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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

Guerra y paz (32 page)

Nikolai Rostov, preocupado por sus relaciones con Bogdanich, se detuvo en el puente sin saber qué hacer. No había a quién asestar sablazos (como él siempre se había imaginado las batallas) y tampoco podía ayudar en el incendio del puente porque no había cogido, como otros soldados, un manojo de paja. Estaba de pie y miraba alrededor cuando de pronto tableteó sobre el puente algo parecido a nueces desparramándose y uno de los húsares, el que tenía más cerca, cayó con un gemido sobre la barandilla. Nikolai, junto con otros, se acercó a él. Alguien de nuevo gritó: «Una camilla». Cuatro hombres sujetaron al húsar e intentaron levantarle.

—¡Ohhhhhhh! Dejadme, por el amor de Dios —gritó el herido, pero de todos modos le levantaron y le colocaron en la camilla. Se le cayó la gorra. La recogieron y la echaron en la camilla. Nikolai Rostov se dio la vuelta como si estuviera buscando algo y se puso a mirar a lo lejos, a las aguas del Danubio, al cielo, al sol. ¡Qué bien se veía el cielo, qué azul, qué tranquilo y profundo! ¡Qué brillante y majestuoso el sol poniente! ¡Qué dulces y lustrosas brillaban las aguas en el lejano Danubio! Y aún eran mejores las montañas azules que se encontraban detrás de él, el convento, los misteriosos desfiladeros, los bosques cubiertos de niebla hasta las copas de los árboles... allí todo era silencio y felicidad... «Nada más, nada más hubiera deseado, si hubiera estado allí», pensó Nikolai. «En mí mismo y en ese sol hay tanta felicidad y sin embargo aquí... gemidos, sufrimiento, temor y esta confusión y esta prisa... De nuevo gritan algo y de nuevo todos se ponen a correr hacia atrás y yo corro con ellos y aquí está ella, aquí esta la muerte sobrevolándome, alrededor de mí... un instante y ya no veré nunca más este sol, esta agua, esos desfiladeros...» En ese instante el sol comenzó a ocultarse tras las nubes; ante Nikolai aparecieron otras camillas. Y el miedo a la muerte y a las camillas y el amor al sol y a la vida se fundieron en una sensación de inquietud y desasosiego.

—¡Señor, Dios mío que estás en el cielo, sálvame, perdóname y protégeme! —murmuró para sí Nikolai.

Los húsares se acercaron hacia los caballos, las voces se hicieron más altas y tranquilas, las camillas desaparecieron de la vista.

—Qué, hermano, ¿has olido la pólvora?... —le gritó al oído la voz de Vaska Denísov.

«Todo ha terminado, pero soy un cobarde, sí, soy un cobarde», pensó Nikolai, y suspirando profundamente, tomó de las manos del soldado las riendas de su Gráchik que apartaba una pata, y montó.

—¿Qué era eso, metralla? —le preguntó a Denísov.

—¡Sí, y menuda! —gritó Denísov—. ¡Un trabajo excelente! ¡Pero ha sido una acción miserable! Un ataque es otra cosa, en un ataque te exaltas completamente, te olvidas hasta de ti mismo, y sin embargo aquí el diablo sabe que te disparan como a una diana.

Y Denísov se alejó hacia el cercano grupo en el que se encontraba el comandante del regimiento, Nesvitski, Zherkov y el oficial del séquito.

«Sin embargo parece que nadie se ha dado cuenta», pensó Rostov para sí. Y realmente nadie se había dado cuenta de nada, porque todos estaban familiarizados con el sentimiento que experimentaba un cadete sin foguear en su primera acción.

—Ahora tendrán una sorpresa —dijo Zherkov—; ya verás cómo me ascienden a subteniente.

—Informe al príncipe de que he quemado el puente —dijo el comandante solemne y alegremente.

—¿Y si pregunta por las bajas?

—¡Insignificantes! —dijo en voz baja el comandante—. Dos húsares heridos y uno muerto en el acto —dijo él con visible alegría, sin poder contener una sonrisa de felicidad pronunciando sonoramente la hermosa expresión «muerto en el acto».

X

P
ERSEGUIDO
por el ejército francés constituido de centenares de miles de soldados bajo el mando de Bonaparte y encontrándose con la actitud hostil de los habitantes de la zona, sin confiar ya en sus aliados y padeciendo falta de víveres, obligado a actuar alejándose de todas las condiciones previstas para la guerra, el ejército ruso compuesto por treinta y cinco mil hombres bajo el mando de Kutúzov descendía apresuradamente por el Danubio, deteniéndose cuando le alcanzaba el enemigo y defendiéndose con acciones de retaguardia, lo necesario para poder retroceder sin perder su cargamento. Hubo acciones en Lambach, Amstetten y Melk, pero a pesar de la valentía y la resistencia, reconocida por los propios franceses, con la que peleaban los rusos, la consecuencia de estas acciones era solo una retirada aún más rápida. Las tropas austríacas, que habían logrado escapar de la capitulación de Ulm y unirse con Kutúzov en Braunau, se habían separado ahora del ejército ruso y a Kutúzov solo le quedaban sus débiles y extenuadas fuerzas. No se podía siquiera pensar en seguir defendiendo Viena. En lugar del plan ofensivo, hondamente urdido bajo las reglas de la nueva disciplina de estrategia militar que fue transmitido a Kutúzov por el Consejo Superior de Guerra austríaco durante su estancia en Viena, el único objetivo, casi inalcanzable, que se le presentaba ahora a Kutúzov consistía en, sin perder el ejército, como Mack en Ulm, unirse con las tropas provenientes de Rusia.

El 28 de octubre, Kutúzov pasó con su ejército a la orilla izquierda del Danubio y se detuvo por primera vez situando el Danubio entre sus tropas y las principales fuerzas francesas. El día 30 atacaba la división Mortier que se encontraba en la orilla izquierda del Danubio y la derrotaba. En esta acción por primera vez se consiguieron trofeos: banderas, cañones y dos generales enemigos. Por primera vez, después de dos semanas de retirada, las tropas rusas se detenían y después de la lucha no solo mantenían su posición sino que expulsaban a los franceses. A pesar de que las tropas estaban mal vestidas, exhaustas, reducidas a una tercera parte a causa de los rezagados, los heridos, los muertos y los enfermos; a pesar de que se había dejado en la otra orilla del Danubio a heridos y enfermos con una carta de Kutúzov que los encomendaba a la humanidad del enemigo; a pesar de que la mayoría de los hospitales y de las casas en Krems, transformadas en hospitales, no podían albergar a más enfermos y heridos, a pesar de todo esto, la parada en Krems y la victoria sobre Mortier levantaron sustancialmente la moral de las tropas. Por todo el ejército y hasta en el cuartel general corrían los rumores más alegres, aunque inciertos, sobre el ficticio acercamiento de columnas de Rusia, sobre alguna victoria conquistada por los austríacos y sobre la retirada de un asustado Bonaparte.

El príncipe Andréi se encontraba durante la batalla junto al general austríaco Schmidt, muerto en esta acción. Su caballo había sido herido y a él una bala le había rozado el brazo. Como una especial gracia del comandante en jefe fue mandado a informar de la noticia de esta victoria a la corte austríaca, que ya no se encontraba en Viena, amenazada por el ejército francés, sino en Brünn. La noche de la batalla, agitado, pero no cansado (a pesar de su aspecto débil, el príncipe Andréi podía soportar el cansancio físico mucho mejor que los más fuertes soldados), habiendo llevado a caballo el informe de Dójturov para Kutúzov que se encontraba en Krems, el príncipe Andréi fue enviado esa misma noche como correo a Brünn. El ser designado correo, aparte de las condecoraciones, significaba un importante paso para el ascenso. Habiendo recibido el despacho, la carta y los recados de los compañeros, el príncipe Andréi de noche, a la luz de los faroles, salió al porche y se sentó en la carretela.

—Bueno, hermano —dijo Nesvitski, saliendo con él y abrazándole—, lo primero es que salude de mi parte a María Teresa.

—Como hombre de honor te digo —respondió el príncipe

Andréi—, que si no me dieran nada me daría igual. Soy tan feliz, tan feliz... de poder llevar tales noticias... de lo que yo mismo he visto... tú me comprendes.

Esa estimulante sensación de peligro y de conciencia del propio valor que experimentara el príncipe Andréi durante la batalla estaba reforzada por la noche sin dormir y por el encargo de viajar a la corte austríaca. Era otro hombre, animado y afable.

—Bueno, que Dios te acompañe...

—Adiós, alma mía. Adiós, Kozlovski.

—Besa de mi parte la linda mano de la baronesa Zaifer. Y trae una botellita de Cordial si te queda sitio —dijo Nesvitski.

—La traeré y la besaré.

—Adiós.

Chasqueó el látigo y la carretela se lanzó al galope por el oscuro y embarrado camino al lado de las hogueras del ejército. La noche era oscura, estrellada, el camino negreaba entre la blanca nieve, caída en la víspera, el día de la batalla. Bien movido por la sensación de la pasada batalla, bien imaginándose alegremente la impresión que iba a causar la noticia de la victoria, recordando los recados del comandante en jefe y de los compañeros, el príncipe Andréi experimentaba la sensación de una persona que ha estado esperando durante mucho tiempo y que finalmente ha conseguido el comienzo de una ansiada felicidad. Tan pronto como cerraba los ojos resonaban en sus oídos los fusiles y los cañones, que se mezclaban con el chirrido de las ruedas y la sensación de victoria. O bien se imaginaba a los rusos huyendo y a él mismo muerto, cuando de pronto se despertaba como si de un sueño se tratara reparando con alegría en que bien al contrario eran los franceses los que habían huido. De nuevo recordaba todos los detalles de la victoria, su tranquila virilidad durante la batalla y tranquilizándose se adormecía... Después de la oscura noche estrellada comenzó una despejada y alegre mañana. La nieve se fundía bajo el sol, los caballos cabalgaban rápidamente y pasaban indiferentes a derecha e izquierda variados bosques, campos y aldeas.

En una de las estaciones alcanzó a un carro de soldados rusos heridos. El oficial ruso que conducía el transporte, echado sobre el primer carro, gritaba algo, regañando con fuertes palabras a un soldado. En las largas carretas alemanas que traqueteaban por el camino empedrado iban de seis en seis los más pálidos, sucios y vendados soldados. Algunos conversaban (pudo escuchar las conversaciones en ruso), otros comían pan, los más graves, en silencio, miraban con agitada y tierna felicidad infantil al correo que pasaba al galope.

«¡Pobres desdichados! —pensó el príncipe Andréi—, y sin embargo son necesarios...» Ordenó detenerse y le preguntó al soldado en qué acción habían sido heridos.

—Antes de ayer en el Danubio —respondió el soldado. El príncipe Andréi sacó su bolsa y le dio tres monedas de oro al soldado.

—Para todos —añadió él, dirigiéndose al oficial que se acercaba—. Mejoraos, muchachos —le dijo a los soldados—, aún hay mucho trabajo que hacer.

—¿Qué noticias hay, señor ayudante de campo? —preguntó el oficial que evidentemente quería entablar conversación.

—¡Buenas! ¡Adelante! —le gritó él al cochero y siguió adelante. Ya era completamente de noche cuando el príncipe Andréi llegó a Brünn y se vio rodeado de altas casas, de las luces de las tiendas y de las ventanas, de las casas y de los faroles, de hermosos coches que rechinaban por los puentes y de toda esa atmósfera de una gran ciudad llena de vida que resultaba siempre tan seductora para un militar después de la vida de campaña. El príncipe Andréi, a pesar del rápido viaje y de la noche sin dormir, al acercarse al palacio se sentía aún más animado que la víspera. Solo sus ojos brillaban con brillo febril y su pensamiento fluía con una excepcional rapidez y claridad. Todos los detalles de la batalla acudían a su mente muy vivamente, ya no de manera confusa, sino muy claramente en la sucinta exposición que para el emperador Francisco había urdido en su imaginación. Vislumbraba muy vivamente el rostro del emperador y todas las posibles preguntas que le pudiera hacer y las respuestas que daría. Suponía que en ese mismo momento se presentaría ante el emperador. Pero en la amplia puerta principal del palacio salió a su encuentro un funcionario y al ver que era un correo le condujo hasta otra puerta.

—Por el pasillo a la derecha; allí, Excelencia, encontrará al ayudante de campo del emperador que se encuentra de guardia. El le llevará a ver al ministro de la Guerra.

El ayudante de campo de guardia, al encontrarse con el príncipe Andréi, le pidió que esperara y fue a ver al ministro de la Guerra. Cinco minutos después volvió el ayudante y con una particular cortesía se inclinó y, dejando pasar delante al príncipe Andréi, le acompañó por el pasillo hasta el despacho donde se encontraba el ministro de la Guerra. El ayudante de campo del emperador, con su rebuscada cortesía, parecía querer protegerse de cualquier intento de familiaridad por parte del ayudante de campo ruso. El alegre sentimiento del príncipe Andréi se debilitó sensiblemente cuando se acercó a la puerta del despacho del ministro de la Guerra. Se sentía ofendido y como siempre ocurría en su orgulloso espíritu, la sensación de ofensa se transformó en ese mismo instante, sin que él mismo lo advirtiera, en un sentimiento de desprecio, completamente carente de fundamento. Su agudo ingenio le sugirió el punto de vista desde el que podía tener derecho a despreciar al ayudante de campo y al ministro de la Guerra. «A ellos les debe resultar muy fácil alcanzar una victoria sin haber olido la pólvora», pensó él. Entornó despreciativamente los ojos, dejó caer inertes los miembros y arrastrando los pies como si le pesaran entró en el despacho del ministro de la Guerra. Su sentimiento de desprecio se reforzó aún más cuando vio al ministro de la Guerra, sentado en la gran mesa y que durante los primeros dos minutos no prestó atención al recién llegado. El ministro de la Guerra leía con su calva cabeza con cabellos grises en las sienes agachada entre dos velas apuntando algo en un papel. Dejó de leer, sin levantar la cabeza, en el momento en el que se abrió la puerta y se escucharon unos pasos.

—Tome esto y envíelo —dijo el ministro de la Guerra a su ayudante, dándole unos papeles y sin prestar atención al correo.

El príncipe Andréi sintió que o bien de todos los asuntos que ocupaban al ministro de la Guerra las acciones del ejército de Kutúzov eran las que menos podían interesarle o bien eso era lo que quería que pensara el correo ruso. «Pero me da igual», pensó él. El ministro de la Guerra se acercó el resto de los papeles, los ordenó, juntando los extremos y levantó la cabeza. Tenía una faz inteligente y con carácter, pero en el instante en el que se dirigió al príncipe Andréi, la expresión firme e inteligente del rostro del ministro de la Guerra cambió de manera habitual y premeditada y en su rostro apareció la sonrisa estúpida y falsa, que no ocultaba su falsedad, de una persona que está acostumbrada a recibir peticiones una detrás de otra.

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