Guerra y paz (131 page)

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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

Veintitrés años antes Dron, que ya era alcalde de la pedanía, comenzó de pronto a beber; le castigaron severamente y le sustituyeron por otro. Después de esto huyó y estuvo cerca de un año desaparecido visitando todos los monasterios y ermitas. Estuvo en Lavry y Solovétskie. Al cabo volvió a aparecer, le volvieron a castigar y le pusieron a trabajar como campesino tributario, pero él no se incorporó al trabajo y volvió a desaparecer. Dos semanas después apareció exhausto y consumido, arrastrando los pies con dificultad y se echó en su isba. Después se supo que esas dos semanas las había pasado Dron en una cueva que él mismo había cavado en la montaña y que había cerrado con una piedra y arcilla. Había pasado diez días en esa cueva sin comer ni beber, deseando redimirse, pero al décimo día se apoderó de él el terror a la muerte, consiguió desenterrarse con dificultad y se fue a casa. Desde aquel momento Dron dejó de beber vino y de decir malas palabras, fue hecho de nuevo alcalde y ni una sola vez se había emborrachado, ni se había puesto enfermo y nunca se fatigaba ni a causa de cualquier problema ni de dos noches sin sueño. Nunca se olvidaba de una desiatina
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de las que hubiera en su tresnal veinte años antes, ni de un solo pud de harina que hubiera dado y había servido de modo irreprochable como alcalde durante veintitrés años. Sin apresurarse para ir a ningún lado, pero sin llegar tarde a ningún sitio, sin prisa pero sin pausa, Dron había llevado la propiedad de mil campesinos, con la misma libertad con la que un buen cochero lleva una troika.

Ante la orden de Alpátych de reunir diecisiete carros para el miércoles (era lunes), Dron dijo que era imposible, porque la mayoría de los caballos habían sido apropiados por el ejército y los restantes estaban sueltos por los campos sin nada que comer. Alpátych miró a Dron con sorpresa sin entender el atrevimiento de sus palabras.

—¿Qué? —dijo él—. ¿No hay diecisiete carros en ciento cincuenta casas?

—No hay —respondió en voz baja Dron, y Alpátych reparó con incredulidad en la mirada gacha y sombría de Dron.

—¿En qué estás pensando? —dijo Alpátych.

—No pienso nada. ¿En qué podría pensar?

Alpátych, siguiendo el método del príncipe, que no consideraba necesario emplear muchas palabras, agarró a Dron por el pulcro armiak y sacudiéndole de un lado a otro, le dijo:

—No hay —comenzó—. Conque no hay, pues escucha. Volveré por la tarde, si no tengo los carros listos para mañana por la mañana te voy a hacer algo que ni te imaginas. ¿Me oyes?

Dron meneaba sumisa y rítmicamente el tronco intentando prever los movimientos de las manos de Alpátych, sin cambiar en absoluto la expresión de su mirada, ni la postura sumisa de sus brazos caídos. No respondió nada, Alpátych meneó la cabeza y se marchó a por los caballos de Lysye Gory que había traído consigo y que había dejado a quince verstas de Boguchárovo.

VI

E
SE
día a las cinco de la tarde, cuando ya hacía tiempo que Alpátych había partido, la princesa María se encontraba sentada en su habitación y leía el Salterio, sin fuerzas para hacer nada. No podía entender lo que leía. Las imágenes de su pasado más cercano —la enfermedad y la muerte— aparecían constantemente en su mente. Se abrió la puerta de su habitación, y vestida con un traje negro entró aquella a la que deseaba ver menos que a nadie: mademoiselle Bourienne. Ella se acercó silenciosa a la princesa María, la besó con un suspiro y comenzó a hablarle de la pena, del dolor y de lo difícil que resultaba en esos momentos pensar en otra cosa, en especial en uno mismo. La princesa María la miró asustada sintiendo que todo eso era el preludio de algo.

—Su situación es doblemente terrible, querida María —dijo mademoiselle Bourienne—. Yo no pienso en mí, pero usted... ¡Ah, esto es terrible! ¿Por qué me habré metido en esto?

Mademoiselle Bourienne se echó a llorar.

—¿Koko? —gritó la princesa María—. ¿Andréi?

—No, no, tranquilícese, pero sabe que estamos en peligro, que estamos rodeados y que los franceses estarán aquí hoy o mañana.

—Ah —dijo tranquilizándose la princesa María—. Partiremos mañana.

—Pero temo que sea demasiado tarde. Estoy incluso convencida de que es tarde —dijo mademoiselle Bourienne—. Mire. —Y ella le enseñó a la princesa un bando que había sacado de su ridículo y que estaba impreso en un papel que no era el que se utilizaba en Rusia. Era del general francés Rameau, y en él se comunicaba a los ciudadanos que no debían huir de sus casas y que recibirían la protección necesaria del gobierno francés.

Sin haber terminado de leer, la princesa María fijó la mirada en mademoiselle Bourienne. Su silencio duró aproximadamente un minuto.

—Así que usted quiere que yo... —dijo enrojeciendo la princesa María, levantándose y acercándose a mademoiselle Bourienne con su torpe paso—, que yo deje entrar franceses en esta casa, que yo... No, váyase, ah, váyase, por el amor de Dios.

—Princesa, lo hago por usted, créame.

—¡Duniasha! —gritó la princesa—. Váyase.

Duniasha, una doncella sonrosada de cabellos castaños, dos años menor que la princesa y su ahijada, entró en la habitación. Mademoiselle Bourienne seguía diciendo que entendía que era difícil, pero que no se podía hacer otra cosa, que ella pedía perdón, que ella sabía...

—Duniasha, ella no quiere irse, tendré que ir a tu habitación. —Y la princesa María salió de la habitación y cerró la puerta de un portazo.

Duniasha, la niñera y el resto de las muchachas no podían decir qué había de verdad en lo que decía mademoiselle Bourienne. Alpátych no había vuelto. La princesa María volvió a su habitación de la que ya se había ido mademoiselle Bourienne y con los ojos secos y brillantes se puso a pasear por ella. Había hecho llamar a Drónushka y este con expresión de embotada desconfianza acudió a su habitación permaneciendo obstinadamente en el dintel de la puerta.

—¡Drónushka! —dijo la princesa María, que veía en él un indudable amigo, el mismo Dron que siempre le traía hojaldres de Viázma, que le entregaba con una sonrisa—. Drónushka, ¿es verdad lo que me han dicho de que no puedo partir?

—¿Y por qué no? —dijo con una amable aunque algo maliciosa sonrisa Drónushka.

—Dicen que corremos peligro a causa de los franceses.

—Eso es una tontería, Excelencia.

—Mañana tienes que partir conmigo, Drónushka, por favor.

—Como ordene. Pero los carros que ha mandado preparar para mañana Yákov Alpátych no van a poder estar de ninguna manera,

Excelencia —dijo Dron con la misma amable sonrisa. Esa sonrisa se le venía a la boca involuntariamente cuando hablaba y miraba a la princesa, a la que quería y a la que conocía desde niña.

—¿Por qué no, Drónushka, querido? —dijo la princesa.

—Ay, madrecita, corren tales tiempos, estoy convencido de que Dios nos ha castigado a nosotros, pecadores. Las tropas se han llevado los caballos y han destrozado todo el trigo que había sembrado. No solo no podemos alimentar a los caballos, sino que hemos de cuidarnos de no morir de hambre nosotros mismos. Llevamos tres días sin comer. No tenemos nada, estamos completamente arruinados...

—¡Oh, Dios mío! —dijo la princesa María. «Y yo pensando en mi dolor», pensó ella. Y se sintió feliz de que se le presentara una causa de preocupación tal que le permitiera olvidarse de su dolor sin sentir vergüenza por ello. Comenzó a preguntarle a Dron los detalles de la miserable situación de los mujiks, buscando en su cabeza la manera de ayudarles.

—¿Acaso nosotros no tenemos trigo? ¿Se lo has dado a los mujiks?

—¿Para qué distribuirlo, Excelencia, si va a acabar del mismo modo? Hemos hecho enojar a Dios.

—De todos modos dales el trigo que haya, Drónushka, procura que no se arruinen. Si hace falta que escriba a alguien, escribiré.

—Como ordene —dijo Dron, que evidentemente no deseaba cumplir las órdenes de la princesa y quería marcharse. La princesa se lo impidió.

—Pero entonces cuando yo parta, ¿los mujiks se quedarán aquí? —preguntó ella.

—¿Dónde se puede ir, Excelencia, cuando no hay caballos ni alimentos? —dijo Dron.

La princesa María recordó que Yákov Alpátych le había dicho que prácticamente todos los mujiks de Lysye Gory se habían marchado a la propiedad de los alrededores de Moscú. Ella se lo dijo.

—Qué se le va a hacer —dijo ella suspirando—, no somos nosotros solos, reúnelos a todos y partiremos juntos, ya yo, yo... daré todo lo que tengo para que os salvéis. Dile a los mujiks que partiremos juntos. Cuando Yákov Alpátych traiga los caballos ordenaré que le den de los nuestros al que le falten. Díselo así a los mujiks. No, es mejor que vaya yo misma y se lo diga. Díselo.

—Como ordene —dijo Dron sonriendo y salió.

La princesa María estaba tan preocupada por la pobreza y el infortunio de los mujiks que mandó unas cuantas veces a ver si ya habían llegado y pidió consejo al servicio sobre lo que debía hacer. Duniasha, la segunda doncella, una muchacha avispada, le suplicó a la princesa que no fuera a ver a los mujiks y que no tuviera trato con ellos.

—No es más que un engaño —decía—. Esperemos a que llegue Yákov Alpátych y partamos, Excelencia, no permita...

—¿De qué engaño hablas? ¿Por qué dices eso?

—Yo sé lo que me digo, hágame caso, por el amor de Dios. —Pero la princesa no la escuchó. Recordando cuáles eran sus más allegados, llamó a Tijón.

El consejo que recibió de Tijón fue aún menos consolador que el consejo de Dron. Tijón, que era el mejor ayuda de cámara del mundo, que tenía un excepcional arte para adivinar la voluntad del príncipe, no servía para nada si le sacaban de su círculo de influencia. No podía entender nada. Con rostro pálido y agotado fue a ver a la princesa y ante todas sus preguntas le respondía con las mismas palabras «como ordene» y con lágrimas.

A pesar de los consejos de Duniasha, la princesa María se puso su sombrero con largos faldones y salió al granero en el que estaban reunidos los mujiks. Precisamente porque se lo habían desaconsejado, la princesa María se acercaba a ellos con una particular alegría, con su torpe paso tropezando con la falda. Dron, Duniasha y Mijaíl Iványch iban tras ella. «Ahora no es tiempo de hacer cuentas —pensaba la princesa María—, hay que darlo todo para salvar a estos desgraciados que Dios ha traído hasta mí. Les prometeré trabajo y alojamiento en la finca de Moscú, por mucho que nos cueste. Estoy convencida de que Andréi hubiera hecho aún más si estuviera en mi lugar», pensaba ella, acercándose.

La muchedumbre se apartó formando un semicírculo, todos se quitaron las gorras, descubriendo sus cabezas calvas, morenas, rubias y grises. La princesa María, bajando los ojos, se acercó a ellos. Frente a ella había un anciano encorvado de cabellos grises, con las dos manos apoyadas en el bastón.

—He venido, he venido —comenzó la princesa María, mirando involuntariamente solo al anciano y dirigiéndose a él—. He venido... Dron me ha dicho que la guerra os ha arruinado. Es un sufrimiento que compartimos y no repararé en nada con tal de ayudaros. Yo parto porque ya resulta peligroso estar aquí y el enemigo está cerca, por lo tanto... yo os aconsejo, amigos... os pido que reunáis vuestras posesiones de valor y vengáis conmigo y juntos iremos a la finca de los alrededores de Moscú y allí os daré todo lo que tengo. Compartiremos la necesidad y el sufrimiento. Si queréis quedaros aquí, quedaos, es vuestra voluntad, pero os pido que partáis en nombre de mi difunto padre que fue un buen amo para vosotros, y en nombre de mi hermano y su hijo y en el mío propio. Escuchadme, y partamos todos juntos. —Ella guardó silencio. Ellos también callaron pero nadie la miraba—. Ahora, dado que tenéis necesidad, he ordenado que repartan trigo a todos y todo lo que es mío es vuestro...

De nuevo ella calló y de nuevo ellos callaron y el anciano que estaba en frente suyo evitaba su mirada.

—¿Estáis de acuerdo?

Ellos callaron. Ella miraba esos veinte rostros que estaban en la primera fila y ni un solo ojo la miraba, todos evitaban su mirada.

—¿Estáis de acuerdo? ¿Qué respondéis? —preguntó la voz de Dron desde atrás.

—¿Tú estas de acuerdo? —le preguntó en ese instante la princesa al anciano.

Él farfulló algo apartando enfadado los ojos de la princesa María, que buscaba su mirada.

Finalmente ella consiguió atrapar su mirada y él, como si se enfadara por eso, bajó completamente la cabeza y dijo:

—¿Con qué hemos de estar de acuerdo? ¿Por qué habríamos de abandonarlo todo?

—No estamos de acuerdo —comenzaron a decir por atrás—. No damos nuestra conformidad. Vete tú sola...

La princesa María comenzó a decir que ellos seguramente no la habían entendido, que prometía acomodarles y remunerarles, pero las voces la acallaron. Un mujik pelirrojo gritaba más que ningún otro atrás y una mujer gritaba algo. La princesa María miró esos rostros y de nuevo no pudo encontrar la mirada de ninguno.

Comenzó a sentirse rara e incómoda. Había ido con intención de ayudarles, de beneficiar a esos mujiks, que habían sido fieles a su familia y de pronto esos mismos mujiks la miraban con hostilidad. Ella calló y bajando la cabeza salió del círculo.

—Mira cómo ha aprendido, ve detrás de ella como un siervo —se escucharon las voces en la muchedumbre—. Abandona tu casa y vete. ¡Hay que ver! Y dice que nos da el trigo —dijo con una carcajada irónica el anciano del garrote.

Por la noche llegó Alpátych que trajo dos tiros de seis caballos. Pero cuando mandó buscar a Dron le respondieron que el alcalde de la pedanía estaba con los mujiks que se habían vuelto a reunir desde por la mañana temprano y que había mandado decir: «Que venga él aquí». A través de la gente que le seguía siendo fiel, en particular a través de Duniasha, Alpátych supo que no solo los mujiks se negaban a entregar los carros, sino que gritaban todos en la taberna que no dejarían partir a los señores, porque les habían dicho que saquearían sus pertenencias si se iban. Sin embargo habían mandado enganchar los caballos y la princesa María, con el rostro pálido y vistiendo su ropa de viaje, estaba sentada en la sala.

Todavía no habían acercado al porche los caballos cuando una muchedumbre de mujiks se acercó a la casa de los señores y se quedó en el pastizal.

A la princesa María le ocultaron las intenciones hostiles de los campesinos, pero ella, aparentando incluso ante sí misma que no lo sabía, comprendía su situación. Yákov Alpátych, con rostro desolado y pálido también, vestido con ropa de viaje: pantalones y botas, entró a verla y le sugirió con prudencia que ya que por el camino podían encontrarse al enemigo, tal vez la princesa debería escribir una nota al jefe militar de Yákov (a quince verstas) para que mandara un convoy.

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