—El escuadrón no puede pasar —gritaba Vaska Denísov mostrando rabioso los blancos dientes y espoleando a su pura sangre negro, Beduin, que, moviendo las orejas a causa de las bayonetas con las que se chocaba, bufaba y salpicaba a su alrededor espuma del bocado y resonando golpeaba con los cascos las tablas del puente y parecía estar dispuesto a saltar por la barandilla del puente si su jinete se lo hubiera permitido—. ¿Qué es esto? ¡Parecen borregos! ¡Exactamente igual que borregos! ¡Deja paso! ¡Quieto ahí! ¡Tú, carro del demonio! Os mataré a sablazos... —gritaba él efectivamente desenvainando el sable y blandiéndolo.

Los soldados, con rostros asustados, se apretaron unos contra otros y Denísov se puso a la altura de Nesvitski.

—¿Qué, hoy no estás borracho? —le dijo Nesvitski a Denísov cuando se acercó a él.

—¡No hay tiempo ni para echarse un trago! —respondió Vaska Denísov—. Todo el día llevan el regimiento de acá para allá. Hay que entrar en combate, ¡pero el diablo sabe cómo!

—¡Qué elegante vas hoy! —dijo Nesvitski mirando su nueva pelliza y los arreos del caballo.

Denísov, sonriendo, sacó un pañuelo perfumado de un bolsito y se lo acercó a Nesvitski a la nariz.

—¡No puede ser de otro modo, voy a la batalla! Me he afeitado, me he lavado los dientes y me he perfumado.

La apuesta figura de Nesvitski acompañado del cosaco y la decisión de Denísov, blandiendo el sable y gritando terriblemente, hicieron tal efecto que consiguieron llegar hasta el otro extremo del puente y reunirse con la infantería. Nesvitski se encontró a la salida al coronel al que debía transmitir la orden, y habiendo cumplido su cometido volvió sobre sus pasos.

Después de haber conseguido abrirse camino, Denísov se detuvo a la salida del puente. Sujetando descuidadamente al potro, que rabiaba por reunirse con los suyos y golpeaba con las patas, se puso a mirar al escuadrón que le iba al encuentro. En las tablas del puente resonó tan claramente el ruido de los cascos que parecía que cabalgaran unos cuantos caballos, y el escuadrón con los oficiales al frente en filas de a cuatro se extendió por el puente y comenzó a llegar al otro lado.

El joven y apuesto Peronski, el mejor jinete del regimiento y un hombre adinerado, iba el último montando un potro de tres mil rublos. Los soldados de infantería, amontonados sobre el pisoteado fango del puente, con ese característico hostil sentimiento de indiferencia y burla con el que con frecuencia se encuentran distintas armas del ejército, miraron a los limpios y elegantes húsares que pasaban garbosamente por su lado.

—¡Qué elegantes van estos muchachos! ¡Igual que si estuvieran en Podnovinskoe!

—¿Y para qué sirven? ¿Solo para lucirse y pasearse? —dijo otro.

—¡Infantería, no levantéis polvo! —bromeó un húsar cuyo caballo, corveteando, salpicaba de barro a los miembros de la infantería.

—Si hubieras andado un par de marchas con la mochila, tus cordones ya hubieran perdido el brillo —dijo un miembro de la infantería limpiándose el barro de la cara con la manga—. ¡Eso no es un hombre, sino un pájaro!

—Y si te sentáramos a ti, Zikin, estarías muy garboso —bromeó un soldado de primera refiriéndose a otro soldado delgado, encorvado a causa del peso la mochila.

—Sujeta un garrote entre las piernas y así ya tendrás caballo —contestó el húsar.

VIII

E
L
resto de la infantería pasó el puente apresuradamente apretándose en forma de embudo a la salida. Finalmente pasaron todos los carros, comenzó a haber menos atasco y el último batallón entró en el puente. Solo los húsares del escuadrón de Denísov se quedaron al otro lado del puente frente al enemigo. El enemigo, que se veía en la lejanía desde la montaña de enfrente, no era aún visible desde el puente dado que a causa de la cañada por la que fluía el río el horizonte no alcanzaba más de media versta. Enfrente había un espacio desierto por el que se movían grupos de nuestras patrullas de cosacos. De pronto, por un camino en las montañas que se encontraban al frente, se vieron unas tropas con capotes azules y artillería. Eran los franceses. Una patrulla de cosacos bajó al galope por la montaña. Todos los oficiales y los soldados del escuadrón de Denísov, aunque trataran de hablar de otros asuntos y mirar hacia otro lado, no dejaban de pensar en lo que había allí, en la montaña, y todos miraban sin cesar a las manchas que aparecían en el horizonte que identificaban como tropas enemigas. Después del mediodía había aclarado de nuevo y el sol brillaba sobre el Danubio y sobre las sombrías montañas que lo rodeaban. Todo estaba en silencio y desde esas montañas de vez en cuando llegaban los sonidos de las cornetas y los gritos del enemigo. Ya no había nadie entre el escuadrón y el enemigo excepto unas cuantas patrullas. Una extensión vacía de unos trescientos sazhen
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los separaba de él. El enemigo había dejado de disparar y podía sentirse aún más claramente la precisa, amenazadora, inexpugnable y perceptible línea que separaba a los dos ejércitos enemigos.

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