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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

Guerra y paz (135 page)

Y con la cercanía del enemigo y el peligro, la visión de su situación no solo no se hizo más seria, sino que incluso se volvió más frívola, como siempre sucede con las personas que ven avecindarse un peligro. Ante un peligro que se avecinda dos voces hablan a la vez con fuerza en el alma del hombre: una dice con mucha razón que debe valorar la naturaleza del peligro y la manera de librarse de él; la otra dice con aún mayor razón que es demasiado duro y difícil pensar en el peligro y que además dado que prever y salvarse del curso de los acontecimientos no está en la mano del hombre lo mejor es olvidarse del peligro hasta que no se presenta y pensar en las cosas agradables. Estando en soledad la mayor parte de los hombres se entregan a la primera voz, pero al contrario, estando en sociedad, lo hacen a la segunda. Eso es lo que sucedió entonces con los habitantes de Moscú.

Las noticias sobre que nuestro ejército se retiraba ya hacia Moscú y de que todavía se esperaba la batalla se contaban alternativamente con las noticias de que la princesa georgiana estaba muy enferma y echaba a todos los doctores, pero dejaba que la tratara un milagrero, que Katish, por fin, se había prometido, y que el príncipe Piotr estaba muy enfermo. Los pasquines del conde Rastopchín contando que el emperador le había ordenado construir un globo, para volar donde quisiera, a favor y contra el viento, y que ahora se encontraba bien, que había padecido de un ojo, pero que ahora podía ver por los dos y que los franceses eran un pueblo débil y que una mujer podía echar a tres franceses con una horca, etcétera, se leían y juzgaban al mismo nivel que los últimos pies forzados de P. I. Kutúzov, V. L. Pushkin y Pierre Bezújov. Esos pasquines gustaban a algunos, en el club, en pequeños círculos, se reunían para leerlos y se reían de la debilidad de los franceses. Algunos no aprobaban ese tono y decían que era frívolo y estúpido. Se decía que Rastopchín había expulsado de Moscú a todos los franceses e incluso al resto de los extranjeros, porque entre ellos había espías y agentes de Napoleón; y con el mismo celo no olvidaban narrar que Rastopchín, al llevarlos a la barcaza, había dicho: «Deseo que esta barca no se convierta para vosotros en la barca de Caronte», se decía que todas las oficinas públicas habían sido trasladadas de Moscú y añadían la broma de Shinshin, que decía que solo por eso Moscú debería estar agradecida a Napoleón. Contaban que a Mamonov su regimiento le iba a costar ochocientos mil rublos y que Bezújov gastaría aún más en su batallón, pero que lo mejor del acto de Bezújov era que él mismo iba a vestir el uniforme y cabalgar al frente del batallón, y que no cobraría entrada por ver el espectáculo.

—Usted no hace piedad a nadie —dijo Julie Drubetskáia, recogiendo un puñado de hilas en sus delgados dedos cubiertos de anillos—. Bezújov es muy bueno y amable. Qué placer encuentra en ser tan malediciente.

—Multa a favor de los heridos por la maledicencia —dijo aquel al que acusaban.

—Y otra multa por el galicismo —añadió otro—. No se dice «usted no hace piedad a nadie» sino, «usted no respeta a nadie».

—Soy culpable de la maledicencia —respondió Julie— y pagaré, por el placer de decirle la verdad estoy aún más dispuesta a pagar, pero del galicismo no respondo, yo no tengo tiempo como el conde Golitsyn, para contratar a un profesor y aprender ruso.

Para Pierre la llegada del emperador, la reunión en el palacio Slobodski, y la sensación que allí experimentara, había hecho época en su vida. Lo que para la mayoría de las personas de su círculo suponía dolor y pánico, ese peligro, ese desbarajuste de la habitual marcha de los acontecimientos y el peligro de desastre, hacían feliz a Pierre, le reavivaban y le regeneraban.

«Encuentro en esto de bueno y agradable —pensaba él— el que haya llegado el momento en el que este orden vital correcto que me domina, cambie, el momento para que yo demuestre que todo esto es absurdo, vano y fútil.» Pierre, al igual que Mamonov, había comenzado a disponer su batallón de tiradores, que iba a costar más que el de Mamonov y a pesar de que el administrador le informó de que tal como era el estado de sus cuentas, con ese gasto se arruinaría, él le dijo: «Ah, simplemente hágalo. ¿Acaso no da todo igual?». Cuanto peor iban sus negocios, mejor se sentía. Pierre experimentaba un alegre sentimiento de tranquilidad dado que finalmente iba a cambiar ese falso, pero omnipotente modo de vida que le ataba. O bien asistía a las reuniones de su comité o paseaba por la ciudad, averiguando con avidez las novedades y llamando con toda la fuerza de su alma a ese glorioso momento en el que todo se derrumbaría y en el que pudiera, no ya festejar, sino simplemente deshacerse, no solo de la riqueza, sino de toda su vida, tan superflua como la riqueza.

A pesar de que Pierre decía enrojeciendo a todos sus conocidos que no solo nunca comandaría su batallón, sino que no iría a la guerra por nada del mundo, que a causa de su corpulencia sería un blanco demasiado fácil y que era muy torpe y pesado, hacía tiempo que a Pierre le inquietaba el pensamiento de partir para el ejército y ver con sus propios ojos qué era la guerra.

El 25 de agosto, después de recibir la noticia, a través del ayudante de campo de Raevski, de la cercanía de los franceses y de la segura batalla, Pierre deseó aún más partir para el ejército para ver qué era lo que allí sucedía y con ese fin y para renunciar a su cargo en el comité de donaciones y estar libre, fue a ver a Rastopchín. Al pasar por la plaza Bolótnoi vio una multitud reunida en torno al cadalso y deteniéndose, bajó del drozhki. Era la condena a un cocinero francés acusado de espionaje. La condena acababa de terminar y el verdugo desataba del potro a un hombre grueso, con medias azules, un kamzol verde y patillas pelirrojas, que gemía y daba lástima. Otro criminal, delgado y pálido, se encontraba en el mismo lugar.

Con un rostro asustado de sufrimiento, parecido al que tenía el francés delgado, Pierre se abría paso entre la multitud, preguntando: «¿Qué es esto? ¿Quiénes son? ¿Por qué?», y no recibía respuesta. La multitud de funcionarios, hombres y mujeres, miraba ávidamente y esperaba. Cuando desataron al hombre grueso y él, que evidentemente no tenía fuerzas para contenerse, aunque lo deseara, se echó a llorar, enojándose consigo mismo, como lloran los adultos sanguíneos, la muchedumbre se puso a hablar, según le pareció a Pierre, para acallar en ellos mismos el sentimiento de lástima y se escuchó:

—Ahora sí que se ha puesto a cantar: «padg’ecito, og’todoxo, ya no lo hag’e, ya no lo hag’e» —decía detrás de Pierre uno que seguramente era cochero de algún señor.

—Parece que a
musiú
la salsa rusa le resulta agria, al francés le ha dado dentera —dijo un escriba continuando la broma del cochero. Pierre miraba, meneaba la cabeza, y fruncía el ceño. Se dio la vuelta, regresó al drozhki y decidió que no podía quedarse más tiempo en Moscú y debía irse al ejército.

Rastopchín estaba ocupado y mandó decirle a través de un ayudante que estaba de acuerdo. Pierre se fue a casa y dio orden a su todopoderoso mayordomo Evstrátovich, inteligente, que todo lo sabía y que conocía a todo Moscú, de que esa noche partiría para el ejército en Tatárinov.

Pierre partió la mañana del día 25 sin decírselo a nadie y llegó al ejército por la tarde. Sus caballos le esperaban en Kniazkóv. Kniazkóv estaba tomado por la tropas y medio derruido. Por el camino se enteró de boca de algunos oficiales de que llegaba justo a tiempo y que ese día, o al día siguiente, se daría batalla general. «¿Qué hacer? Esto es lo que yo quería —se dijo a sí mismo—, ahora llega el fin.»

A las rotas puertas le esperaba su carro con el cochero, el maestrante y los caballos de silla. Pierre adelantó a su batallón, pero el maestrante le reconoció y le llamó y Pierre se alegró de ver una cara conocida después de una innumerable sucesión de rostros desconocidos de soldados, que había visto por el camino. El maestrante se encontraba, junto con los caballos y los carros, en medio de un regimiento de infantería.

Para no llamar tanto la atención por su aspecto, Pierre tenía intención de ponerse en Kniazkóv el uniforme de miliciano de su regimiento, pero cuando se acercó a los suyos se dio cuenta de que debería cambiarse ahí, a la intemperie, ante los ojos de los soldados y los oficiales, que miraban con sorpresa su sombrero blanco y su grueso cuerpo vestido con un frac, y cambió de opinión. También rechazó el té que le había preparado el maestrante y que los oficiales miraban con envidia. Pierre tenía prisa por llegar. Cuanto más se alejaba de Moscú y más se internaba en ese mar de tropas, más le poseía la inquietud. Temía a la batalla que debía tener lugar y temía aún más llegar tarde a esa batalla.

El maestrante trajo dos caballos. Un alazán inglés y uno moro. Pierre hacía tiempo que no montaba y le daba miedo encaramarse a un caballo. Preguntó cuál de los dos era más manso. El maestrante se lo pensó.

—Este es más dócil, Excelencia.

Pierre eligió el más dócil y cuando se lo llevaron, mirando con timidez por si alguien se reía de él, se sujetó de las crines, con tal energía y esfuerzo que parecía que no iba soltar esas crines por nada del mundo y se subió a él. Luego quiso colocarse bien las gafas, pero no fue capaz de reunir fuerzas para apartar las manos de la silla y las riendas. El maestrante miraba con desaprobación las piernas dobladas y el enorme cuerpo encorvado de su conde y sentado en su caballo se preparaba para acompañarle.

—No, no hace falta, quédate, iré solo —masculló Pierre. En primer lugar no quería tener tras de sí esa mirada de reproche a causa de su postura y en segundo lugar no quería exponer al maestrante a los mismos peligros a los que él estaba decidido a exponerse. Mordiéndose los labios y encorvándose hacia delante, Pierre golpeó con ambos talones en las ingles del caballo y con esos mismo talones se aferró al él y echó a andar por el camino, sujetando las riendas de lado y sin soltar las crines, con un galope desigual, encomendando su alma a Dios.

Después de cabalgar dos verstas y sosteniéndose a duras penas en la silla, a causa de la tensión, Pierre detuvo su caballo y continuó al paso, tratando de deducir cuál era su posición. Tenía que reflexionar acerca de adonde iba y para qué. De Moscú le había hecho partir el mismo sentimiento que experimentara en el palacio Slobodski, en la recepción del emperador, ese agradable sentimiento de consciencia de que todo lo que a la gente le procura felicidad, las comodidades de la vida, la riqueza, incluso la propia vida, son un absurdo que resulta agradable rechazar, en comparación con... algo. ¿Con qué?

Pierre no podía darse cuenta y ni siquiera trataba de explicarse, porqué y por quién encontraba un particular placer en el sacrificio de todas sus propiedades y de su vida. No le preocupaba la razón de porqué quería hacer ese sacrificio, sino que el mismo sacrificio le suponía una nueva alegría, un sentimiento renovador. A causa de este sentimiento había ido desde Moscú a Borodinó, para tomar parte en la batalla que se avecindaba.
Tomar parte
en la batalla le parecía un asunto completamente sencillo y claro en Moscú, pero ahora, al ver esa masa de soldados, organizados por grados, sometidos a subordinaciones, vinculados los unos a los otros, ocupados cada uno en su tarea, comprendió que no era tan fácil llegar y tomar parte en la batalla y que para conseguirlo debía unirse a alguien, subordinarse a alguien, para obtener un interés más concreto, que el de tomar parte en general en la batalla.

Después de haber puesto su caballo al paso, Pierre comenzó a mirar a ambos lados del camino, buscando alguna cara conocida, y solo se encontraba con rostros desconocidos de soldados de diferentes armas del ejército y que miraban o bien con asombro o bien con burla su gorro blanco y su frac verde. Después de pasar por dos aldeas arruinadas y vacías de habitantes, se acercó a una tercera en la que por fin encontró a un conocido con el que se puso a hablar con alegría, para que le recomendara qué era lo que debía hacer. Ese conocido era uno de los jefes médicos del ejército. Iba, junto con un joven doctor, montado en una carretela que adelantó a Pierre y, al reconocerle, detuvo al cosaco que estaba sentado en el pescante en el lugar del cochero.

—Excelencia, ¿qué hace aquí? —preguntó el doctor.

—Quería ver...

—Sí, sí, habrá mucho que ver...

Pierre desmontó y se detuvo para hablar con el doctor y para pedirle consejo acerca de cómo debía proceder, a quién debía dirigirse y dónde encontrar el regimiento Pernovski, que comandaba el príncipe Andréi. A la última pregunta el doctor no pudo responderle, pero a la primera aconsejó a Bezújov dirigirse directamente a su serenísima el príncipe.

—Le podría pasar cualquier cosa estando Dios sabe dónde en la batalla, desamparado y sin información —dijo él, intercambiando una mirada con su joven colega—, y Su Serenísima le conoce y le recibirá con benevolencia... Hágalo así, padrecito —dijo el doctor.

El doctor parecía tener mucha prisa y estar cansado. Y a Pierre le sorprendió la familiaridad con la que se dirigía a él, frente al anterior trato respetuoso y empalagoso.

—Vaya a esa aldea, me parece que se llama Burdinó, Burdinó o Borodinó, no me acuerdo, desde ese sitio en el que están cavando las fortificaciones, coja el camino de la derecha directo a Tatárinov y llegará al cuartel general de Su Serenísima.

—Pero puede que él no tenga tiempo.

—No ha dormido en toda la noche, preparándose, porque no es ninguna broma tener que planear esta enormidad, yo he estado con él. Pero a usted de todos modos le recibirá.

—Así que usted piensa...

Pero el doctor le interrumpió y se acercó a su carretela.

—Le acompañaría, para mí sería un honor, pero le juro que estoy hasta aquí —el doctor se señaló a la garganta—, ahora mismo voy a la comandancia de cuerpo. Como sabe, conde, mañana nos espera una batalla en la que tomarán parte cien mil soldados, como poco hay que pensar que habrá veinte mil heridos y no tenemos ni camillas, ni camas, ni enfermeros, ni médicos para seis mil. Así que hay que arreglarse con lo que hay...

El extraño pensamiento de que entre esos miles de personas vivas, sanas, jóvenes y viejas, que miraban con alegre asombro su sombrero, habría veinte mil condenadas a las heridas y a la muerte (quizá las mismas que en ese momento estaba viendo) le abatió de tal manera que, sin responder ni a las palabras del doctor ni a su despedida, se quedó durante largo tiempo en el mismo sitio, sin cambiar la expresión de sufrimiento y terror de su rostro.

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