Guerra y paz (128 page)

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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

—Sí, sí, por favor, hablaremos mañana —dijo prorrumpiendo en llanto la princesa María, a la que la expresión «por el momento» le había privado de la última presencia de ánimo y se marchó con su torpe paso, primero a su habitación y después a la de Bourienne, de la que no se podía olvidar precisamente porque había sido ella la que le causara el dolor más grande de su vida. Entró en la habitación de la llorosa francesita y le rogó que la perdonara (como si fuera culpable de algo), se tranquilizara y partiera para Boguchárovo. A las dos de la mañana la princesa María volvió a su habitación con paso silencioso, miró al icono y no pudo rezar.

Sentía que ahora la llamaba otro mundo, un difícil mundo de actividad vital completamente opuesto al mundo moral de la oración y sentía que entregándose a esto último perdería las últimas fuerzas que le quedaban para actuar. No podía y no se puso a rezar. Paseando por su habitación escuchó los pasos de su padre en la galería. Apenas había tenido tiempo de desvestirse cuando estos pasos comenzaron a acercarse a su puerta y se detuvieron y de nuevo volvieron a acercarse y se volvieron a detener. Ella escuchaba en silencio. El príncipe quería entrar y no se atrevía. La princesa María tosió y él entró en la habitación. Hasta donde ella podía recordar esto nunca había sucedido.

—No duermo, no hago otra cosa que pasear —dijo el anciano con voz agotada a la que quería otorgar una entonación despreocupada. Se sentó en una butaca debajo del icono—. Tampoco dormí una vez en Crimea. Allí las noches son tibias. No paraba de pensar. La emperatriz mandó a por mí... Recibí un nombramiento... —Él miró hacia la pared—. Sí, ya no se construye así. Yo fui quien comenzó a construir esto cuando vine aquí. No había nada. Tú no te acuerdas de cómo ardían. No, dónde estarías tú entonces. Ahora ya no se construye así, ahora se hace todo a la ligera, incluso los barcos. Viviré y desde aquí voy a construir una galería, para que estén ahí las habitaciones de Nikolasha. Allí donde vivía mi nuera, era una buena mujercita, buena, buena, buena. Pero a él va a ser necesario mandarle fuera, va a ser necesario, y también a ti... Ah, lo he olvidado, lo he olvidado, vaya memoria. Bueno, duerme, duerme.

Él se fue. La princesa continuó escuchando su cháchara y dejó solo de escucharla cuando se durmió. Se despertó tarde.

A la primera mirada al rostro de la doncella advirtió que algo sucedía en la casa. Pero le aterró tanto que no preguntó. Se vistió apresuradamente y fue a la planta baja. Alpátych, que se encontraba en el cuarto de los criados, la miró con curiosidad y lástima. La princesa María no se detuvo a preguntarle sino que siguió directa hasta el despacho de su padre. Tijón se asomó a la puerta. La princesa María se dio cuenta de que las persianas estaban bajadas.

—Ahora saldrá Karl Iványch —dijo él. Karl Iványch era el doctor, que salió de puntillas.

—No es nada, tranquilícese, princesa, por el amor de Dios —dijo el doctor—. No es más que un pequeño ataque de apoplejía en el lado derecho.

La princesa María cobró aliento con dificultad e hizo como si ya lo supiera todo...

—¿Puedo verle?

—Mejor después —respondió el doctor y quiso cerrar la puerta, pero a la princesa María le resultaba terrible quedarse sola, le hizo señas para que se le acercara y le llevó a la sala.

—Tenía que suceder. Se lo ha tomado tan a pecho y le ha hecho sufrir tanto moralmente que le han fallado las fuerzas. Hoy por la mañana, después de recibir la carta del gobernador y del príncipe Andréi Nikolaevich, fue a pasar revista a los siervos que había reclutado y a los que estaba enseñando a disparar. Ya quería partir y el coche estaba listo, pero de pronto sucedió...

La princesa María no lloraba.

—¿Puede viajar a Moscú? —preguntó ella.

—No, en mi opinión es mejor que vaya a Boguchárovo...

—¿Puedo verle?

—Vaya.

La princesa María entró en la oscura habitación y al principio no distinguió nada a causa de la falta de luz, pero luego algo se dibujó en el diván. Se acercó más. Él yacía de espaldas con las piernas dobladas, cubierto por una manta. Todo él era pequeño, delgado y débil. Ella se inclinó sobre él, su rostro estaba fijo en la pared de enfrente y era evidente que no veía por el ojo izquierdo, pero cuando con el ojo derecho vio el rostro de la princesa María todo su rostro tembló, levantó la mano derecha, la tomó de la mano y su rostro se contrajo. Dijo algo que la princesa no pudo entender y al darse cuenta de que ella no le comprendía resopló con enojo. La princesa María afirmaba con la cabeza y decía «Sí», pero él continuaba resoplando enfadado y la princesa María llamó al doctor.

«Durante tanto tiempo no nos hemos comprendido el uno al otro y ahora tampoco», pensó la princesa María.

Aconsejada por el doctor y por el alcalde la princesa María decidió viajar con el enfermo paralizado a Boguchárovo, que se encontraba a una distancia de cuarenta verstas, en lugar de a Moscú. Nikólushka y Laborde partieron para Moscú a casa de su tía. Para tranquilizar a Andréi le escribió y le dijo que partía con su padre y su sobrino para Moscú.

Las tropas continuaban retrocediendo desde Smolensk. El enemigo les iba a la zaga. El 10 de agosto el regimiento Pernovski pasaba por el ancho camino que cruzaba Lysye Gory. El calor y la sequía duraban ya más de tres semanas. Cada día cruzaban por el cielo nubes esponjosas que cubrían de vez en cuando el sol, pero por la tarde despejaba otra vez y el sol se ponía sobre una niebla roja de tormenta. Únicamente por la noche el abundante rocío refrescaba la tierra. Las mieses y el forraje que habían quedado sin segar se habían quemado. Los pantanos se habían secado. El ganado mugía de hambre por los trillados barbechos. Solamente se estaba fresco en los bosques por la noche mientras duraba el rocío. Pero por el camino, por el gran camino por el que iba el ejército, no hacía nada de fresco. El rocío pasaba inadvertido en el polvoriento camino, con la tierra removida más de una cuarta. Tan pronto como amanecía se ponían en marcha. Los carros y la artillería iban sin hacer ruido por el centro del camino, mientras que la infantería iba por los lados del camino, por el polvo blando, sofocante y caliente que no había sido refrescado por la noche. El polvo formaba una nube que se metía en los ojos, los cabellos, los oídos, la nariz y lo más importante: en los pulmones. Cuanto más ascendía el sol más ascendía la nube de polvo y se podía mirar al sol sin dañarse la vista a través de ese asfixiante polvo: parecía un disco encarnado.

El príncipe Andréi comandaba un batallón y al igual que los soldados cuidan de su baqueta, él cuidaba con esmero de la suya, que era la organización del regimiento. Se preocupaba del bienestar de sus soldados, el beneficio de los oficiales y su preparación para la batalla. Después de Smolensk se dejó arrastrar aún más por esa cuestión. Comenzó a olvidarse de sus problemas. Era benévolo y afectuoso con sus oficiales y soldados. Le llamaban «nuestro príncipe», se enorgullecían de él y le querían. Pero él se comportaba de ese modo solo con la gente de su regimiento, con Timojin y otros similares. Es decir, con la gente completamente nueva y proveniente de otro ambiente, que no podían saber ni conocer su pasado. Pero tan pronto como tropezaba con alguien que ya conociera de antes, con los miembros del Estado Mayor, se erizaba de nuevo y se convertía en un ser iracundo, burlón y despreciativo. Todo lo que le recordara su pasado le repelía y por eso, en relación a ese anterior mundo, trataba solamente de no ser injusto y cumplir con su deber. Esa palabra y la concepción del honor eran más fuertes que el dolor en sus pensamientos, especialmente entonces, cuando temía traicionarla bajo la influencia de la cólera. Antes todo se le antojaba muy negro, especialmente después de ver cómo habían abandonado Smolensk y de que su padre enfermo tuviera que huir a Moscú y abandonar al saqueo su tan amada y construida por él, Lysye Gory. Pero a pesar de ello y gracias al regimiento el príncipe Andréi podía pensar en otra cuestión que nada tenía que ver con las cuestiones comunes de la vida: en su regimiento.

El 10 de agosto la columna en la que iba su regimiento pasaba a la altura de Lysye Gory. El príncipe Andréi había recibido dos días antes la noticia de que su padre, su hijo y su hermana habían partido para Moscú. (Esta era esa falsa carta que le había escrito para tranquilizarle la princesa María antes de partir para Boguchárovo.)

«Tengo que ir —pensó el príncipe Andréi aunque no lo deseara en absoluto—, es mi obligación ordenar lo que deben hacer, aunque sea debo ir a ver.» Ordenó que ensillaran dos caballos y fue hacia allá acompañado de Piotr. Al pasar al lado de la aldea todo estaba igual, pero en las casas solo se encontraban los ancianos, dado que el resto estaban todos trabajando en el campo, los hombres araban, las mujeres lavaban la ropa en el estanque y le hicieron profundas reverencias asustados. El príncipe Andréi siguió adelante. En la caseta que había en la puerta de piedra no había nadie y la puerta estaba abierta. Las malas hierbas del jardín habían crecido y los caballos y las vacas se paseaban por los jardines ingleses. Una mujer y un muchacho le vieron y se echaron a correr por el prado. Piotr se acercó al ala de la servidumbre. El príncipe se acercó al invernadero: los cristales estaban rotos y las plantas en sus tiestos estaban tiradas unas y secas otras. Llamó a Tarás el jardinero, pero nadie respondió. Al rodear el invernadero vio que la valla de tablas estaba rota y que habían arrancado los frutos de los ciruelos de las ramas. Un anciano mujik, al que Andréi conocía desde niño, estaba sentado en un banco verde trenzando unos lapti. Era sordo y no oyó acercarse al príncipe Andréi. Estaba sentado con mucha comodidad y a su lado había colocado pulcramente las tiras de corteza sobre las ramas de un magnolio. Estaba sentado allí tan indiferente como las moscas se pasean por la cara de un muerto. El príncipe Andréi se acercó a la casa. Habían talado algunos tilos de la parte vieja del jardín, los caballos paseaban por allí entre los rosales. La casa tenía los postigos echados, solo una ventana del piso de abajo estaba abierta. Alpátych, con las gafas puestas y abrochándose, salió de la casa. Había mandado fuera a su familia y se había quedado solo en la casa. Estaba sentado leyendo un libro de vidas de santos. Se acercó al príncipe y, sin decir nada, se echó a llorar mientras besaba al príncipe Andréi en la rodilla. Después arrepintiéndose de su debilidad y habiendo invitado al príncipe a desmontar se puso a informarle del estado de las cosas.

Todo lo valioso se había enviado a Boguchárovo, también habían segado unos cien chetvert
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de trigo, mientras que el forraje y la cosecha de ese año había sido segada aún verde por las tropas. Los mujiks estaban arruinados, pero algunos se habían marchado ya a Boguchárovo, solo quedaba allí una pequeña parte de ellos. El príncipe Andréi, sin dejarle terminar de hablar, le preguntó cuándo habían partido su padre y su hermana, refiriéndose a cuándo habían partido para Moscú. Alpátych respondió que habían partido el día 7, suponiendo que el príncipe se refería a la partida a Boguchárovo, y de nuevo comenzó a referirse a los asuntos de la hacienda, pidiendo instrucciones al príncipe. El príncipe Andréi le volvió a interrumpir, preguntándole sobre el estado de su padre, y Alpátych le informó acerca de la enfermedad del anciano príncipe.

—¿Ordena que demos a las tropas avena contra recibo? Todavía nos quedan seiscientos chetvert —preguntó Alpátych.

«¿Qué he de responderle?», pensó el príncipe Andréi, mirando con tristeza a la cabeza calva del anciano que brillaba al sol y leyendo en la expresión de su rostro que él sabía de la inoportunidad de esas preguntas, pero que las hacía para acallar su dolor.

—Ha debido advertir cierto desorden en el jardín —dijo Alpátych—. Fue imposible de prevenir, tres regimientos estuvieron pasando la noche aquí, en su mayoría dragones. Apunté el grado y nombre para presentar una reclamación.

—Bueno, ¿y tú qué vas a hacer? ¿Te quedarás si viene el enemigo? —preguntó de pronto el príncipe Andréi.

Alpátych volvió el rostro hacia el príncipe Andréi para mirarle. Y de pronto levantó la mano hacia el cielo con gesto solemne:

—Él es mi protector. Que sea lo que él quiera.

Un grupo de mujiks y criados se acercaba por el prado hacia el príncipe Andréi con la cabeza descubierta.

—¡Adiós, viejo amigo! —dijo el príncipe Andréi abrazando a

Alpátych. Alpátych se apretó contra su hombro y se puso a sollozar—. Marchaos todos e incendia la casa y la aldea —le dijo el príncipe Andréi a Alpátych en voz baja—. Os saludo, muchachos. Ya le he dado a Yákov Alpátych las órdenes pertinentes. Obedeced lo que os diga. Yo ya no puedo quedarme más. Adiós.

—Padrecito, padre —se escucharon las voces.

Puso el caballo al galope y se alejó por el paseo. El anciano seguía sentado en el mismo sitio trenzando los lapti y por el camino se encontró a dos muchachas que llevaban ciruelas en las faldas.

El príncipe Andréi se había refrescado un poco al haber salido del camino polvoriento por el que avanzaban las tropas. Pero cerca de Lysye Gory tomó de nuevo el camino y alcanzó a su regimiento que se encontraba haciendo un alto en la presa de un pequeño estanque. Habían pasado dos horas desde el mediodía. El sol, un disco encarnado en el polvo, le quemaba de manera insoportable la espalda a través de la negra levita. El polvo era algo menos espeso, pero permanecía sobre el zumbido de las conversaciones de las tropas detenidas. No había viento. Al acercarse a la presa al príncipe Andréi le llegó el aroma del estanque fresco y calmo. Quiso arrojarse al agua, por muy sucia que estuviera. Miró al estanque desde el que se elevaban gritos y risas. Era un pequeño y turbio estanque cubierto de verdín que se desbordaba por encima de la presa por haber subido de nivel a causa de estar lleno de soldados desnudos que retozaban en él con sus blancos cuerpos y sus manos, rostros y cuellos morenos. Toda esa blanca carne humana desnuda forcejeaba entre carcajadas y alaridos en la sucia charca, como peces en una regadera. Ese chapoteo movía a una alegría sin reservas y por esa razón resultaba triste. Un joven soldado de piel blanca de la tercera compañía al que el príncipe Andréi conocía y que llevaba una correa sujeta a la pantorrilla tomó carrerilla para zambullirse en el agua tapándose la nariz con una mano y santiguándose con la otra. Otro, un suboficial moreno que siempre estaba despeinado, se encontraba metido en el agua hasta la cintura y estremecía su musculoso pecho resollando alegremente mientras se echaba agua por la cabeza con sus manos negras hasta la muñeca. Se escuchaba cómo se palmeaban los unos a los otros, cómo chillaban y aullaban. Los soldados de la segunda compañía se desnudaron y también se arrojaron al agua. En otra parte se bañaba la caballería. Las orillas, la presa y el estanque estaban cubiertos de carne blanca, musculosa y sana. El oficial de nariz colorada Timojin se secaba en la presa y aunque sintió vergüenza al ver al príncipe Andréi se decidió a hablarle:

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