Guerra y paz (82 page)

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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

El príncipe Andréi conocía hasta el último detalle de lo que estaba haciendo Speranski, y tenía su propia opinión al respecto. Consideraba que toda la organización existente era tan desastrosa, y despreciaba y odiaba de tal modo a todos los gobernantes, que las revolucionarias y rompedoras iniciativas de Speranski le llegaban del todo al corazón. Speranski, al cual nunca había visto, le parecía ser una especie de Napoleón civil. Se alegraba de su surgimiento, de la humillación sufrida por los gobernantes anteriores precisamente por esas reformas que se estaban llevando a cabo, y conocía toda la parte fundamental de la filosofía de las reformas. Vislumbraba la emancipación de los campesinos, de la cámara de diputados, la: transparencia judicial y la limitación del poder de la monarquía. Speranski le resultaba interesante como expresión de las nuevas ideas y protestas contra lo viejo. Compartía totalmente las ideas de Pierre, pero en ese momento no le preocupaban demasiado.

—¿Así que le interesa bastante Speranski? —habló Pierre—. ¿Sabe que es masón? Puedo hacer que se encuentre con él a través de mi esposa.

—Sí, es un hombre admirable —respondió el príncipe Andréi.

IV

L
A
presencia del príncipe Andréi en San Petersburgo suponía una novedad. Sus méritos para gozar de notoriedad consistían en que era un viudo interesante, había abandonado todo, se había enmendado y se dedicaba a atender a su hijo. Se había convertido al camino de la verdad y hacía mucho bien en el campo y, sobre todo, había liberado a sus campesinos.

La condesa Aliona Vasilevna Bezújova había poseído uno de los primeros salones de San Petersburgo y ahora, tras llegar proveniente de Erfurt, donde, tal y como se rumoreaba, una persona sumamente importante le había otorgado su predilección —en especial después de volver con su marido (precisamente un marido como Pierre era condición indispensable para una mujer completamente a la moda)—, ella y su salón eran indudablemente los primeros en San Petersburgo. El príncipe Andréi, por su anterior reputación de joven peterburgués a la moda, en general por su posición y en particular por tratarse de un hombre joven (Hélène prefería una sociedad de hombres), fue llamado a reunirse con ella mediante un cierto afán impropio. Al día siguiente de su llegada fue invitado a comer y a pasar la tarde en la planta de abajo, la mitad que correspondía a la condesa.

El príncipe Andréi no podía negarse y Pierre, a quien no le gustaba en absoluto almorzar con su esposa (lo hacía habitualmente en el club), se preparó para bajar junto a su amigo.

—Tengo que decirle, querido mío, que el salón más importante de San Petersburgo es el de mi esposa. Acuden todos los diplomáticos de relevancia, en especial los de la embajada francesa. Caulaincourt ha venido de visita.

Escuchando y sonriendo ligeramente, el príncipe Andréi entornó los ojos.

A las seis de la tarde (según la última moda) la condesa, ataviada con un sencillo vestido (costaba ochocientos rublos) de terciopelo negro con encajes del mismo tejido, recibió al príncipe en su también sencilla (que costaba con el acabado dieciséis mil rublos) sala de estar. En la variada sala de caballeros, los títulos y uniformes favoritos, entre los que predominaban los franceses, rodeaban ya a la condesa. Entre los conocidos del príncipe Andréi estaba un tal Borís, que enseguida sorprendió al príncipe por el trato que dispensaba a Bezújov y a su esposa, imperceptible para los demás, pero para él tan claro como el día. El principal rasgo de Borís, ahora ya capitán de caballería y ayudante de N. N., era su agradable buena apariencia y su calma, pero detrás de esa calma, se veía que la sonrisa delicada que habitaba en sus ojos y labios escondía algo más. La verdad es que el príncipe Andréi, entrando ya en la sala de estar, se preparó para buscar por todas partes los indicios de la infelicidad del pobre Pierre, pero le sorprendió sobremanera el tono de respetuosa cortesía, particular y algo triste, con el que Borís se levantó ante Pierre e inclinando la cabeza y en silencio, le saludó. Sin ninguna duda, se trataba de fantasías de Andréi. Pero frecuentemente, las fantasías revelan la verdad de un modo más seguro que las demostraciones visibles. Al príncipe le pareció que la expresión del gesto de Borís en el momento de saludar al marido de Hélène era dulcemente pudorosa y fatalista, como si dijese: «Le respeto y no le deseo mal alguno, pero nuestras pasiones y las de las mujeres escapan a nuestro dominio. Si por pasión le hiciera algún daño, y usted considerara esto un daño, estaría preparado para asumir toda la responsabilidad de mi posición. Por lo demás, si no sabe ni se imagina nada —hablaba también la luz maliciosa de sus ojos—, pues mejor para ti, querido mío».

Esto era lo que se imaginaba el príncipe Andréi; pero extrañamente todas las inevitables miradas que a continuación tendía sobre Borís y Hélène confirmaron sus primeras impresiones. Borís no estaba sentado entre las personas que rodeaban a la condesa; se mantenía aparte, ocupándose de los invitados como si fuera el hombre de la casa, satisfecho con lo que en realidad le pertenece y no por ello deseando mostrar más de lo que tiene. Después, el príncipe Andréi se fijó en que la condesa, con una mirada especialmente fría, le pedía a Borís que le pasara alguna cosa. Captó sus fugaces miradas justo en el momento que hablaban entre sí y finalmente, cuando en la conversación Borís se dirigió a ella como «condesa», el príncipe comprendió con claridad que con ese tono, a solas, Borís la trataría de «tú». Seguramente, Borís había sido, era o iba a ser un amante de su agrado, al mismo tiempo que una persona muy importante, cuya afinidad con Hélène conocía todo el mundo. Era un amante reconocido.

En ese mundo, en el salón de su esposa, Pierre se mostraba siempre animadamente parlanchín y discutía con excitación con todos por igual en busca solo de ideas. Era obvio que en aquel mundo se propasaba igual que con su trabajo. Había pocas damas; dos o tres que el príncipe no conocía y Anna Pávlovna. Hélène la había invitado por ser amiga de la difunta esposa de Bolkonski, y haciendo gala de su excepcional tacto, la sentó en la mesa al lado del príncipe Andréi.

La condesa recibió impecablemente al príncipe Andréi y a los invitados con esa soltura y seguridad especiales que siempre suelen faltar en las mujeres virtuosas. Había incluso embellecido en el tiempo que el príncipe no la había visto. Estaba rellenita, pero no gorda. De blancura extraordinaria, no había ni siquiera una sola arruga en su magnífico rostro. Sus cabellos eran muy largos y espesos. Sus cejas eran cibelinas, como perfiladas, y matizaban su prominente frente, lisa y marmórea y esa misma sonrisa de labios sonrosados, diciendo mucho o nada resplandecía en su rostro. Su belleza era reconocida no solamente en San Petersburgo, sino también en el extranjero. Todo el patio de butacas se daba la vuelta, dando la espalda al escenario, cuando llegaba a su palco. Napoleón había dicho de ella: «Es un animal magnífico».

La condesa era plenamente consciente de ello, lo que la hacía sentir todavía mejor. Al príncipe Andréi nunca le gustó especialmente y jamás la habría elegido como esposa, pero ahora él también se sometía a ese fenómeno de belleza y elegancia, una vorágine de vida mundana. De todos modos, veía en ella el objeto que todos reconocen como el del deseo y por el cual todos se afanan. Le apeteció participar en este torneo e intentar vencer a todos. Además, se sentía bastante animado y dispuesto después de su resurgimiento. Hacía tanto tiempo que no disfrutaba del placer de estar acompañado en los finos círculos mundanos que, sentado a su lado, ni siquiera se percató de que le estaba diciendo algo más que los habituales cumplidos y que la estaba mirando más de lo debido. Se había olvidado ya de su esposa, de Pierre y de todos, lo cual resultaba agradable a la condesa. Andréi se sentía ahora satisfecho consigo mismo y se comportaba en el salón con tanta libertad y desdén, que a la mujer le hubiera gustado desconcertarle. En mitad de la conversación se dirigió a él súbitamente y guardó silencio. Sus hermosos ojos se entornaron y debido a las largas pestañas empezaron a brillar de repente de un modo insolente, apasionado e indecoroso. Eran los mismos ojos que miraron a Pierre el día que se prometieron, cuando le besó. El príncipe Andréi volvió en sí y, rechazándola, contestó a su pregunta con frialdad. De nuevo seguía sin gustarle.

Anna Pávlovna acogió con cordialidad al príncipe Andréi como compañero de mesa, pero con un cierto matiz de reproche por ser ayudante de Kutúzov en Austerlitz, la batalla que tanto había afligido al zar.

En términos generales, la conversación discurrió preferentemente sobre la entrevista en Erfurt, la gran noticia del día. Cuatro años después de la última tarde en sociedad con Anna Pávlovna, el príncipe Andréi escuchaba ahora un arrebatado discurso sobre Napoleón, el mismo al que antes tildaban de maldito. No había entusiasmo y deferencia suficientes para hablar del genio.

La condesa estaba relatando la solemnidad que rodeó a Erfurt y citó durante la conversación a las admirables personalidades europeas como si de sus propios conocidos se tratase. «Eramos muchos. El duque tal, el conde cual...»; o directamente: «El duque Lioune me hizo reír».

—¿Cómo pueden escucharla y cómo puede tan hábilmente fingir que lo comprende todo y que no es boba? —pensaba Pierre al escucharla.

La condesa les contó el célebre espectáculo en que Taima representaba una obra de Racine. Ambos emperadores estaban sentados delante del escenario en dos butacas especialmente preparadas. Les relató el momento en que Taima dijo: «La amistad de un gran hombre es un regalo de Dios».

—De los dioses, condesa, si me permite parafrasear a Racine —corrigió uno de los diplomáticos franceses.

—¡Oh, no profeso el monoteísmo! —contestó la condesa.

«¿De quién habrá aprendido y memorizado esa frase que ha acertado a decir? —pensó Pierre, sirviéndose una copa de vino—. No lo comprendo. Porque yo sé que es boba y no entiende nada de lo que dice.»

Pierre bebió bastante y el príncipe Andréi se dio cuenta de ello. La condesa continuó su relato, consistente en que cuando Taima pronunció la susodicha frase, «el emperador Alejandro estrechó la mano del emperador Napoleón. Todos lo vimos. No se pueden imaginar la impresión que nos causó, todos contuvimos la respiración».

El príncipe Vasili acababa las frases de su hija y murmuraba expresivamente, como diciendo: «Bueno, un gran hombre. Un genio. Nunca lo he negado».

Anna Pávlovna tomó parte en la conversación y no negó un leve entusiasmo y profundo respeto hacia Su Alteza el emperador de los franceses, como ahora le llamaba. Pero en su entusiasmo había un cierto tono de tristeza que debía referirse al particular enfoque de su protectora ante la nueva alianza de Rusia. Reconocía que Napoleón era un genio que había prestado grandes servicios a la revolución y había comprendido las ventajas que le reportaría una unión con el zar Alejandro, pero se compadecía de la desaparición del Antiguo Régimen, pues no obstante se guiaba por convicciones y principios rigurosos. Una de las cosas con las que coincidía plenamente con la condesa era en su apasionado fervor por los franceses.

—Francia está a la cabeza del resto de naciones. Ser francés y pertenecer a la nobleza —decía.

El príncipe Andréi, como siempre que visitaba un salón, intervenía e incluso llevaba la pauta de la conversación, llevando la contraria de un modo alegre y mordaz. Él, que tan de buena gana siempre reprendía a los rusos, no pudo reprimirse e hizo algunas objeciones que no gustaron a Anna Pávlovna. Objeciones acerca de que por esa razón sería mejor adquirir la nacionalidad de Napoleón y no luchar nunca contra los franceses.

—Sí, sería mucho mejor —dijo significativamente Anna Pávlovna.

Pierre bromeaba y en ocasiones con el brillo de su palabrería francesa y a pesar de la incómoda situación del marido en el salón de su mujer, suscitaba la atención de los presentes. La expresión de la condesa parecía decir: «Sí, no pasa nada, no le presten atención. Es mi marido».

V

A
última hora de la tarde, retirándose del salón de la condesa, Pierre se marchó al club y cuando regresó, Andréi ya estaba dormido. Al día siguiente, el príncipe salió temprano a resolver unos asuntos, almorzó con su suegro y por la tarde estuvo en la casa donde habían prometido presentarle a Speranski. Solo cuando hubo caído la tarde volvió a casa y entró en los aposentos llenos de humo de Pierre, al que no había visto en todo el día.

—Qué bien que te haya encontrado en casa —dijo el príncipe Andréi, frotándose la cara con las manos y desabrochándose la ropa apoyado en la otomana.

Pierre conocía esa expresión de Andréi y era de su agrado. Dejó sus libretas y fumándose una pipa tomó asiento más sosegadamente frente a su amigo.

—¿Sabe usted, querido mío, que me quedaré en San Petersburgo? He recibido unas ofertas a las que no me puedo negar. Realmente, en una época como la nuestra, cuando hay tanta convulsión política, cuando hay tanta efervescencia, y cuando se está deshaciendo de tal modo todo lo viejo y podrido, uno simplemente no puede contenerse y no tomar parte.

—¿Cómo? Me alegra saberlo. ¿Y dónde? —dijo Pierre.

—Kochubéi me ha pedido que me ocupe de la comisión que redacta el código jurídico. Luego me proponen ocupar un puesto en Crimea.

—No, quédese aquí —dijo Pierre—. No le he visto desde la tarde de ayer —continuó—. Creo que todas esas alabanzas a Napoleón le han afectado de un modo extraño. ¡Cómo si no podría haberle mareado tanto todo! Por lo que a mí respecta, si hubiera continuado pensando de Napoleón lo mismo que pensaba antes, creo que habría cambiado mis ideas con tal de no estar en connivencia con toda esa gente.

—Sí —dijo el príncipe Andréi sonriendo—. Lo que nosotros pensábamos y sentíamos hace cuatro años solo ahora lo han comprendido. Pero para ellos Egipto, la campaña italiana, la liberación de Italia, el primer cónsul... eran cosas incomprensibles. Para que entrasen en razón hizo falta la pompa que rodeó a Tilsit y Erfurt, que provoca burla y aversión. Ellos, como dice Goethe, son como el eco, pero no tienen voz. Y como el eco con retardo, todo lo tergiversan. Nunca cantan al son. Cuando se aproxima algo nuevo, no hacen más que creer en lo antiguo. Solo cuando lo nuevo envejece, queda vulgarmente anticuado y las mentes de vanguardia ya vislumbran lo moderno, ellos comienzan a dilucidar que lo antiguo era contra lo que luchaban. Justo como sucede ahora con Napoleón. Incluso si yo, como hace cuatro años, todavía creyera que existen grandes hombres, de igual modo hubiera perdido mi fe en Bonaparte sin necesidad de que Austerlitz hubiera tenido lugar.

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