Guerra y paz (113 page)

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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

Al ver ese Niemen en el que cinco años atrás había tenido lugar la paz de Tilsit y lo más importante, ese Niemen tras el que nació ese misterioso y colosal imperio escita, parecido al que había llegado Alejandro de Macedonia y tras el que se encontraba ese Alejandro que le exigía insolentemente la retirada de las tropas francesas de la Pomerania cuando toda Europa se inclinaba ante él, el soberano de Francia, y tras el que se encontraba esa ciudad asiática de Moscú con sus innumerables iglesias y pagodas chinas, al ver ese Niemen, ese precioso cielo y ese campo que terminaban en el horizonte, se puso el uniforme polaco y descendió bajo los disparos de la vanguardia rusa y ya no pudo evitar decidir que al día siguiente atacaría. Volviendo hacia la aldea Nogarishki, Sujorszewski, que iba más atrás, escuchaba cómo el gran hombre cantaba con voz de falsete: «Mambrú se fue a la guerra...» y veía la brillante, luminosa y alegre mirada que se detenía en todo, indiferente y que hablaba del feliz y ligero estado en el que se encontraba en ese instante el gran hombre. Desde Nogarishki se envió la orden de trasladar allí el cuartel general y Napoleón dictó la disposición que ordenaba atravesar el Niemen y atacar. Además de eso, precisamente en Nogarishki se presentaron por primera vez al emperador Napoleón muestras de billetes rusos falsos por valor de cien millones de rublos que fueron comparados con los verdaderos y aprobados por el emperador y se presentó para su firma una sentencia de fusilamiento para un sargento polaco que le había dicho una insolencia a un general francés.

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emperador ruso con la corte ya llevaba aproximadamente un mes residiendo en Wilno, donde también se encontraba el cuartel general del ejército ruso. Después de muchos bailes y fiestas en casa de los magnates polacos, en casa de los cortesanos y en casa del propio emperador, en el mes de junio a uno de los generales ayudantes polacos del emperador se le ocurrió celebrar una comida y un baile en honor del emperador de parte del cuerpo de generales ayudantes de campo. Esta idea fue muy bien acogida por todos.

El emperador expresó su acuerdo, los generales ayudantes recogieron el dinero por suscripción y la persona más del gusto del emperador fue invitada para ser la anfitriona del baile. Bennigsen ofreció su casa de las afueras y el 11 de junio fue el día elegido para la comida, el baile, el paseo en barca y los fuegos artificiales.

El mismo día en que Napoleón diera la orden de atravesar el Niemen y de que las tropas de la avanzada, haciendo retroceder a los cosacos, atravesaran el Niemen, el emperador pasó la tarde en la dacha de Bennigsen, en el baile dado por los generales ayudantes de campo.

Por la tarde al día siguiente hubo una alegre y brillante fiesta con la condesa Lovich. Había un ambiente especialmente alegre y animado.

Entre las bellezas polacas, la condesa Bezújova no comprometía la reputación de la bellezas rusas y se hizo notar. Borís Drubetskoi, que había sido invitado por mediación de Hélène Bezújova, también estaba en el baile.

A las doce de la noche seguían bailando. El emperador, paseándose por delante de los bailarines, detenía a unos y otros con esas cariñosas palabras que solo él sabía decir. Borís, como todos los del baile, honrado por la presencia del emperador se dirigía constantemente a este y estaba a su lado, a pesar de bailar y hablar con las damas. Al comienzo de la mazurca vio que Balashov se acercaba al emperador que le estaba diciendo algo a una dama polaca y se detenía, aunque era inadecuado detenerse frente al emperador. Eso significaba algo. El emperador le miró interrogativamente y comprendió que Balashov actuaba así solamente porque había una importante razón para ello y que necesitaba hablar con el emperador. Haciéndole una leve inclinación de cabeza a la dama, en señal de que la audiencia había finalizado, el emperador se volvió hacia Balashov y cogiéndole del brazo se fue con él. De manera espontánea le abrieron paso a ambos lados, dejándole un amplio camino de tres sazhen. Borís miró al grueso y rastreramente fiel rostro de Arakchéev que al advertir la conversación del emperador con Balashov se separó de la muchedumbre pero no se atrevió a acercarse. Borís, como la mayoría de las personas honestas, sentía una instintiva antipatía hacia Arakchéev, pero la benevolencia del emperador hacia él le hacía dudar de la justicia de sus sentimientos. Balashov le decía algo al emperador con rostro muy serio. El emperador se enderezó rápidamente, como una persona ofendida y sorprendida, y siguió escuchando tranquila y amablemente. Borís, a pesar de la clara conciencia de que lo que se hablaba era muy importante, a pesar del ardiente deseo de saber de qué se trataba, comprendiendo que si el conde Arakchéev no se atrevía a acercarse más, él no podía ni pensarlo, se apartó hacia un lado. De forma inesperada el emperador y Balashov fueron directos hacia él (estaba en la puerta de salida al jardín). No tuvo tiempo de alejarse y escuchó las siguientes palabras del emperador que hablaba con la agitación propia de una persona ofendida:

—Solo habrá reconciliación cuando no quede en mi patria ni un solo enemigo armado.

Ante estas palabras el emperador, advirtiendo la presencia de Borís, le miró orgullosa y decididamente y como le pareció a Borís, al emperador le resultaba agradable decir esas palabras, estaba satisfecho de la forma en que había expresado su pensamiento e incluso le satisfacía que Borís le escuchara entusiasta y respetuosamente.

—Que nadie lo sepa —añadió el emperador (Borís entendió que eso se refería a él).

Y el emperador se marchó.

Las noticias comunicadas por Balashov en el baile del emperador eran el paso de Napoleón con todo su ejército, sin previa declaración de guerra, a través de Niemen a una jornada de distancia de Wilno. Estas inesperadas noticias lo fueron más, especialmente después de un mes de infructuosa espera y en el baile. En el primer instante el emperador se sintió indignado y agitado con esa noticia y bajo la influencia de este momentáneo sentimiento halló la que después sería una famosa sentencia que a él mismo tanto gustaba y que expresaba completamente sus sentimientos. Al volver a casa desde el baile el emperador mandó llamar a las dos de la madrugada al secretario Shishkov y le ordenó que escribiera al gobernador militar de San Petersburgo y a las tropas y exigió que se incluyeran indispensablemente las siguientes palabras: No habrá reconciliación hasta que en la patria rusa no quede ni un solo enemigo armado.

Al día siguiente se escribió esa carta que comenzaba con las palabras:

«Hermano mío emperador» que aparece al principio del capítulo anterior y se envió a Balashov a hablar con Napoleón como un último intento de reconciliación. Al día siguiente la noticia que llevara Balashov era conocida por todos. El cuartel general del emperador se mudó una estación más atrás, a Sventsiani, y todas las armas del ejército retrocedieron.

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partir Balashov, el emperador le repitió de nuevo las palabras: «no habrá reconciliación hasta que en la patria rusa no quede ni un solo enemigo armado» y ordenó que se las transmitiera indispensablemente a Napoleón, aunque es probable que, precisamente porque el emperador sentía con su tacto que no era apropiado transmitir esas palabras en ese instante, en el que se estaba haciendo el último intento de pacificación, no las escribió en la carta y por eso ordenó a Balashov que las transmitiera; es decir, sentía una necesidad personal de expresarlas.

Balashov partió de noche, llegó con el alba a la vanguardia y fue detenido por los centinelas de la caballería francesa. Los soldados húsares con los uniformes carmesí no le dejaron pasar, no le hicieron ningún honor e irrespetuosamente, conversaron sombríamente entre ellos en su presencia y mandaron a buscar al oficial. Fue algo extraordinariamente raro para Balashov, acostumbrado por su posición desde mucho tiempo atrás a recibir honores, y después de su cercanía al poder supremo —su conversación de hacía tres horas con el emperador—, ver allí en tierra rusa ese hostil, y lo más importante, irrespetuoso, trato. Pero espontáneamente le vino el pensamiento de la insignificancia de esas gentes y de que a pesar de que parecían ser personas al igual que él, con brazos, piernas, memoria e ideas, a pesar de que le impedían el paso a la fuerza, tenía la misma relación con ellos que el granito de trigo con una de las principales ruedas del molino. Incluso no les miraba cuando esperaba en las filas. No estuvo esperando mucho tiempo. El coronel de húsares francés Julner se acercó a él sobre un hermoso caballo bien alimentado con el aspecto de satisfacción y bienestar que tenían también sus soldados que se encontraban en las filas. Era ese primer período de la campaña, cuando las tropas todavía se encuentran en buen estado, casi como en un desfile en tiempos de paz, solo que con un toque marcial más informal y con ese matiz de alegría, excitación y espíritu emprendedor que siempre acompaña al comienzo de la campaña. Las tropas se acicalan, se pavonean como si no supieran que muy pronto no solo no van a tener tiempo de cepillar la cola a los caballos sino que no tendrán tiempo de cepillarse sus propios cabellos, como si no supieran que pronto no habrá alegría sino horror, terror, sufrimiento y muerte.

El coronel Julner fue discreta y dignamente cortés, entendiendo visiblemente todo el significado del envío de Balashov, le condujo a través de sus soldados y se puso a conversar con él con una sonrisa.

No habían andado ni un centenar de pasos cuando les salió al encuentro el rey de Nápoles, el mismo Murat que tan diestramente había tomado él solo el puente de Viena y el que, por todos sus servicios a Napoleón, ya hacía entonces tiempo que era rey del reino de Nápoles. Cuando Julner, señalando al brillante grupo frente al que iba Murat ataviado con un manto rojo y cubierto de oro y piedras preciosas, dijo que era el rey de Nápoles, Balashov en señal de acuerdo y respeto inclinó levemente la cabeza y fue al encuentro de Murat que ahora era rey, más majestuoso e imponente que lo fuera en el año 1805 en el puente de Viena donde junto con Béliard se apropió de la otra mitad de Viena. Ese ya era el Murat que se llamaba rey de Nápoles y en cuyo título todos creían. Era ese Murat que la víspera del día en que, por exigencia de Napoleón de unirse al ejército, debía salir de Nápoles, al ir paseando de la mano de su esposa y acompañado de cortesanos por las calles de Nápoles, para distraerse de las aburridas ocupaciones diarias dos panaderos italianos se levantaron y gritaron a su paso: ¡Viva el rey! Murat con una triste sonrisa, que inmediatamente, como cada sonrisa del zar, se reflejó en los rostros de los cortesanos, dijo:

—¡Pobres desgraciados! Me dan lástima... No saben que mañana les abandonaré.

Él, como un viejo caballo algo comilón, pero siempre dispuesto para el servicio, montado en un caballo árabe adornado con oro y piedras preciosas, alegre, radiante, animado por los acostumbrados preparativos de antes de una guerra, fue al encuentro de Balashov, tocó ligeramente con la mano su gorro ribeteado de oro y adornado con plumas de avestruz y saludó alegremente al general ayudante de campo del emperador Alejandro. Se acercó y puso una mano sobre las crines del caballo de Balashov. Su bondadoso y bigotudo rostro resplandecía de autosatisfacción cuando Balashov, al conversar con él le decía: «a Su Majestad, de Su Majestad», en todos los casos, con la connatural afectación del uso demasiado frecuente del título al dirigirse a una persona para la que ese título todavía es nuevo.

O bien a Murat le gustó el rostro de Balashov o se encontraba en un alegre estado de ánimo por la hermosa mañana y el paseo a caballo, pero desmontando y cogiendo del brazo a Balashov, comenzó a conversar con él en un tono en absoluto regio ni hostil sino con el tono con el que conversarían unos bondadosos, y alegres criados cuyos amos han discutido y que siguen siendo buenos amigos a pesar de las relaciones entre sus patrones.

—Y bueno, general, ¿parece que la cosa acabará en guerra? —preguntó Murat.

Balashov reconoció que realmente el asunto estaba así, pero advirtió que el emperador Alejandro no quería la guerra y que el hecho de que le hubieran enviado a él lo demostraba.

—¿Así que no cree que el instigador de la guerra sea el emperador Alejandro? —dijo Murat con una sonrisa bondadosa bajo sus bigotes.

Al hablar de las causas de la guerra Murat dijo lo que seguramente él mismo no deseaba decir, pero lo hizo a causa de la alegría:

—Deseo de todo corazón que los emperadores den fin a este asunto entre ellos y que la guerra que ha comenzado en contra de mi voluntad acabe lo antes posible.

—No le entretengo más. Me ha alegrado conocerle, general —añadió Murat, y Balashov, después de hacerle una reverencia a Su Majestad, siguió adelante, suponiendo por las palabras de Murat que se iba a encontrar muy pronto con Napoleón.

Pero en lugar de llevarle rápidamente al encuentro de Napoleón, los centinelas del cuerpo de infantería de Davout retuvieron de nuevo a Balashov y el ayudante del comandante del cuerpo al que avisaron le condujo al encuentro del mariscal Davout.

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sombrío Davout era completamente lo opuesto a Murat. Era el Arakchéev del emperador Napoleón; un Arakchéev no cobarde, pero tan preciso y cruel, que no sabía expresar su lealtad de otra manera que a través de la crueldad. Estas personas son necesarias en el mecanismo del organismo imperial, lo mismo que los lobos son necesarios en el organismo de la naturaleza, siempre están presentes, siempre aparecen y se mantienen, por mucho que su cercanía a la cabeza del gobierno resulte impropia. Si no hubiera esa necesidad orgánica ¿cómo podría ser que una persona cruel que arrancaba personalmente los bigotes a los granaderos y que a causa de sus nervios no podía soportar el peligro, el ignorante y poco cortés Arakchéev, pudiera mantener una posición fuerte junto al caballero bondadoso y de tierno carácter que era Alejandro? Pero eso debía ser así y así era.

Balashov encontró al mariscal Davout en un cobertizo sentado sobre un tonel y ocupado en tareas administrativas (estaba comprobando las cuentas). Hubiera sido posible encontrar un alojamiento mejor, pero el mariscal Davout era una de esas personas que buscan a propósito situarse en las más sombrías condiciones de vida para tener el derecho a estar sombríos. Precisamente para ese fin están siempre apresurada y obstinadamente ocupados: «No hay lugar para ocuparse y pensar en la felicidad y en la parte amorosa de la vida del hombre, cuando como usted puede ver, estoy sentado en un barril en un sucio cobertizo y trabajando». El primer placer y necesidad de esas gentes consiste en, al encontrarse con la juvenil y bondadosa alegría de vivir, arrojar a los ojos de esa animación su sombría y obstinada actividad. Davout se proporcionó ese placer cuando le llevaron a Balashov.

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