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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

Guerra y paz (67 page)

—Bueno, ¿cómo va? —preguntaba él intranquilo.

Ella yacía sobre las almohadas con una cofia blanca (los dolores acababan de cesar, negros mechones de pelo se ondulaban sobre sus mejillas sudorosas y encendidas, la sonrosada y encantadora boquita con el labio sombreado de vello estaba abierta) y sonriendo alegre e infantil. Los brillantes ojos miraban como los de un niño y parecían decir: «¡Os quiero a todos, pero por qué sufro, ayudadme!».

El príncipe Andréi la besó y se echó a llorar.

—Alma mía —dijo él, palabras que nunca antes le había dicho. Ella le miró interrogativamente con reproche infantil. «Yo esperaba que me ayudaras y tampoco he recibido nada de ti.» No se sorprendía de que él hubiera llegado. Los dolores comenzaron de nuevo y le sacaron de la habitación. El partero se quedó con ella. El príncipe Andréi fue a ver a su padre, pero la princesa María le detuvo diciéndole que su padre mandaba a decirle que no fuera a verle y que se quedara con su esposa. Se puso a conversar con su hermana, pero a cada instante se callaban. Ambos esperaban y escuchaban.

—¡Ve, amigo mío! —dijo la princesa María y ella misma fue la que salió para allá. El príncipe Andréi se quedó solo escuchando el sonido del viento en la ventana y la espera se le hizo horrible. De pronto un grito desgarrador, que no era de ella, ella no podía gritar así, se oyó en la habitación de al lado. Se acercó a la puerta, el gritó se acalló, pero se escuchó otro grito, el grito de un niño. «Para qué habrán traído un niño aquí», pensó el príncipe Andréi con sorpresa. La puerta se abrió y salió el partero sin levita y con la camisa remangada, pálido y temblándole la barbilla. El príncipe Andréi le preguntó, pero el partero le miró con rabia y se fue sin decir ni una palabra. Salió una mujer con rostro asustado y al ver al príncipe Andréi, quedó confusa en el umbral. Él entró en la habitación de su esposa. Ella yacía muerta en la misma posición en la que la había visto cinco minutos antes con la misma expresión, a pesar de los ojos inmóviles y las mejillas pálidas, tenía la misma encantadora, infantil y tímida carita con el labio cubierto de vello negro. «¡Yo os quería a todos y no hacía mal a nadie, qué es lo que habéis hecho conmigo! ¡Ah, qué es lo que habéis hecho conmigo!»

En un rincón del cuarto, gruñendo como un lechón, había algo pequeño y rojizo en las blancas manos de María Bogdánovna.

Dos horas después seguía igual de oscuro y el viento soplaba de igual forma. El príncipe Andréi fue con pasos silenciosos hasta el despacho de su padre. El anciano ya lo sabía todo. Estaba tumbado en el diván. El príncipe Andréi se acercó más a él. El anciano dormía o fingía dormir. El príncipe Andréi se sentó con él en el diván. El anciano apretó los ojos.

—Padre...

El anciano, en silencio y con las viejas y ásperas manos como tenazas, abrazó el cuello de su hijo y se puso a sollozar como un niño.

Tres días después se celebraron las exequias de la princesita. El príncipe Andréi subió los peldaños del catafalco y vio de nuevo ese mismo rostro, a pesar de tener los ojos cerrados. «Ah, ¿qué habéis hecho conmigo?», y él sintió que algo se desgarraba en su alma y que era culpable de pecados que no podría reparar ni olvidar. No pudo llorar. El anciano también subió y besó la mano de la princesa y fue como si ella le dijera: «Ah, ¿por qué habéis hecho esto conmigo?». Y el anciano, por segunda vez en su vida, se puso a sollozar.

Cinco días después bautizaron al joven príncipe Nikolai Andréevich.

XXIV

A
ÚN
no se había disipado la impresión que había causado la primera guerra contra Napoleón cuando comenzó la segunda que acabó con la Paz de Tilsit. Al principio del año 1806 y durante el año 1807, el sentimiento de enemistad hacia Bonaparte, como se le llamaba, penetró aún más profundamente en el corazón de la nación rusa que en el año 1805. Medio millón de guerreros, dos reclutamientos en un año, las maldiciones al enemigo del género humano y anticristo Bonaparte que se escuchaban en todas las iglesias y el rumor de que se acercaba a la frontera rusa, obligaron a levantar contra él a todo el estado.

Rostov, después del desgraciado duelo, en el que él había participado, llevó al herido Dólojov a su piso. Rostov conocía a Dólojov de la vida de solteros con los cíngaros, de las francachelas, pero nunca había estado en su casa e incluso nunca había pensado en cómo podía ser la casa de Dólojov. Y si Dólojov tenía una casa, seguramente era, como suponía Rostov, una habitación sucia y llena de humo con botellas, pipas y un perro, en la que guardaría sus maletas y en la que pasaría la noche de vez en cuando. Pero Dólojov le dijo que vivía en su propia casa en la calle Nikola Yavlenni con su anciana madre y dos hermanas solteras.

Mientras le llevaban Dólojov guardaba silencio, haciendo visibles esfuerzos para no gemir, pero ante la casa, reconociendo el mercado de Arbat, se incorporó y tomó la mano de Rostov y su rostro expresó un temor, una desesperación tal, que Nikolai nunca hubiera esperado de él.

—Por el amor de Dios, no me lleves a casa de mi madre, ella no lo soportará... Rostov, déjame, corre a verla, prepárala. Ese ángel no lo soportará.

La casita era linda, limpia, con flores y alfombras. María Ivánovna Dólojova tenía aspecto de anciana venerable. La madre corrió asustada al encuentro de Rostov en el recibidor.

—¡Fedia! ¿Qué le ha pasado a Fedia? —gritó ella tan pronto como Rostov dijo que Dólojov le enviaba y que no se encontraba del todo bien.

—¿Ha muerto? ¿Dónde está? —Y cayó sin sentido. Las hermanas, unas muchachas poco agraciadas, corrieron y rodearon a la madre. Una de ellas le preguntó en un susurro a Rostov qué le había pasado a Fedia y él le dijo que Dólojov estaba levemente herido. Rostov no pudo resistir la desgarradora visión de la desesperación de la madre y las hermanas cuando llevó a Dólojov y se marchó con la excusa de buscar a un doctor librándose de la visión del encuentro entre la madre y el hijo.

Cuando Rostov volvió con el doctor, ya habían acostado a Dólojov en su despacho, decorado con valiosas armas, sobre una piel de oso y la madre se encontraba sentada en la cabecera en un pequeño escabel más pálida aún que su hijo. Las hermanas parloteaban en la habitación vecina, en el pasillo, pero no se atrevían a entrar en el cuarto. Dólojov soportó el dolor de la sonda de la herida y la extracción de la bala igual que había soportado la propia herida. Ni siquiera fruncía el ceño y sonreía tan pronto como su madre entraba en la habitación. Era evidente que tenía concentrados todos sus esfuerzos en tranquilizar a la anciana. Cuanto más íntimamente conocía Rostov a Dólojov más apegado se sentía hacia él. Todo en él, empezando por su costumbre de dormir en el suelo hasta su ostentación de sus malas inclinaciones y el disimulo de las buenas, todo era extraordinario, diferente al resto de la gente y todo resultaba firme y claro. Al principio María Ivánovna miraba con hostilidad a Rostov, relacionándole con las desgracia de su hijo, pero cuando Dólojov, advirtiéndolo le dijo: «Rostov es mi amigo y le pido, adorada mamá, que le quiera», María Ivánovna comenzó realmente a apreciar a Nikolai y Nikolai comenzó a visitar la casa de la calle Nikola Yavlenni. A pesar de las bromas de su familia y del reproche de sus relaciones de sociedad, pasaba todo el día en casa del convaleciente, bien conversando con él o escuchando sus relatos, atrapando cada una de sus palabras, movimientos y sonrisas, y coincidiendo con él sin reservas en todo o bien hablando con María Ivánovna Dólojova sobre su hijo. Supo por ella que Fedia mantenía a sus hermanas y a ella misma y que era el mejor hermano e hijo del mundo. María Ivánovna estaba convencida de que Fedia era un dechado de virtudes. (Esta opinión era compartida por Rostov, especialmente cuando escuchaba o veía a Dólojov.) Ella ni siquiera era capaz de admitir que fuera posible tener una mala opinión sobre su hijo.

—Sí, él es demasiado bondadoso, elevado y puro de corazón —decía ella—, para este mundo de ahora tan depravado. Nadie ama la virtud, esta molesta a todos. Pues dígame, conde, si esto ha sido justo y honrado por parte de ese Bezújov, Fedia, con su bondad le quería y ni siquiera ahora dice nada malo de él. Esa travesura que hicieron en San Petersburgo —una broma que le hicieron a un policía—, la hicieron juntos. Y qué pasa, Bezújov queda libre de culpa y Fedia lo sufre todo en sus carnes. ¡Y cómo lo sufrió! Le han devuelto a su puesto, pero cómo no hacerlo. No creo que haya muchos como él tan valientes y tan patriotas. ¡¿Y a qué viene ahora este duelo?! ¡¿Es que estas personas tienen algo de sentido del honor?! Sabiendo que es hijo único, retarle a duelo y dispararle. Gracias a que Dios tuvo piedad de nosotros. ¿Y por qué todo esto? ¿Quién no tiene sus intrigas en estos tiempos? Y puesto que es tan celoso, entiendo que lo hubiera debido dar a entender antes, porque ya lleva un año así. Y le reta a duelo suponiendo que no aceptará porque le debe dinero. ¡Qué bajeza! ¡Qué infamia! Sé que usted entiende a Fedia, mi querido conde, por eso le quiero con toda mi alma. Créame que no hay muchos que le entiendan, tiene un alma tan elevada y celestial...

El propio Dólojov durante su convalecencia en casa era con frecuencia especialmente dulce y animado. Rostov prácticamente se enamoraba de él cuando ese hombre duro y masculino, entonces debilitado por la herida, dirigía hacia él sus claros ojos azules y su hermoso rostro, sonriendo suavemente y hablándole le demostraba su amistad.

—Créeme, amigo mío —decía él—, en el mundo hay cuatro tipos de personas: unos no aman ni odian a nadie, esos son los más felices de todos. Otros, que odian a todos, son Kartushi, malvados. Los terceros que aman aquello que tienen ante los ojos y lo demás les es indiferente son tantos que si los cuelgas de las farolas de aquí a Moscú, no va a haber suficientes postes para colgarlos a todos, son todos estúpidos, y luego hay otros como yo. Yo cuando quiero a alguien le quiero de tal modo que daría la vida por él y al resto los aplastaría a todos, si se cruzan en mi camino o en el camino de la gente a la que quiero. Tengo una madre a la que adoro, inestimable, mis hermanas, dos o tres amigos entre los que te cuento, y al resto los odio a todos, les haría puré para que a mis elegidos les vaya bien. —Y él, sonriendo estrechaba la mano de Rostov—. Sí, alma mía —continuaba—, me he encontrado con hombres afectuosos, honestos, bondadosos, elevados —y de nuevo acariciaba con la mirada a Rostov—, pero mujeres, además de ser criaturas en venta, tanto las condesas como las cocineras, es igual, mujeres de ese tipo no he encontrado. Carecen de esa alma pura que pudiera amar a otra alma, como la pobre Liza amaba a Erast. Si yo encontrara una mujer así, daría la vida por ella. Y las otras... —Hizo un gesto de desprecio—. Sabes por qué le reté, es decir por qué forcé a Bezújov a que me retara. Me había cansado de ella. Era fría como un pez. No me amaba, solo me temía. Y yo tenía curiosidad. El amor es la suprema felicidad y yo aún no la he alcanzado.

La mayoría del tiempo se comportaba muy dulcemente, pero en una ocasión Rostov le vio en uno de esos accesos de cólera en los que hizo uso de su terrible conducta. Sucedió ya en el final de su convalecencia. Se quitó la venda y mandó a un criado a que le trajera una limpia, no había limpias y el criado corrió a pedírselas a la lavandera que se encargaba de planchar las vendas. Dólojov esperó unos cinco minutos. Luego, apretando los dientes y frunciendo el ceño se sentó en la cama, después se levantó, cogió una silla y se la acercó. «¡Egorka!», comenzó a gritar manteniéndose de pie y esperando. Rostov quiso distraerle, pero Dólojov no le respondió. Rostov fue a por Egorka y le trajo junto con las vendas. Pero según entró Egorka Dólojov se arrojó a él, le arrolló por las piernas y comenzó a golpearle con la silla. La sangre manaba de la herida. A pesar de los esfuerzos de Rostov y de la madre y las hermanas que habían llegado corriendo, Egorka no pudo librarse hasta que Dólojov no cayó a causa del agotamiento y la pérdida de sangre.

XXV

A
UNQUE
en aquella época el emperador era muy severo con los que se batían en duelo, las familias de Hélène y de Rostov echaron tierra sobre el asunto y no hubo consecuencias. Dólojov aún estaba débil y apenas si podía andar cuando su nuevo amigo Nikolai le llevó a casa de sus padres. Todos eran recibidos en la casa de los Rostov con los brazos abiertos. Pero a Dólojov le recibieron con especial alegría, por su amistad con Nikolai y por su terrible y destacada reputación. Esperaron en vano su llegada durante unos días. La condesa estaba ligeramente intimidada, las muchachas estaban agitadas a pesar de que Sonia estaba completamente absorbida por su amor por Nikolai, Vera por Berg, que había venido de permiso y había vuelto a partir y Natasha estaba totalmente satisfecha con su adorado Denísov. Ninguna quería que Dólojov se enamorara de ella, pero todas le pedían a Nikolai que les contara en detalle cómo era y entre ellas hablaban sobre él, con unas risas que evidentemente buscaban ocultar su temor y su inquietud.

Al tercer día de esperar llegó el coche, las muchachas corrieron a asomarse por las ventanas y luego se apartaron al reconocer a Dólojov y a Nikolai conduciendo a su amigo. Dólojov era cortés. Hablaba poco (y lo que decía era original) y miraba con atención a los rostros de las damas. Todos esperaban que hiciera algo fuera de lo común, pero no dijo ni hizo nada extraordinario. Lo único en él que no era completamente normal era que en sus maneras era imposible encontrar ni sombra de ese incomodo y turbación que aunque se oculte, siempre se puede apreciar en los jóvenes solteros en presencia de muchachas jóvenes. Dólojov, al contrario, sirviéndose de la ventaja que le daba su herida y su supuesta debilidad, se arrellanaba con libertad sentado en una butaca volteriana que le habían ofrecido y recibiendo las pequeñas atenciones que le brindaban. Gustó a todos los habitantes de la casa, Sonia veía en él un amigo y considerándolo algo muy importante intentaba con abnegación hacer del entorno de la casa algo agradable para su amigo. Le preguntaba cómo le gustaba el té, tocaba para él en clavicordio las piezas que más le gustaban y le mostraba los cuadros de la sala. Vera discurría que no era un hombre como los demás y por lo tanto le gustaba. Natasha, durante las primeras dos horas de su visita, no apartaba de él sus ojos curiosos e interrogantes (de tal modo que la condesa le advirtió unas cuantas veces en voz baja que no era correcto comportarse así). Después de la comida se puso a cantar, evidentemente para él y Vasia Denísov ya dijo que la hechicera se había olvidado de su enano (así era como él se apelaba) y quería encantar a un nuevo príncipe. Ella se reía, pero después de haber cantado en la sala miraba intranquila a Dólojov y al volver al comedor se sentó a la mesa cerca de él mirando la impresión que había causado en su rostro y sin apartar la vista de él esperando sus alabanzas. Dólojov no le prestaba ni la más mínima atención y les contaba algo a Vera y a Sonia, dirigiéndose preferentemente a esta última. La intranquilidad de Natasha y el deseo de que la alabaran era tan evidente que la anciana condesa sonriendo intercambió miradas con Nikolai señalando con los ojos a Natasha y Dólojov. Ambos comprendían qué era lo que necesitaba.

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