Guerra y paz (73 page)

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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

Después del discurso dado a los administradores Pierre comenzó a trabajar a diario con el administrador general. Pero, para su sorpresa, advirtió que sus trabajos no hacían avanzar la cuestión ni un paso. Sentía que sus esfuerzos corrían independientes de su objetivo, que no la emprendían con la cuestión ni la hacían avanzar. Por una parte el administrador, presentando el asunto con el enfoque más negativo, le mostraba a Pierre la necesidad de pagar las deudas y de emprender nuevos trabajos a costa de los hombres, con lo que Pierre no estaba de acuerdo. Por otro lado, Pierre exigía que se iniciara ya el proceso de manumisión, a lo que el administrador exponía la necesidad de pagar antes la deuda con el Consejo de Tutela y por lo tanto la imposibilidad de una rápida liberación de los campesinos. El administrador no decía que eso era completamente imposible, pero recomendaba que para la consecución de ese objetivo se vendieran los bosques de la provincia de Kostromá, la venta de las tierras bajas y las propiedades de Crimea; pero todas estas operaciones estaban según el administrador ligadas a procesos tan complejos de levantamiento de prohibiciones, peticiones de licencias y etcétera que Pierre se perdía y lo único que le decía era: «Sí, sí, hágalo así».

Pasaron dos semanas y el asunto de la manumisión no avanzó ni un solo paso. Pierre luchaba y hacía diligencias, pero sentía vagamente que no tenía ese práctico tesón que le hubiera dado la posibilidad de tomar el asunto en sus manos y poner en movimiento la rueda. Comenzó a enfadarse, a amenazar al administrador y a exigir. El administrador que consideraba todas esas fantasías del joven conde como una locura desventajosa para él, para Pierre y para los campesinos, hizo ciertas concesiones. Aunque siguiera presentando el asunto de la liberación de los campesinos como algo imposible, dispuso la construcción en todas las fincas del conde de grandes edificios para escuelas, hospitales y asilos y convenció a los campesinos de que expresaran su agradecimiento a su señor por la generosidad. Pierre conversó un par de veces con campesinos y al preguntarles sobre sus necesidades, se convenció aún más de la necesidad de llevar a cabo para ellos las reformas planeadas. Encontró en sus conversaciones la confirmación de todos sus planes, exactamente igual que el administrador halló en su discurso decadencia y la demostración de la inutilidad de todos los planes del conde. Pero Pierre no sabía que en el indefinido discurso del pueblo puede encontrarse la confirmación de todo como en las palabras de un oráculo y se sintió muy feliz cuando los campesinos le dijeron que iban a rezar a Dios durante un siglo por él, por sus hospitales y escuelas. Pierre, al recorrer todas las aldeas de Orlov, vio con sus propios ojos las paredes de ladrillo en construcción de las nuevas edificaciones de los hospitales y las escuelas.

«Hasta aquí es hasta donde penetran y bullen los ánimos que me han inspirado nuestra santa hermandad», pensaba él alegremente, mirando a los albañiles y carpinteros que pululaban alrededor de las nuevas construcciones. Pierre vio los informes de los administradores sobre los trabajos de los campesinos, que habían disminuido en el papel (en esencia los trabajos habían aumentado, dado que al trabajo en el campo se sumaba la construcción de los hospitales y las escuelas). El administrador le dijo a Pierre que sus trabajadores le bendecían y que los campesinos tributarios a los que se les había disminuido el
obrok
, estaban construyendo un altar en honor a su ángel. El administrador prometió al conde mantener sus planes de liberación aunque los campesinos ya tenían el doble de beneficios que antes y ante la decidida exigencia de Pierre de vender los bosques y las fincas de Crimea para comenzar a pagar las deudas, le prometió intentar con todas sus fuerzas cumplir los deseos del conde.

XXIX

D
ESPUÉS
de haber pasado tres semanas en el campo, sobre lo que mandó un informe a la logia, Pierre, feliz y satisfecho, volvió hacia San Petersburgo, pero sin llegar a Moscú hizo un rodeo de 150 verstas para ir a visitar al príncipe Andréi al que hasta el momento no había visto. Pierre, sabiendo que el príncipe Andréi vivía en Boguchárovo, que su padre le había devuelto, a 40 verstas de Lysye Gory fue directamente allí. Era la primavera del año 1807.

La finca, la casa, el jardín, el patio, las construcciones adyacentes... todo era igual de nuevo que la primera hierba y las primeras hojas primaverales de los abedules. La casa aún no estaba estucada, los carpinteros (siervos) trabajaban en la valla, campesinos sucios y harapientos transportaban arena en carretillas, mujeres descalzas la extendían bajo las órdenes del jardinero (alemán), presentando un gran contraste, por su suciedad, con la limpieza y elegancia del patio, la fachada de la casa y los macizos de flores. Los campesinos, quitándose apresuradamente las gorras, dejaron pasar la diligencia de Pierre. A su encuentro no salió un criado con casaquín a la antigua, ni con medias y peluca como se estilaba antes en su casa, sino un mayordomo con frac al nuevo estilo inglés.

—¿Está el príncipe en casa?

—Está tomando el café en la terraza. ¿A quién tengo que anunciar? —dijo respetuosamente el mayordomo. En Pierre había algo, a pesar de su torpeza, o especialmente a causa de su torpeza, que despertaba mucho respeto.

A Pierre le impresionó el contraste de la elegancia de todo lo que le rodeaba (sobre lo que debía reflexionar) con el abatimiento y el dolor de su amigo. Entró apresuradamente en la limpia y flamante casa, que todavía olía a pino, aún sin estucar, pero elegante hasta el mínimo detalle y extraordinariamente particular y pasando por el despacho se acercó a la puerta de la terraza en la que se veía a través de la ventana un mantel blanco, un servicio de café y la espalda de alguien con una bata de terciopelo.

Era una de esas calurosas mañanas de abril en las que todo florece tan deprisa que se teme que esa alegría primaveral se vaya demasiado pronto.

Se oyó una voz brusca y desagradable proveniente de la terraza.

—¿Quién hay ahí, Zajar? Hazle pasar a la habitación de la esquina. —Zajar se detuvo pero Pierre le rodeó, y resollando, con pasos rápidos, entró en la terraza y tomó del brazo al príncipe Andréi tan deprisa que sin que su rostro tuviera tiempo de adoptar una expresión de enojo Pierre ya, quitándose las gafas, le besaba y le miraba de cerca.

—Eres tú, querido —dijo el príncipe Andréi. Y ante estas palabras Pierre quedó sorprendido del cambio operado en el príncipe Andréi. Sus palabras eran cariñosas, tenía una sonrisa en los labios y en el rostro, pero su mirada estaba apagada y muerta, por lo cual, a pesar del evidente deseo, el príncipe Andréi no podía adoptar una expresión despreocupada y alegre. Pierre, preguntándole y relatándole, no dejaba de observar y de sorprenderse del cambio que había experimentado. No era solamente que había adelgazado, que estaba pálido y avejentado, sino su mirada y las arrugas de la frente, que denotaban un pensamiento fijo, mantuvieron impresionado largo rato a Pierre hasta que se acostumbró.

Siempre sucede que en un encuentro después de una larga separación la conversación tarda bastante tiempo en establecerse; ambos se preguntaban y se contestaban brevemente sobre cosas sobre las que ellos mismos sabían que habría que hablar largo y tendido. Finalmente la conversación empezó a detenerse poco a poco sobre las cosas brevemente esbozadas anteriormente, en las preguntas sobre la pasada campaña, sobre la herida, sobre la enfermedad, sobre los planes para el futuro (sobre la muerte de la esposa de Andréi no se habló) y también en las preguntas del príncipe Andréi sobre su matrimonio, su separación, el duelo y la masonería. (Ellos no se escribían mutuamente, no sabían cómo hacerlo. ¿Cómo podía el príncipe Andréi rellenar media paginita? Solo una vez Pierre había escrito una carta de recomendación para Dólojov.)

Ese matiz muerto y concentrado que había advertido Pierre en la mirada del príncipe Andréi ahora se manifestaba aún más intensamente en sus opiniones que con frecuencia adoptaban una triste burla hacia todo en lo que anteriormente consistía su vida, los deseos, las esperanzas de felicidad y de gloria. Y Pierre comenzó a sentir que entonces no era adecuado hablar con exaltación delante del príncipe Andréi de los sueños, las esperanzas de felicidad y la búsqueda del bien. Le dio vergüenza contarle todas sus nuevas ideas masónicas y las acciones que había emprendido, y se contuvo.

—Ya nunca más serviré en el ejército —dijo el príncipe Andréi—. O yo no valgo para nuestro ejército o nuestro ejército no me vale a mí, no lo sé, pero el hecho es que no hacemos pareja. Incluso pienso que soy yo el que no vale. —Sonrió—. Sí, amigo mío, hemos cambiado mucho, mucho, desde que no nos vemos. Ahora no encontrarás en mí nada de orgullo. Me he sometido. No ante la gente porque en su mayoría son peores que yo, sino ante la vida. Plantar árboles, criar a mi hijo, y para divertirme ejercitarme en juegos intelectuales si me distraen de algún modo. (Por ejemplo, cuando leo a Montesquieu hago anotaciones. ¿Para qué? Para matar el tiempo.) Míralos a ellos —dijo señalando a los campesinos—, hacen lo mismo con la arena y está bien.

—No, no ha cambiado —dijo Pierre, reflexionando—. Si no tiene el orgullo de la ambición posee orgullo intelectual. Eso también es orgullo, un defecto y una virtud.

—Qué orgullo puede haber, amigo mío, en sentirse culpable e inútil y eso es lo que yo siento y no solamente no me quejo sino que me encuentro satisfecho.

—¿Culpable de qué? —Ya se encontraban en el despacho en ese momento. Andréi le señaló el encantador retrato de la princesita, que le miraba como si estuviera viva.

—De esto —dijo él ablandándose por la presencia de una persona querida para él: le temblaron los labios y se dio la vuelta.

Pierre comprendió que Andréi se arrepentía de haber amado poco a su esposa y comprendió que en el alma del príncipe Andréi este sentimiento había podido crecer con una extraordinaria fuerza, pero no comprendió cómo era posible amar a una mujer. Guardó silencio.

—Bueno, ya ves, alma mía —dijo el príncipe Andréi para cambiar de conversación—. Estoy aquí como en un campamento. Solo he venido a supervisar. Hoy vuelvo de nuevo con mi padre y mi niño. Está allí con mi hermana. Te los presentaré. Saldremos después de comer.

Después de la comida la conversación trató sobre el matrimonio de Pierre y sobre toda la historia de la separación. Andréi le preguntó cómo había sucedido. Pierre enrojeció violentamente igual que enrojecía siempre que le preguntaban por eso, y dijo apresuradamente:

—Más tarde, más tarde ya le contaré todo en algún momento. —Al decir esto se sofocó. Andréi suspiró y dijo que lo que había pasado era de esperar y que era una suerte que hubiera acabado así y que aún conservara algo de fe en la humanidad.

—Sí, lo lamento mucho, mucho, por ti.

—Sí, pero todo eso ya acabó —dijo Pierre—, y qué gran suerte no haber matado a ese hombre. No me lo hubiera perdonado nunca.

El príncipe Andréi se echó a reír.

—Eh, en la guerra matan a gente así —dijo él—. Y todos lo consideran algo muy justo. Y matar a un perro rabioso es algo que está incluso muy bien. A nosotros no nos es dado juzgar lo que es justo e injusto. Los hombres siempre se equivocan y se equivocarán siempre aún más cuando juzgan lo que es justo y lo que no lo es. Solamente hay que vivir de manera que no tengamos que arrepentimos. Joseph Maistre dijo con razón: «en la vida solo hay dos verdaderas desgracias: el remordimiento de conciencia y la enfermedad. Y la felicidad es solamente la ausencia de esos dos males». Vivir para mí mismo, evitando solo para mí mismo esos dos males, esa es ahora toda mi filosofía. —El príncipe Andréi calló.

—No, yo vivía solo para mí mismo —comenzó Pierre—, y de este modo solo he arruinado mi vida. No, no puedo estar de acuerdo con usted. Solo ahora comienzo a entender todo el significado de la enseñanza del amor cristiano y el espíritu de sacrificio.

Andréi miraba en silencio con sus ojos apagados a Pierre y sonreía dulce y burlonamente.

—Iremos pronto a ver a mi hermana, la princesa María, coincidirás con ella. Esta es, alma mía, la diferencia que hay entre nosotros: tú vivías para ti mismo —dijo él—, y casi arruinas tu vida y solo has hallado felicidad cuando has comenzado a vivir para los demás y yo he experimentado algo diametralmente opuesto. Yo vivía para la gloria. (¿Y qué es la gloria? Es ese mismo amor al prójimo, el deseo de hacer algo por ellos, el deseo de recibir sus alabanzas.) Así yo vivía para los demás y no casi sino que he arruinado mi vida por completo y desde entonces estoy más tranquilo y vivo solo para mí.

—¿Cómo para sí mismo, y su hijo, su hermana, su padre? —dijo Pierre.

—Son lo mismo que yo. No son los demás —continuó Andréi. Y los demás, el prójimo,
le prochain
, como tú y la princesa María lo llamáis son la fuente de los errores y del mal,
le prochain
, son esos campesinos de Orlov que vienes ahora de visitar y a los que quieres hacer el bien. —Y miró a Pierre con una mirada provocativa y burlona. Era evidente que él, como un hombre que no está aún completamente convencido de sus nuevos principios y que no había tenido aún la ocasión de expresarlos, quería incitar a Pierre.

—Está bromeando. ¿Cómo se puede decir eso? —dijo Pierre animándose—. Qué error o qué mal puede haber en que la gente infeliz, como nuestros campesinos, que son gente como usted y como yo, que viven y mueren sin más comprensión de Dios y de la verdad que las imágenes y las oraciones sin sentido, sean instruidos en las verdades consoladoras, en la fe en una vida futura, en el castigo, en la recompensa, en el regocijo? Nosotros podemos pensar de otro modo pero para ellos es diferente. ¿Qué mal y qué error hay en ayudar a la gente que muere de enfermedades, de parto por falta de asistencia, cuando es tan fácil materialmente ayudarles y les puedo proporcionar médicos, hospitales y asilos para los ancianos? ¿Y es que no es un bien sensible e indudable darle descanso y recreo a aquel que no tiene descanso ni de noche ni de día?... —decía Pierre animándose y ceceando—. Y eso es lo que yo he hecho. No solo no me disuadirá de que esto es bueno, sino que tampoco será capaz de decirme que usted mismo no ha pensado en ello.

Andréi callaba y sonreía.

—Y lo principal es que —continuó Pierre— la satisfacción de hacer el bien es la verdadera felicidad de la vida.

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