Guerra y paz (66 page)

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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

Al recibir estas noticias bien entrada la tarde, estando solo en su despacho, el anciano príncipe no dijo nada a nadie. Según su costumbre al día siguiente fue a dar su paseo y estuvo taciturno con el administrador, con el jardinero, con el arquitecto y a pesar de que tenía aspecto de enojo no dijo nada a nadie. Cuando a la hora acostumbrada la princesa María entró en su despacho se encontraba tras el torno trabajando, pero no se volvió hacia ella como era su costumbre. Hizo un movimiento de cabeza hacia ella, pero cambió de opinión como si no se decidiera.

—¡Ah! ¡La princesa María! —dijo él de pronto artificialmente y tiró el escoplo. La rueda dio aún unas vueltas a causa de la inercia. La princesa María recordaría durante mucho tiempo el apagado chirrido de la rueda, que se fundió con lo que sucedió a continuación. La princesa María se acercó a él, vio su rostro y de pronto sintió que algo la abandonaba (la felicidad, el interés, el amor a la vida. En un instante no quedó nada de eso); sus ojos se llenaron de lágrimas. Por el rostro de su padre, por un rostro que no era triste, ni abatido, sino colérico y artificialmente contenido, se dio cuenta de que una terrible desgracia pendía sobre ella y la aplastaría, la más terrible desgracia de la vida, que aún no había padecido, la desgracia irreparable e incomprensible, la muerte de aquel a quien quieres.

—¡Padre! ¡Andréi! —dijo ella, la torpe y desgarbada princesa, pero con una pena tan indescriptiblemente encantadora y cautivadora y una abnegación, que su padre no resistió su mirada y se dio la vuelta.

—Él ya no existe —gritó estridentemente, como si quisiera echar a la princesa con ese grito.

La princesa no perdió el equilibrio ni sintió vahídos. Ya estaba pálida, pero cuando oyó esas palabras, su rostro se transfiguró y no para expresar mayor sufrimiento sino al contrario, algo brilló en sus luminosos y bellos ojos, como si una alegría, una elevada alegría se derramara en medio de esa intensa pena que sentía. Olvidó todo el temor que experimentaba hacia su padre (que era el más intenso de sus sentimientos). Se acercó a él, le tomó de la mano y le acercó hacia sí y ya levantaba la otra mano para abrazar su enjuto y fibroso cuello.

—No se aleje de mí, lloremos juntos. —Las lágrimas seguían en sus ojos.

El anciano la rechazó con enojo.

—¡Miserables! ¡Canallas! —gritó él—. ¡Perder un ejército, perder vidas! ¿Para qué? Ve, ve a decírselo a Liza.

—Sí, yo se lo diré.

La princesa, que no se encontraba con fuerzas para estar de pie, se sentó en una butaca y lloraba sin enjugarse las lágrimas. Veía a su hermano en el instante en el que se despidió de ella y de Liza, con su aspecto desdeñoso. Le veía en el momento en el que tierna y burlonamente se colgó la imagen. «¿Habría llegado a creer? ¿Se habría arrepentido de su incredulidad? ¿Estaría él ahora allí?», pensaba ella.

—Padre, dígame cómo ha sido —preguntó ella entre lágrimas.

—Vete, vete, le han matado en la batalla, a la que mandaron a morir a los mejores hombres y el honor de Rusia. Váyase, princesa María.

Ella se levantó y se marchó, pero recordando el estado de su cuñada, atormentada, intentó decirle lo que había sucedió e intentó ocultárselo sin lograr ni lo uno ni lo otro. Antes de la comida el príncipe envió a Tijón con una nota para la princesa en la que le preguntaba si ya se lo había contando a Liza. Al recibir una respuesta negativa, fue él mismo a hablar con ella.

—¡Por el amor de Dios, padre —gritó la princesa arrojándose hacia él—, no se olvide de lo que ella alberga ahora en su seno!

El príncipe la miró, miró a su nuera y salió. Pero no se fue a su despacho, sino que cerrando la puerta de la pequeña sala donde estaban las mujeres, comenzó a andar adelante y atrás por el salón.

La princesa María no se decidía a contarle a Liza lo que había ocurrido precisamente porque nunca la había visto tan silenciosa, benévola y triste.

Cuando la princesa María había vuelto del despacho de su padre, la princesita estaba sentada con su labor, y la había mirado con esa particular expresión de mirada interna y plácida que tienen las mujeres embarazadas.

—María —le había dicho ella, apartando el bastidor y echándose hacia atrás—, dame tu mano. —Tomó la mano de la princesa y se la colocó sobre la tripa. Sus ojos sonreían, esperando, el labio sombreado de vello permanecía levantado y tenía aspecto de infantil felicidad—. Hay que esperar... aquí está... ¿lo oyes? ¿Cómo será? Pequeñito, pequeñito. Si no fuera tan terrible, Marie. De todos modos le voy a querer. Le voy a querer mucho, mucho. ¿Qué tienes? ¿Qué te sucede?

María cayó de rodillas y comenzó a sollozar. Le dijo que sentía mucha pena por Andréi, pero no pudo decidirse a contarlo. Durante la mañana se echó a llorar en otras ocasiones. Esas lágrimas, cuya causa ella no contaba, inquietaron a Liza, por poco observadora que fuera. No decía nada, pero observaba intranquila intentando descubrir la razón. Y cuando entró el anciano príncipe, que ella siempre temía tanto, con ese rostro intranquilo y colérico, lo comprendió todo. Se volvió a María, ya sin preguntarle qué le sucedía, sino preguntándole y rogándole que le dijera que Andréi estaba vivo y que no era cierto que hubiera muerto. La princesa María no pudo decirle eso. Liza gritó y cayó desmayada. El anciano príncipe abrió la puerta, la miró y como convenciéndose de ese modo de que la operación se había consumado se fue a su despacho y desde ese momento salió de él solamente para su paseo matutino, pero no apareció por el salón ni el comedor. Las lecciones de matemáticas continuaron. No dormía, como podía oír Tijón, y sus fuerzas decrecieron. Adelgazó, amarilleó, pareció hincharse y por las mañanas comenzó a tener ataques de cólera más frecuentes en los que no sabía lo que hacía y corría a su despacho, en presencia únicamente de Tijón, con el que estaba más tiempo que antes y con el único con el que hablaba por las tardes, mandándole que se sentara y le contara lo que sucedía en la hacienda y la aldea. El anciano príncipe no quería albergar ninguna esperanza, les contó a todos que el príncipe Andréi había muerto y encargó un panteón para su hijo para el que designó un lugar en el jardín, pero aun así seguía conservando la esperanza y mandó un funcionario a Austria para seguir el rastro del príncipe Andréi. Aguardaba y mantenía la esperanza, y por ese motivo le resultaba más duro que a ninguno. La princesa María y Liza llevaron cada una el dolor a su modo. Liza, a pesar de que el dolor no le causó daño físico alguno, se hundió y decía que estaba segura de que moriría en el parto.

La princesa María rogaba a Dios, andaba tras Liza y trataba de llevar a su padre por el camino de la religión y de las lágrimas, pero todo era en vano.

Pasaron dos meses desde el día en el que se recibió la noticia. El anciano príncipe se consumía a ojos vista, a pesar de todos los esfuerzos para volver a su antiguo ritmo de vida. El tiempo de la princesita se acercaba y la princesa María le recordó a su padre la petición de Andréi de que trajeran un partero y se solicitó a Moscú el mejor partero.

XXIII

—Q
UERIDA
amiga —dijo la princesita la mañana del 19 de marzo tras el desayuno, levantando como acostumbraba el labio sombreado de vello en una sonrisa; pero desde el día en que recibieran las noticias todo en esa casa era triste, no solamente las sonrisas sino las conversaciones e incluso el modo de andar, y en ese instante la sonrisa de la princesita recordaba aún más la tristeza general.

—Queridita, temo que el frishtik, como le llama Foká, que hemos tomado hoy me haya sentado mal.

—¿Qué te sucede, alma mía? Estás pálida. Oh, estás muy pálida —dijo asustada la princesa María acercándose a su cuñada con su pesado caminar.

—Su merced, ¿no deberíamos llamar a María Bogdánovna? —dijo una de las doncellas que se encontraban allí (María Bogdánovna era la comadrona de la población más cercana, que llevaba ya dos semanas viviendo en su casa).

—En efecto —aprobó la princesa María—, puede ser que sea eso. Yo iré. ¡No te preocupes, ángel mío! —Y besó a su cuñada.

—¡Oh, no, no! —Y además de la palidez y del sufrimiento físico el rostro de la princesita expresó temor por los inminentes dolores. —No, es el estómago... Marie, di que es el estómago...

Pero María, viendo cómo la princesita comenzaba a retorcerse las manos y a llorar, salió apresuradamente de la habitación.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Oh! —escuchó tras de sí pero no se volvió y corrió a por María Bogdánovna.

María Bogdánovna ya salía a su encuentro con expresión tranquila y significativa, frotándose las pequeñas y regordetas manos.

—No es nada, princesa, no se preocupe —dijo ella.

Cinco minutos después la princesa escuchó desde su habitación cómo arrastraban algo pesado. Se asomó para ver qué era y vio que unos criados llevaban por alguna razón el diván de piel al dormitorio. En todos los rostros había un algo solemne y callado. La princesa estuvo largo tiempo sola en su habitación, abría la puerta, o bien se sentaba en su butaca o bien tomaba el libro de oraciones o se ponía de rodillas frente a los iconos. Pero para desgracia y sorpresa suya descubrió que las oraciones no calmaban su inquietud. Le atormentaba el pensamiento de que al morir el príncipe Andréi había dejado de existir y de que cómo ahora un nuevo príncipe Andréi Nikoláevich iba a empezar a vivir. (Ella y toda la casa estaban convencidos de que sería un niño.) De nuevo se sentó en la butaca, abrió el salterio y comenzó a leer los 104 salmos.

Por todos los rincones de la casa se había derramado y adueñado de todos el mismo sentimiento que experimentaba la princesa María, sentada en su habitación. Según la creencia de que cuanta menos gente sepa de los dolores de una parturienta, menos sufrirá esta, todos trataban de fingir que no se daban cuenta y nadie hablaba de ello, pero en todos, además de la acostumbrada seriedad y el respeto a las buenas maneras reinantes en casa del príncipe, era evidente una preocupación general, un reblandecimiento del corazón y la conciencia de que algo grande e ininteligible estaba sucediendo en aquel momento. La vieja niñera, una anciana centenaria, que había sido ya nodriza del anciano príncipe, gritaba enfadada a una muchacha descalza por entrar con tanta prisa en la habitación, y habiendo conseguido las velas del matrimonio del príncipe ordenó que las encendieran ante los iconos y cerrando los ojos se puso a murmurar algo. Otra niñera entró en la habitación de la princesa.

—No es nada, ángel mío, no te angusties. Dios es bondadoso —dijo ella besándole en el hombro—. Reza. Me quedaré contigo. —Y se quedó en la habitación de la princesa.

En la gran sala de las mujeres no se escuchaban las risas. En el cuarto de los criados, todos se encontraban sentados y en silencio, como esperando a algo. El anciano príncipe, al escuchar el ajetreo, mandó a Tijón a preguntar a María Bogdánovna qué sucedía. María Bogdánovna salió de la habitación en la que se escuchaban gritos y dijo mirando significativamente al emisario:

—Anuncia al príncipe que el parto ha comenzado.

Tijón volvió y se lo transmitió al príncipe.

—Está bien —dijo el príncipe y Tijón ya no escuchó el más mínimo ruido en el despacho. A pesar de que las velas aún iluminaban, Tijón entró en el despacho como para cambiarlas, y al ver que el príncipe estaba tumbado en el diván, olvidando su miedo miró su malogrado rostro, agachó la cabeza y se acercó en silencio a él y besándole en el hombro salió, sin cambiar las velas y sin decir para qué había entrado. En la hacienda, hasta bien entrada la noche ardieron velas y antorchas y nadie durmió. Estaba teniendo lugar el más solemne misterio de los que acontecen en el mundo.

Pasó la tarde y llegó la noche. Y el sentimiento de espera y de reblandecimiento del corazón ante lo ininteligible no disminuía sino que iba en aumento. Nadie dormía. El príncipe salió del despacho, pasó a través del cuarto de los criados, donde todos se encontraban con la cabeza gacha, al salón, a la sala de los divanes y se detuvo en la oscuridad. Escuchó gemidos a través de la puerta que en ese momento estaba abierta. Se volvió y regresó a su despacho con paso rápido y ordenó llamar al ordenanza. Ese mismo día esperaban la llegada del partero. El príncipe caminaba por el despacho y se detenía para ver si escuchaba el sonido de las campanillas. Pero no se escuchaba nada aparte del rumor del viento y la vibración de los cristales. Era una de esas noches de marzo en las que el invierno parece como si quisiera salirse con la suya y derrama con una particular cólera sus últimas nieves y tempestades. El príncipe mandó hombres a caballo con faroles a buscar al partero y continuó con sus paseos. La princesa María estaba sentada en silencio, con sus luminosos ojos posados en los fuegos de las lamparillas, cuando de pronto una violenta ráfaga de viento empujó una de las ventanas (la princesa quitaba las contraventanas desde que llegaban las alondras) y golpeó los postigos mal cerrados, levantó la cortina y sopló con fría y blanca nieve, apagando la vela. La princesa se despabiló: «No, todavía tenía que venir todo el horror de la muerte», pensó ella. Se levantó asustada. La niñera corrió a cerrar la ventana.

—Princesa, madrecita, alguien viene por la avenida —dijo la niñera asomándose, para sujetar el marco de la ventana—, llevan faroles, seguramente es ese doctor...

La princesa María se cubrió con un chal y acudió al encuentro de los que venían. Cuando salió al porche la carreta con los faroles estaba en la entrada. Una multitud de criados en la plazoleta la separaban del recién llegado. La sollozante voz de Tijón decía algo:

—Padrecito, Andréi Nikoláevich, pero si le habíamos enterrado.

Y de pronto la voz llorosa y lo que era aún más terrible, alegre, del príncipe Andréi respondió:

—No, aún sobrevivo, Tijón. ¿Mi padre mi hermana y la princesa se encuentran bien? —dijo la voz que temblaba ligeramente. Al recibir la respuesta de Tijón al oído de que la princesa estaba de parto, Andréi le gritó a su cochero que partiera. Su carreta era la del partero, al que se habían encontrado en la última estación y con el que había viajado. Los criados se apresuraron, al ver tras ellos a la princesa María, a cederle el paso. Ella miraba asustada a su hermano. Él se acercó y la abrazó y ella tuvo que convencerse de que era él. Sí, era él, aunque pálido, delgado y con una expresión diferente en la cara, más dulce y feliz.

—¿No recibisteis mi carta? —preguntó él y sin esperar una respuesta que no habría obtenido porque la princesa no podía hablar, se volvió y junto al partero subió la escalera con paso veloz y fue a la habitación de su esposa. Ni siquiera se dio cuenta de que mientras iba por el pasillo la cabeza de un anciano vestido con una bata blanca se asomaba por la puerta del cuarto de los criados clavando su mirada en él y le miraba inmóvil y silenciosamente mientras pasaba. El príncipe Andréi, sin escuchar a nadie, fue directamente a ver a su esposa.

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