Guerra y paz (29 page)

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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

—¿Entiendes lo que dices? —dijo él con voz temblorosa—. Aparte de mí, nadie ha estado en la habitación. Tiene que ser, si no es eso entonces...

No pudo terminar de hablar y salió de la habitación.

—Ah, que el diablo te lleve a ti y a todos —fueron las últimas palabras que escuchó Rostov.

Llegó a la casa de Telianin.

—El señor no está en casa, ha ido al Estado Mayor —le dijo el ordenanza de Telianin—. ¿Ha sucedido algo? —añadió sorprendiéndose al ver el rostro desolado del cadete.

—No, nada.

—Por poco le encuentra en casa —dijo el ordenanza.

El Estado Mayor se encontraba a tres verstas de Saltzenek. Rostov, sin pasar por casa, cogió el caballo y fue hasta allí.

En la aldea que ocupaba el Estado Mayor había una taberna frecuentada por oficiales.

Rostov llegó a la taberna y vio en el porche el caballo de Telianin.

En la segunda habitación de la taberna estaba sentado el teniente, ante un plato de salchichas y una botella.

—Ah, ha venido usted, cadete —dijo él sonriendo y alzando las cejas.

—Sí —dijo Rostov, como si la pronunciación de esta palabra le causara un gran esfuerzo y se sentó en la mesa de al lado.

Ambos callaron, no había nadie en la habitación y solo se escuchaban los sonidos del tenedor sobre el plato y el masticar del teniente. Cuando Telianin terminó con el desayuno, sacó del bolsillo una bolsa y doblando hacia arriba sus pequeños y blancos dedos corrió las argollas, sacó una moneda de oro y levantando las cejas se la dio al sirviente.

—Deprisa, por favor —dijo él.

La moneda era nueva. Rostov se levantó y se acercó a Telianin.

—Permítame ver la bolsa —dijo en voz baja apenas audible.

Con su mirada errante, pero sin bajar las cejas, Telianin le dio la bolsa.

—Es el recuerdo de una mujer... sí... —dijo él y de pronto palideció—. Puede verla, cadete —añadió.

Rostov cogió la bolsa en la mano y la miró y también el dinero que contenía, y a Telianin. El teniente miraba a todas partes según era su costumbre y parecía que de pronto se había puesto muy contento.

—Si estuviéramos en Viena, allí me hubiera dejado todo, pero aquí no sabe uno ni en qué gastárselo en estas miserables aldeúchas —dijo él—. Bueno, démela, cadete, me marcho.

Rostov callaba.

—Y qué, ¿le va a comprar el caballo a Denísov? Es un buen caballo —continuó Telianin—. Démela. —Estiró la mano y cogió la bolsa. Rostov no se lo impidió. Telianin cogió la bolsa y se puso a guardársela en el bolsillo de los pantalones de montar, sus cejas se alzaban negligentemente y su boca se entreabrió como si dijera: «Sí, me guardo mi bolsa en el bolsillo, es algo muy simple que a nadie le interesa».

—Bueno, ¿qué, cadete? —dijo él suspirando y mirando por debajo de las alzadas cejas a los ojos de Rostov. Chispas de electricidad pasaron con rapidez de los ojos de Telianin a los ojos de Rostov y a la inversa una y otra vez en un instante.

—Venga aquí —dijo Rostov, cogiendo a Telianin del brazo. Prácticamente le arrastró hacia la ventana—. ¡Usted es un ladrón! —le susurró al oído.

—¿Qué?... ¿Qué?... ¿Cómo se atreve?... ¿Qué? —pero esas palabras sonaron como un grito lastimoso y desesperado y como un ruego de clemencia. Tan pronto como Rostov escuchó el sonido de esta voz cayó de su alma el enorme peso de la duda. Experimentó alegría y en ese mismo instante sintió tal lástima del desgraciado ser que se encontraba ante sí, que las lágrimas le afloraron a los ojos.

—Hay gente aquí, Dios sabe lo que pueden pensar —farfulló Telianin tomando su gorra y dirigiéndose a una sala pequeña que se encontraba vacía—. Explíqueme qué es lo que le pasa.

Cuando ambos entraron en esta sala, Telianin estaban pálido, ceniciento, apocado y como si hubiera adelgazado después de una penosa enfermedad.

—Usted ha robado hoy la bolsa de debajo de la almohada de Denísov —dijo Rostov pausadamente. Telianin quería decir algo—. Lo sé y puedo demostrarlo.

—Yo...

En el rostro ceniciento que había perdido toda la gallardía comenzaron a temblar todos los músculos, los ojos comenzaron a trasladarse, pero no como antes sino hacia abajo, sin elevarse a la altura del rostro de Rostov, y se empezaron a escuchar sus gimoteos.

—¡Conde!... No arruine la vida de un hombre joven... Aquí está el maldito dinero, cójalo... —lo tiró sobre la mesa—. ¡Tengo un padre anciano, una madre!...

Rostov cogió el dinero evitando la mirada de Telianin y, sin decirle ni una palabra, salió de la habitación. Pero se detuvo en la puerta y volvió sobre sus pasos.

—Dios mío —dijo él con lágrimas en los ojos—, ¿cómo ha podido hacer esto?

—Conde —dijo implorante Telianin, acercándose al cadete.

—No me toque —dijo Rostov retrocediendo—. Si necesita el dinero, quédeselo. —Le tiró la bolsa—. ¡No me toque, no me toque! —Y Rostov salió corriendo de la taberna, sin poder apenas contener las lágrimas.

Ese mismo día por la tarde una animada conversación tenía lugar entre algunos oficiales del escuadrón en la casa de Denísov.

—Y yo le digo, Rostov, que debe disculparse ante el comandante del regimiento —le dijo al agitado Rostov, cuyo rostro tenía un tono rojo intenso, un alto capitán del Estado Mayor, de cabellos grises, enormes bigotes, voluminosas facciones y rostro arrugado. El capitán del Estado Mayor Kirsten había sido dos veces degradado a soldado raso por cuestiones de honor y por dos veces había recuperado su rango. Era menos extraño encontrar en el regimiento a un soldado que no creyese en Dios que a uno que no respetase al capitán Kirsten.

—¡No permito que nadie me diga que miento! —gritó Rostov—. Me dijo que mentía y yo le dije que el que mentía era él.

Y así se va a quedar. Puede ponerme de guardia a diario y arrestarme, pero nadie me obligará a que me disculpe, porque si él como comandante del regimiento no considera adecuado darme una satisfacción, entonces...

—Espere, querido, escúcheme —le interrumpió el capitán con su voz de bajo alisándose tranquilamente los largos bigotes—. Usted le contó al comandante del regimiento que un oficial había robado, en presencia de otros oficiales.

—No puedo y no sé ser diplomático y no tengo la culpa de que otros oficiales estuvieran presentes durante la conversación. Por esa razón me hice húsar, porque pensaba que aquí no eran necesarias tantas formas, pero me dijo que mentía... así que debe darme una satisfacción...

—Todo eso está muy bien, nadie piensa que usted sea un cobarde, pero no se trata de eso. Pregúntele a Denísov si alguna vez se ha visto que un cadete le pida una satisfacción a un comandante de regimiento.

Denísov escuchaba la conversación con aspecto sombrío mordisqueándose el bigote, evidentemente sin querer participar de ella. Ante la pregunta del capitán del Estado Mayor meneó la cabeza negativamente.

—Te he dicho que juzgues tú como sabes hacerlo —le dijo al capitán—. Yo solo sé que si no te hubiera escuchado y hubiese aplastado hace tiempo la cabeza de ese ladronzuelo (desde el principio me pareció un ser repugnante), no hubiera sucedido nada y esta historia vergonzosa no hubiera tenido lugar.

—Bueno, la cosa está clara —continuó el capitán—. Usted le contó al comandante del regimiento esa vileza en presencia de otros oficiales. Bogdanich (el comandante del regimiento se llamaba Bogdanich) le bajó los humos, usted le dijo una tontería y tiene que disculparse.

—¡De ninguna manera! —gritó Rostov.

—No pensaba eso de usted —dijo severa y seriamente el capitán—. No quiere disculparse y sin embargo es usted totalmente culpable, no solo frente a él, sino frente a todo el regimiento, frente a todos nosotros. ¿Acaso usted pensó o pidió consejo de cómo debía afrontar el asunto? No, lo soltó directamente y en presencia de otros oficiales. ¿Qué es lo que puede hacer el comandante del regimiento? ¿Debe enjuiciar al oficial y así deshonrar a todo el regimiento? ¿Mancillar a todo el regimiento por un miserable? ¿Es así como debe ser según usted? Porque nosotros no pensamos así.

Y Bogdanich estuvo acertado en decirle que no decía la verdad. Es desagradable, pero qué le vamos a hacer, querido, usted mismo se lo ha buscado. Y ahora que quiere acallarse el asunto, usted, por alguna clase de arrogancia, no quiere disculparse y quiere contarlo todo. Le resulta ofensivo tener que hacer guardias, pero ¿qué le supone disculparse ante un anciano y honorable oficial? Sea como sea, Bogdanich es un viejo y valiente coronel. ¿Y a usted le resulta ofensivo pedirle perdón pero no le importa ensuciar el honor del regimiento? —La voz del capitán comenzaba a temblar—. Usted, querido, lleva muy poco tiempo en el regimiento, hoy está aquí y mañana se va como ayudante a otro sitio, a usted le da igual que vayan a decir: «¡Hay ladrones entre los oficiales del regimiento de Pavlograd!». Pero a nosotros no nos da igual. ¿No es así, Denísov? ¿Acaso nos da igual?

—Sí, hermano, me dejaría cortar una mano, para que este asunto no hubiera sucedido —dijo Denísov, dando un puñetazo a la mesa.

—Usted, con su querida arrogancia, no quiere disculparse —continuó el capitán del Estado Mayor—, pero para nosotros los viejos que hemos crecido y que moriremos aquí, el honor del regimiento nos es muy querido y Bogdanich lo sabe. ¡Oh, cuánto nos es querido, padrecito! Y esto no está bien, no está bien. Le ofenda o no, yo siempre digo la verdad y esto no está bien.

Y el capitán del Estado Mayor se levantó y le dio la espalda a Rostov.

—¡Demonios, es verdad! —gritó Denísov, comenzando a acalorarse y mirando a Rostov—. ¡Bueno, Rostov! ¡Bueno, Rostov! Que el diablo se lleve la falsa vergüenza.

Rostov, ruborizándose y palideciendo, miraba bien a uno bien al otro oficial.

—No, señores, no... no piensen... yo entiendo muy bien, es injusto que piensen así de mí... yo... para mí... yo por el honor del regimiento... ya demostraré cuando entremos en acción que para mí el honor de la bandera... Bueno, da igual, es verdad, ¡soy culpable! —tenía lágrimas en los ojos—. ¡Soy culpable, completamente culpable!... ¿Qué más quieren?...

—Así se hace, conde —gritó el capitán, dándose la vuelta y golpeándole en el hombro con su ancha mano.

—Ya te decía —gritó Denísov— que es un muchacho excelente, demonios.

—Es lo mejor, conde —repitió el capitán, como si a causa de lo que había reconocido fuera a empezar a llamarle por su título—. Vaya y discúlpese, Excelencia.

—Señores, haré lo que sea, nadie oirá de mí una palabra —dijo con voz suplicante Rostov—, pero no puedo pedir disculpas como desean, ¡juro que no puedo! ¿Cómo puedo disculparme como un niño que va a pedir perdón?

Denísov se echó a reír.

—Peor para usted. Bogdanich es rencoroso y pagará por su testarudez.

—¡Les juro que no es testarudez! No puedo describirles qué sentimiento me causa, no puedo...

—Bueno, como quiera —dijo el capitán—. ¿Y dónde se mete ese miserable? —le preguntó a Denísov.

—Dicen que está enfermo, mañana saldrá su baja en la orden del día. Ay, que no le pille —dijo Denísov—, que le aplastaré como a una mosca.

—Tiene que estar enfermo, no puede explicarse de otro modo —dijo el capitán.

—Enfermo o no, con gusto le pegaba un tiro —gritó despiadadamente Denísov.

Zherkov entró en la habitación.

—¿Qué haces aquí? —le preguntaron los dos oficiales al que entraba.

—En marcha, señores. Mack se ha rendido con todo el ejército...

—¡Mentira!

—Lo he visto yo mismo.

—¿Cómo? ¿Has visto a Mack en persona?

—¡En marcha! ¡En marcha! Dadle una botella, por traer tales noticias. Y tú, ¿cómo es que has venido a parar aquí?

—Me han enviado de nuevo al regimiento por ese demonio de Mack. El general austríaco se ha quejado. Le felicité por la llegada de Mack.

—¿Y a ti qué te pasa, Rostov, acabas de bañarte?

—No sabes, hermano, llevamos dos días metidos en un embrollo.

Entró el ayudante del coronel, y confirmó la noticia que había traído Zherkov. Se ordenó ponerse en marcha al día siguiente.

—En marcha, señores.

—Gracias a Dios, llevábamos demasiado tiempo parados.

VI

K
UTÚZOV
se había retirado hacia Viena, habiendo destruido tras de sí los puentes sobre los ríos Inn (en Braunau) y Traun (en Linz). El 23 de octubre las tropas rusas cruzaron el río Enns. Los convoyes rusos, la artillería y las columnas de tropas pasaron en pleno día a través de la ciudad de Enns, por uno y por otro lado del puente. El día era tibio, otoñal y lluvioso. El paisaje de la ciudad que se veía desde la altura en la que se encontraban las batería rusas, que protegían el puente, tan pronto era cubierto por el telón de muselina de la lluvia que caía oblicuamente, como se aclaraba y bajo la luz del sol se podían ver claramente a lo lejos los objetos, como si estuvieran cubiertos de barniz. Se divisaba abajo la ciudad con sus casas blancas y sus tejados rojos, catedrales y puentes y por ambas partes de la misma se agolpaban y se extendían las tropas rusas. En un recodo del Danubio podían verse las embarcaciones y la isla y un castillo con un parque rodeado por las aguas de la desembocadura del Enns en el Danubio. Se veía la orilla izquierda del Danubio, rocosa y cubierta de pinares, hasta la misteriosa lejanía de verdes cerros y azules desfiladeros. Se divisaban las torres del convento por detrás de un pinar que parecía virgen e inexplorado, y en la lejanía, en las montañas a este lado del Enns, se veían las patrullas del enemigo.

Entre los cañones, en la altura se encontraba el general en jefe de la retaguardia, con un oficial de su séquito observando la localidad con un catalejo. Un poco más atrás se encontraba sentado en la cureña de un cañón el príncipe Nesvitski, que había sido enviado a la retaguardia por el comandante en jefe. El cosaco que acompañaba a Nesvitski le dio un pequeño macuto y una cantimplora y Nesvitski invitaba a los oficiales a empanadillas y auténtico
doppelkümel.
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Los oficiales le rodeaban alegremente, alguno de rodillas, otro sentado a la turca sobre la hierba mojada.

—No era ningún tonto ese príncipe austríaco que se construyó aquí el castillo. Es un sitio estupendo. ¿Por qué no comen, señores? —decía Nesvitski.

—Muy agradecido, príncipe —respondió uno de los oficiales, que experimentaba una gran satisfacción al poder hablar con una figura tan importante del Estado Mayor—. Es un sitio precioso. Hemos pasado al lado del parque y hemos visto dos ciervos, ¡y el edificio es espléndido!

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