Guerra y paz (89 page)

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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

26 de diciembre.

Hace tiempo que no echo un vistazo ni a esta libreta ni a mi alma. Me he entregado por completo a la vanidad y a todos mis vicios, que prometí lisonjeramente eliminar. Ayer comprendí a qué vorágine del mal me ha conducido esta despreocupación; me horroricé y volví en sí. Han llegado a San Petersburgo los Rostov, antiguos conocidos míos. El viejo conde es una excelente persona. Encontrándomelo en casa de N. me invitó a la suya y hace ya dos semanas que les visito a diario. Solo ayer comprendí por qué lo hago. Natalia, su hija menor, posee una voz magnífica y un aspecto fascinante. Le marqué las notas, escuché su canto, le hice reír y hablé con ella incluso de temas importantes. Es una chica que lo comprende todo. Pero ayer por la tarde, su hermana mayor dijo de broma que cinco años antes, cuando estuve de visita en Moscú con motivo de su santo, la pequeña Natalia se enamoró de mí. Al escuchar estas palabras, me turbé tanto que me sonrojé y sentí que las lágrimas casi asomaban en mis ojos. Sin tener nada que decir, me levanté, notando sin embargo que ella también se había sonrojado. Esta circunstancia me obligó a adentrarme en mis sentimientos y a horrorizarme de a lo que me exponía. La pasada noche tuve un sueño en el que alguien me muestra un gran libro, como un códice alejandrino. Todas las páginas estaban ilustradas con magníficos dibujos que representaban las aventuras del alma con su amante. También vi a una hermosa doncella de ropaje transparente y cuerpo diáfano que estaba posada en las nubes. Me pareció entender que esta doncella no era otra que la condesita Rostova y al mismo tiempo representaba el Cantar de los Cantares. Al mirar a estos dibujos, sentía que hacía mal, pero no podía apartar mi vista de ellos.

¡Dios mío, ayúdame! Si esto es lo que quieres, que se cumpla tu voluntad. Pero si yo mismo lo he provocado, enséñame qué hacer. Mi depravación acabará conmigo si me abandonas del todo.

A últimos de diciembre, Pierre dio lectura durante la reunión solemne de la logia de segundo rango a su discurso
sobre los medios para difundir la verdad pura y el triunfo de la voluntad
. Este discurso no solo causó una fuerte impresión en la logia, sino también preocupación. Bezújov se encontraba en tal estado de tensión durante su alocución y hablaba con tal ardor, con las lágrimas casi asomándole en los ojos, que transmitió sus sentimientos a muchos de sus sinceros hermanos y provocó el recelo en otros, que veían intenciones peligrosas en sus palabras. Hacía tiempo que no tenía lugar una reunión tan agitada. Se formaron grupos. Muchos rebatían y culpaban a Pierre; le criticaban por su iluminismo. Otros muchos le apoyaban. El Gran Maestro, que presidía la logia, acabó la discusión con la decisión de enviar el contenido del discurso a las altas instancias para que fuera sometido a debate, y hasta entonces cerrar el asunto y dedicarse a los trabajos habituales. Pierre no pensó en modo alguno estar tan plenamente convencido de sus palabras hasta que leyó el discurso y halló desacuerdo. Por primera vez, los hermanos advirtieron sorprendidos una pasión y energía en Bezújov que no esperaban. Se olvidó de los ritos convencionales, interrumpió a todos, gritó y enrojeciendo, llegó a un estado de entusiasmo que le causó un gran placer. El Gran Maestro amonestó a Bezújov por su vehemencia y por haber propiciado que la pasión, y no solo el amor hacia las virtudes, dominase la disputa, hecho que Pierre no podía dejar de reconocer.

En lugar de volver a casa después de la logia, Pierre fue a visitar al príncipe Andréi, al cual no había visto desde hacía largo tiempo. La infinita diversidad de mentalidades que hace que ninguna verdad se presente por igual a dos personas distintas, sorprendió a Pierre por primera vez en esa reunión. A pesar de la fuerza de sus convicciones, Pierre no pudo convencer completamente a nadie con sus ideas; cada uno le entendía a su manera, con limitaciones y cambios, mientras que, la principal exigencia de las ideas, consiste en transmitirlas exactamente como uno las comprende. El príncipe Andréi se encontraba en casa ocupado con su trabajo. Atendió atentamente al relato de Pierre sobre lo sucedido en la reunión de la logia e hizo algunas objeciones. Cuando Bezújov concluyó, se levantó y comenzó a andar por la habitación.

—Todo esto es magnífico, amigo mío; la verdad. Sería un fervoroso hermano si creyera en la posibilidad de todo ello —dijo el príncipe mirando con ojos brillantes a Pierre—, pero nada de esto tendrá lugar. ¡Para acometer semejante transformación es imprescindible tener el poder, y este solo está en las manos del gobierno!

Y para paralizarlo tenemos que colaborar con él, especialmente con un gobierno como el nuestro.

—Sí, pero el gobierno es accidental —dijo Pierre—, y las fuerzas y actividades de la orden son eternas. Un hombre como Speranski es ahora accidental.

—No Speranski —respondió el príncipe Andréi—, sino el zar. Lo principal es el tiempo y la instrucción.

—¿Por qué habla con tanto desprecio de Speranski? —preguntó Pierre.

—Speranski. Un error menos, querido mío —dijo el príncipe—. Speranski es un tunante, un pelo más listo que el resto de la gente.

—¡Querido mío! —dijo Pierre con tono de reproche—. Un alma de casta...

—No, nada de alma de casta. Le conozco. No se lo he dicho a nadie ni lo voy a hacer. Es mejor que Arakchéev, pero no es mi héroe. ¡Speranski! No, ¿qué hay que decir? No es él el que pueda hacer algo, sino las instituciones, que necesitan tiempo y se forman con la gente, con todos nosotros. No comprendemos el tiempo que nos ha tocado vivir. Es uno de los más grandes fenómenos de la historia. El mismo zar limita sus propios poderes y otorga derechos al pueblo. Está bien que no lo entiendan los ancianos, pero ¿cómo no podemos sentir nosotros lo que se está haciendo ahora? Es algo mejor y de más importancia que cualquier hazaña bélica. Hace unos días el Consejo Estatal abrió sus sesiones como corporación del Estado. Los ministros rinden cuentas públicamente, los asuntos financieros se anuncian al pueblo. Hoy o mañana se aprobará el proyecto de la abolición de la servidumbre. ¿Qué más se puede desear? ¿Qué más hace falta?

—Sí, es magnífico —dijo Pierre—. Pero reconozca que existe otra parte de nuestra alma que no se contenta con esto, a la que solo nuestra sagrada hermandad apoya y alumbra. No comprendo cómo usted puede ser un hermano tan frío.

—¡No soy un hermano frío!, especialmente ahora. Sé que vuestra orden es una de las mejores instituciones del mundo, pero eso es poco para la vida.

Pierre guardó silencio.

—¿Por qué no se casa? —preguntó—. He pensado que necesita casarse.

El príncipe Andréi sonrió en silencio.

—Bueno... yo... —dijo Pierre—. ¡Vaya ejemplo que soy! Me casé siendo un chiquillo... por cierto, en esencia Hélène no es una mala mujer, en esencia...

El príncipe Andréi sonrió con dulzura y alegremente se acercó a Pierre, dándole unas palmaditas.

—Lamento muchísimo que nos hayamos visto tan poco —dijo—. Desconozco por qué siempre actúas en mí de modo tan estimulante. Es mirar tu cara y me siento alegre y joven.

—Cásese —repitió Pierre con una sonrisa radiante, mirando al príncipe.

En ese preciso instante se le ocurrió con quién tenía que casarse el príncipe Andréi. Había una muchacha, no conocía otra mejor, digna para su mejor amigo. Se trataba de Rostova. A Pierre le pareció que ya había pensado antes en ello, y solo por este motivo la amaba.

—Debe de casarse y sé con quien —dijo.

El príncipe Andréi enrojeció extrañamente al oír estas palabras. Sus recuerdos sobre el roble y las ideas relacionadas con él aparecieron repentinamente.

—María también quiere casarse —dijo—. Está aquí su amiga, Julie Kornakova. La conoces.

—La conozco, pero no es ella —contestó Pierre—. No le deseo un matrimonio por sentido común; quiero que reviva. Conozco...

—No, amigo mío, no debo pensar en ello y no lo hago. ¡Qué tipo de marido sería, enfermo y débil! Mi herida se abrió de nuevo hace unos días y Villieux me envía de nuevo al extranjero.

—¿Va a asistir pasado mañana al baile organizado por Lev Kirílovich? —preguntó Pierre.

—Sí, iré.

XI

E
L
31 de diciembre, víspera del Año Nuevo 1810 y Nochevieja, tuvo lugar un baile en casa de Lev Kirílovich Naryshkin, un alto dignatario de los tiempos de Catalina la Grande. Debían asistir el cuerpo diplomático, Caulaincourt y el zar.

En el malecón Angliski, la casa del célebre alto dignatario resplandecía con sus innumerables luces. Junto a la entrada, iluminada y con una alfombra roja desplegada, formaba no solo la policía y unos cuantos gendarmes, sino el mismo jefe de policía y decenas de oficiales. Los carruajes iban y venían con sus lacayos con plumas en los sombreros. De los coches salían hombres uniformados, con condecoraciones y bandas; las damas, de raso y armiño, se apeaban de los estribos. Por unos instantes, la muchedumbre pudo divisar sus graciosos contornos y ligeros movimientos.

Prácticamente cada vez que se acercaba una nueva carroza con su resplandeciente lacayo, un murmullo recorría a la multitud, que se descubría.

—¿El zar? No, un ministro... un príncipe... un embajador... ¿Acaso no ves el penacho? —se decía entre la multitud. Uno de ellos, ataviado con un sombrero, parecía reconocer a todos, citando por su nombre a los eminentes altos dignatarios de ese tiempo.

Finalmente, algo comenzó a agitarse; el jefe de policía se cuadró y el zar, asomando de una carroza, pisó con sus botas de charol con espuelas la resplandeciente alfombra roja. El gentío se quitó el sombrero, y la conocida por todos joven y bella figura del zar, de lisa nuca, con los cabellos engominados y con altas charreteras debajo del capote, rápidamente desapareció bajo la entrada. Llevaba en la mano un sombrero con penacho y le comentó algo de pasada al jefe de policía.

Desde detrás de las ventanas se percibían los acordes de una magnífica gran orquesta, y a la vista de la masa, sombras de hombres y mujeres se movían tras las ventanas iluminadas. Los invitados ya llenaban las salas de baile. Allí estaban Speranski, el príncipe Kochubéi, Saltykov, los Viazmítinov, sus esposas e hijas y todo San Petersburgo. También todos los cargos de la corte, el cuerpo diplomático, altos funcionarios llegados de Moscú, oficiales de guardia desconocidos, bailarines... También estaban el príncipe Vasili, el príncipe Andréi, Pierre, Borís, Berg y su esposa, el anciano Rostov, la condesa con una toca al gusto de Natasha, y esta y Sonia con vestidos blancos y rosas en el cabello.

Era el primer gran baile al que acudía Natasha en su vida. Fueron muchos los chismes y preparativos que rodearon a este evento y muchos los temores de que no se recibiese la invitación, de que los vestidos no estuviesen listos para la fecha y de que no se hiciese todo como se debiera. María Ignátevna Perónskaia se presentaría al baile junto con los Rostov. Amiga y pariente de la condesa, era una mujer mayor que había sido dama de honor en la antigua corte. Había organizado todo para los Rostov, debiendo estos de recogerla a las diez en punto de la noche en los jardines Tavrícheski. Si se tratara de bañarse, Natasha se esforzaría con todo su empeño en sobrepasar a nado a todos; si se tratase de recoger setas, recolectaría más y mejor que nadie, todo lo que no atañera al baño o a las setas le parecía insignificante. Pero ahora, cuando el asunto giraba en torno al baile, Natasha consideraba absurdo todo lo demás y pensaba que toda la dicha de su vida dependía de que todas ellas —su madre, Sonia y ella misma— estuviesen vestidas del mejor modo posible. Sonia y la condesa se habían encomendado totalmente a Natasha. La condesa habría de ponerse un vestido de terciopelo rojo oscuro y las dos muchachas irían de muselina blanca, con rosas en el corpiño y el cabello, y además, peinadas a la griega.

No había tiempo material de pensar qué encontrarían en el baile y qué les depararía; solamente había un sentimiento de solemne y gran espera. Natasha se esmeraba con todas, siendo por ello la última en arreglarse. Aún permanecía sentada ante el espejo, con un peinador echado sobre sus delgados hombros. Sonia, ya lista, se estaba poniendo un lazo.

—¡No, así no, Sonia! —gritó Natasha, girando la cabeza y recogiéndose el cabello con las manos, haciéndose daño—. Ese lazo no está bien. Acércate. —Sonia se sentó y Natasha se lo anudó.

—Permítame, señorita. Así no.

—¡Y cómo hago!

—¿Os falta mucho? —se oyó la voz de la condesa—. Son las diez menos cuarto.

—Y tú, mamá. ¿Estás ya?

—Solo me falta el tocado.

—¡No oses ponértelo hasta que vaya yo! —gritó Natasha.

Como siempre, claro está, se les hizo tarde. A Natasha la falda le estaba larga y dos doncellas, mordisqueando los hilos, hacían el dobladillo a toda prisa. Otra más, con los alfileres entre los labios, dejó a la condesa y corrió hacia Sonia y Natasha. Lo esencial estaba ya: con especial cuidado se habían lavado piernas, manos, cuello y orejas. Aunque se habían aseado todo el cuerpo, perfumado y empolvado, todavía quedaba mucho por hacer. Con el peinado acabado, en chambra y con zapatos de baile, Natasha corría de una a otra.

A las diez, el conde finalmente entró en la habitación. Vestía un frac azul, medias y zapatos, e iba bien perfumado y peinado.

—¿Termináis o no? Aquí os traigo el perfume. Perónskaia espera con impaciencia.

—¡Qué guapo estás, papá! ¡Un encanto! —gritó Natasha, con el vestido ya puesto, pero con dos doncellas aún remendando la costura (el vestido todavía le venía largo).

—Papá, ¿bailaremos un Daniel Cooper? —dijo Natasha. La condesa salió de la habitación con paso lento y especial timidez.

—¡Oh, querida, qué guapa! —habló el conde—. ¡Más hermosa que ninguna!...

—¡Mamá! Echate el velo un poco más a ese lado. Ahora te lo sujeto.

Natasha avanzó hacia ella y la doncella que cosía su falda no tuvo tiempo de seguirla y rompió un poco de muselina.

—No es nada. Lo arreglaré y no se notará.

La niñera entró para ver a las señoritas y exclamar.

—¡Qué guapas, qué divinas! —dijo.

Rompieron un guante más y, por fin, marcharon. Perónskaia todavía no estaba lista. A pesar de su edad y fealdad, le había ocurrido lo mismo que a las Rostova, aunque con menos prisas, porque estaba ya acostumbrada. También había lavado, perfumado y empolvado su viejo y feo cuerpo, concienzudamente se había lavado las orejas e incluso, también como las Rostova, su vieja doncella había admirado con entusiasmo el ropaje de su señora cuando salió de la casa con el vestido amarillo y su emblema. Perónskaia alabó los vestidos de las Rostova:

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