Guerra y paz (34 page)

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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

—Esto es lo que pienso. Austria ha resultado burlada y no está acostumbrada a ello y se tomará el desquite. Ha sido burlada porque, para empezar, las provincias han sido expoliadas (dicen que el ejército ortodoxo es terrible para el saqueo), el ejército está destrozado, la capital tomada y todo esto por la cara bonita del rey de Cerdeña.

—¿Se espera al emperador?

—Cualquier día. Nos engañan; mi intuición me dice que hay relaciones con Francia y proyectos de paz, de una paz secreta, que se firmará por separado.

—¡Estaría muy bonito! —dijo el príncipe Andréi.

—Si sobrevivimos lo veremos.

Ambos callaron.

Bilibin relajó de nuevo la piel en señal de que la conversación había terminado.

—¿Y sabe que la última vez que vino conquistó aquí una completa victoria sobre la baronesa Zaifer?

—Y qué, ¿sigue siendo igual de entusiasta? —preguntó el príncipe Andréi recordando a una de las más agradables mujeres entre las que había tenido un gran éxito en su viaje a Viena en compañía de Kutúzov.

—A solas es una mujer y no una dama de sociedad —dijo bromeando Bilibin—. Mañana iremos a verla. Por usted y por ella no acataré las órdenes de mi doctor. Hay que pasar lo mejor posible estos días aquí. Aunque el gabinete austríaco y la gente, en particular las mujeres, no fueran lo especialmente encantadoras que son, seguiría sin haber nada que deseara más que pasar toda mi vida en Viena. Ah, ¿sabe quién frecuenta habitualmente sus veladas? Nuestro Hippolyte Kuraguin. Es la persona más abiertamente estúpida que he visto nunca. Los nuestros se reúnen en mi casa los jueves, y podrá verlos a todos. Pero, bueno, váyase a dormir; veo que se está cayendo de sueño.

Cuando el príncipe Andréi llegó a la habitación que habían preparado para él y se tumbó en las limpias sábanas y sobre la perfumada almohada de plumas calentada, sintió que esa batalla, de la que había llevado noticias, estaba lejos, muy lejos de él. La alianza prusiana, Hippolyte Kuraguin, la baronesa Zaifer, la traición de Austria, el nuevo triunfo de Bonaparte, la salida, el desfile, y la recepción del emperador, ocupaban su pensamiento. Cerró los ojos, pero en ese instante en sus oídos resonaron los cañonazos, los tiroteos, el ruido de las ruedas de los carros y de nuevo una sarta de mosqueteros descienden de la montaña y los franceses disparan y él siente que su corazón se estremece, y avanza junto a Schmidt y las balas silban alegremente a su alrededor y experimenta esa sensación de alegría de vivir multiplicada por diez, que no experimentaba desde la infancia. Se despertó...

—¡Sí, todo eso ha sucedido!... —dijo él felizmente, sonriéndose puerilmente a sí mismo y se durmió profundamente, como un muchacho.

XII

A
L
día siguiente se despertó tarde. Rememorando las impresiones de la víspera, recordó ante todo que ese día debía presentarse al emperador Francisco, recordó al ministro de la Guerra, al cortés ayudante del emperador austríaco, a Bilibin y la conversación de la noche anterior. La batalla le pareció algo pasado hacía mucho, mucho tiempo e insignificante. Se vistió con el uniforme de gran gala, que hacía mucho que no se ponía, para la vista al palacio y fresco, animado y apuesto, con un brazo vendado, con un humor más cortesano y aristocrático que guerrero, entró en el despacho de Bilibin. En el despacho ya se encontraban sentados, tumbados y de pie unos cuantos miembros del cuerpo diplomático, que frecuentaban a Bilibin y a los que él llamaba
los nuestros
. La mayor parte eran rusos, pero había un inglés y un sueco. Bolkonski conocía a muchos de ellos, como al príncipe Hippolyte, a los otros se los presentó Bilibin, llamando a Bolkonski mensajero de la victoria, de la que ya toda la ciudad tenía noticia.

—Plumas... —dijo Bilibin señalando a los suyos—, espada —dijo señalando a Bolkonski—. Señores, les presento a una de esas personas que tienen el arte de tener siempre suerte. Siempre ha sido el favorito de las más encantadoras mujeres, tiene una esposa encantadora de una hermosísima apariencia y nunca ha sido ni será herido en la nariz, en la tripa o aún peor como a mi conocido el capitán Gnilopúpov.
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¡Un célebre apellido! Por desgracia, ustedes, caballeros extranjeros —dijo dirigiéndose al inglés y al suizo—, no pueden valorar todo el encanto y la sonoridad de este nombre. No, señores, explíquenme por qué al capitán Gnilopúpov le hieren irremisiblemente en la nariz, o sencillamente le matan, y a un hombre como a Bolkonski, en el brazo, para otorgarle aún mayor atractivo a los ojos de las mujeres.

Los invitados que estaban en casa de Bilibin eran hombres jóvenes, de mundo, ricos y alegres, reunidos en Viena en un círculo aparte al que Bilibin, que era el miembro principal del grupo, llamaba
los nuestros
(
les nôtres
). Era evidente que los intereses de este círculo, que estaba compuesto casi exclusivamente de diplomáticos, no tenían nada que ver con la política y con la guerra, sino con los intereses de la alta sociedad, las relaciones con algunas mujeres y con la faceta administrativa del servicio al estado. Estos señores recibieron en su círculo al príncipe Andréi como uno de
los suyos
(honor que no prodigaban a muchos). Por cortesía y como forma de entablar conversación le hicieron algunas preguntas acerca del ejército y la batalla, y la conversación de nuevo cayó en las bromas inconsistentes y alegres y los chismorreos. Todos hablaban en francés. Y a pesar de lo acostumbrados que estaban a esta lengua y de su animación esta conversación tenía un carácter de simulación o de imitación de la alegría ajena.

—Lo bueno —dijo uno, hablando de la mala suerte de un compañero diplomático—, lo bueno es que el canciller le ha dicho que su designación para ir a Londres es un ascenso y que él debía considerarlo como tal. ¡Habría que haber visto qué cara se le quedó al oír esto!... Pero lo peor de todo, señores, voy a delatar a Kuraguin: el hombre cae en desgracia y de eso se aprovecha este donjuán, este hombre terrible.

El príncipe Hippolyte, que estaba tumbado en una butaca volteriana, con las piernas sobre el brazo del sillón, se reía ferozmente.

—Bueno, bueno —dijo él.

—¡Oh, donjuán! ¡Oh, serpiente! —se escucharon voces.

—Usted no sabe, Bolkonski —dijo Bilibin dirigiéndose al príncipe Andréi—, que todo el terror del ejército francés, casi digo del ejército ruso, no es nada comparado con lo que ha hecho este hombre entre las mujeres.

—La mujer es la compañera del hombre —dijo sentenciosamente el príncipe Hippolyte, y comenzó a mirar a través de sus anteojos a sus piernas dobladas.

Bilibin y
los nuestros
se echaron a reír con desparpajo, mirando a Hippolyte a los ojos. El príncipe Andréi se dio cuenta que Hippolyte del que (debía confesar) casi había tenido celos a causa de su mujer, era simplemente el bufón de esta alegre compañía.

—Tengo que agasajarle con Kuraguin —le dijo Bilibin en voz baja a Bolkonski—. Es encantador cuando habla de política, hay que ver la importancia que se da.

Se sentó al lado, y reuniendo en su frente sus arrugas, entabló con él una conversación sobre política. El príncipe Andréi y otros les rodearon.

—El gabinete de Berlín no puede expresar su opinión acerca de la alianza —comenzó Hippolyte mirando a todos significativamente—, como lo hizo... en la última nota... usted comprende... usted comprende... al contrario, si Su Alteza el emperador no cambia la esencia de nuestra alianza...

El príncipe Andréi, a pesar de que
los nuestros
escuchaban con rostros alegres a Hippolyte, se alejó con repugnancia; pero Hippolyte le sujetó del brazo.

—Espere, no he acabado... —y continuó deseando evidentemente inspirar respeto al nuevo rostro hacia sus opiniones políticas—. Yo pienso que la intervención será mejor que la no intervención. Y... —guardó silencio—. No es posible dar por terminado el asunto de la no recepción de nuestro despacho del 28 de noviembre. Así es como acabará todo.

Y soltó el brazo de Bolkonski, dando a entender que ahora había terminado.

—¡Demóstenes! Te reconozco por la piedra que tienes en tu boca de oro —dijo Bilibin, cuya mata de pelo se mecía de placer.

Y todos se echaron a reír con una carcajada unánime y animada, especialmente excitada por la carcajada del propio Hippolyte que, aunque lo intentara visiblemente, no conseguía aguantar la salvaje risa que estiraba su siempre inmóvil rostro.

—Bueno, señores —dijo Bilibin—, Bolkonski es mi invitado en mi casa y en la ciudad. Quiero agasajarle todo lo que pueda con todos los placeres de la vida local. Si estuviéramos en Viena, sería fácil; pero aquí en este inmundo agujero moravo es difícil, y les pido a todos ustedes que me ayuden. Hay que enseñarle Brünn.

Ustedes le mostrarán el teatro, yo a la sociedad; y usted Hippolyte, las mujeres, se sobreentiende.

—Hay que mostrarle a Amélie, ¡qué encanto! —dijo uno de
los nuestros
besándose las yemas de los dedos—. Venga conmigo.

—Y de allí iremos a ver a la baronesa Zaifer. Por usted saldré hoy por primera vez, pero la noche es suya, si quiere aprovecharla. Alguno de estos caballeros puede servirle de guía.

—Hay que hacer un poco más humano a este sanguinario soldado Bolkonski —dijo alguien.

—Y conseguir que le guste nuestro Brünn y nuestra encantadora Viena.

—No obstante es hora de que me vaya —dijo Bolkonski mirando el reloj; a pesar de la agitada conversación no había olvidado ni por un instante el inminente encuentro con el emperador.

—¿Adónde va?

—A ver al emperador.

—¡Oh! ¡Ah!

—Bueno, ¡hasta la vista, Bolkonski! Hasta la vista, príncipe, venga pronto a comer —se escucharon las voces—. Nos encargaremos de usted. Cuide de hablar lo más posible sobre el buen abastecimiento y sobre los itinerarios, cuando hable con el emperador —dijo Bilibin, acompañando a Bolkonski al recibidor.

—Desearía alabarlo, pero no puedo —respondió sonriendo Bolkonski.

—Bueno, en general hable lo más posible. Las audiencias son su pasión, pero él ni sabe, ni gusta de hablar, como podrá comprobar.

XIII

E
L
emperador Francisco se acercó al príncipe Andréi, que se encontraba en el lugar designado entre los oficiales austríacos a la salida, y le dijo apresuradamente unas cuantas palabras incomprensibles pero evidentemente cariñosas, y siguió adelante. Después de la salida, el ayudante de campo del emperador del día anterior, que ese día era un hombre completamente distinto, cortés y delicado, le transmitió a Bolkonski el deseo del emperador de verle de nuevo. Antes de entrar en el despacho, el príncipe Andréi, ante los cortesanos que no cesaban de intercambiar cuchicheos, ante el respeto que le mostraron cuando se enteraron de que el emperador iba a recibirle, sintió que estaba agitado ante la perspectiva de la inminente audiencia. Pero de nuevo ese sentimiento de agitación se tornó en su alma en un sentimiento de desprecio hacia esa convencional grandeza y hacia esa multitud de cortesanos susurrantes que actuaban de manera diferente y tergiversaban la verdad según la conveniencia del emperador. «No —se dijo a sí mismo Andréi—, por muy difícil que sea la situación en la que me encuentre en esta audiencia rechazaré todas las conveniencias y le diré solamente la verdad.» Pero la conversación que se entabló entre él y el emperador no le dio ocasión ni de decir la verdad, ni de mentir. El emperador Francisco le recibió de pie en medio de la habitación. Antes de empezar la conversación al príncipe Andréi le sorprendió ver que el emperador estaba como confuso sin saber qué decir, y se ruborizó.

—Dígame, ¿cuándo comenzó la batalla? —preguntó apresuradamente. El príncipe Andréi respondió. Después de esta pregunta le siguieron otras igual de básicas: «¿Se encuentra bien Kutúzov? ¿Cuánto hace que saliera de Krems?», y otras de ese estilo. El emperador hablaba con una expresión tal como si todo su objetivo fuera simplemente determinada serie de preguntas. Las respuestas a estas preguntas, como se hizo evidente, no podían interesarle.

—¿A qué hora comenzó la batalla? —preguntó el emperador.

—No puedo decir a Su Majestad a qué hora comenzó la batalla en el frente, pero en Dürrenstein, donde yo estaba, el ejército comenzó el ataque a las seis de la tarde —dijo Bolkonski animándose, suponiendo que ante esa pregunta tendría la ocasión de presentar la descripción verdadera que ya tenía preparada en su cabeza, de todo lo que sabía y había visto. Pero el emperador sonrió y le interrumpió.

—¿Cuántas millas hay?

—¿De dónde a dónde, Su Majestad?

—De Dürrenstein a Krems.

—Tres millas y media, Su Majestad.

—¿Los franceses han abandonado la orilla izquierda?

—Como nos han informado, los últimos cruzaron el río en balsas la pasada noche.

—¿Es suficiente el forraje en Krems?

—El forraje no ha sido abastecido en cantidad...

El emperador le interrumpió.

—¿A qué hora murió el general Schmidt?

Después de hacer esta última pregunta que requería de una respuesta muy corta, el emperador dijo que se lo agradecía e hizo una inclinación de cabeza. El príncipe Andréi salió y sin saber por qué en el primer instante a pesar de la asombrosa sencillez de la figura y de las maneras del emperador, a pesar de su filosofía, no se sintió del todo sobrio. Cuando atravesó la puerta del despacho desde todas partes le observaron ojos cariñosos y le prodigaron sonrisas y escuchó palabras cariñosas. El ayudante de campo del emperador del día anterior le reprochó cariñosamente que no se hubiera quedado en el palacio en la zona designada para los correos extranjeros. El ministro de la Guerra se le acercó felicitándole por haber recibido la orden de María Teresa de tercer grado, que le confería el emperador. No sabía a quién responder y pasó algunos instantes de duda. El embajador ruso le rodeó los hombros, le llevó a la ventana y se puso a hablar con él. Al contrario de lo que él y Bilibin esperaran, la presentación había sido todo un éxito. Se había preparado un tedeum. A Kutúzov le habían concedido la orden de María Teresa de la cruz mayor y todo el ejército había recibido distinciones. La emperatriz deseaba ver al príncipe Bolkonski y le llovían invitaciones a comer y a asistir a veladas por todas partes.

Mientras volvía del palacio, el príncipe Andréi, sentado en la carretela, componía de memoria la carta que iba a escribir a su padre sobre todas las circunstancias de la batalla, el viaje a Brünn y la conversación con el emperador. Pensara en lo que pensase, la conversación con el emperador, esa vana, completamente estúpida conversación, surgía de nuevo en su imaginación con todos los pequeños detalles de la expresión del rostro y de entonación del emperador Francisco. «¿A qué hora murió el general Schmidt? —se repitió a sí mismo—. ¿Le era muy necesario saber a qué precisa hora murió el general Schmidt? ¿Por qué no preguntó en qué minuto y qué segundo? ¿Qué consideración de tanta importancia para el país deduciría de ese dato? Pero peor o más estúpido que la pregunta era esa agitación que había experimentado ante la perspectiva de esta conversación. Y la agitación de todos esos ancianos al pensar que él iba a hablar conmigo. Hace dos días, bajo las balas, de entre las que cualquiera te podía causar la muerte, no experimenté ni la centésima parte de la agitación que he sentido al hablar con este hombre sencillo, bondadoso y completamente insignificante. Sí, hace falta ser un filósofo», concluyó él y en lugar de ir directamente a casa de Bilibin fue a una librería a proveerse de libros para la campaña. Se entretuvo más de una hora revisando desconocidos tratados de filosofía. Cuando se acercó a la casa de Bilibin le sorprendió ver en la puerta una brichka llena hasta la mitad y a Frantz, el criado de Bilibin, que con aspecto desolado corría a su encuentro.

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