Guerra y paz (74 page)

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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

—Sí, eso es otra cosa —comenzó el príncipe Andréi—. Yo construyo una glorieta en el jardín y tú hospitales. Tanto lo uno como lo otro puede servir para pasar el rato. Pero qué es lo justo y qué es el bien, dejemos que lo juzgue aquel que todo lo sabe y no nosotros. Tú dices: escuelas —continuó él contando con los dedos—, la enseñanza, etcétera, es decir, quieres sacarle de su estado animal y darle preocupaciones morales. Pero a mí me parece que la única forma de ser feliz es la felicidad animal y tú quieres privarle de eso. Yo le envidio y tú quieres hacerle como yo, pero sin darle ni mi inteligencia ni mis sentimientos ni mis medios. Luego tú dices que hay que aliviar su trabajo y en mi opinión el trabajo físico es para ellos una necesidad tal, tal condición de su existencia, como para ti y para mí el trabajo intelectual. Tú no puedes evitar pensar. Me acuesto a las tres de la mañana y me asaltan pensamientos y no puedo conciliar el sueño, doy vueltas en la cama y no me duermo hasta el amanecer porque estoy pensando y no puedo evitarlo; del mismo modo él no puede no arar y no segar porque sino iría a la taberna. Igual que yo no soportaría su terrible trabajo físico y me moriría al cabo de una semana, él tampoco soportaría mi holganza, engordaría y moriría. Y además dices... ¿qué más has dicho?

El príncipe Andréi dobló el tercer dedo.

—Ah, sí. Hospitales y médicos. Si tiene un ataque y se está muriendo tú lo sangras y lo curas y estará inútil durante diez años y supondrá un peso para todos. Sería mucho más fácil y tranquilo para él morirse. Otros nacen y siempre habrá muchos. Si lo que tú lamentas es que te va a faltar un trabajador de más... pero tú quieres curarle por amor hacia él. Y él no lo necesita. Y además, ¿qué fantasía es esa de que la medicina ha curado a alguien alguna vez...?

El príncipe Andréi expresaba con un especial entusiasmo sus pensamientos de desencanto, como un hombre que llevara mucho tiempo sin hablar. Y su mirada se animaba más cuanto más desesperanzados eran sus juicios. Contradecía en todo a Pierre, pero parecía que al contradecirle él mismo dudaba de lo que decía, y se alegró cuando Pierre le rebatió con firmeza.

—Lo único que no puedo comprender es cómo se puede vivir con tales pensamientos —decía Pierre—. Yo también me he encontrado en momentos así, no hace mucho tiempo, en San Petersburgo, pero cuando se ha llegado a ese estado, eso no es vida, todo me parecía miserable, y sobre todo yo mismo no me lavaba, no comía... pero cómo usted...

—Sí, son esos mismos pensamientos, pero no del todo —respondió el príncipe Andréi—. Yo veo que todo es así, que todo es miserable y desesperanzador, pero yo vivo y no soy culpable de ello, así debe ser, hay que vivir lo mejor posible sin hacer daño a nadie, hasta que te llegue la muerte.

—Pero entonces, ¿qué es lo que le impulsa a vivir? Con esos pensamientos tienes que quedarte quieto, sin emprender...

—Eso es lo fastidioso, que la vida no te deja en paz. Yo sería feliz no haciendo nada, pero por un lado la nobleza de la región me ha hecho el honor de nombrarme su jefe; a la fuerza me he librado. Ellos no podían comprender que no tengo lo que hace falta, carezco de la bondadosa trivialidad que se necesita. Por otro lado está esta casa que he tenido que construir para tener mi propio rincón, donde pueda estar tranquilo. Ahora la milicia que tampoco quiere dejarme en paz.

—¿Por qué no vuelve al ejército?

—¡Después de Austerlitz! —dijo el príncipe Andréi lúgubremente—. No, he dado mi palabra de que no voy a volver a servir en activo en el ejército ruso. Y no lo haré. Ni siquiera si Bonaparte estuviera aquí en Smolensk y amenazara Lysye Gory me incorporaría al ejército ruso. Bueno, como te decía —continuó el príncipe Andréi tranquilizándose—, ahora la milicia, mi padre ha sido nombrado comandante en jefe de la tercera región y la única forma que tengo de librarme del servicio es acudir a servir como ayudante suyo.

—¿Y se alistará?

—Sí, ya lo he confirmado. —Calló durante un instante—. Así es como se hace todo, alma mía —continuó él sonriendo—. Yo hubiera podido apartarme del servicio, pero ¿sabes por qué voy? Dirás que confirmo tu teoría de hacer el bien. Voy porque, te voy a ser sincero, mi padre es uno de los hombres más admirables de su siglo. Pero se hace viejo y no es que sea cruel, pero es demasiado íntegro de carácter. Es terrible con su costumbre de tener poder absoluto y ahora con este poder que le ha dado el emperador haciéndole comandante en jefe de la milicia. Si hace dos semanas me hubiera retrasado dos horas hubiera ahorcado a un funcionario en Yujnovo. Así que voy porque aparte de mí, nadie tiene influencia sobre mi padre y podré salvarle de cometer un acto que después le atormentaría.

—Ah, ahí lo tiene...

—Sí, pero no es como tú piensas —continuó el príncipe Andréi—. No le deseaba ni le deseo el menor bien a ese miserable funcionario que robaba las botas a los milicianos; incluso estaría muy satisfecho de verle colgado, pero me da pena mi padre, es decir, de nuevo yo mismo.

El príncipe Andréi por primera vez desde la llegada de Pierre se animó en ese momento después de la comida. Sus ojos resplandecían alegremente mientras intentaba demostrar a Pierre que en su acto no había deseo de hacer el bien al prójimo.

—Bueno, tú quieres liberar a los campesinos —continuó él—. Eso está muy bien. Pero no para ti, ni para mí, y aún menos para los campesinos. Tú no has azotado a ninguno ni has enviado a ninguno a Siberia. Y aunque se golpee a los campesinos, se les azote y se les envíe a Siberia, creo que no es peor para ellos. En Siberia llevan la misma vida de bestias y las heridas del cuerpo cicatrizan y sigue siendo igual de feliz que era antes; pero esto es necesario para esas gentes que mueren moralmente, que experimentan arrepentimiento pero que lo acallan y se embrutecen por el simple hecho de que tienen la posibilidad de castigar ya sea justa o injustamente. Esos son los que me dan pena y para los que desearía liberar a los campesinos. Es posible que tú no lo hayas visto, pero yo he visto cómo buenas personas educadas en la tradición del poder ilimitado, con los años, cuando se vuelven irascibles, se vuelven crueles y groseras y aun sabiéndolo no pueden contenerse y se vuelven más y más desgraciadas.

Andréi hablaba de esto con tal seguridad que Pierre pensó involuntariamente en que estos pensamientos se los inspiraba su padre a Andréi. No le respondió nada.

—De estos y de eso es de los que me compadezco: de la dignidad humana, de la tranquilidad de conciencia y de la pureza y no de las espaldas y de las frentes, que por mucho que se las azote o se las afeite, seguirán siendo las mismas espaldas y frentes.

—Es cierto, es cierto —gritó Pierre al que le gustaba ese nuevo punto de vista para las acciones que había emprendido.

Por la tarde el príncipe Andréi y Pierre se sentaron en la carretela y partieron para Lysye Gory. El príncipe Andréi, sin dejar de mirar a Pierre, rompía de vez en cuando el silencio con frases que delataban que se encontraba de un humor excelente.

—¡Qué contento estoy de verte! ¡Qué contento! —decía él.

Pierre callaba sombríamente y contestaba de un modo lacónico, parecía inmerso en sus propios pensamientos.

—¿Y a ti te gustan los niños? —preguntó él después de un breve silencio—. Ya me dirás cuando le veas si te gusta. —Pierre se lo prometió.

—Has cambiado terriblemente —dijo el príncipe Andréi—. Y a mejor, a mejor.

—¿Y sabe por qué he cambiado? —dijo Pierre—. No encontraré mejor ocasión de decírselo. —De pronto volvió todo el cuerpo en la carretela—. Deme la mano —y Pierre le hizo un signo masónico al que Andréi no respondió con la mano—: ¿Acaso eres masón? —dijo.

—Si cree que hay algo superior...

—No me lo digas, no me lo digas, ya lo había pensado. Sé qué es la masonería a vuestros ojos.

Pierre siguió sin hablar. Pensaba en que tenía que mostrarle a Andréi las enseñanzas de la masonería; pero tan pronto como se imaginaba cómo y qué iba a decirle, presintió que el príncipe Andréi con una palabra, con un argumento, iba a comprometer toda su enseñanza y temió comenzar y exponer a la burla su querido sanctasanctórum.

—No, ¿por qué piensa así —comenzó a decir de pronto Pierre bajando la cabeza y adoptando el aspecto de un toro que va a embestir—. ¿Por qué piensa así? No debería pensar así.

—¿A qué te refieres?

—A la vida, al destino del hombre, al reinado del mal y la confusión. Eso no puede ser. Yo también pensaba así y ¿sabe qué me salvó? Los masones. No, no sonría. La masonería no es una secta ritual y religiosa, como yo pensaba, sino que la masonería es la mejor, la única expresión de las mejores y eternas facetas del ser humano. —Y comenzó a explicar a Andréi qué era la masonería, como él la entendía y con lo que difícilmente estarían de acuerdo sus hermanos masones. Decía que la masonería es la enseñanza de la sabiduría, del cristianismo liberado de las cadenas de la religión y del Estado, la enseñanza del perfeccionamiento del ser humano, de la ayuda al prójimo, la erradicación de cualquier mal y la propagación de esta enseñanza de igualdad, amor y conocimiento.

—Sí, eso estaría bien, pero a esos iluminados los persigue el gobierno, son conocidos y por lo tanto carecen de fuerza.

—Yo no sé qué son los iluminados, ni qué son los masones —dijo Pierre entrando en un estado de elocuente exaltación en el que perdía los estribos—, y no quiero saberlo. Sé cuáles son mis convicciones y que con estas convicciones encuentro la simpatía de mis correligionarios, que son incontables en el presente, fueron incontables en el pasado y a los que el futuro pertenece. Solo nuestra santa fraternidad tiene un verdadero sentido en la vida; todo lo demás es sueño —decía él—. Comprenda, amigo mío, que fuera de esta unión todo es mentira y falsedad y yo estoy de acuerdo con usted en que a un hombre bueno e inteligente no le queda nada más que, como usted, vivir su vida intentando solamente no hacer daño a nadie. Pero asimile nuestras convicciones fundamentales, entre en nuestra hermandad, denos la mano, permita que le guíen y sentirá como yo me sentí, parte de una enorme cadena invisible cuyo comienzo se oculta en el cielo.

El príncipe Andréi miraba delante suyo en silencio, escuchando el discurso de Pierre. Unas cuantas veces pidió que le repitiera palabras que no había escuchado por el sonido de las ruedas. Por el particular brillo que tenían los ojos de Andréi y por su silencio Pierre veía que sus palabras no eran en vano y que Andréi no le interrumpiría. Ya había dejado de temer un burla o una fría réplica y solo deseaba saber cómo eran recibidas sus palabras.

Se acercaron a un río desbordado que tenían que cruzar sobre una balsa. Mientras disponían la carretela y los caballos ellos subieron en silencio a la balsa y se acodaron en la barandilla. El príncipe Andréi contemplaba en silencio el brillo del atardecer a lo largo del río.

—Bueno, y ¿qué piensa de esto? ¿Por qué calla?

—¿Qué es lo que pienso? Te escucho. Eso es todo. Pero tú dices: entra en nuestra hermandad y te mostraremos el propósito de la vida, el destino del hombre y las leyes que rigen el mundo. Pero todos nosotros somos hombres. ¿Cómo es posible que lo sepáis todo y yo no? Y tú, un hombre, ¿no sabes lo que eres?

—¿Cómo que no lo sé? —dijo Pierre fogosamente—. Si lo sé. ¿O es que no siento en mi alma que formo parte de este enorme todo armónico? ¿O es que no siento que en esta innumerable cantidad de seres en los que se manifiesta la divinidad, o la fuerza suprema, como quiera, yo no soy más que un eslabón, un peldaño entre los seres inferiores y los superiores? Si yo veo claramente, la escalera que lleva del vegetal al hombre, ¿por qué supongo que esta escalera, de la que no veo el fin por abajo se pierde en las plantas y en los pólipos? ¿Por qué no supongo que esta escalera acaba conmigo y no sigue más y más arriba hasta seres superiores? Usted a leído a Herder, que es un gran filósofo y un hombre muy docto. Él dice... —Y Pierre comenzó a explicar todas las enseñanzas de Herder que entonces eran completamente nuevas y que habían sido comprendidas en profundidad y habían emocionado a Pierre.

La carretela y los caballos ya hacía tiempo que habían sido trasladados a la otra orilla, y el sol ya se había ocultado hasta la mitad y la helada de la tarde cubría de estrellas los charcos de la orilla, pero Pierre, para sorpresa de los criados, de los cocheros y de los barqueros seguía de pie, gesticulando con las manos y hablando con su voz ceceante. El príncipe Andréi le escuchaba en la misma pose inmóvil y no cesaba de mirar el rojo resplandor del sol sobre el agua azul.

—No, amigo mío —acabó Pierre—, hay un Dios en el cielo y hay bondad en la tierra.

El príncipe Andréi suspiró y miró con ojos luminosos, infantiles y tiernos el rostro encendido y entusiasta, pero tímido frente a su amigo, al que creía superior, de Pierre.

—Sí, ¡si esto fuera así! —dijo él—. Pero vamos a sentarnos. —Y al salir de la balsa el príncipe Andréi miró al alto y limpio cielo y por primera vez después de Austerlitz vio ese alto e infinito cielo que había visto tumbado en el campo de Austerlitz desangrándose y muriendo. Al ver ese cielo recordó todos los pensamientos que le habían asaltado entonces y se sorprendió de cómo había podido después olvidar todo aquello al entrar en el antiguo ritmo de vida. Pierre no le había persuadido, todos sus razonamientos no habían hecho más que dejarle indiferente, pero la apasionada animación de Pierre, para defender sus argumentos como una tabla de salvación y el evidente deseo de su amigo de transmitir la felicidad que experimentaba a causa de sus convicciones, y sobre todo esa timidez de Pierre que por primera vez había adoptado un tono aleccionador con una persona con la que antes siempre había estado de acuerdo, todo esto junto a la prodigiosa tarde de abril y la calma del agua hicieron que Andréi de nuevo percibiera el alto cielo infinito y se enterneciera y notara que tenía fuerzas de juventud que él consideraba que ya había gastado.

—¿Por qué? —dijo el príncipe Andréi ante la insistente petición de que entrara en la logia masónica—. ¿Por qué? Para mí no es difícil y a ti te causara una gran satisfacción.

XXX

E
N
el año 1807 la vida en Lysye Gory había cambiado poco. Lo único que había variado es que en las habitaciones que ocupara de la difunta princesa estaba ahora el cuarto para el niño y allí vivían el pequeño príncipe, mademoiselle Bourienne y la niñera inglesa. La princesa ya no recibía sus lecciones de matemáticas y solo iba a saludar a su padre por las mañanas, cuando él estaba en casa. El anciano príncipe había sido nombrado uno de los ocho comandantes en jefe de la milicia que se había establecido en toda Rusia. El anciano príncipe se había recuperado de tal modo tras el regreso de su hijo que no se había considerado con derecho a renunciar al deber para el que le había designado el propio emperador. Seguía igual, pero en los últimos tiempos, con más frecuencia por las mañanas, antes de desayunar y también antes de la comida tenía accesos de rabia, durante los que resultaba terrible para sus subordinados e insoportable para los miembros de su casa.

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