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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

Guerra y paz (126 page)

Después estuvo paseando por la habitación probando cada uno de los rincones para ver si se podría dormir bien en él. Ninguno le parecía bueno y el peor de todos era el habitual diván del despacho —ese diván era horrible, terrible—, seguramente por las cosas terribles que pensaba estando tumbado en él. Ningún sitio estaba bien, pero aun así, el mejor de todos era un rincón en la sala de divanes detrás del piano, aún no había dormido allí. Tijón trajo un camastro y se puso a colocárselo.

—Así no, así no —gritó el príncipe, y él mismo lo alejó una cuarta de la pared y luego lo volvió a acercar otra vez. «Bueno, por fin he dejado todo hecho, ahora podré descansar», pensó el príncipe. Pero tan pronto se tumbó en la cama esta comenzó a moverse rítmicamente debajo de él hacia delante y hacia atrás como respirando pesadamente y empujándole. Abrió los ojos que se le habían cerrado.

«¡Qué duro y qué doloroso! No hay reposo para el cuerpo y menos aún para el alma. No puedo, no puedo comprender y recordar todo lo que hace falta. Sí, sí, había algo más, algo agradable, algo muy agradable que me había reservado para esta noche en la cama. ¿La limonada? No, había algo en la sala. La princesa María cogió algo. Algo en el bolsillo... No lo recuerdo.»

—¡Tijón! ¿De qué hemos hablado durante la comida?

—Del príncipe Mijaíl.

—Calla, calla. —El príncipe se palmeó el bolsillo del costado del chaleco—. Ya lo sé, la carta del príncipe Andréi. La princesa María dijo algo de Vítebsk. Ahora la leeré.

Sacó la carta y la dejó sobre la mesita con la limonada y una vela que le habían acercado a la cama. Comenzó a desnudarse. Dios mío, Dios mío, qué duro resultaba encoger sus delgados y extenuados hombros de setenta años mientras Tijón le quitaba el caftán, qué duro resultaba dejarse caer en la cama, qué difícil era doblar la pierna que le estaban descalzando y de qué modo colgaba delgada y amarillenta. Y aún había que levantarla y darse la vuelta en la cama. «Oh, qué duro, oh, que se acaben cuanto antes estos trabajos y me dejen tranquilo», pensaba él. Apretando los labios hizo por vigésima vez ese esfuerzo y se tumbó con la carta en la mano. Recordaba que en la carta de su hijo había escrito algo agradable y consolador, pero esta actuó en él de forma opuesta. Solamente allí en el silencio de la noche, a la débil luz de la vela y con el gorro verde de dormir, después de leer la carta comprendió todo su significado. «¿Qué es esto? Los franceses están en Vítebsk. En cuatro jornadas pueden estar en Smolensk. ¿Es posible que ya estén allí? ¿Qué es esto? No, no puedo estar tranquilo.»

Tocó la campana. Tijón se sobresaltó. «Llama a Alpátych. Dame la bata y alúmbrame el camino al despacho.» Era necesario explicar a Alpátych cómo debía actuar en caso de encontrarse al enemigo, había que abastecerse de armas (de fusiles, pues había muchos mosquetones) y pólvora para en caso de que les atacaran saqueadores. No dejó marchar a Alpátych hasta las dos de la mañana, pero tan pronto como le dejara marchar se acordó de nuevas órdenes que debía transmitir. Había que escribir una carta a su hijo, allí en Lysye Gory había que establecer centinelas en los caminos, había que fortificar la hacienda, informar a los mujiks, escribir al decano de la nobleza... Estuvo despierto hasta el amanecer sin quitarse la bata. Por la mañana se vistió, fue a su despacho, hizo llamar a su hija y pidió que le trajeran un té. Pero cuando se lo llevaron estaba dormido en la butaca, echado sobre uno de los brazos y de puntillas se lo volvieron a llevar.

Esos tres días de ausencia de Alpátych pasaron igual que los anteriores con innumerables gestiones e inquietudes y el príncipe Nikolai Andréevich se pasaba todo el día ordenando que cosieran uniformes para todos los siervos y que les enseñaran a disparar, cosa que encargó al arquitecto.

Lysye Gory, la propiedad del príncipe Nikolai Andréevich Bolkonski se encontraba a sesenta verstas de Smolensk, y solo a treinta verstas del camino a Moscú. Dos días después de la festividad del Señor, Yákov Alpátych, se dirigió a Smolensk por encargo del príncipe.

Yákov Alpátych a pesar de, o precisamente porque tenía el honor y la suerte de recibir con frecuencia los golpes del nudoso bastón del anciano príncipe, era, por la posición que tenía en ese mundo en el que ya llevaba trabajando treinta y seis años, un dignatario tan poderoso, como ahora solo existen en el este, un dignatario como lo fuera en su momento el cardenal Richelieu y en general el plenipotenciario favorito de un señor autócrata. Sin mencionar ya la ciudad del distrito, Smolensk también se encontraba dentro de la zona de poder de Alpátych. Alpátych en Smolensk se dirigía a los secretarios provinciales y a los administradores de correos como a iguales o inferiores. Y los comerciantes, a cual más, le pedían que les hiciera el honor de visitarles. Alpátych había estado junto al príncipe en Ochákov siendo un muchacho y por eso tenía cierto aspecto marcial y pulcro de viejo veterano. Él se consideraba, en asuntos de guerra, un juez tan irrebatible como su señor e igual que el príncipe consideraba que en Ochákov sí que hubo una verdadera guerra y que todo lo que ahora llamaban guerra no era más que un juego de niños: «Hacen como si estuvieran guerreando», decía Alpátych. Y como pasa siempre con los que hablan con voz ajena, Alpátych estaba más convencido de esto que el propio príncipe.

Al amanecer de una preciosa mañana de verano, el 2 de agosto, habiendo recibido todas las órdenes la tarde anterior y habiendo tomado el té, Alpátych acompañado de sus familiares, con una gorra blanca de piel que le había regalado el príncipe y con un bastón igual que el que llevaba el príncipe, tomó asiento en la kibitka forrada de cuero y tirada por tres bayos bien alimentados. Las campanillas estaban atadas y los cascabeles rellenos de papel, dado que el príncipe no permitía que nadie llevara campanillas en Lysye Gory y por esa razón un comisario de policía rural había sido azotado por su propia mano. Pero a Alpátych le gustaban las campanillas y los cascabeles en los viajes largos. La corte de Alpátych estaba formada por el administrador, el escribiente, dos cocineras, dos ancianas, un criado joven, el cochero y otros miembros del servicio. La doncella se acercó pidiéndole que le hiciera el favor de comprarle unos alfileres exactamente como los que le daba. Su hija colocaba a su espalda y en el asiento cojines de plumas. Su anciana cuñada le guardaba a escondidas un hatillo (a Alpátych no le gustaban los preparativos de mujeres), el cochero le ayudó a subir.

—Bueno, bueno, ya está bien de preparativos de mujeres. Mujeres, mujeres —dijo resoplando Alpátych, exactamente igual que el príncipe, mientras se sentaba en la kibitka—. Después de haber dado las últimas indicaciones sobre el trabajo en el campo se quitó la gorra de su calva cabeza y, sin parecerse en esto al príncipe, se santiguó tres veces.

—Si algo sucede, usted se vuelve, Yákov Alpátych, por el amor de Dios, apiádese de nosotros —le gritó su esposa, haciendo referencia a los rumores acerca de la guerra y de la cercanía del enemigo.

—Cosas de mujeres, mujeres, mujeres —dijo Alpátych para sí, partiendo con el fresco amanecer y mirando a su alrededor a los campos cubiertos de rocío y reflexionando sobre todas las disposiciones acerca de la siembra y la recolección y sobre si no habría olvidado alguna orden del príncipe. Alpátych no solamente se parecía al príncipe en las cosas que decía y en sus maneras, sino que incluso se le parecía físicamente.

La tarde del día siguiente Alpátych llegó a la ciudad y se quedó con los Ferápontov. Los Ferápontov eran cinco hermanos comerciantes con cuyo padre ya se hospedaba Yákov Alpátych y con el que jugaba a las damas treinta años antes exactamente igual que jugaba ahora con el hermano mayor en el despacho de harina.

Alpátych se había encontrado y había adelantado por el camino a convoyes y tropas, pero en la ciudad aún reinaba el silencio. Los Ferápontov le informaron de que algunos estúpidos se preparaban para marcharse de Smolensk y tenían miedo.

—Nosotros opinamos que la cosa no puede suceder, además el gobernador ha dicho que no hay ningún peligro y que nuestras tropas están lejos.

Ferápontov le contó también algunas novedades sobre la guerra, como la historia de Matvéi Iványch Plátov, que había perseguido sin tregua a los franceses y a consecuencia de ello en el río Marina (a pesar de no existir ningún río que se llamara así) se habían ahogado 18.000 franceses en una noche. Yákov Alpátych escuchaba los relatos de Ferápontov sin prestar demasiada atención, al igual que el príncipe, despreciaba los cuentos de mujeres y estaba convencido de que, aparte del príncipe, aunque se encontrara a sesenta verstas, nadie conocía de modo más fiable el curso de la guerra. Al día siguiente Alpátych se puso el kamzol
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que solo se ponía en la ciudad y fue a hacer sus gestiones. Todos le conocían y le saludaban alegres. Fue a las tiendas, a la oficina postal y a la oficina pública, donde pasó un buen rato. Alpátych se consideraba un gran maestro en el arte de hacer gestiones y redactar solicitudes, con largas oraciones en las que el verbo se encontraba al final, lejos de todos los complementos.

El asunto que tenía que tratar en la oficina pública era de muy poca envergadura, la presentación de informes rutinarios, pero Yákov Alpátych y uno de sus abogados estuvieron sopesando la cuestión largamente y finalmente decidieron elaborarlo de modo que resultara lo más complejo y astuto posible, aunque no había necesidad alguna para la astucia. Después Alpátych y el abogado se bebieron una botella de madera seco, conversaron sobre política y Alpátych llegó algo sonrojado al despacho de harina de Ferápontov. (Yákov Alpátych, cosa muy rara en esos tiempos, era tan firme en lo que respecta al vino que no se lo ocultaba al príncipe y en algún buen momento le había dicho: «Sepa que yo beber, no bebo, excepto cuando en ocasiones tomo un madera seco con el encargado, eso sí me gusta».)

Después de jugar unas cuantas partidas a las damas y de azotar al cochero, que como era habitual se había emborrachado en la ciudad, Yákov Alpátych se fue a dormir temprano en el patio sobre el heno tal como era su costumbre. Pero se acababa de dormir cuando el grueso Ferápontov en camisa, colocándose el cinturón, fue a verle y le contó que el asunto iba mal. Se habían oído disparos cerca de Smolensk y decían que el enemigo estaba cerca. Alpátych se sonrió y le explicó al comerciante, como un hombre versado en asuntos bélicos, que eso eran cuentos de mujeres, que la gente se lo inventa todo, que los disparos podían ser ejercicios tácticos y que el enemigo no llegaría a Smolensk, y se durmió. Pero Ferápontov no se equivocaba: ese día, 3 de agosto, fue el día del ataque al batallón Nevérovski y su retirada hacia Smolensk. Al día siguiente temprano, Alpátych despertó al borracho y azotado cochero y después de haber enganchado a los caballos y prepararse para partir, salió al porche. Realmente las tropas avanzaban por la calle. Acababan de sacar los tres bayos oscuros de Alpátych cuando un oficial a caballo señaló a la kibitka y dijo algo. Dos soldados se acercaron a la kibitka y le ordenaron que fuera a la división de San Petersburgo en busca de un coronel herido. Alpátych se quitó la gorra respetuosa pero severamente y haciendo señas con la mano al cochero de que no se fuera se acercó al oficial, deseando aclarar su error.

—Señor intendente, Excelencia —dijo él—, lo mismo la kibitka, que los caballos, el cochero y yo mismo —dijo con una sonrisa—, pertenecen a Su Excelencia el general en jefe, príncipe Bolkonski, lo mismo que yo y por eso...

—Anda, anda —gritó el oficial a los soldados—, anda con ellos, les pilla de camino. —Y el oficial se echó al trote, haciendo sonar los cascos del caballo sobre el empedrado.

Alpátych quedó sumido en la incredulidad.

—¡Muy bonito! —dijo él irónicamente repitiendo también en este caso las palabras de su señor. Se encogió de hombros—. Saca las cosas —le gritó al cochero.

El cochero cumplió su orden y con los hatillos y las almohadas Alpátych se volvió a casa de Ferápontov e inmediatamente se puso a redactar una queja contra el oficial de «nombre y rango desconocido, pero seguramente, bebido hasta tal punto que no ha reconocido, no a mí, sino al dueño del carro incautado, Su Excelencia el general en jefe príncipe Bolkonski». Después de haber escrito y pasado a limpio la queja y de haberse tomado un té, Yákov Alpátych la llevó a la comandancia superior. Habiéndose enterado que el anciano general Raevski estaba en la ciudad, al otro lado del río, fue a verle. Al pasar por las calles, Yákov Alpátych veía tropas por todas partes y aún sin haber llegado a su destino escuchó disparos cercanos. Raevski estaba al otro lado del puente y no recibió a Alpátych. Alpátych se quedó esperando. Por el puente llevaban heridos. Las calles estaban invadidas de gente y algunos recomendaron a Alpátych que se volviera. El oficial al que Alpátych consideró necesario consultar se le rió en la cara y le dijo que no encontraría a Raevski. Alpátych se volvió. Al regresar escuchó cañoneo cercano y los soldados que pasaban le aclararon que los franceses trepaban por las murallas de la ciudad. Alpátych se detuvo unas cuantas veces, mirando a los heridos y a los prisioneros que pasaban por su lado y meneando la cabeza con desaprobación.

Cuando regresó, los Ferápontov le confirmaron los alarmantes rumores, pero a pesar de todo le invitaron a comer, dado que ya era más de mediodía. Después de la comida en la que temblequearon los cristales de las ventanas, Alpátych, que era el huésped de honor, comenzó a narrar historias sobre la guerra de Ochákov y contó con todo lujo de detalles lo que allí vio y las hazañas del príncipe, que apresó a trescientos turcos. Los Ferápontov le escuchaban con atención, pero tan pronto acabó y como en respuesta a sus palabras, comenzaron a contar que algunos se marchaban de la ciudad, que los bandidos de los mujiks vendían los carros de grano a tres rublos de plata. También contaron que el comerciante Selivánov había dado en el clavo el jueves, vendiendo harina al ejército por siete rublos el saco y que María ,1a pastelera había ido al puente a vender kvas y se había embolsado seis rublos en un día.

Y eso que el kvas era malo porque estaba caliente.

Por la tarde el tiroteo se acalló. Unos decían que se había expulsado a los franceses y otros que al día siguiente iba a haber de nuevo una gran batalla en las afueras de la ciudad. El mayor de los hermanos Ferápontov salió al patio. Los hermanos se pusieron a caminar desconcertados por el patio y la tienda. Alpátych permaneció sentado en silencio a la puerta de la tienda mirando a las tropas que pasaban. No le devolvieron el carro y tampoco se acostó. Durante toda la corta noche de verano permaneció sentado en la tienda conversando con la cocinera y el portero, preguntando qué sucedía a las tropas que no cesaban de pasar y escuchando las conversaciones y los ruidos. Los habitantes de la casa de al lado hicieron las maletas y se marcharon. Ferápontov volvió y tampoco se acostó, se dedicó a empaquetar sus cosas hasta que se hizo de día.

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