Guerra y paz (132 page)

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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

—No se puede negar conociendo el nombre de Su Excelencia.

La princesa María entendió que el convoy era necesario para dispersar a los mujiks.

—No es necesario, no es necesario —dijo ella con tristeza y decisión—, ordena que enganchen los caballos y vámonos.

Yákov Alpátych dijo: «Como ordene», y no se marchó.

La princesa María estuvo caminando arriba y abajo por la habitación mirando de vez en cuando por la ventana. Sabía que su séquito, que la servidumbre de Lysye Gory, tenían fusiles y lo que más le asustaba era pensar en el derramamiento de sangre.

—¿Por qué están aquí? —dijo la princesa María con voz tranquila a Alpátych, señalando a la muchedumbre.

Yákov Alpátych vaciló:

—No puedo saberlo. Seguramente quieren disculparse —dijo él.

—Diles que se vayan.

—Como ordene.

—Y luego manda enganchar los caballos.

Ya eran las dos y los mujiks seguían en el pastizal. A la princesa María le informaron de que habían comprado un tonel de vodka y estaban bebiendo.

Se mandó a buscar al sacerdote para que hablara con ellos. Se les podía ver desde la ventana de la antesala. La princesa María seguía sentada con su ropa de viaje y esperaba.

—Franceses, franceses —gritó de pronto Duniasha, corriendo hacia la princesa María. Todos corrieron a la ventana y era cierto, hacia la muchedumbre de mujiks se acercaban tres jinetes, uno montado en un caballo rubicán y los otros dos en alazanes, que se detuvieron.

—¡La mano del Altísimo! —dijo solemnemente alzando una mano, Alpátych—. Son oficiales del ejército ruso.

Realmente los jinetes, Rostov, Ilin y Lavrushka, que acababa de volver, habían acudido a Boguchárovo, que se encontraba los últimos tres días entre dos líneas de los ejércitos enemigos, así que la retaguardia rusa podía llegar allí con la misma facilidad que la vanguardia francesa. Miembros de la vanguardia francesa ya habían estado allí utilizando dinero falso para conseguir comida, prometiendo libertad a todos los campesinos y exigiendo que nadie saliera del área ocupada, cosa que confundió a los mujiks de Boguchárovo.

El escuadrón de Nikolai Rostov estaba a quince verstas de allí, en Yákovo, pero dado que no había encontrado suficiente forraje allí y deseaba darse un paseo en el hermoso día de verano, se acercó junto con Ilin y Lavrushka a buscar algo más de avena y heno en Boguchárovo que era un lugar algo más peligroso por la situación actual de los ejércitos. Nikolai Rostov estaba del mejor humor. Por el camino le preguntó a Lavrushka por Napoleón, le hizo cantar una canción francesa y él mismo cantó con Ilin y se rieron pensando que iban a divertirse en la rica casa señorial de Boguchárovo donde debía haber mucha servidumbre y muchachas bonitas. Nikolai ni sabía ni pensaba en que estas eran las tierras del mismo Bolkoriski, que había estado prometido con su hermana.

Se acercaron al tonel que había en el pastizal y se detuvieron. Algunos mujiks se quitaron las gorras, turbados, otros más atrevidos, comprendiendo que los dos oficiales no eran peligrosos, no se quitaron las gorras, continuaron con sus conversaciones y cantos. Dos mujiks ancianos y altos, con el rostro arrugado y barba rala, salieron de la muchedumbre y quitándose la gorra y con una sonrisa, tambaleándose y cantando una desafinada canción, se acercaron a los oficiales.

—¡Estupendo! —dijo riéndose Rostov.

—Y cómo se parecen —dijo Ilin.

—Divertiiiiiiiida, ohh, ohh —cantaron los mujiks con sonrisas de felicidad. Rostov llamó al mujik que parecía estar más sobrio.

—Hermano, ¿dan vuestros señores avena y heno bajo recibo?

—De avena tenemos un montón —respondió—, y de heno, ni se sabe.

—Rostov —dijo Ilin en francés—, mira cuántos especímenes del bello sexo hay en la casa señorial. Mira, mira, esa es mía, cuida de no quitármela —añadió él reparando en Duniasha, que aunque sonrojada se acercaba a él con decisión.

—Será nuestra —dijo Lavrushka a Ilin guiñando un ojo.

—¿Qué necesita, belleza mía? —le dijo sonriendo.

—La princesa me ha ordenado que les pregunte de qué regimiento son y cuáles son sus apellidos.

—Él es el conde Rostov, comandante de escuadrón, y yo soy su seguro servidor. ¡Pero qué linda! —dijo él cogiéndola de la barbilla.

—¡Ay, Du... niu-hka-aaaa! —cantaron los dos ancianos, sonriendo aún más alegres, al mirar a Ilin, que conversaba con la muchacha. Tras Duniasha se acercó a Nikolai Alpátych, que se había quitado la gorra mucho antes de llegar a su altura. Él ya sabía su apellido.

—Me atrevo a molestarle, Excelencia —dijo con respeto, pero con un cierto desdén por la juventud del oficial—. Mi señora, la hija del general en jefe príncipe Nikolai Andréevich Bolkonski, se encuentra en dificultades por la ignorancia de esta gente —señaló a los mujiks—, le pide que se apiade de ella... Le importaría —dijo con una triste sonrisa Alpátych— apartarse un poco, es incómodo hablar delante de... —Alpátych señaló a esos dos mujiks que no se separaban y daban vuelta en torno a él, sonriendo y cantando y diciendo aún más alegres:

—¿Eh, Alpátych? ¿Eh, Yákov Alpátych? ¿Te importa?

Nikolai miró a los dos borrachos y sonrió.

—Puede ser que esto le resulte divertido a Su Excelencia —dijo Yákov Alpátych con rostro serio, señalando a los ancianos.

—No, no es divertido —dijo Rostov y se apartó—. Dígale que ahora iré —le dijo a Alpátych y después de ordenar a Lavrushka que se informara de la avena y el heno y de darle su caballo se acercó a la casa.

—Entonces, ¿nos entretendremos un rato? —dijo él guiñándole un ojo a Ilin.

—Mira qué encanto —dijo Ilin, señalando a mademoiselle Bourienne, que estaba asomada a la ventana. Podríamos pasar aquí la noche. Solo con que esta encantadora princesa nos dé croquetas para comer como ayer en casa del alcalde ya está hecho.

Así de alegremente conversando entraron al porche y al salón donde les recibió la princesa vestida de negro, sonrojada y asustada.

Ilin decidió en ese mismo instante que la dueña de la casa era poco interesante y se puso a mirar a la puerta, a través de cuya rendija estaba seguro que le miraban los ojos de la linda Duniasha. Nikolai al contrario, tan pronto como vio a la princesa, sus ojos profundos, dulces y tristes y escuchó su tierna voz, cambió completamente (a pesar de que no recordaba que ella era la hermana del príncipe Andréi) y su postura y la expresión de su rostro expresaron un tierno respeto y una tímida comprensión. «Mi hermana o mi madre pueden encontrarse mañana en la misma situación», pensó él escuchando su relato, al principio tímido, pero sincero. Ella no le dijo que los mujiks no le permitían irse y no le proporcionaban los carros, pero le contó que se había retrasado allí con motivo de la muerte de su padre y que ahora temía encontrarse con el enemigo aún más dado que los campesinos comenzaban a sublevarse.

Al contarle que todo eso sucedía dos días después del entierro de su padre, su voz tembló y los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Esta es la situación en la que me encuentro, confío en que no me negará su ayuda.

Nikolai se levantó al momento y haciendo una cortés reverencia, como las que se hacen a las damas de sangre real, le dijo que se consideraría afortunado de poderle servir de ayuda y que en ese instante se encaminaba a cumplir sus órdenes.

Con la cortesía de su tono, Nikolai quería dar a entender que a pesar de que había tenido la suerte de conocerla no quería aprovecharse de su desgracia para acercarse a ella. La princesa María comprendió y apreció su tono.

—Nuestro administrador lo ve todo de color negro, no le haga demasiado caso, conde —dijo la princesa María también— Lo único que quiero es que estos mujiks se dispersen y me dejen partir sin despedidas.

—Princesa, sus deseos son órdenes para mí —dijo Nikolai, y haciendo una reverencia como un marqués de la corte de Luis XIV, salió de la habitación.

—No sé cómo agradecérselo.

Al salir, Nikolai iba pensando en los dos mujiks que le habían cantado y en los otros que no se habían quitado la gorra. Enrojeció, apretó los labios y se apresuró a marchar a poner orden, rechazando el té y la comida que le ofrecían. En la antesala Alpátych le contó a Rostov todo la esencia del asunto.

—Bueno, hermano, ¿dónde te has metido? —dijo Ilin—, yo he estado pellizcando a esa muchachita de tal modo... —pero al mirar al rostro de Nikolai, Ilin guardó silencio. Se dio cuenta de que su héroe y comandante se encontraba en un estado de ánimo completamente diferente.

—Qué seres más desgraciados hay en el mundo —dijo él, frunciendo el ceño—. Estos miserables... —Llamó a Lavrushka, ordenó que le dieran los caballos al cochero de la princesa y juntos fueron hacia el pastizal.

Los dos alegres mujiks estaban tumbados uno encima del otro, el de abajo roncaba y el de arriba sonreía aún más bonachón y cantaba.

—¡Eh! ¿Cuál de vosotros es el alcalde? —gritó Nikolai, acercándose con paso rápido y deteniéndose en medio del grupo.

—¿El alcalde? ¿Para qué lo quiere? —dijo un mujik. Pero no había terminado de decirlo cuando su gorra voló y la cabeza se le volvió hacia un lado a causa de un fuerte golpe.

—¡Quitaos las gorras, traidores! —gritó a plena voz Nikolai. Todas las gorras saltaron de las cabezas y los mujiks se apretaron unos contra otros.

—¿Dónde está el alcalde?

Drónushka con paso lento, habiéndose quitado la gorra desde lejos, respetuosa pero dignamente, con su severo rostro romano y su firme mirada, se acercó a Rostov.

—Yo soy el alcalde, Excelencia —dijo él.

—Vuestra señora os ha pedido unos carros. ¿Por qué no se los habéis dado? ¿Eh? —Todos los ojos miraron a Drónushka. Nikolai no se encontraba del todo tranquilo hablando con él, tan imponente resultaba la planta y la tranquilidad de Dron.

—Todos los caballos se los han llevado las tropas, mire en los patios.

—Hum. Sí, bien. ¿Y por qué estáis todos aquí, en el pastizal, y por qué le habéis dicho al intendente que no dejaríais marchar a la princesa?

—No sé quién ha dicho eso. ¿Acaso se pueden decir esas cosas a los amos? —dijo Dron con una sonrisa burlona.

—¿Y para qué la reunión y el vodka?

—Los ancianos se han reunido para tratar un asunto de la comunidad.

—Bien. Escuchadme todos —dijo a los mujiks—. Ahora os vais a ir a vuestras casas y le vais a dar a este —señaló a Lavrushka— un carro por cada cinco casas. ¿Lo oyes, alcalde?

—Cómo no oírlo.

—Venga, márchate —le dijo al mujik que tenía más cerca—, ve a por el carro.

El mujik pelirrojo miró a Dron. Dron le guiñó un ojo. El mujik no se movió.

—¿A qué esperas? —gritó Rostov.

—Lo que diga Dron Zajárych.

—Parece que hay un nuevo jefe —dijo Dron.

—¿Qué? —gritó Rostov acercándose a Dron.

—Bueno, no sirve de nada hablar —dijo de pronto Dron, dándole la espalda a Rostov—. Se hará lo que han decidido los ancianos.

—Eso se hará —bramó la muchedumbre, agitándose—, aquí hay demasiados jefes. Nos han dicho que no hay que salir del área.

Dron se alejaba ya de Rostov.

—¡Detente! —le gritó Nikolai, volviéndole hacia él. Dron frunció el ceño y se fue hacia Rostov amenazadoramente. La muchedumbre bramó en voz más alta. Ilin, pálido, se acercó a Nikolai, echando mano al sable.

Lavrushka se echó hacia los caballos a buscar los carros que los mujiks retenían. Dron era una cabeza más alto que Nikolai. Parecía que podía aplastarle. Con un gesto despectivo, decidido o amenazador, apretó los puños y echó hacia atrás el brazo derecho. Pero en ese preciso instante Nikolai le golpeó en la cara, una, dos y tres veces, le tiró al suelo y sin detenerse un instante se fue a por el mujik pelirrojo.

—¡Lavrushka! Ata a los cabecillas.

Lavrushka, dejando los caballos, agarró a Dron por los codos desde atrás y quitándole el cinturón lo ató.

—Bueno, no hemos cometido ninguna ofensa. Ha sido una estupidez —se escucharon las voces.

—Id a vuestras casas a por los carros.

La muchedumbre se dispersó. Un mujik se fue corriendo y otro siguió su ejemplo. Solo quedaron en el pastizal los dos borrachos tumbados uno encima del otro y Dron con las manos atadas, con el mismo rostro severo e impasible.

—Excelencia, dé la orden —dijo Lavrushka a Rostov, señalando a Dron—, solo dé la orden y a este y al pelirrojo les daré una paliza como un húsar, solo espere que vaya a buscar a Fedchenko.

Pero Nikolai no respondió a los deseos de Lavrushka, le mandó ayudar a preparar las cosas en la casa para partir y él mismo se fue con Alpátych a la aldea a buscar los carros y mandó a Ilin a por los húsares. Una hora después, cuando Ilin regresó con una sección de húsares, los carros ya estaban en la entrada y los mujiks empaquetaban con especial cuidado las cosas de los amos, llenando esmeradamente los huecos con paja y sujetándolas con cuerdas para que no se perdieran.

—No lo pongas así de mal —decía el mismo mujik pelirrojo, que gritaba más alto que ninguno en la reunión, cogiendo una arquilla de manos de la doncella—. Debe costar su buen dinero. ¿Por qué la pones de cualquier manera? Se perderá. Eso no me gusta. Para que vaya como es debido debes ponerlo así debajo de la esterilla. ¡Así, sí!

—Mira qué de libros —dijo bondadosamente otro, que llevaba los libros de la biblioteca del príncipe Andréi—. ¡No los rayes!

Y qué pena, muchachos. ¡Vaya libros tan enormes!

—Sí, han escrito mucho y se han divertido poco —dijo otro señalando a los gruesos diccionarios que estaban encima. Dron, al que al principio habían encerrado en el granero, pero al que habían liberado por orden de la princesa María, administraba atentamente, junto con Alpátych, la carga de los carros y su partida.

Nikolai Rostov, que había informado de la situación de la princesa a su mando cercano, recibió autorización para escoltarla hasta Viázma y allí, habiéndola dejado en su camino, que estaba tomado por nuestras tropas, se despidió de ella respetuosamente y se permitió por primera vez besarle la mano.

VII

D
ESPUÉS
de ser ascendido a comandante en jefe, Kutúzov se acordó del príncipe Andréi y le envió orden de presentarse en el cuartel general. El príncipe Andréi llegó a Tsárevo-Záimishche el mismo día, a la misma hora, en la que Kutúzov pasaba por primera vez revista a las tropas. El príncipe Andréi se quedó en la aldea en casa del sacerdote, donde estaba el coche del comandante en jefe y se sentó en el banco del porche, a esperar a su serenísima, como todos llamaban entonces a Kutúzov. A lo lejos se podían escuchar los sonidos de la música del regimiento y el rugido de una enorme cantidad de voces de soldados que seguramente gritaban «¡Hurra!» a Kutúzov. En ese mismo porche, aprovechándose de la ausencia del príncipe y del buen tiempo, había dos tenientes, un cosaco, un correo y un mayordomo. Un menudo teniente coronel de húsares moreno, con bigotes y patillas, se acercó al porche y preguntó si se encontraba allí Su Serenísima o cuándo iba a volver.

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