Guerra y paz (81 page)

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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

Como siempre, los introductores de lo nuevo en 1809 tenían un ejemplo a imitar, y ese ejemplo era en parte Inglaterra y en parte la Francia napoleónica.

Hacía ya tiempo que había sido promulgado un decreto para eliminar la dependencia de los colegios e instituciones pertenecientes al Consejo Estatal y los ministerios, otro para favorecer la promoción de cargos a través de exámenes y otro más para abolir los privilegios de los altos cargos de la corte. También se preparaban reformas —aún más importantes y juiciosas— que daban miedo a los ancianos, los cuales sabían que no vivirían para ver los frutos de esa simiente y alegraba a la juventud, porque a la juventud le gusta la novedad. Como siempre, figurándose que tanto unos como otros alegarían sus argumentos, y pensando que actuarían consecuentemente con sus ideas sobre la base de la razón, unos y otros satisfacían únicamente sus necesidades instintivas. Y como siempre, del mismo modo unos y otros, a consecuencia de las disputas, se olvidaban hasta de sus imaginarias conclusiones y actuaban solo movidos por la pasión.

—Entonces, dado que usted dice que la nobleza ha sido el báculo del trono, ¿no sería de su agrado que los consejeros de provincias cincuentones se examinasen? —decía Speranski.

—Y usted dice que el nuevo espíritu de los tiempos es mejor, pero le demostraré que en tiempos de Iván el Terrible los rusos eran más felices que ahora —decían Karamzín y el resto de opositores.

Tanto unos como otros pensaban que el destino de la humanidad, y seguramente de Rusia y de todos los rusos, dependía precisamente de sus discusiones sobre la entrada o no entrada en vigor del decreto sobre los ministerios o los exámenes. Y precisamente en esto, como siempre, se confundían. Excepto aquellos que en esas discusiones encontraban la alegría de vivir, nadie estaba de humor para ministerios, exámenes, la emancipación de los campesinos, la entrada de jueces y demás. La vida, con sus intereses existentes en la salud y la enfermedad, la riqueza y la pobreza, el amor al hermano y a la hermana, al hijo y al padre, a la esposa y a la amante, discurría más allá de los decretos sobre los ministerios y los colegios. Como siempre, la vida con sus intereses en el trabajo y el descanso, el deseo y la pasión, las ideas y la ciencia, la música y la poesía, transcurre más allá de cualquier disposición estatal.

II

E
L
príncipe Andréi, con la excepción de un breve viaje a San Petersburgo donde fue admitido en la masonería, después de Tilsit vivió dos años más en el campo sin salir de la aldea. Todas las iniciativas que Pierre emprendía y desechaba en sus posesiones, sin fuerza para superar la resistencia tácita de los administradores y su propia indecisión e informalidad, las llevó a buen término el príncipe Andréi sin esfuerzo alguno aparente. Poseía en grado sumo lo que le faltaba a Pierre; esa tenacidad práctica que sin agitación ni esfuerzo y con muy poco movimiento por su parte, hacía avanzar dócil y correctamente sus proyectos. Una de sus posesiones, de mil campesinos, se registró como propiedad de labradores libres; en otras la azofra se cambió por el
obrok
. En Boguchárovo había un vacunador y una comadrona, algo primordial para el príncipe Andréi. Leía y estudiaba mucho, y se carteaba bastante con sus hermanos masones. Seguía las reformas de Speranski y empezaba a cansarse cada vez más de su tranquila, estable y fructífera actividad, la cual le parecía inactividad en comparación con la lucha y el derribo de todo lo anticuado que, según sus ideas, debía ahora tener lugar en San Petersburgo, el centro del poder gubernamental.

Durante dos años, cada primavera observaba en un bosque de abedules un roble torcido, que despuntaba todas las primaveras y apabullaba por su belleza y felicidad a los abedules, de cuya dicha primaveral se reía antes tan sobriamente. Le asaltaban pensamientos poco claros, imprecisos, inexpresables con la palabra incluso para sí mismo y secretos como un crimen (el príncipe Andréi enrojecía, como un niño, al pensar que alguien pudiera conocerlos). Eran estos pensamientos secretos sobre el roble los que componían todo el interés de su vida y la esencia de la cuestión que se forjaba en el alma del príncipe Andréi. Todos sus trabajos intelectuales y prácticos eran solo el relleno de un tiempo vacío de vida, y la cuestión sobre el roble y los pensamientos relacionados, la vida.

«Sí, se mantiene fuerte —pensó, sonriendo, el príncipe Andréi del roble—. Y se ha mantenido fuerte por mucho tiempo; no se ha secado cuando ha hecho calor, cuando ha abrigado el calor del amor. Se ha reblandecido y ha servido de motivo para reírse, y él mismo tiembla y se entumece en el vivo verdor. Sí, sí», decía, sonriendo y escuchando, como si estuviese cantando allí la traviesa y apasionada voz de pecho de Natasha y viendo su luz ante sus ojos. Se levantó, se acercó al espejo y miró un buen rato su bello y delgado rostro, pensativo e inteligente. Luego se dio la vuelta y contempló el retrato de la difunta Liza, que con los bucles del pelo peinados a la griega, que tierna y alegremente le contemplaba desde su marco dorado. Le miraba alegremente y aun así le decía: «¿Qué es lo que les he hecho? ¡Les quería tanto a todos!».

Y el príncipe Andréi, poniendo las manos detrás de la espalda, caminaba largo rato por la habitación, bien frunciendo el ceño, bien sonriendo. Le daba vueltas a los pensamientos sobre el roble en relación con Speranski, con la gloria, con la masonería y con la vida futura. Y en esos minutos, si alguien entraba a verle, se mostraba especialmente seco, severo, decidido y, en particular, desagradablemente lógico.

—Querido mío —solía decir entrando en esos momentos la princesa María—, no se puede sacar hoy a Koko a pasear. Hace mucho frío.

El príncipe Andréi miraba en esos instantes secamente a su hermana y decía:

—Si hiciera calor, saldría con una blusa. Pero como hace frío, hay que vestirle con ropa de abrigo, que para eso está pensada. Eso es todo lo que se debe hacer cuando hace frío y no quedarse en casa cuando el niño tiene que tomar el aire —dijo con especial lógica, como castigando a alguien por toda esa tarea interior, secreta e ilógica, sobre el roble. La joven princesa María pensaba en esas ocasiones que el príncipe Andréi estaba ocupado con su actividad intelectual y en cómo esta consumía a los hombres.

En el invierno de 1809 los Rostov, a quienes el príncipe Andréi raramente iba a ver después de su visita en 1807, se marcharon a San Petersburgo (los negocios del viejo conde se arruinaron de tal modo que se marchó a buscar un puesto en el servicio militar). En la primavera del mismo año el príncipe Andréi empezó a toser. La princesa María le convenció de ir al médico y meneando significativamente la cabeza, este aconsejó al príncipe ser prudente y no descuidar su enfermedad. El príncipe Andréi se burló de la preocupación de su hermana por la medicina y se fue a Boguchárovo. Pasó una semana solo y continuó tosiendo. Al cabo de otra, fue a ver a su padre con la firme convicción de que le quedaba muy poco de vida y aquí, al pasar junto al roble que ya había despuntado, finalmente y sin dudas dio solución a la secreta cuestión que le ocupaba desde hacía tiempo. «No, no tenía razón. Felicidad, amor, esperanza... Todo eso existe y tiene que existir y debo emplear en ello el resto de mi vida.» Puede ser, por lo tanto, que el príncipe Andréi resolviera la cuestión con tanta claridad por tener la certeza de hallarse próximo a la muerte, tal y como ocurre frecuentemente con las personas de cerca de treinta años. El príncipe Andréi, sintiendo que se terminaba su juventud, pensó que se le acababa la vida y creyó firmemente en la cercanía de su muerte. Ni que decir tiene que no le contó a nadie sus mortales presentimientos, que sirvieron como continuación de sus pensamientos secretos, pero comenzó a ser más cuidadoso, activo, bondadoso y tierno con todos, marchándose a San Petersburgo poco tiempo después.

III

A
L
llegar a San Petersburgo en 1809, el príncipe Andréi se ordenó a sí mismo dirigirse directamente a casa de Bezújov, figurándose que si, como cabía suponer, Pierre no ocupaba a solas la por todos conocida en San Petersburgo gigantesca mansión en el Moika, como mínimo allí se enteraría de dónde vivía. Cuando entró por la puerta notó que la casa estaba habitada. Preguntó si había alguien, seguro de que la pregunta solo podía referirse a Pierre, ya que la condesa, según sabía Andréi, en los últimos tiempos vivía por separado y con toda la corte en Erfurt.

—La condesa ha salido —contestó el portero.

—Así que, ¿el conde Piotr Grigórevich no vive aquí? —preguntó el príncipe Andréi.

—Está en casa. Pase, por favor.

El príncipe Andréi quedó tan sorprendido por la noticia que apenas pudo disimular su perplejidad delante del portero, y entró tras el criado en la habitación de Pierre. La casa era grande, el piso de arriba distribuido en habitaciones de techo bajo. Pierre, vestido con una camisa suelta y con sus gordos y desnudos pies calzando unas pantuflas, estaba escribiendo, sentado a la mesa. La habitación estaba atestada de libros y papeles, y había tal humo que a pesar de ser de día, estaba oscuro.

Era evidente que Pierre estaba tan abstraído en sus asuntos que tardó en oír el ruido que producía el paso de los que entraban. Ante la voz del príncipe Andréi se giró y miró a Bolkonski directamente a la cara, pero, al parecer, sin reconocerle. El rostro de Pierre no parecía saludable, estaba hinchado y de color amarillento. Había una expresión de enfado y preocupación en sus ojos y en sus labios. «Otra vez triste —pensó el príncipe Andréi—. Y no puede ser de otro modo, ya que otra vez está con esa mujer.»

—¡Ah, es usted! —exclamó Pierre—. Por fin, gracias a Dios —pero en su tono no se percibía esa antigua jovialidad festiva e infantil. Abrazó al príncipe Andréi y volvió enseguida con sus libretas, que empezó a apilar.

—Ay, además no me he lavado, estaba tan ocupado... Naturalmente, se quedará aquí y en ningún otro sitio... Gracias a Dios —dijo Pierre. Y justo en el momento de decir esto, el príncipe Andréi reparó, incluso más patentemente que antes, en nuevas arrugas en su cara abotargada y, en particular, esa expresión general de preocupación por lo cotidiano que normalmente oculta la inseguridad sobre lo importante de la vida.

—Así que no recibiste mi última carta —preguntó el príncipe Andréi—, donde te escribo sobre mi enfermedad y el viaje...

—No... ay, sí. La recibí. ¿Qué le pasa, acaso está de verdad enfermo? No, tiene buen aspecto.

—No, los dos estamos mal, amigo. Nos hacemos viejos —dijo el príncipe Andréi.

—¿Viejos? —continuó asustado Pierre—. Oh, no —se rió desconcertado—. Al revés, nunca antes había vivido tan plenamente como ahora —dijo.

Pero su tono parecía corroborar las palabras del príncipe Andréi. Se volvió otra vez hacia su mesa, como si por costumbre fuera a buscar en sus papeles la salvación.

—¿Sabe usted en qué me hallaba? Estoy elaborando el proyecto de la reforma judicial...

Pierre no terminó de hablar al ver que el príncipe Andréi, cansado por el trayecto, se quitaba su ropa de viaje y daba una orden al criado.

—Pues lo que le digo, todavía estamos a tiempo. ¡Ah, cómo me alegro de verle! Bueno, ¿y qué tal la princesa María Nikolaevna y su padre? Usted sabe que esa estancia en Lysye Gory me dejó el mejor de los recuerdos.

El príncipe Andréi sonrió en silencio.

—No, no crea —respondió Pierre a esa sonrisa con la misma seguridad como si el príncipe Andréi hubiera expresado con palabras lo que ese gesto entrañaba—. No, no crea que aquí predomina la formalidad y la apariencia. No, aquí hay gente admirable. Ahora el Gran Maestro está aquí. Es una persona excelente. Le he hablado de usted... Bueno, qué contento estoy, qué feliz —decía, empezando a entrar poco a poco en un estado de animación antaño natural y sincero.

En ese momento, con el ligero crujido de sus botas, entró en la habitación un lacayo sonrosado, elegante, con su brillante librea nueva. Digna y respetuosamente hizo una reverencia.

Pierre levantó la cabeza, entornó los ojos y antes de que el lacayo comenzase a hablar, empezó, confirmando cada futura palabra de este, a asentir suavemente con la cabeza en señal de aprobación.

—Su Excelencia la condesa Aliona Vasilevna ordenó informarle —clara y agradablemente pronunció el lacayo— de que ya que ha tenido el placer de saber de la llegada del príncipe Andréi Nikolaevich, tenga Su Excelencia la bondad de ordenar el traslado de los aposentos del príncipe al piso de abajo.

—Sí, está bien, está bien, sí, sí, sí, sí... —repitió deprisa Pierre. A pesar de participar en el destino de su amigo, el príncipe Andréi no pudo evitar sonreír. Sentía que preguntar a Pierre por cómo había sido posible reunirse de nuevo con su esposa incomodaría a Bezújov. Pero pasar en silencio sobre la noticia también resultaría incómodo.

—¿Hace mucho que regresó la condesa? —preguntó, después de marcharse el lacayo.

Pierre sonrió débilmente, lo que hizo entender al príncipe Andréi todo lo que deseaba saber. En primer lugar, con esa sonrisa dio a comprender que le aturdieron, le enredaron, eludieron su opinión y contra su voluntad, le reunieron con su esposa. En segundo lugar, habló de lo que no obstante era una creencia fundamental suya: dijo que la vida es tan corta y tan tonta que no valía la pena no hacer lo que otros tanto deseaban, no valía la pena creer en fuera lo que fuese del mismo modo que no creer. Y también añadió en francés:

—¿Necesita la solución a la adivinanza? Y así, querido mío, le reconozco que he sido demasiado obstinado y que no tenía razón. Luego, en esencia, ella de por sí no es una mala mujer... Tiene sus defectos, ¡pero quién no los tiene! Y después, aunque (entre nosotros) ya no siento amor por ella, es mi mujer... pues es eso...

Pierre se alteró por completo con la explicación y enseguida se acercó de nuevo a la mesa, cogió su libreta y comenzó a hablar del objeto de sus escritos.

Para el príncipe Andréi ya era evidente de qué pensamientos se había salvado con sus notas sobre la vieja y nueva Rusia, y estaba claro el motivo de por qué se había hinchado tanto su cara y habían surgido en él arrugas con tanta rapidez; no tanto por la vejez como por el decaimiento.

—¿No ve usted? He empezado a hablarle de mis apuntes. Supongo que hay poca responsabilidad entre los ministros y pocas formas constitucionales. La totalidad de las reformas es imprescindible, ¿y qué podría ser si no?

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