Guerra y paz (80 page)

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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

Por mucho que el doctor le intentara persuadir de que no visitara las cámaras, como llamaba a los destrozados cobertizos en los que se encontraban los enfermos tendidos en el suelo, por mucho que le amenazara con que seguramente se contagiaría con el tifus, Rostov, despidiéndose del doctor, subió arriba con el enfermero y recorrió todas las habitaciones. Al ver la situación en la que se encontraban los enfermos (en su mayor parte soldados), Rostov se convenció inmediatamente de que Denísov no podía estar allí. Pero aun así recorrió todas las estancias. Un cierto sentimiento le decía: te repugna y te horroriza ver todo esto, pero debes hacerlo, debes mirar. Y Rostov recorrió todas las cámaras. Nunca había visto un horror parecido al que vio en esa casa.

Solo había sido ocupado el entresuelo. La casa estaba construida, como todas las casas señoriales: antesala, sala, salón de tránsito, sala de divanes, dormitorios, las habitaciones de las doncellas y de nuevo antesala. No había ni un solo mueble. Desde la primera habitación a la última de todo este circuito, los soldados yacían alineados en dos filas con la cabeza hacia la pared dejando un pasillo en medio, algunos sobre rotos colchones, otros sobre paja, otros sobre el mismo suelo, sobre sus propios capotes. El olor y la suciedad eran terribles, las moscas cubrían de tal modo a los enfermos que ya ni se las espantaban. Unos estaban como muertos, solo los estertores denotaban señales de vida, otros ardían de fiebre apretándose unos contra otros, otros miraban con débiles y febriles ojos al hombre sano, fresco y limpio que pasaba por su lado. Cinco soldados sanos atendían allí y repartían agua con cucharones, que era lo que más pedían los enfermos. Denísov no se encontraba entre ellos y según el registro del enfermero Makéev, resultaba que Denísov había sido registrado en ese hospital, pero había sido trasladado a la antigua casa de un terrateniente y se encontraba allí a cargo de un doctor prusiano.

Después de muchos esfuerzos finalmente Nikolai le encontró. Denísov se había recuperado de sus heridas, pero sufría más moralmente a causa de la correspondencia que mantenía sobre el asunto del convoy que había arrebatado y la paliza propinada al funcionario de abastecimiento Telianin. Casi no reparó en Rostov y no mostró el más mínimo interés por su relato sobre Périgord, Tilsit, ni el horror del hospital, solamente le interesaba una cosa, su correspondencia y la respuesta que iba a dar a los requerimientos del departamento de aprovisionamiento, en la que injuriaba a todos los ladrones de aprovisionamiento y, autosatisfecho de su elocuencia y buena dicción, comenzó con entusiasmo, riéndose y descargando puñetazos sobre la mesa, a enumerar las pullas que le tiraba al departamento de aprovisionamiento. La que sería en su opinión la última carta, bastante abultada, irónica y fulminante en su opinión, acababa con las palabras: si los señores del comisariado fueran tan eficaces para responder a las necesidades de abastecimiento del ejército como lo son para satisfacer las suyas propias, el ejército no conocería el hambre. Le dio este papel a Rostov pidiéndole que sin falta lo llevara él mismo a Tilsit y lo entregara en la misma oficina de Su Majestad.

Con el deseo de cumplir con este encargo llegó Nikolai el día 27 al aposento que ocupaba Borís.

—Me alegra mucho que hayas venido en estos momentos. Vas a ver un montón de cosas interesantes. ¿Sabes que hoy el emperador Napoleón comerá con el zar?

—¿Bonaparte?

—No, palurdo, el emperador Napoleón, no Bonaparte —dijo con una sonrisa Borís—. ¿Es que no sabes que estamos en paz y que ha habido un encuentro entre los dos emperadores?

—No sé nada. ¿Y tú lo has visto?

—Cómo no, estuve allí.

Rostov se sentía incómodo con su antiguo amigo. Comió algo y se fue a dormir. Al día siguiente los dos amigos fueron a la revista.

Rostov había llegado a Tilsit el día menos apropiado para entrevistarse con su amigo Borís y para entregar el papel de Denísov. Él mismo no podía hacerlo, dado que iba vestido de paisano y había ido a Tilsit sin permiso de su superior, pero Borís, al que pidió que lo hiciera por él, no pudo hacerlo aquel día, el 27 de junio. Desde por la mañana se difundió la noticia de que se había firmado la paz y que los emperadores se habían intercambiado las condecoraciones, la de San Andrés y la Legión de Honor, y que se daría una comida al batallón Preobrazhenski a cargo del batallón de la guardia francesa. Borís partió por la mañana temprano a su batallón.

Rostov estuvo deambulando por la ciudad. A las once entró en la plaza que dividía dos calles y en la que vivían los emperadores. En la plaza se encontraban la guardia francesa y la rusa. De la calle de al lado salió el encargado de marcar el paso. El batallón comenzó a formar y Rostov vio que cabalgaba a su encuentro la tan conocida e intensamente amada figura del emperador Alejandro, alegre y feliz. El emperador Alejandro llevaba la Legión de Honor, miraba adelante y sonreía. En el primer momento de confusión a Nikolai le pareció que era a él a quien sonreía, y experimentó un instante de felicidad, pero Alejandro miraba más adelante. Rostov siguió la dirección de su mirada y vio a un hombre a caballo con un sombrero sin pluma vestido con uniforme de coronel y la banda de San Andrés. Adivinó que era Napoleón. No podía ser ningún otro, al frente de su séquito, de corta estatura, nariz aguileña, acercándose a Alejandro y sujetándose el sombrero con la mano; no podía creer que ese fuera Napoleón Bonaparte. El vencedor de la batalla de Austerlitz, lo veía de tan cerca y era tan humano, e incluso montaba tan mal a caballo (esto saltaba a la vista de un soldado de caballería). ¿Dónde estaba la grandeza? Era un hombre como todos nosotros pecadores... Pero inmerso en estos pensamientos Rostov por poco no fue arrojado al suelo por los gendarmes que apartaban a la muchedumbre, apenas le dio tiempo a atravesar el batallón Preobrazhenski donde estaba el público y si Borís no le hubiera protegido le hubieran echado. Borís le sacó de la multitud y le colocó en primera fila entre dos hombres de estado, que se encontraban allí. Uno era un diplomático y el otro un inglés.

Durante todo el tiempo mientras que le empujaban y después cuando le colocaban en primera fila no dejaba de mirar a su héroe y observaba con sorpresa e inquietud sus relaciones con Napoleón. Para Nikolai aún era el mismo Bonaparte, aún más Bonaparte después de lo ocurrido con Périgord.

Rostov vio que después de intercambiar algunas palabras se estrecharon la mano el uno al otro (le ofendía que Napoleón, y cualquier francés, maestro o actor, estrechara la mano de nuestro emperador). La sonrisa de Napoleón era desagradablemente fingida, la de Alejandro cariñosa y luminosa. Ambos se acercaron al batallón Preobrazhenski, directamente hacia ellos, hacia él y los hombres de estado que se encontraban a su lado. Estos se echaron atrás pero quedaron tan cerca que se sintieron involuntariamente turbados, especialmente Rostov que temía que le reconocieran y le entregaran a los tribunales. Sus ojos se encontraron de nuevo con los ojos del emperador y Nikolai los apartó rápidamente. Le parecía que no era digno del luminoso resplandor de los ojos del emperador. (Quizá le parecía que no lo era a causa de que él mismo estaba enojado con todos y con su incómoda situación y su juventud.) Se volvió y sus ojos se fijaron involuntariamente en la figura, cercana a él, de un soldado de flanco del batallón Preobrazhenski. Era un hombre alto y pelirrojo, con un rostro bobalicón y rubicundo y ojos empañados. No solamente todo su cuerpo sino los rasgos de la cara, los ojos, e incluso los pensamientos estaban en ese momento en posición, es decir, se encontraban inmersos en el esfuerzo de estirarse y mirar a los ojos del emperador.

A tres pasos de sí escuchó una voz bronca, precisa y agradable que hablaba en francés:

—Majestad, le pido su permiso para otorgar la orden de la Legión de Honor al más valiente de sus soldados.

Rostov miró: el que hablaba era Bonaparte. Alejandro, agachando la cabeza, sonrió imperceptiblemente.

—A aquel que haya sido más valiente que ninguno durante la guerra —añadió Napoleón mirando las filas.

—Permítame, Excelencia, que le pregunte su opinión al coronel —dijo Alejandro y espoleando al caballo, se dirigió hacia el coronel Kozlovski. Entretanto Bonaparte se bajó del caballo y soltó las riendas. Un ayudante se arrojó adelante apresuradamente. «También se pavonea», pensó con rabia Nikolai.

—¿A quién se la damos? —preguntó a media voz en ruso el emperador Alejandro a Kozlovski.

—A quien ordene Su Majestad.

El emperador frunció involuntariamente el ceño y mirando en derredor, dijo:

—Sí, pero algo habrá que decirle.

Kozlovski, con aspecto decidido, miró a las filas y también abarcó a Rostov con esa mirada.

«¿Y si es a mí?», pensó él.

—¡Lázarev! —dijo el coronel con voz firme e inmutable, llamando al primer soldado por categoría, el mismo a cuyo bobalicón rostro había estado mirando Rostov.

Lázarev avanzó con soltura, gallardo, pero su rostro temblaba como sucede con los soldados que son llamados al frente para ser castigados.

Bonaparte se quitó los guantes y mostró las pequeñas y rollizas manos (de peluquero, pensó Rostov) y no tuvo más que volver ligeramente la cabeza para que los miembros de su séquito adivinaran instantáneamente qué era lo que quería y se ajetrearan y se fueran pasaron unos a otros la condecoración con la cinta y se la dieran sin hacer esperar ni un segundo a su pequeña mano extendida. Era evidente que él sabía que no podía ser de otro modo. Estiró la mano y sin mirar apretó dos dedos, en ellos estaba la condecoración. Se acercó a Lázarev y mirando hacia arriba hacia ese rostro inmóvil —que no estaba radiante ni enfurruñado, su rostro no podía cambiar—, dirigió su mirada al emperador Alejandro, dándole a entender que lo hacía
por él
, y la mano con la condecoración tocó el botón del soldado Lázarev, seguramente deseando y suponiendo que la condecoración se quedaría enganchada por sí misma en el botón. Él sabía que solamente consistía en que su mano, la mano de Napoleón, le honrara tocando el pecho del soldado ruso y que ese soldado ya se consideraría sagrado. La cruz quedó en efecto prendida, porque las corteses manos de rusos y franceses, molestándose unas a otras, se arrojaron a prenderla. Lázarev mientras tanto, como alrededor de él rondaban todas las fuerzas del mundo, seguía en presenten armas sin moverse, mirando directamente a los ojos de Alejandro y de vez en cuando hacia debajo de reojo a Bonaparte y mirando a Alejandro como si le preguntara si debía seguir en esa posición o si no le ordenaba hacer algo más o matar a ese Bonaparte, o si no hacía falta o si tenía que quedarse así. Pero no le ordenaron hacer nada y se quedó en la misma postura.

Los emperadores montaron a caballo y se alejaron. Los soldados del batallón Preobrazhenski se acercaron a la mesa y se sentaron alrededor —rusos y franceses— y comenzaron a comer con los servicios de plata.

Lázarev se sentó en el sitio de honor. No solo los soldados, sino los oficiales, tenían unos rostros tan felices que era como si se acabaran de casar. Los soldados intercambiaron los chacos, los gorros, los uniformes, se palmearon los hombros y las barrigas los unos a los otros. Lo que más se escuchó decir era «Bonjour». Los oficiales rusos y franceses iban y venían en círculo, haciendo en ocasiones de traductores de los soldados y también abrazándose y declarándose amor y alabándose mutuamente la valentía. Rostov caminaba por la calle, mirando desde lejos esa escena, y se fue a casa de Borís a esperarle.

Borís y Berg, también felices y sonrosados, volvieron por la tarde.

—Qué suerte ese Lázarev, mil doscientos rublos de pensión vitalicia —decía Berg, al entrar.

—Sí —respondió Borís—. ¿Por qué no has venido con nosotros? —dijo dirigiéndose a Rostov—. Todo ha sido excelente. Se dice que nuestro emperador también ha concedido la cruz de San Jorge al más valiente de los soldados de la guardia francesa —dijo él.

—Bueno, has tenido suerte de venir y poder ver el festejo.

—A mi juicio esto no es un festejo sino una farsa —dijo sobriamente Rostov.

—Cómo te gusta llevar la contraria.

—Es una pura farsa y nada más... —comenzó de nuevo Rostov, pero Borís no le dejó terminar.

—Tengo que ir a ver a Saussure, que me ha llamado.

—Bueno, vete.

Borís se fue y Rostov volvió a su regimiento sin despedirse, dejando la siguiente nota para Borís: «Me marcho porque no tengo nada más que hacer; y no he querido verte antes de irme porque tenemos puntos de vista tan diferentes que nos es mucho más fácil separarnos y no fingir. Ve por tu camino y te deseo mucho éxito. Te pido que entregues la carta de Denísov».

Cuarta parte
I

Y
A
nadie hacía mención a
Bonaparte
, natural de Córcega y anticristo. Napoleón era un gran hombre, no así Bonaparte. Estuvimos dos años aliados con esa gran personalidad y genio, el emperador Napoleón. Se homenajeó a su embajador Caulaincourt durante dos años en San Petersburgo y Moscú como nunca antes fuera homenajeado un embajador. En 1809 el emperador Alejandro acudió a Erfurt a entrevistarse otra vez con su nuevo amigo, y en la alta sociedad, la sociedad de Anna Pávlovna, solo se hablaba sobre la grandeza de la solemne cita de los dos dueños del mundo y sobre la genialidad del emperador Napoleón, el antiguo corso Bonaparte, el anticristo al que un año antes, por manifiesto imperial, excomulgaban por todas las iglesias rusas por ser enemigo del género humano. En el año 1809, la amistad de los dos señores del mundo, como llamaban a Napoleón y Alejandro, llegó incluso al extremo de que se hablara sobre el matrimonio de Napoleón con una de las hermanas del emperador Alejandro, y cuando Napoleón declaró la guerra a Austria, un cuerpo del ejército ruso cruzó la frontera para acudir en ayuda de su antiguo enemigo Bonaparte y contra su otrora aliado, el emperador austríaco.

Pero en la sociedad se tenía la impresión de que no participaríamos seriamente en esa guerra y no había preocupación. La atención principal de la sociedad rusa de ese tiempo la concitaban las reformas internas que estaban siendo llevadas a cabo en aquel momento por el emperador en todos los rincones de la administración estatal. Fue aquel período inicial del reinado que siguió al de la zarina Catalina la Grande, largo y prolongado, en el cual todo lo antiguo y anterior se consideraba anticuado e inservible y en el que además del impulso de cambiar lo fastidioso y dejar a las fuerzas jóvenes proceder a sus anchas, y aparte del motivo de que los defectos del Antiguo Régimen eran visibles y sus ventajas imperceptibles, se presentaban también numerosas razones de por qué es necesario eliminar lo viejo e introducir lo nuevo. Todo cambiaba, seguramente como un nuevo inquilino rehace su casa, en la que su predecesor ha vivido mucho tiempo antes de él. Era aquel momento temprano del reinado que cada pueblo vive unos cinco veces en un siglo. Un período revolucionario, diferente de lo que llamamos «revolución» solo por el hecho de que el poder está en manos del antiguo gobierno, y no del nuevo. En estas revoluciones, como en todas las demás, se habla del espíritu de los nuevos tiempos, de las exigencias de este tiempo, de los derechos del hombre, de la necesidad de que impere la sensatez en la estructura del estado y de la justicia en general. Bajo el pretexto de estas ideas, también entran en liza las pasiones más irrazonables del hombre. Pasarán el tiempo y las ganas, y los antiguos introductores de lo novedoso se aferrarán a su antiguo orden nuevo, ahora anticuado, y defenderán la decoración de su casa frente a la juventud que crece, que de nuevo quiere y necesita satisfacer su necesidad de probar fuerzas. Y exactamente del mismo modo ambas partes esgrimen argumentos que consideran ser la verdad; unos sobre el nuevo espíritu de los tiempos, los derechos del hombre y demás, y otros sobre el tiempo consagrado al derecho, las ventajas de lo conocido, lo acostumbrado, etcétera. Ambas partes solo aspirarán a satisfacer las necesidades de las edades del hombre.

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