Guerra y paz (76 page)

Read Guerra y paz Online

Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

La recepción de esta carta que en otro momento inmediatamente después de leerla y de haber comprendido su contenido hubiera resultado un duro golpe para el príncipe Andréi, consistente en que, uno, el destino continuaba burlándose de él, disponiéndolo de tal modo que Napoleón fuera vencido ahora que él estaba en su casa, avergonzándose inútilmente de la deshonra de Austerlitz, y dos, que su padre le exigía partir inmediatamente a Korchev a ver a un tal Rostov, sin embargo le dejó completamente indiferente hacia ambos asuntos.

«Que el diablo se lleve a todos los Pultusk, los Bonapartes y las condecoraciones —pensó acerca de lo primero—. No, disculpe, pero no voy a partir mientras Nikólenka se encuentre en este estado», pensó de lo segundo, y con la carta abierta en la mano y de puntillas volvió hacia el cuarto del niño buscando con la mirada a su hermana.

Era la segunda noche que no dormía cuidando del pequeño que ardía en fiebre. Durante esas veinticuatro horas, sin fiarse del médico de la casa y esperando al que habían mandado a llamar a la ciudad, probaron un remedio detrás de otro. Agotados por la falta de sueño y por la inquietud, se hacían mutuamente reproches y discutían. En el instante en el que de nuevo entró el príncipe Andréi con la carta en la mano vio que la niñera ocultaba algo de su vista con rostro asustado y que la princesa no estaba junto a la cuna.

—Amigo mío —escuchó detrás de él el susurro de la princesa María, que a él le pareció desesperado. Y como sucede en los momentos de terrible incertidumbre se apoderó de él un inmotivado temor. Todo lo que veía y oía le parecía un confirmación de sus temores.

«Todo ha acabado, ha muerto», pensó él. El corazón se le desgarró y un sudor frío surgió en su frente. Se acercó a la cuna aturdido, convencido de que la encontraría vacía, pero el lindo y sonrosado niño, murmurando en sueños, estaba tumbado en ella. El príncipe Andréi se agachó y como le había enseñado su hermana probó con los labios si el niño tenía fiebre. La delicada frente estaba húmeda, él le tocó con la mano, incluso los cabellos estaban mojados. Una sombra se divisó a su lado bajo las cortinas de la cama. El príncipe no miró sin caber en sí de la felicidad de mirar al rostro del niño y escuchar su rítmica respiración. La sombra era la princesa María, que se había acercado con pasos inaudibles a la cuna, había levantado la cortina y la había dejado caer tras de sí. Bajo la cortina de muselina había una penumbra mate y los tres parecían encontrarse aislados del mundo.

—Está sudando —dijo el príncipe Andréi.

—He ido a buscarte para decírtelo.

El príncipe Andréi miró a su hermana con sus bondadosos ojos y sonrió con aire culpable. Los luminosos ojos de la princesa María brillaban más que de costumbre a causa de las lágrimas de felicidad que había en ellos. Despacio para no despertar al niño, se cogieron de la mano y la torpe princesa María con este gesto enganchó levemente la manta de la cuna. Se riñeron el uno al otro, permaneciendo aún de pie en esa luz mate de la cortina como si lamentaran despedirse de ese mundo apartado, limpio y lleno de tanto amor y, finalmente, enganchándose el cabello y suspirando salieron y cerraron tras ellos las cortinas.

Al día siguiente el niño estaba completamente recuperado y el príncipe Andréi partió para Korchev para cumplir el encargo de su padre.

XXXI

L
A
última deuda de 42.000 rublos, contraída para el pago de las pérdidas de Nikolai, aunque era una suma insignificante en relación a todas las propiedades del conde Rostov, resultaba la gota que colmaba el vaso. Este último préstamo, que el conde había solicitado bajo palabra y el pago de sus cuotas, desordenó definitivamente los negocios de los Rostov. Para el otoño debía cumplir con el pago de la letra de cambio y con las exigencias del consejo tutelar, cosas ambas que no se podían pagar sin vender propiedades. Pero el anciano conde, con la sensación de un jugador que se entrega al juego, no tuvo en cuenta a los banqueros y tuvo fe; Mítenka, nadando en aguas cenagosas, no intentó aclarar sus asuntos. Con la intención de disminuir los gastos, el conde partió al campo con su familia con la intención de pasar en él incluso el invierno. Pero la vida en el campo no ayudaba mucho al conde a solucionar sus asuntos. Vivía en su finca de Otrádnoe, una propiedad de quinientos campesinos, sin hacer ningún tipo de gasto, pero con un rico jardín y un parque y un invernadero, una enorme reserva de caza, un coro de música y caballerías. Por desgracia ese mismo año había habido dos reclutamientos y la milicia había arruinado a muchos terratenientes rusos; ellos habían puesto fin a sus saqueos. En sus propiedades se reclutaba a uno de cada tres trabajadores para la milicia, así que en las tierras de labranza se había tenido que reducir el laboreo y en las tierras de campesinos tributarios, que suponían la mayor parte de sus ingresos, los mujiks ni pagaban ni podían pagar los tributos. Además de eso debía preservar 10.000 rublos para los uniformes y las provisiones. Pero el conde no había cambiado ni un ápice ni su radiante alegría ni su hospitalidad, acentuada en el campo y desde el momento que fuera elegido por unanimidad decano de la nobleza. Aparte del gran baile y las diversiones que organizaba para la distracción de los nobles de su región, pagaba por algunos, los más pobres, con su propio dinero, y los defendía con todas sus fuerzas frente al comandante en jefe, a pesar de la fama de terrible severidad que este, el príncipe Bolkonski, tenía. Por lo tanto hubo negligencias que enfadaron al príncipe Nikolai Andreevich y para la supervisión de las mismas envió a su hijo.

Mítenka vivía con su familia en la casa grande de la aldea de Otrádnoe y todos los que tenían asuntos con el conde sabían que precisamente allí, en su casa, se decidían todas las cuestiones. En su porche se agolpaban los jefes de los campesinos, vestidos con caftanes nuevos y el calzado limpio, los campesinos harapientos y las mujeres que iban a solicitar algo. Mítenka salía a recibirles con su pelliza, sonrosado, orgulloso y desatento.

—¿Bueno, tú qué quieres?

El alcalde de la aldea explicaba que de nuevo el jefe de la milicia había ido a exigir gente para la instrucción del día siguiente, pero que el barbecho aún no estaba labrado.

—¿Qué es lo que ordena?

Mítenka frunció el ceño.

—El demonio sabe lo que hacen. Así arruinarán toda la hacienda. Le dije que escribiera —murmuró para sí mismo—. ¿Qué es esto?

Era una carta del comisario de policía rural con una petición de dinero por orden del comandante en jefe. Mítenka la leyó.

—Di que no está, ha ido a la ciudad. Luego le informaré. Bueno, ¿vosotros qué queréis?

El anciano campesino cayó de rodillas.

—¡Padre! ¡Ya se llevaron a Vaniúshka, por lo menos que me dejen a Matiúshka! Ordénalos que le dejen.

—Ya te han dicho que es solamente temporal.

—Cómo temporal, padrecito. Dicen que se los llevarán a todos.

Una mujer que pedía por su marido cayó de rodillas a sus pies.

Tras una esquina salieron aún diez hombres guiñaposos que evidentemente también eran demandantes.

—Bueno, es que ninguno de vosotros escucha. El zar ha ordenado...

—Padrecito... padre...

—Id a ver al señor.

—Padre, protégenos.

En ese momento al lado del porche del ala del intendente pasó traqueteando una enorme carroza de reata con un tiro de seis caballos grises. Dos criados iban impecables en los galones traseros. El cochero, gordo, sonrosado, con la barba untada de pomada, gritó a la gente que el potro de refresco comenzaba a centellear. «Átalo más corto, Vaska», y la carroza rodó hacia la entrada con columnas entre las tinas expuestas de la enorme casa de Otrádnoe. El conde partía a la ciudad para encontrarse con el príncipe Andréi, pero sabían que volvía al día siguiente, así como que dos días después era su santo, día de celebraciones y visitas. Ya hacía tiempo que en la sala grande se preparaba para ese día la sorpresa de una representación teatral casera de la que a pesar del ruido de los hachazos para la construcción del escenario, el conde no debía enterarse. Muchos invitados habían llegado ya de Moscú y de la capital de la provincia para ese día.

Mítenka dejó a la gente después de decirles que el conde no tenía tiempo y que no se podía cambiar nada porque todo se había decidido en su nombre.

El príncipe Andréi llevaba dos días en la capital del distrito, llevando a cabo todas las disposiciones indicadas por su padre, y solo esperaba el encuentro con el decano de la nobleza, que iba a tener lugar por la tarde, para partir.

Era obvio que a pesar del cambio que alimentaba la esperanza de que se hubiera operado en él, no podía conocer a ninguno de los habitantes de la ciudad, ni al alcalde ni al juez. Caminaba y paseaba como por un desierto. Un día por la mañana fue a un comercio y quedando prendado de la belleza de una panadera le dio cinco rublos de propina; al día siguiente un campesino fue a verle lamentándose de la vergüenza de su hija. Murmuraban de ella que era la amante del hijo del comandante en jefe. El príncipe Andréi cambió dinero, fue al mercado al día siguiente y repartió cinco rublos a cada muchacha. Cuando el conde Iliá Andréevich fue a la ciudad y se cambió en casa del juez tuvo noticia de este comportamiento del joven y le alegró mucho. Apresuradamente, como siempre y con mejor humor que de costumbre fue a ver al príncipe Andréi.

El anciano conde se servía de la gran ventaja de las personas bondadosas, que consistía en que no necesitaba cambiar su trato ni con las personas importantes ni con las que no lo eran, dado que no podía ser más cariñoso de como lo era con todo el mundo.

—¡Le saludo, querido príncipe! Me alegro mucho de conocerle. A su padre le vi una vez, pero es posible que no me recuerde. ¿Cómo es que no le da vergüenza alojarse aquí? Debería haber venido directamente a mi casa, mis cocheros le hubieran llevado en un momento, eso hubiera sido más tranquilo para usted y para los demás y podríamos haber hablado del asunto; además me imagino que usted ni siquiera tenía qué comer; y mi condesita y los niños se hubieran alegrado mucho. Ahora iremos a mi casa, dormirá allí, pasará unos días, los que quiera, precisamente pasado mañana es mi santo, no desprecie, príncipe, mi pan y mi sal. Sobre nuestro asunto espere un poco, llamaré a mi secretario y en un momento lo tendremos preparado. Ya tengo preparado el dinero; yo mismo sé, padrecito, que el servicio es ante todo.

Fuera porque realmente el conde y su secretario representaban garantía suficiente del intempestivo cumplimiento de algunas exigencias y la satisfacción de aquellas que pudieran ser satisfechas o porque el príncipe Andréi hubiera sido cautivado por las sencillas y bondadosas maneras del anciano conde tras las que no se ocultaba nada excepto una general benevolencia y bondad hacia todas las personas sin excepción, sintió que todos los asuntos oficiales habían finalizado y que si no lo habían hecho, eso no impedía de ninguna manera la falta de voluntad del anciano conde de llevar un conveniente gobierno a su padre y a todas las personas del mundo.

—¡Bueno, príncipe, buena jugada le ha hecho a los comerciantes! Así me gusta, así es como se portan los caballeros. —Y le dio bondadosamente unas palmadas en la espalda—. Así que, por favor, príncipe, amigo, no rechace alojarse en mi casa, al menos una semanita —dijo como si no dudase que el príncipe Andréi pudiera ir con él. El príncipe Andréi que se encontraba en un excepcional estado de ánimo tras el feliz desenlace de la enfermedad de su hijo, la historia con los comerciantes y especialmente a causa de que el anciano conde pertenecía a esa clase de personas tan diferente de sí mismo, que no podía medirse con ellas y que le resultaban especialmente simpáticas, realmente no pensó en la posibilidad de rechazar su invitación.

—Bueno, pero no una semanita —dijo él sonriendo.

—Allí lo veremos —concedió el anciano conde resplandeciendo con una alegre sonrisa—. Ya verá, pasado mañana habrá teatro en mi casa, mis muchachas lo han preparado. Solo que es un secreto, una sorpresa. ¡Cuide de no decirlo!

Habiendo sentado al nuevo huésped en su carroza y ordenado que el coche del príncipe les siguiera, el anciano conde le llevó a tomar el té de la tarde a Otrádnoe. El amable anciano charló abundante y alegremente y esa charla gustó aún más al joven Bolkonski. Hablaba con un amor y un respeto tal de su hijo, al que el príncipe Andréi recordaba haber visto en el extranjero, con tal cuidado y esfuerzo no se deshacía en elogios al hablar de sus muchachas (el príncipe Andréi comprendió que era esa innata delicadeza de un padre de muchachas casaderas hablando en presencia de un buen partido), miraba de una manera tan simple a todas las relaciones humanas, era tan distinto del conjunto de personas orgullosas, inquietas y ambiciosas a las que él mismo pertenecía y que tan poco le gustaban, que el anciano le agradó especialmente.

—Esta es mi barraca —dijo él con un cierto orgullo entrando en la amplia y poco empinada escalera de piedra cubierta de flores y en el amplio recibidor en el que aparecieron diez criados, la mitad sucios, pero todos alegres. El anciano le condujo directamente con las damas al salón y el balcón en el que todos estaban sentado tras la mesa de té. El príncipe Andréi encontró en la familia Rostov lo que esperaba encontrar: ancianas señoras moscovitas con una conversación en francés indolente y sin sentido, a la estricta señora Liza mirando despreciativamente hasta el mínimo detalle a su prometido, a la acogida, siempre sonrojada y modesta Sonia y al preceptor alemán con el niño fastidiándole constantemente con sus observaciones solo para mostrar a los padres y particularmente al invitado, que él, un buen alemán, recordaba cuáles eran sus obligaciones y que incluso usted, señor invitado, podía llevarle a trabajar a su casa, si es que necesitaba un buen alemán, y que iría gustoso porque de todos modos allí no sabían valorarle plenamente, y miembros de la nobleza invitados que se comportaban respetuosamente en casa del decano. Todo era como debía ser. Nada era inesperado, pero por alguna razón todo aquello, con toda su insignificancia y trivialidad conmovió al príncipe Andréi hasta el fondo de su alma. Si había una causa para su estado de ánimo, completamente teñido en ese instante de una luz tierna y poética o si todo lo que le rodeaba era lo que producía en él ese estado no lo sabía, pero todo le conmovía y todo lo que veía y escuchaba se imprimió vivamente en su memoria como sucede en los instantes solemnes e importantes de la vida.

Other books

Origami by Wando Wande
Stripping Asjiah II by Sa'Rese Thompson.
Pass Interference by Desiree Holt
Little Men by Louisa May Alcott
El corazón del océano by Elvira Menéndez
Death on an Autumn River by I. J. Parker
Shield of Lies by Jerry Autieri
Formula for Murder by JUDITH MEHL
Beneath Beautiful by Allison Rushby