Guerra y paz (78 page)

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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

Pero a pesar de la terrible pobreza los soldados y los oficiales vivían igual que siempre: formaban en filas, hacían la limpieza y limpiaban los pertrechos, incluso hacían la instrucción, por las noches contaban fábulas y jugaban a las tabas. Los húsares que iban habitualmente elegantes y a la moda deslucieron bastante y los rostros de todos estaban más amarillentos y con los pómulos más salientes que de costumbre. Los oficiales seguían reuniéndose, bebiendo en ocasiones y jugando con mucha frecuencia y a lo grande y por lo tanto el dinero gastado del aprovisionamiento que no podía ser comprado era también mucho. Todos estaban en el juego.

—Bueno, hermano —gritó Denísov a Rostov una noche después de que llegara de ver al comandante del regimiento al que había ido a solicitar órdenes—. Voy a coger dos secciones y a capturar un convoy de provisiones. Que el diablo me lleve si permito que mis hombres mueran como perros. —Dio la orden al sargento de caballería de ensillar y se bajó del caballo.

—¿Qué convoy? ¿Uno enemigo? —preguntó Rostov, levantándose de la cama en la que estaba tumbado, solo y aburrido en la habitación.

—¡Uno nuestro! —gritó Denísov, con el mismo acaloramiento con el que había hablado con el comandante del regimiento.

—Voy, me encuentro un convoy y pienso que es para nosotros y voy a preguntar al administrador por nuestras galletas. Me vuelven a decir que no hay, que ese se lo llevan a los de infantería. Que espere un día más, que escriba una solicitud. He escrito ya siete, y seguimos sin tener provisiones. Cogeré el primero que me encuentre. No permitiré que mis hombres se mueran de hambre —decía Denísov—. Quien quiera, que me juzgue.

Sin abandonar ese estado de irritación en el que se encontraba, Denísov se sentó en el caballo y partió. Los soldados sabían hacia dónde se dirigían y aprobaban en gran medida las órdenes de su jefe, estaban alegres y bromeaban entre sí y sobre los caballos que tropezaban y caían. Denísov miró a los soldados y se volvió.

—Tienen un aspecto infame —dijo él y siguió al trote por el camino por el que debía pasar el convoy. No todos los caballos podían trotar; algunos caían de rodillas, pero sacaban sus últimas fuerzas para no perderse de los suyos. Alcanzaron el convoy, los soldados del mismo intentaron oponerse, pero Denísov golpeó en el hombro a un viejo sargento de caballería y se llevó el convoy. Media hora después dos oficiales de infantería, un ayudante de campo y el encargado de alojamiento del regimiento cabalgaron hasta allí para pedir una explicación. Denísov no les dijo ni una palabra y únicamente gritó a sus soldados:

—¡Vamos!

—Responderá de esto, capitán; esto es un escándalo, un saqueo, nuestros hombres hace dos días que no comen. Esto es pillaje. Responderá de ello, señor mío —y bamboleándose en el caballo, como se bambolean todos los oficiales de infantería al montar, se alejó.

—¡Va como un perro por una valla! —le gritó Denísov como buen oficial de caballería burlándose del modo de montar del de infantería y haciendo reír a todo el escuadrón.

Repartieron abundantemente las galletas entre los soldados e incluso las compartieron con otros escuadrones, y el comandante del regimiento al conocer toda la historia, repetía, tapándose los ojos con las manos abiertas:

—Haré la vista gorda ante esto, pero ni respondo de ello ni sé nada.

Sin embargo al día siguiente, tras haber recibido una queja del comandante de infantería, llamó a Denísov y le aconsejó que fuera al Estado Mayor y que allí al menos acusara recibo en el departamento de aprovisionamiento y que dijera que había recibido unas provisiones que estaban registradas para el regimiento de infantería. Denísov partió y volvió furioso, colorado y con tal congestión que resultó indispensable hacerle inmediatamente una sangría; un plato lleno de sangre negra salió de su brazo peludo y solo entonces se encontró en situación de contar lo que le había sucedido. Pero cuando llegaba al momento culminante de la historia, se acaloraba de tal modo que la sangre le manaba del brazo y fue necesario vendárselo.

—Llego. ¿Y piensas que son tan pobres como nosotros? ¡Qué va! Miro a los judíos de aprovisionamiento, todos limpitos, planchaditos y alegres. Bueno, ¿dónde está vuestro jefe? Me lo dijeron. Esperé durante un buen rato. Esto ya me irritó bastante. Les imprequé a todos y les mandé que me anunciaran. Estoy de servicio y he cabalgado treinta verstas. Bien, llega el ladrón en jefe: Vaya a ver al comisario, regístrese allí y su asunto será presentado al alto mando.

—Usted a mí no me tiene que dar lecciones, padrecito, y será mejor que no me hagan esperar tres horas.

Le insulté y me fui. Fui de un funcionario a otro y a otro, me hacían pasar de uno a otro y todos eran unos petimetres, te digo que ya me estaba poniendo furioso. Llego a ver a un consignatario. Me lo encuentro comiendo y veo que le llevan cerveza y pavo. Y pienso, a este no le voy a esperar. Entro y a quién te crees que me encuentro (en ese momento se soltó la venda y salpicó la sangre). ¡Telianin!

—¡Así que eres tú quien nos mata de hambre! ¡Y le di, zas, zas, en toda la jeta! ¡Ah... (dijo una palabrota)! Si no me lo quitan le habría matado... ¿Bonito, eh?

—Pero por qué gritas, tranquilízate —decía Rostov—. Va a haber que sangrarte de nuevo.

En la batalla de Friedland dos escuadrones de Pavlograd, que comandaba Denísov, fueron situados en el flanco izquierdo, cubiertos por la artillería, como les había dicho por la mañana el comandante del regimiento. Desde el comienzo de la batalla se abrió un fuego muy intenso sobre los húsares. Las filas caían una tras otra y nadie les dio orden de retirarse o de cambiar la posición. Denísov, aunque estaba igual de repeinado y de perfumado para la batalla que siempre, estaba triste y daba enfadado las órdenes para la retirada de los muertos y heridos. Al ver no muy lejos a un general que se acercaba cabalgó hasta él y le explicó que estaban aniquilando a toda la división sin que esto supusiera ningún beneficio para nadie. Los caballos estaban tan débiles que no podían cabalgar al ataque y aunque esto hubiera sido posible, la zona era intransitable y no había ninguna necesidad de formar bajo las balas, cuando se podía seguir adelante. El general sin terminar de escucharle se dio la vuelta y se alejó.

—Diríjase al general Dójturov, yo no soy el superior. —Denísov buscó a Dójturov. Este le dijo que el superior era un tercer general y este tercero le dijo que el superior era el primero.

«Que el diablo les lleve», pensó Denísov y regresó cabalgando. A Kirsten ya le habían matado y el oficial superior era Rostov. Ya

había tantas bajas que la gente se mezclaba y abandonaban las posiciones. Denísov consideró que era su deber reagrupar a a sus hombres. Pero en ese momento la infantería tropezó con ellos y se lo impidió.

—No merecía la pena perder la mitad del escuadrón. ¡Demonio! —dijo él, pero en ese instante le alcanzó metralla en la espalda y le hizo caer sin sentido del caballo. Rostov ya estaba acostumbrado a soportar la sensación de terror que siempre se le repetía en la batalla, igual que sabía esmerarse en reunir al batallón en la huida y después correr como fuera.

XXXIII

B
ORÍS
se había colocado en el alto mando imperial al finalizar la anterior campaña y no cesaba de cosechar éxitos. Se contaba entre el batallón Preobrazhenski privado de Su Majestad y a consecuencia de ello consiguió más respeto y estaba a la vista del emperador. El príncipe Dolgorúkov no se olvidó de él y se lo presentó al príncipe Volkonski. El príncipe Volkonski se lo recomendó a otro, un hombre muy influyente, con el que el joven Drubetskoi comenzó a servir (sin dejar de recibir el sueldo del batallón privado del emperador) como ayudante de campo. Borís gustaba a todos, especialmente a las grandes personalidades, a causa de su, como ellos decían, aspecto elegante y franco, su modestia, su saber estar, su escrupulosidad al cumplir con los encargos y su precisión, exactitud y elegancia al hablar. La guardia, al igual que en la primera guerra, iba de fiesta en fiesta; durante toda la campaña las mochilas y una parte de los soldados fueron montados en los carros. Los oficiales iban en coche con todas las comodidades. Toda la guardia marchaba así y el batallón de Su Majestad lo hacía aún más lujosamente. Berg ya era el comandante superior de la compañía en el batallón y de la caballería Vladimirski y estaba muy bien considerado en el mando. Precisamente en Bartenstein fue Borís a ver a ese hombre muy influyente para el que tenía una carta del príncipe Volkonski, fue tomado como ayudante de campo y se separó de Berg, previendo un futuro mejor. Esta esperanza se cumplió. Esa majestuosidad del séquito del emperador, que solo había visto en el pasillo del palacio de Olmütz, la veía ahora en la misma sala en la que se encontraba. Fue invitado a uno de los bailes que daba el ministro prusiano Gardenberg y que el emperador y el rey honraron con su presencia. En este baile, Borís, que era un excepcional bailarín, se distinguió aún más. Y le sucedió que se encontraba bailando con la condesa Bezújov cuando el emperador se le acercó y le dijo a esta unas palabras. Estaba bailando con ella y el emperador le habló y se alejó sonriendo cariñosamente a Borís, en el instante en el que iban que comenzar a bailar una escocesa. Borís, que sabía quién era esa belleza, en la que había reparado el emperador, le pidió a un conocido suyo ayudante de campo del emperador que se la presentara. Utilizó su relación con el príncipe Vasili para iniciar la conversación y con su innato tacto evitó hablar de su marido (sintió, de una manera instintiva, desconociendo los detalles, que no debía hacerlo). Hélène le iluminaba por completo con su sonrisa, la misma sonrisa, con la que había iluminado al zar, le dio su mano y fue inmediatamente cuando el zar habló con ella. Durante la conversación del zar con su pareja de baile Borís se apartó para no escuchar, aunque nadie le había enseñado a comportarse de ese modo. Sabía que era necesario hacerlo.

Borís estuvo todo el tiempo al lado del emperador, es decir, en las mismas ciudades y pueblos en los que estaba el emperador y todo lo que se hacía en esa corte era su principal interés y su vida. Estaba en Junsburg, cuando se recibió la terrible noticia de la derrota de Friedland, enviada a San Petersburgo, y estuvo después en la entrevista de los dos emperadores en nuestra orilla del río Niemen en Tilsit. Como la persona a la que servía no se encontraba en Tilsit con el emperador durante la entrevista de los emperadores, y sin embargo el batallón Preobrazhenski estaba allí, Borís, reconociendo francamente que deseaba presenciarlo, le pidió a su superior que le dejara libre de servicio durante un tiempo, a lo que le respondieron que sí.

En julio fue a su batallón y fue bien recibido por sus compañeros, con los que sabía llevarse tan bien como con los mandos. Nadie sentía adoración por él, pero todos le consideraban un joven agradable. Llegó por la noche, la contraseña era: «Napoleón, Francia, valor», en respuesta a la contraseña que la víspera había establecido Napoleón: «Alejandro, Rusia, grandeza». Y esa fue la primera novedad que le contó entusiasmado Berg. Berg le mostró una casa en la que había estado Napoleón y era extraño y alegre experimentar la cercanía de ese hombre, cuya cercanía resultaba antes tan terrible. Borís percibía todo el entusiasmo del ambiente y deseaba ver a Napoleón aún más de cerca cuando Rostov fue a verle.

A la mañana siguiente hubo una reunión de oficiales en casa de Berg y Borís, que había sido testigo del encuentro, dos días antes, narraba los detalles del mismo. Borís hablaba con su sempiterna sonrisa, que delataba o una leve burla o ternura hacia aquello que había visto o la alegría de poder narrarlo. Él narraba como raramente se sabe hacer, con un poder tal en la voz que se percibía involuntariamente que todo lo que él decía era nada más que la verdad, era tan parco en florituras y se abstenía tanto de hacer juicios personales, que le escuchaban en silencio. Se podía apreciar que él narraba los hechos, renunciando a sus propios juicios.

—Estuve junto a Napoleón —comenzó él—. Partimos por la mañana temprano. El emperador fue a caballo junto al emperador de Prusia. Llevaba un uniforme del batallón Preobrazhenski, un sombrero y la banda de San Andrés. Conocen la aldea Ober-Mamensek Kruk, ahí hay una taberna cerca de la orilla. El emperador entró en la taberna, se sentó junto a la ventana y dejó en la mesa el sombrero y los guantes. El cuerpo de generales también entró en la taberna y todos, como si estuvieran esperando algo, se quedaron de pie en silencio junto a la puerta. El emperador estaba tranquilo como siempre, aunque un poco pensativo. Yo estaba en la ventana y podía verlo todo. Pasaron allí unas cuatro horas y nadie, ni el rey, ni el emperador, ni ninguno de los generales, dijo una palabra. Fui a la orilla y como el río no es caudaloso como ya saben, no solamente vi los pabellones sobre las balsas con los inmensos monogramas «A» y «N», sino que incluso vi toda la orilla que se encontraba cubierta por una densa multitud de espectadores. A la derecha se divisaba la guardia del emperador Napoleón (Borís llamaba así al que antes había sido «Bonaparte» sin aún saber que hacía tres días en el ejército se había prohibido severamente llamar Bonaparte a Napoleón, de forma innata sentía que debía actuar de ese modo), y en esa orilla se podían ver los mismos preparativos. Recordarán —dijo Borís con una amplia sonrisa— que ha sido necesario pensar muy bien cómo preparar el encuentro para que ninguno llegara antes que el otro, para que nuestro emperador no tuviera que esperar al emperador Napoleón y al contrario. Y en honor a la verdad, todo se ha preparado a la perfección, a la perfección —repitió él—. Positivamente este ha sido uno de los espectáculos más majestuosos del mundo. Tan pronto como escuchamos los gritos en la otra orilla de la guardia napoleónica: «¡Que viva el emperador!...».

—Sus gritos suenan mucho mejor que nuestro estúpido «hurra» —dijo uno de los oficiales.

—Sí, ¡y qué maravillosamente bien situada estaba su guardia! Hoy han prometido comer con nosotros dos oficiales de la guardia imperial francesa. Pero continúe, Drubetskoi.

—Bueno, tan pronto como escuchamos los gritos en la otra orilla y vimos al emperador Napoleón cabalgando en un caballo blanco, el ayudante de campo del emperador se lanzó a todo correr hacia la taberna y le dijo al emperador: «¡Vaya, Su Majestad!».

»El emperador salió, se puso el sombrero y los guantes con mucha tranquilidad y fue hacia la barca. Desamarraron casi al mismo tiempo, pero el emperador Napoleón atracó antes. Iba erguido con los brazos cruzados sobre el pecho. Hay que confesar que resulta muy majestuoso a pesar de su corta estatura. Pero el aspecto de nuestro emperador asombró a todos. Es excepcional —dijo enternecido Borís—, y en general ese instante fue tan grandioso y conmovedor que aquel que lo haya visto no lo olvidará nunca.

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