Guerra y paz (33 page)

Read Guerra y paz Online

Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

—¿Del general en jefe Kutúzov? —preguntó él—. Espero que sean buenas noticias. ¿Hubo enfrentamiento con Mortier? ¿Victoria? ¡Ya era hora!

Tomó el despacho que estaba a su nombre y comenzó a leerlo con una expresión triste.

—¡Oh, Dios mío, Dios mío! ¡Schmidt! —dijo él en alemán—. ¡Qué desgracia, qué desgracia! —Habiendo leído rápidamente el despacho, lo dejó en la mesa y miró al príncipe Andréi evidentemente reflexionando.

—¡Ah, qué desgracia! ¿Dice usted que ha sido una acción decisiva? Sin embargo no se ha apresado a Mortier. —Se paró a pensar—. Estoy muy contento de que haya traído buenas noticias, aunque la muerte de Schmidt es un alto precio por una victoria.

—Su Alteza seguramente deseará verle, pero no hoy. Le doy las gracias, vaya a descansar. Esté mañana a la salida después del desfile. De todas maneras le avisaré.

La estúpida sonrisa que había desaparecido durante la conversación apareció de nuevo en el rostro del ministro de la Guerra.

—Hasta la vista, le estoy muy agradecido. Su Alteza el emperador seguramente querrá verle —repitió él e hizo una inclinación de cabeza.

El príncipe Andréi salió a la antesala. Allí había dos ayudantes de campo que hablaban entre ellos, evidentemente de algo que no tenía nada que ver con la llegada del príncipe Andréi. Uno de ellos se levantó con desgana y con esa misma ofensiva cortesía le pidió que escribiera su graduación, nombre y dirección en un libro que le daba. El príncipe Andréi cumplió sus deseos y sin mirarle salió de la antesala.

Cuando salió del palacio sintió que todo el interés y la felicidad que le habían causado la victoria le habían abandonado y se habían quedado en las indiferentes manos del ministro de la Guerra y del cortés ayudante de campo. Todo su pensamiento cambió instantáneamente, la batalla le pareció un recuerdo antiguo y lejano; los asuntos inmediatos e interesantes pasaron a ser la recepción del ministro de la Guerra, la cortesía del ayudante y el inminente encuentro con el emperador.

XI

E
L
príncipe Andréi fue a casa del diplomático ruso Bilibin. Un alemán, criado del diplomático, reconoció al príncipe Andréi que se albergó en casa de Bilibin durante su estancia en Viena y al encontrarse con él comenzó a hablar con locuacidad.

—Herr Von Bilibin tuvo que dejar su piso en Viena. ¡Maldito Bonaparte —decía el criado del diplomático—, cuánta desgracia, cuántas pérdidas y cuánto desorden ha traído!

—¿Se encuentra bien el señor Bilibin? —preguntó el príncipe Andréi.

—No del todo, aún no sale de casa, pero se alegrará mucho de verle. Por aquí, por favor. Le llevarán sus cosas. ¿El cosaco se queda aquí? Mire, por ahí viene.

—Ah, mi querido príncipe, no podía tener una visita más grata —dijo Bilibin saliendo a su encuentro—. Franz, que lleven las cosas del príncipe a mi habitación. ¿Qué, enviado como mensajero de la victoria? Estupendo. Yo me repongo de mi enfermedad, como puede ver.

—Sí, mensajero de la victoria —respondió el príncipe Andréi, pero parece que no muy deseado.

—Bueno, si no está muy cansado, cuénteme después de la cena sus grandes proezas —dijo Bilibin sentándose en un sofá camilla en la esquina de la chimenea, cuando el príncipe Andréi, lavado y cambiado de ropa, entró en el lujoso despacho del diplomático y se sentó ante la comida que estaba ya preparada—. Franz, coloca bien la pantalla, sino el príncipe tendrá calor.

El príncipe Andréi, no solo tras su viaje, sino tras toda la campaña durante la cual se había visto privado de todas las comodidades de la limpieza y de la elegancia de la vida, experimentaba una agradable sensación de descanso en medio de tan lujosas condiciones de vida a las que estaba acostumbrado desde su infancia. Aparte de esto le resultaba agradable después del recibimiento austríaco hablar, aunque no en ruso (hablaban en francés), pero con un ruso que sabía que compartía su aversión (que ahora experimentaba con mayor intensidad) hacia los austríacos. Solo le resultó desagradable que Bilibin escuchara su relato casi con la misma incredulidad e indiferencia, con la que le había escuchado el ministro de la Guerra austríaco.

Bilibin era un hombre de unos treinta y cinco años, soltero, de la misma clase que el príncipe Andréi. Ya se conocían en San Petersburgo, pero habían afianzado su relación con motivo del último viaje del príncipe Andréi a Viena, en compañía de Kutúzov. Bilibin le pidió, con ocasión de su viaje a Viena, que se alojara en su casa sin discusión. Si el príncipe Andréi era un joven que prometía llegar lejos en la carrera militar, tanto más prometía Bilibin en la carrera diplomática. Todavía era un hombre joven, pero no era un diplomático inexperto, dado que había comenzado sus servicios cuando tenía dieciséis años, había estado en París, en Copenhague y ahora en Viena, y ocupaba un puesto bastante relevante. Tanto el canciller como nuestro embajador en Viena le conocían y le apreciaban. No formaba parte del gran número de diplomáticos que están obligados a tener solamente virtudes negativas, a no hacer cosas notorias y a hablar en francés, para ser un muy buen diplomático. Era uno de esos diplomáticos que saben y aman trabajar y a pesar de su holgazanería, en ocasiones pasaba la noche sentado en su escritorio. Él trabajaba igualmente bien, fuera en lo que fuese en lo que consistiera la esencia del trabajo. No le interesaba la pregunta «¿Por qué?» sino la pregunta «¿Cómo?». En qué consistiera el trabajo diplomático le daba igual, pero encontraba un gran placer en elaborar hábiles, precisas y elegantes circulares, memorándums o informes. Los méritos de Bilibin se podían apreciar aún más que en sus composiciones escritas en el arte que tenía para desenvolverse y hablar en las altas esferas. Bilibin amaba la conversación lo mismo que amaba el trabajo, solo cuando la conversación podía ser elegantemente aguda. En sociedad siempre esperaba la ocasión de decir algo notable y poder tomar parte en la conversación siempre de ese modo. La conversación de Bilibin estaba cuajada de frases originales y agudas de interés general. Estas frases se preparaban dentro del laboratorio de Bilibin y salían como si fuera a propósito en tamaño de bolsillo para que la gente simple de sociedad pudieran recordarlas cómodamente y las llevaran de salón en salón. Y realmente los juicios de Bilibin se extendían por todos los salones de Viena, se repetían con frecuencia y con frecuencia influían en los así llamados asuntos importantes.

Su delgado, agotado y excepcionalmente pálido rostro estaba completamente cubierto de gruesas y tempranas arrugas que parecían siempre tan pulcras y cuidadosamente lavadas como las yemas de los dedos después del baño. El movimiento de esas arrugas constituía el principal juego de su fisonomía. Se agrupaban en amplios pliegues en la frente cuando elevaba las cejas y cuando las bajaba se formaban gruesas arrugas en sus mejillas. Los pequeños y hundidos ojos siempre miraban directa y alegremente.

En todo su rostro, en su figura y en el sonido de su voz, a pesar del refinamiento de su ropa, sus refinadas maneras y el elegante francés con el que se expresaba, se reflejaban vivamente los rasgos de un ruso.

Bolkonski, del modo más modesto, olvidado por completo de sí mismo, le relató la acción y el recibimiento del ministro de la Guerra.

—Me han recibido llevando semejantes noticias como se recibe a un perro en un juego de bolos —concluyó él.

Bilibin sonrió maliciosamente y los pliegues de su piel se relajaron.

—Sin embargo, querido mío —dijo él alejando un dedo para mirarse la uña y de nuevo arrugando la piel bajo el ojo izquierdo—, con todo mi respeto hacia el
ejército ortodoxo
, yo opino que su victoria no es de las más brillantes.

Siguió hablando en el mismo francés pronunciando en ruso solo las palabras que quería subrayar despectivamente.

—¿Cómo es eso? ¿Acometen con toda su masa contra el infeliz de Mortier que contaba con una sola división y este se les escapa de las manos? ¿Dónde está la victoria?

—Sin embargo, hablando en serio —respondió el príncipe Andréi apartando el plato—, podemos de todos modos decir sin jactancia que esto ha sido un poco mejor que lo de Ulm.

—¿Y por qué no han apresado un mariscal, aunque solo fuera uno?

—Porque no todo sale como se planea y porque no todo es tan normal como en un desfile. Pensábamos, como le he dicho, tomar la retaguardia a las siete de la mañana, pero no llegamos hasta las cinco de la tarde.

—¿Y por qué no llegaron a las siete de la mañana? Debían haber llegado a las siete de la mañana —dijo Bilibin sonriendo—, era necesario llegar a las siete de la mañana.

—¿Y por qué no sugirieron a Bonaparte por vía diplomática que era mejor que desocupara Génova? —preguntó el príncipe Andréi en el mismo tono.

—Ya sé —interrumpió Bilibin— que usted piensa que es muy fácil apresar mariscales, sentado en un diván frente a la chimenea. Es cierto, pero de todos modos, ¿por qué no le apresaron?

Y no se sorprenda de que no solamente el ministro de la Guerra sino el augusto emperador y el rey Francisco no se sientan demasiado felices con su victoria, incluso yo, un infeliz secretario de la embajada francesa, no siento ningún necesidad de, en señal de alegría, dar a mi Frantz un taler y dejarle que se vaya a celebrar con su amiguita en el Prater... aunque aquí no hay Prater.

Miró directamente al príncipe Andréi y de pronto relajó la piel recogida en la frente.

—Ahora es mi turno de preguntarle a usted «por qué», querido —dijo Bolkonski—. Le confieso que no comprendo, puede ser que haya en esto un refinamiento diplomático superior a mi débil conocimiento, pero no lo comprendo. Mack pierde todo su ejército, el archiduque Fernando y el archiduque Carlos no dan ninguna señal de vida y cometen error tras error y al final Kutúzov es el único que consigue una verdadera victoria, deshace el maleficio de los franceses y al ministro de la Guerra ni siquiera le interesa conocer los detalles.

—Precisamente por eso, querido, tome un pedazo más de asado, no hay más platos.

—Gracias.

—Vea, querido mío. ¡Hurra! ¡Por el zar, por Rusia y por la fe! Todo esto es precioso y está muy bien, pero ¿qué nos importan a nosotros, es decir, a la corte austríaca, sus victorias? Tráiganos buenas noticias sobre la victoria del archiduque Carlos o Fernando, lo mismo es un archiduque que otro, como usted sabe, aunque sea sobre una compañía de bomberos comandada por Bonaparte, y ya sería otra cosa y lanzaríamos salvas. Pero esto otro, que parece hecho a propósito, solo puede irritarnos. El archiduque Carlos no hace nada, el archiduque Fernando se cubre de vergüenza, ustedes abandonan Viena, ya no la defienden, como si nos dijeran: quedad con Dios, y que Dios os proteja a vosotros y a vuestra capital; ponen bajo el fuego al único general al que todos apreciamos, Schmidt, ¡y nos felicitan por la victoria!... Toman prisioneros un par de desertores disfrazados de generales bonapartistas. Estará de acuerdo conmigo en que no se puede imaginar algo más irritante que la noticia que usted trae. Es como si fuera hecho aposta, como si fuera aposta. Además, aunque hubieran conquistado una victoria verdaderamente brillante, aunque hubiera sido el propio archiduque Carlos el que la hubiera conquistado, ¿en qué cambiaría eso el curso de los acontecimientos? Ahora ya es tarde, cuando Viena está tomada por las tropas francesas.

—¿Cómo que tomada? ¿Viena está tomada?

—No solo está tomada sino que Bonaparte está en Schönbrunn y el conde, vuestro querido conde Wrbna, se dirige allí a recibir órdenes.

Bolkonski, después del cansancio y de la impresión del viaje y el recibimiento y especialmente después cenar, sintió que no comprendía todo el sentido de las palabras que escuchaba.

—Esto ya es otro asunto —dijo él cogiendo un palillo y acercándose a la chimenea.

—Hoy por la mañana ha estado aquí el conde Lichtenfeld —continuó Bilibin—, y me ha enseñado una carta en la que se describe detalladamente el desfile de los militares en Viena. El príncipe Murat y todos los demás... Se dará cuenta de que su victoria no es muy alegre y que no puede ser recibido como un salvador.

—La verdad es que a mí me da todo igual, completamente igual —dijo el príncipe Andréi comenzando a entender que la noticia sobre su victoria en Krems realmente tenía poca importancia a la luz de acontecimientos tales como la toma de la capital de Austria—. Pero ¿cómo es que Viena ha sido tomada? ¿Y el puente y la famosa fortificación y el príncipe Auersperg? Entre nosotros corría el rumor de que el príncipe Auersperg protegía Viena —dijo él.

—El príncipe Auersperg está de este, de nuestro lado del río y nos defiende, yo pienso que muy mal, pero de todos modos nos defiende. Y Viena está en la otra parte. No, el puente todavía no lo han tomado y confío en que no lo tomen porque está minado y se ordenó volarlo. En caso contrario estaríamos hace tiempo en las montañas de Bohemia y usted y su ejército pasarían un mal rato entre dos fuegos.

—Si es así, entonces la campaña ha terminado —dijo el príncipe Andréi.

—Eso es lo mismo que yo pienso. Y aquí piensan así la mayoría de las personas relevantes, aunque no se atrevan a decirlo. Va a suceder lo que yo vaticiné al comienzo de la campaña, que no va a ser su confabulación de Dürrenstein ni tampoco en absoluto la pólvora la que decida el asunto, sino aquellos que lo inventaron —dijo Bilibin, repitiendo una de sus frasecitas, relajando la piel de la frente e interrumpiéndose—. La cuestión no estriba solo en saber qué dirá el encuentro en Berlín del emperador Alejandro y el rey de Prusia. Si Prusia se suma a la alianza, se forzará a Austria y habrá guerra. Si no, entonces la cosa consiste (cómase esa pera, es muy buena) en decidir dónde establecer los preliminares de un nuevo Campo Formio.

—¡Qué genialidad excepcional! —gritó de pronto el príncipe Andréi cerrando su pequeño puño y golpeando con él en la mesa—. ¡Y qué fortuna tiene este hombre!

—¿Buonapart? —dijo interrogativamente Bilibin, frunciendo el ceño y dando con esto a entender que hablaba en broma—. ¿Buonapart? —dijo él haciendo especial énfasis en la
u
—. Sin embargo yo creo que ahora cuando dispone leyes para Austria desde Schönbrunn, hay que perdonarle la
u
. Yo decididamente asumo la innovación y le llamo simplemente Bonapart. ¿Quiere además un café o no? ¡Frantz!

—No, sin bromas —dijo el príncipe Andréi—, usted está en disposición de saberlo. ¿Cómo cree que acabará todo esto?

Other books

Rage of Angels by Sidney Sheldon
13 by Kelley Armstrong
Breathing Room by Susan Elizabeth Phillips
The Guts by Roddy Doyle
Hex by Allen Steele
McKettrick's Heart by Linda Lael Miller
Comfort and Joy by Sandra Madden
Breaking Shaun by Abel, E.M.
My Worst Best Friend by Dyan Sheldon