Guerra y paz (13 page)

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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

—¡Es el fin de Inglaterra! —decía frunciendo el ceño y señalando a alguien con el dedo—. Pitt, como traidor a la nación y al derecho público, es condenado a... —No le dio tiempo a terminar de pronunciar la sentencia contra Pitt, imaginándose en ese momento que él era el mismo Napoleón y con su héroe ya hubiera realizado la peligrosa travesía a través del Pas de Calais y conquistado Londres, cuando vio a un joven oficial esbelto y guapo que entraba en su habitación. Se detuvo. Pierre había visto poco a Borís y la última vez era aún un muchacho de catorce años y no se acordaba de él en absoluto; pero a pesar de ello le dio la mano con su rapidez y cordialidad características y le sonrió amistosamente mostrando sus dientes picados.

—¿Se acuerda de mí? —dijo Borís—. He venido con
maman
a ver al conde, pero parece ser que él no se encuentra del todo bien.

—Sí, parece ser que está enfermo. No dejan de molestarle —respondió Pierre sin darse cuenta de que al decir esto era como si reprochara algo a Borís y a su madre.

Intentaba recordar quién era ese joven; Borís se sintió aludido por las palabras de Pierre.

Enrojeció y miró a Pierre audaz y burlonamente, como diciendo: «No tengo nada de qué avergonzarme». Pierre no hallaba que decir.

—El conde Rostov le invita hoy a comer a su casa —continuó Borís tras un silencio bastante largo e incómodo para Pierre.

—¡Ah! ¡El conde Rostov! —dijo alegremente Pierre—. Así que entonces usted es su hijo, Iliá. ¿Se imagina que al principio no le había reconocido? ¿Se acuerda de cuando íbamos al monte Vorobéi con madame Jaquot?

—Usted se confunde —dijo lentamente Borís, con una sonrisa audaz y algo burlona—. Soy Borís, el hijo de la princesa Anna Mijáilovna Drubetskáia. El conde Rostov se llama Iliá y su hijo Nikolai. Y yo no conozco a ninguna madame Jaquot.

Pierre agitó las manos y la cabeza como si le atacaran mosquitos o abejas.

—¡Ah, bueno, entonces...! Lo confundo todo. ¡Tengo tantos parientes en Moscú! Usted es Borís... sí. Bueno, por fin nos hemos aclarado. Entonces, ¿qué opina usted de la expedición de Boulogne? Las cosas se les van a poner feas a los ingleses si Napoleón atraviesa el Canal. Opino que la expedición es muy posible. Con tal de que Villeneuve no meta la pata.

Borís no sabía nada sobre la expedición de Boulogne, no leía los periódicos y era la primera vez que oía hablar de Villeneuve.

—Aquí en Moscú nos ocupamos más de las comidas y de los chismes que de la política —dijo él con su habitual tono tranquilo y burlón—. No conozco y no puedo opinar nada de esto. Moscú se ocupa sobre todo de chismes —continuó él—. Ahora hablan de usted y del conde.

Pierre se sonrió con su bondadosa sonrisa como si temiera que su interlocutor fuera a decir algo de lo que pudiera arrepentirse. Pero Borís hablaba precisa, clara y concisamente, mirando directamente a Pierre a los ojos.

—En Moscú no se hace otra cosa que chismorrear —continuó él—. Todos comentan sobre quién va a recibir la herencia del conde, aunque puede que él viva más que todos nosotros, lo que le deseo de corazón.

—Sí, esto es muy duro —murmuró Pierre—, muy duro. Pierre aún se temía que ese joven oficial se metiera involuntariamente en una conversación incómoda para sí mismo.

—Y a usted le debe parecer —dijo Borís enrojeciendo pero sin cambiar la voz ni la actitud—, le debe parecer que todos se preocupan nada más que en obtener algo del rico.

«Aquí está», pensó Pierre.

—Y precisamente quiero decirle, para evitar malentendidos, que se equivocaría mucho si nos contara a mí y a mi madre entre ellos. Somos muy pobres, pero al menos yo me digo a mí mismo que precisamente porque su padre es rico no me considero pariente suyo y nunca le pediré nada ni aceptaré nada de él —concluyó él acalorándose por momentos.

Pierre estuvo mucho tiempo sin comprender, pero cuando lo entendió salto del diván, tiró de la mano de Borís hacia abajo y con su rapidez y su falta de habilidad características, aún más sonrojado que Borís, empezó a decir con una mezcla de sentimiento de enfado y vergüenza.

—Escúcheme... ¡Esto es extraño! Acaso yo... pero quién podría pensar... Yo sé bien que...

Pero Borís le interrumpió de nuevo.

—Me alegra habérselo dicho todo. Si le ha sido desagradable le ruego que me perdone —dijo él tranquilizando a Pierre en lugar de ser tranquilizado por él—. Espero no haberle ofendido. Tengo por principio hablar de todo claramente. ¿Qué debo transmitir? ¿Vendrá a comer a casa de los Rostov?

Borís, que cargando sobre él el peso del deber había conseguido salir de la situación incómoda colocando en ella al otro, se volvió visiblemente alegre y ligero.

—No, escuche —dijo Pierre tranquilizándose—, es usted asombroso. Esto que me acaba de decir está muy bien, muy bien. Desde luego que usted no me conoce, hace tanto que no nos vemos. .. éramos todavía niños... usted puede suponer que yo... Yo le entiendo, le entiendo muy bien. Yo nunca habría actuado así, no habría tenido el ánimo suficiente, pero es estupendo. Me alegra haberle conocido. Es extraño —añadió él, después de un silencio y sonriendo—, ¡lo que suponía de mí! —Se echó a reír.

—¡Bueno, y qué más da! Nos conoceremos mejor. —Estrechó la mano de Borís.

—¿Sabe que no he visto aún al conde ni una sola vez? No ha requerido mi presencia. Esto me apena, como persona... Pero ¿qué puedo hacer? —Borís sonrió alegre y bondadosamente.

—¿Y usted cree que a Napoleón le dará tiempo a llevar a su ejército? —preguntó.

Pierre entendió que Borís quería cambiar de conversación y dado que él también lo deseaba comenzó a exponer las ventajas y desventajas de la empresa de Boulogne.

Un criado fue a llamar a Borís de parte de la princesa. Su madre se disponía a partir. Pierre prometió ir a comer y para afianzar su relación con Borís estrechó con firmeza su mano mirándole cariñosamente a los ojos a través de las gafas... Después de que él se fuera Pierre aún estuvo caminando por la habitación un buen rato pero ya sin atravesar al enemigo invisible con la espada, sino sonriendo ante el recuerdo de ese joven amable, inteligente y firme.

Como sucede en la primera juventud y especialmente cuando se está solo, él sentía una ternura inmotivada hacia ese joven y se prometió a sí mismo hacerse amigo suyo.

El príncipe acompañó a la puerta a la princesa. Esta sostenía un pañuelo y su rostro estaba arrasado por las lágrimas.

—¡Es terrible! ¡Terrible! —decía ella—. Pero aunque me cueste, cumpliré con mi deber. Vendré a pasar la noche. No se le puede dejar así. Cada minuto es valioso. No entiendo por qué se demoran tanto las princesas. ¡Que Dios me ayude a encontrar la forma de prepararle! Adiós, príncipe, que Dios le dé fuerzas...

—Adiós, querida —respondió el príncipe Vasili, dándole la espalda.

—¡Oh! ¡Está en muy mal estado! —le decía la madre a su hijo cuando de nuevo se encontraron en el coche—. Casi no reconoce a nadie. Puede que hasta sea mejor.

—Hay algo que no entiendo, mamá. ¿Cuáles son sus relaciones con Pierre? —preguntó el hijo.

—El testamento lo dirá todo, amigo mío, incluso nuestro destino depende de él...

—Pero ¿por qué piensa que nos dejará algo?

—¡Ah, amigo mío! ¡Él es tan rico y nosotros tan pobres!

—Pero esa no es razón suficiente, mamá.

—¡Ah, Dios mío! ¡Dios mío! ¡En qué situación tan lastimosa se encuentra! —exclamó la madre.

XXI

C
UANDO
Anna Mijáilovna partiera con su hijo a ver al conde Kiril Vladímirovich Bezújov la condesa estuvo sentada largo rato sola llevándose el pañuelo a los ojos. Finalmente llamó al servicio.

—¿Qué pasa, querida? —dijo con enfado a la doncella que le había hecho esperar algunos minutos—. ¿No quiere trabajar o qué? Pues si es así ya le buscaré otro sitio donde hacerlo.

La condesa estaba muy afligida por la pena y la humillante pobreza de su amiga y por eso estaba de mal humor, lo cual en su caso se manifestaba llamando a la criada «querida» y tratándola de usted.

—Mis disculpas —dijo la doncella.

—Diga al conde que quiero verle.

El conde, balanceándose, fue al encuentro de su mujer con aire ligeramente culpable, como de costumbre.

—¡Bueno, condesita! ¡Qué
sauté au madere
de ortega vamos a tener! Yo ya lo he probado. No en vano di mil rublos por Tarás. ¡Los vale!

Se sentó al lado de su esposa apoyando los codos en las rodillas y mesándose los grises cabellos.

—¿Qué ordena, condesita?

—Pues resulta, amigo, pero ¿qué es esta mancha de aquí? —dijo ella señalándole el chaleco—. Ese
sauté
, seguro —añadió ella, sonriendo—, lo que pasa, conde, es que necesito dinero.

Su rostro adoptó una triste expresión.

—¡Oh, condesita! —Y el conde se ajetreó en busca de su billetero.

—Me hace falta mucho, conde, quinientos rublos. —Y ella, sacando el pañuelo de batista, limpió con él el chaleco de su marido.

—Ahora mismo. ¡Eh! ¿Quién hay ahí? —gritó él con la voz con la que gritan los hombres que saben que a quien requieren acudirá precipitadamente a su llamada—. ¡Enviadme a Mítenka!

Mítenka, ese hijo de buena familia que se había criado en casa del conde y que ahora se ocupaba de todos sus asuntos, entró con pasos silenciosos en la habitación.

—Querido —dijo el conde al joven que se acercaba respetuosamente.

—Tráeme... —Reflexionó—. Sí, setecientos rublos, eso es. Pero no me los traigas tan usados y grasientos como aquella vez, que estén nuevecitos; son para la condesa.

—Sí, Mítenka, por favor, que estén limpitos —dijo la condesa suspirando con tristeza.

—¿Cuándo quiere que se los traiga, Su Excelencia? —dijo Mítenka—. Debe saber que... Sin embargo, no se preocupe —añadió él dándose cuenta de que el conde empezaba a respirar pesadamente y a menudo, lo que era señal inconfundible de que comenzaba a enfadarse—. Casi se me olvida que... ¿Se los traigo ahora mismo?

—Sí, sí, eso es, tráelos. Dáselos a la condesa.

—¡Cuán preciado me es este Mítenka! —comentó el conde sonriendo, cuando el joven hubo salido—. No hay nada que sea imposible. Yo no puedo soportarlo. Todo debe ser posible.

—¡Ah, el dinero, conde, el dinero! ¡Cuánto se sufre en el mundo por él! —dijo la condesa—. Pero este dinero me es muy necesario.

—Usted, condesita, es una famosa despilfarradora —dijo el conde, y besando la mano de su esposa se volvió a su despacho.

Cuando Anna Mijáilovna volvió de casa de Bezújov, la condesa ya tenía el dinero en su poder y guardaba los billetes nuevos sobre la mesa tapados por el pañuelo. Anna Mijáilovna advirtió que a la condesa algo le inquietaba y que tenía aspecto apesadumbrado.

—¿Qué tal, amiga mía? —preguntó la condesa.

—¡Ah, en qué situación tan terrible se encuentra! No conoce a nadie, está tan mal, tan mal; solo he estado con él un momento y no he podido decirle ni dos palabras...

—Annette, por Dios, no me lo rechaces —dijo de pronto la condesa, ruborizándose, lo que resultaba tan raro en aquel rostro delgado y carente ya de juventud, sacando el dinero de debajo del pañuelo.

Anna Mijáilovna entendió instantáneamente de qué se trataba y se agachó para, en el momento preciso, abrazar cariñosamente a la condesa.

—Es para Borís, para su equipo, de mi parte...

Anna Mijáilovna ya la abrazaba y lloraba. La condesa también lloraba. Lloraban porque estaban unidas y porque eran buenas y porque ellas, amigas de la infancia, se ocupaban de cosas tan bajas como el dinero y porque su juventud había quedado atrás. Pero a ambas las lágrimas les fueron gratas.

XXII

L
A
condesa Rostova, con su hija y con ya gran parte de los invitados, estaba sentada en la sala. El conde hacía pasar a los invitados masculinos a su despacho y les mostraba su colección de pipas turcas. De vez en cuando salía y preguntaba: ¿No ha llegado? Esperaban a María Dmítrievna Ajrósimova, conocida en sociedad como «el terrible dragón», dama que no era conocida por su fortuna ni por sus títulos, sino por su espíritu franco y por su conversación sincera y directa. María Dmítrievna era conocida de la familia del zar y de todo Moscú y todo San Petersburgo y ambas ciudades la admiraban, aunque por lo bajo se reían de su rudeza y contaban anécdotas sobre su persona; a pesar de eso, todos, sin excepción, la apreciaban y temían.

En el despacho lleno de humo se hablaba de la guerra que se había declarado a través de un manifiesto y sobre el reclutamiento. El manifiesto aún no lo había leído nadie, pero todos estaban enterados de su aparición. El conde estaba sentado en una otomana, entre dos vecinos fumadores y parlanchines. El mismo conde no fumaba ni hablaba, pero inclinando su cabeza bien a un lado bien al otro miraba con visible satisfacción a los fumadores y escuchaba la conversación de sus dos vecinos, que él había propiciado.

Uno de los interlocutores era un civil cuyo delgado rostro afeitado era arrugado y bilioso, un hombre que ya rondaba la vejez aunque fuera vestido como el joven más a la moda; estaba sentado con las piernas en la otomana, como habitual de la casa y con la pipa profundamente enterrada en un costado de la boca, aspiraba el humo violentamente y entornaba los ojos. Era un conocido maldiciente moscovita, el viejo solterón Shinshin, primo hermano de la condesa, un lengua viperina, según se decía en los salones moscovitas. Daba la impresión de que tenía que descender al nivel de su interlocutor para hablar. El otro era un oficial de la guardia, fresco y de piel sonrosada, impecablemente lavado, abotonado y peinado, que sujetaba la pipa en el centro de la boca y con los rosados labios aspiraba suavemente el humo y lo echaba a través de su hermosa boca formando anillos, como si esta estuviera en gran medida destinada a la producción de estos anillitos. Era el teniente Berg, oficial del regimiento de Semiónov, junto con el que Borís partiría a incorporarse a filas y con el que Natasha irritaba a Vera, su hermana mayor, llamándole su novio. Berg había llevado la conversación acerca de la guerra a sus propios asuntos, profundizando en sus planes militares futuros y estaba visiblemente muy orgulloso de poder conversar con alguien tan renombrado como Shinshin. El conde estaba sentado entre los dos y escuchaba con atención. La diversión preferida del conde, a excepción de jugar al «Boston», que le encantaba, era encontrarse en la posición de oyente cuando conseguía incitar la conversación entre dos interlocutores agudos y charlatanes. Aunque Berg no era muy hablador, el conde advirtió en los labios de Shinshin una sonrisa burlona, como si estuviera diciendo: «Mirad cómo azuzo a este oficialillo». Y el conde, que no albergaba ninguna animadversión hacia Berg, se consolaba al no hallar mala intención en las palabras de Shinshin.

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