Guerra y paz (84 page)

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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

—¿Y por qué no se puede? —dijo—. Bien, hay deudas. Pues vivamos entonces de tal manera que gastemos dos veces menos.

Natasha no creía ni en la dulce sonrisa desdeñosa de su padre ni en las bromas de su madre. Sabía que llevaba razón y desde ese momento comenzó a creer en sus propias ideas y a tener opinión propia. No aprobaba que su padre buscase un puesto de trabajo en San Petersburgo; decía que todo eso era una tontería, pues ya eran ricos. Se mostró de acuerdo con la boda de Berg y Vera porque consideraba que no encajaban entre ellas. Sin embargo, le alegraba la posibilidad de divertirse en San Petersburgo. A pesar de estar preparada para vivir por siempre en el campo, no le satisfacía el estilo de vida que llevaban sus familiares en San Petersburgo. Todo le parecía estar un poco mal y ser algo provinciano, no suficientemente
comme il faut
.
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¿Por qué sabía ella cómo hay que vivir en la alta sociedad? Ciertamente, su intuición le decía que el hecho de que las habitaciones no estuvieran debidamente recogidas, los lacayos fueran sucios, la carroza estuviera anticuada y la mesa no se pusiera como es debido, ofendía a su sentido de la finura y vanidad. Se vestía ella misma y también vestía estupendamente a la anciana condesa, que se había puesto a sus órdenes. Adivinó al instante toda esa pequeña aceptación de modales y compostura que conforman los matices de la alta sociedad. En la casa de los Rostov en San Petersburgo, un poco ridícula y provinciana, Natasha les sorprendió por sus impecables modales de la más alta y elegante sociedad.

Tenía dieciséis años. Unos decían que era hermosa, otros que solamente atractiva y superficial; una coqueta malcriada. Pero todos afirmaban que era muy simpática.

Sin embargo, transcurrido un mes después de la llegada de los Rostov a San Petersburgo, Natasha recibió dos proposiciones matrimoniales de unos pretendientes ricos. Pero rehusó ambas. Se reía de tal modo y coqueteaba tan alegremente, que a los observadores jamás se les hubiera pasado por la cabeza hacerle una proposición semejante. No aparentaba ser de este mundo. Resultaba extraño pensar que de repente desease escoger un marido que anduviese en batín a su lado de entre todos esos centenares dispuestos a convertirse en su cónyuge en cuanto ella lo quisiera. Todos estaban listos para cortejarla, recoger su pañuelo, bailar y escribir versos en su álbum. Ella no permitía otra designación para ellos.

Y cuantos más hombres hubiera de este tipo, tanto mejor.

Natasha enseguida apreció a Pierre no tanto porque alguna vez creyera estar enamorada de él y por incluirle de inmediato entre las personas de la sociedad más alta, como por ser más inteligente y sencillo que el resto. Al enterarse de que era masón, le asedió a preguntas sobre en qué consistía aquello. Cuando le contó en líneas generales el objetivo de la masonería, se quedó contemplándolo largo rato con los ojos abiertos de par en par y dijo que era estupendo.

Cuando él se marchó, la vieja condesa le preguntó sobre qué habían estado hablando tan apasionadamente.

—No te lo puedo decir, mamá.

—Lo sé. Sé que es un farmazón —habló la condesa.

—Francmasón, mamá —corrigió Natasha.

Por lo que respecta a los hombres, le invadía un sentimiento semejante al que experimenta el organizador de una cacería cuando mira a las escopetas: «¿Estarán cargadas? Si lo están, el gatillo funciona y hay pólvora almacenada; todo está en orden. Así que esperen a que quiera disparar una salva con todas ellas o con una de mi elección. Pero es imprescindible que todas estén cargadas».

Natasha tenía dieciséis años y corría el año 1809. Hacía cuatro que, después de haber besado a Borís, contaba con los dedos el año en que llegaría a esa edad. Desde entonces, no le había vuelto a ver.

Delante de Sonia y de su madre, cuando la conversación giraba en torno a Borís, Natasha afirmaba con completa libertad que todo aquel asunto estaba terminado y que todo lo que pasó había sido una chiquillada de la cual no valía la pena ni hablar por estar olvidada desde hacía tiempo. Pero esta niña poseía en grado sumo el don femenino de la astucia para adornar sus palabras con el tono que más le conviniera. Un don para ocultar en lo más profundo y secreto de su alma la cuestión sobre si existía un compromiso con Borís producto de una chiquillada ya olvidada, o si por el contrario había algo más serio que la ataba a él. Esto la atormentaba dolorosamente. Por una parte, le resultaría divertido casarse ahora y precisamente con Borís, tan amable simpático y
comme il faut
(se regocijaba especialmente porque así le mostraría a Vera que no debía sentirse tan orgullosa de que era mayor y se casaba, como si fuera la única que pudiera hacerlo y le demostraría que hay que casarse no con un alemanito como Berg, sino con alguien como el príncipe Drubetskoi). Por otro lado, le agobiaba la idea de una obligación que la ataría y privaría de su mayor placer: pensar que cada hombre que conocía podía llegar a convertirse en su marido.

En 1809, cuando los Rostov se instalaron en San Petersburgo, Borís fue a visitarles. Enseguida fue recibido como todos; es decir, se le invitaba a comer y cenar todos los días. Al saber de la llegada de Borís, Natasha, sonrojándose y con la voz temblorosa, le dijo a Sonia:

—¿Sabes que ha venido?

—¿Quién? ¿Bezújov? —preguntó Sonia.

—No, el anterior: Borís. —Y arreglándose frente al espejo, entró en la sala de estar.

Borís esperaba encontrar a Natasha muy cambiada, pero todo su recuerdo era la imagen simpática de una morenita con ojos brillantes bajo los rizos, labios rojos y una atrevida risa infantil. Se presentó a verles no sin preocupación. El recuerdo de Natasha era el más poético de cuantos tenía Borís. Pero su brillante carrera, una de cuyas principales condiciones era la libertad, y la noticia, recibida a través de su madre, de la ruina de los Rostov, le obligaron a tomar la decisión final de eliminar y olvidar esos recuerdos y promesas infantiles. Pero sabía que los Rostov estaban en San Petersburgo, motivo por el cual no debía dejar de hacerles una visita. Si no lo hiciera, sería peor; con ello demostraría que seguía recordando el pasado. Se decidió a ir en calidad de viejo y buen conocido. Y por lo que respecta a su pasado con Natasha, se presentaría con esa falta de memoria con la que se tapan tantos recuerdos cordiales y vergonzosos en el mundo. Pero se sorprendió cuando Natasha entró en la sala, resplandeciente y con una sonrisa más que cariñosa, con todo el encanto de sus recién cumplidos dieciséis bellos años. En modo alguno esperaba encontrarla así. Borís enrojeció y vaciló.

—¿Qué, reconoces a tu antigua compinche revoltosa?

Borís besó su mano y admitió estar estupefacto por la transformación ocurrida en ella.

—¡Qué guapa se ha puesto!

«Pues claro», contestaron los resplandecientes ojos de Natasha.

—¿Y papá ha envejecido? —preguntó ella.

Natasha tomó asiento y escuchó en silencio la conversación entre Borís y la condesa, que se dirigía a él como a un adulto. Callada, le escudriñaba hasta el último detalle, percibiendo él la risueña carga de esa mirada obstinada e irrespetuosa. Natasha le observaba y advertía en él una cortesía indulgente que indicaba que él recordaba su antigua amistad con los Rostov y por esa razón ahora, aunque no perteneciera a la sociedad de los Rostov, no actuaría con altanería. Durante esta primera visita, al citar con tacto a personajes de la alta aristocracia, Borís —merced a un descuido en el que reparó Natasha— hizo mención a un baile de palacio al que asistió y a las invitaciones que había recibido de parte de N. N. y S. S. Se sentó, ajustando con su blanca y suave mano el limpísimo guante que cubría la izquierda. El uniforme, las espuelas, la corbata, su peinado... todo estaba a la última moda y
comme il faut’hoe
.
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En silencio, Natasha seguía sentada, mirándole de reojo con los ojos encendidos y ofendidos.

No pudo quedarse a almorzar, pero estuvo de vuelta en unos días; les visitó de nuevo y permaneció en la casa desde la comida hasta la hora de la cena. Aunque no deseaba acudir y pasar tanto tiempo, sin embargo no podía actuar de otro modo. A pesar de su decisión de rechazar a Natasha y de decirse a sí mismo que ese proceder sería algo innoble, no podía dejar de ir. Le pareció que era imprescindible explicarse ante Natasha, decirle que todo lo que pasó debía ser olvidado, que a pesar de todo... no podía convertirse en su esposa, pues no posee fortuna y jamás permitirían desposarla con él. Llegó por segunda vez y, como observaron la condesa y Sonia, Natasha parecía estar tan enamorada de Borís como antes. Le cantó sus canciones preferidas, le enseñó su álbum, obligándole a escribir algo en él, y no le permitió recordar los viejos tiempos, dando a entender que los nuevos eran estupendos. Se marchó entre la niebla bien adentrada la tarde, sin haber mencionado lo que tenía intención de decir. Al día siguiente Borís se presentó de nuevo. Y al otro, y al otro...

Recibía invitaciones de parte de la condesa Bezújova y pasaba los días enteros en casa de los Rostov.

La noche del cuarto día, cuando la vieja condesa ya estaba en chambra y cofia, sin sus rizos postizos pero con un moño gris asomando bajo su gorro de dormir, mientras hacía sobre la alfombrita las reverencias de su oración nocturna entre suspiros y gemidos, su puerta chirrió. Natasha entró corriendo, también ataviada con una chambra, unas pantuflas que calzaban sus pies desnudos y el pelo recogido. La condesa se giró, frunció el ceño y acabó de leer sus últimas oraciones «Acaso este lecho sea mi tumba». Natasha, enrojecida y nerviosa al ver a su madre en actitud de rezar, se detuvo, tomó asiento e involuntariamente sacó la lengua, amenazándose a sí misma. Al percatarse de que su madre continuaba rezando, corrió de puntillas hacia la cama, se quitó las pantuflas deslizando rápidamente un pie sobre el otro y de un salto se metió en el lecho que la condesa temía como si de su tumba se tratara. Este era alto, de plumas y con cinco cojines superpuestos de mayor a menor. Del salto, Natasha se hundió entre las plumas. Se volvió hacia la pared y comenzó a brincar y a retozarse debajo del edredón. Tumbada, daba coces y se reía levemente, ya cubriéndose la cabeza, ya mirando a su madre. La condesa se acercó a la cama con cara de severidad y, viendo que Natasha tenía la cabeza tapada y que no podía verla, dibujó una sonrisa bondadosa y tenue.

—Bueno, bueno, bueno —dijo.

—¡Mamá! ¿Podemos hablar? —dijo Natasha—. Bueno, un besito nada más, uno solo. —Y se asió al cuello de su madre, besándola debajo de la barbilla.

En el trato con su madre Natasha mostraba exteriormente unas maneras rudas, pero era tan atenta y hábil, que por mucho que asiera con las manos el cuello de su madre, siempre lo hacía de tal modo que a esta no le resultaba molesto ni desagradable.

—Bueno, ¿y qué te ocurre hoy? —preguntó la condesa acomodándose entre los cojines y esperando a que Natasha, todavía dando coces y rodando sobre sí misma, se acostara a su lado bajo el edredón y adoptase una expresión seria, dejando los brazos por fuera.

Estas visitas nocturnas de Natasha, que acontecían antes de que el conde regresase del club, eran uno de los inestimables placeres preferidos de ambas.

—¿Qué te ocurre hoy? Yo también tengo que hablarte...

Natasha tapó con su mano la boca de su madre.

—Es sobre Borís... lo sé —dijo con seriedad—. Por eso he venido. No me lo diga, ya lo sé. No, dígame, dígame —retiró la mano—. Dígame, mamá. ¿Es simpático?

—Natasha, tienes dieciséis años. A tu edad yo ya estaba casada. Dices que Boria es simpático... Lo es y mucho. Le quiero como a un hijo. Pero ¿qué es lo que quieres? ¿Qué es lo que piensas? Le has sorbido el seso completamente. Lo veo...

Pronunciando estas palabras, la condesa se giró y miró a su hija. Natasha permanecía recta e inmóvil, con la mirada puesta sobre una de las esfinges de madera roja esculpidas a los pies de la cama, de tal modo que la condesa solamente veía el perfil de la cara de su hija. Y esa misma cara sorprendió a la condesa por su expresión seria y concentrada. Natasha escuchaba y pensaba.

—Le has hecho perder la cabeza totalmente, ¿para qué? ¿Qué quieres de él? Sabes que no puedes casarte con él.

—¿Por qué? —dijo Natasha sin cambiar de posición.

—Porque es joven, porque es pobre, porque es un pariente tuyo... y porque tú misma no le amas.

—¿Cómo lo sabe?

—Lo sé; eso no está bien, querida. Y quería preguntarte si le amas o no.

—Sabe perfectamente a quién amo, ¿por qué dice tonterías?

—No, no lo sé. A Bezújov o a Denísov, o a algún otro, o... —dijo la condesa sin poder terminar de hablar debido a la risa.

Natasha tomó la larga mano de la condesa, la besó en la parte superior, luego en la palma, le dio de nuevo la vuelta y empezó a besar la primera falange del índice, luego el espacio entre los dedos, luego de nuevo la otra falange, mientras susurraba: «enero, febrero, marzo, abril...».

—Hable, mamá. ¿Por qué no dice nada? Hable —decía mirando a su madre, que con solemnidad y ternura observaba a su hija. Parecía que debido a esa contemplación había olvidado todo lo que quería decir.

—Te lo estoy diciendo, hija. No está bien. En primer lugar, porque no todos entenderán vuestra amistad de la infancia. El que le vean tan cercano a ti puede perjudicarte a los ojos de otros jóvenes que nos visitan. Y sobre todo, le distrae y le martiriza. Puede que ya haya encontrado un buen partido y ahora parece volverse loco.

—¿Volverse loco? —repitió Natasha.

—Te contaré lo que me pasó a mí. Yo tenía un primo...

—Sí, lo sé; Kiril Matvéich... ¡pero es un viejecito!

—No siempre fue un viejo. A lo que vamos, Natasha. Hablaré con Boria. No hace falta que venga tan frecuentemente a visitarnos...

—¿Y por qué no, si es lo que desea?

—Porque tú misma dices que no te casarás con él.

—Así que no me casaré, ¡cómo si hubiera que casarse con todos! No, mamá. No hable con él, no ose hablar con él. ¡Qué tonterías son estas! —dijo Natasha con el tono del que no desea que le desposean de algo propio—. Bueno, no me casaré. Así que déjele que siga visitándonos. A mí me gusta y a él también. —Miró sonriendo a su madre—. No nos casaremos, seguiremos así —repitió.

—¿Cómo puede ser eso, querida?

—Pues así. Bueno, no hace falta que me case. Seguiremos así.

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