Guerra y paz (120 page)

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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

A las tres de la mañana todavía ninguno se había dormido, cuando apareció el sargento con la orden de avanzar hacia la aldea de Ostrovno. Los oficiales, con las mismas risas y charla, comenzaron a recoger apresuradamente y de nuevo pusieron el samovar de agua sucia. Pero Rostov, sin esperar al té, fue hacia su escuadrón. Ya había aclarado, había dejado de llover, las nubes se habían disipado. Hacía un tiempo frío y húmedo, especialmente con aquel abrigo que no se había terminado de secar. Al salir de la taberna Rostov e Ilin, en la luz crepuscular, miraron a la cubierta de la kibitka brillante por la lluvia bajo la cual sobresalían los pies del doctor y se veía la cofia de la doctora y escucharon el silbido de la respiración.

—¿Qué, estás enamorado? —dijo Rostov a Ilin saliendo con él.

—No estoy enamorado, pero me gusta —respondió Ilin.

Rostov se alejó del poste para dar algunas órdenes pertinentes y después de media hora se acercó un ayudante de campo que les ordenó montar. Los soldados se santiguaron, eso mismo hizo Rostov, y los dos escuadrones, en columnas de a cuatro, emprendieron la marcha por el gran camino de abedules tras la infantería y las baterías de cañones.

El viento se llevaba rápidamente las quebradas nubes de color azul violáceo que se teñían de rojo con la salida del sol. Aclaraba cada vez más. Ya se veía claramente esa encrespada hierba que siempre crece en los caminos vecinales, aún mojada por la lluvia del día anterior, las colgantes ramas de los abedules también mojadas oscilaban por el viento. Los rostros de los soldados de alrededor se dibujaban cada vez más claramente. Nikolai montaba por un lado del camino junto a Ilin sin alejarse de él, entre las dos filas de abedules y aunque ni por un instante le abandonara el pensamiento de que le esperaba una batalla, sencillamente le alegraba la mañana, el paso de su buen caballo y la marcial belleza de su escuadrón que avanzaba a su lado. Nikolai se permitía la libertad de no montar en campaña un caballo de los del frente sino uno cosaco. Entendido y aficionado a los caballos no hacía mucho que se había conseguido un buen rubicán del Don, bien alimentado y veloz con el que nadie le adelantaba. Para Nikolai era un placer montar ese caballo. Pensaba en el caballo, en la mañana, en la doctora y no pensaba en el peligro. Aunque antes se hubiera echado a perder con su intranquilidad, ahora había llegado una época en la que era completamente distinto, el cornette se admiraba de su despreocupada tranquilidad y elegante aspecto y también de cada uno de sus movimientos, bien arrancaba las hojas de los sauces, bien tocaba con su larga pierna el flanco del caballo, o bien le pasaba sin volverse la pipa al húsar que cabalgaba detrás de él.

Tan pronto como el sol empezó a salir de detrás de una nube, dibujando una línea clara en el cielo, el viento se calmó, como si no se atreviera a estropear todo el encanto de la mañana de verano tras la tormenta. Caían gotas de agua, pero todo estaba en calma, los pájaros cantaban y Nikolai señaló a una chocha que graznaba en algún lugar.

—Si vamos a acampar aquí, habrá que explorar ese pantano —dijo Rostov—. ¡Y qué mañana tan maravillosa!

El sol apareció en el horizonte y desapareció. No se le podía ver, pero todo permanecía luminoso y brillante. Y junto con esa luz, como en respuesta, se escucharon cañonazos por delante de ellos.

Y sin que Nikolai tuviera tiempo de pensar y decidir cómo de lejos estaban esos disparos llegó cabalgando desde Vítebsk el ayudante de campo del conde Osterman-Tolstói con la orden de ir al trote.

Rostov se acercó alegre al escuadrón y dio la orden. Su caballo del Don comenzó a avanzar al trote largo al frente del escuadrón. Adelantaron a la infantería, se encontraron con soldados heridos, descendieron por la montaña, atravesaron una aldea y subieron a otra montaña. Los caballos comenzaron a cubrirse de espuma y los soldados a enrojecer por el esfuerzo.

—¡Alto, alinearse! —se escuchó delante la orden del comandante de la división y después les condujeron al paso a lo largo de las líneas por donde ya silbaban los proyectiles dejando estelas de humo azul y les llevaron al flanco izquierdo en la cañada. Al frente se podía ver nuestra línea soltando humo y tiroteándose alegremente con un enemigo invisible.

Nikolai se sintió alegre como ante la más alegre de las melodías, a causa de estos sonidos que hacía ya cuatro años que no escuchaba. ¡Ta-ta-ta!, chasqueaban de pronto dos o tres disparos, se silenciaban por un instante y de nuevo el sonido se hacía regular, como si estuvieran trillando. Nikolai comenzó a observar: a la derecha se encontraba nuestra infantería en una tupida columna que era la reserva. A la izquierda, en la montaña se podían ver en la limpísima atmósfera de la mañana, a la clara luz, en la misma línea del horizonte, nuestras piezas de artillería cubiertas de humo, con los soldados hormigueando a su alrededor y por delante nuestra tupida línea de tiradores disparando contra el enemigo que al acercarse también se había hecho visible.

El conde Osterman y su séquito pasaron por detrás del escuadrón y este, después de detenerse, intercambió unas palabras con el comandante del regimiento y se alejó hacia las baterías emplazadas en la montaña. El escuadrón de Rostov se encontraba en segunda línea. Delante de ellos tenían a los ulanos. Tras la conversación que mantuvieron Osterman y el comandante del regimiento se escuchó en las líneas de los ulanos la orden de formar en columna de ataque. Nikolai advirtió que la infantería que se encontraba delante se replegaba para dejar pasar a los ulanos. Estos se lanzaron hacia delante, con los banderines de sus picas oscilando y a continuación los húsares avanzaron hacia la montaña, para cubrir la batería. Nikolai entonces no se encontraba, como anteriormente, en una bruma que le impedía observar todo lo que sucedía frente a sí. Al contrario, seguía atentamente todo lo que ocurría. Los ulanos fueron hacia la izquierda para atacar a la caballería enemiga y en ese mismo instante sobre los húsares que habían ocupado su posición volaron unas balas que no alcanzaron su objetivo. Ese sonido que hacía mucho que no escuchaba alegró y excito aún más a Nikolai que las anteriores descargas. Enderezándose miró al campo de batalla que se divisaba desde la montaña. Los ulanos cayeron sobre los dragones franceses, hubo una cierta confusión allí entre el humo y cinco minutos después los ulanos y los dragones volvieron hacia atrás juntos hacia la cañada en la que anteriormente se encontraban los húsares.

Los ulanos huían, los dragones, bien delante, bien detrás, se confundían con ellos blandiendo los sables. Rostov galopó hasta el coronel para pedirle que atacaran. El coronel se dirigía hacia él.

—Andréi Sevastiánych, ordene...

El coronel comenzó a decir que no había órdenes, pero en ese momento una bala le alcanzó en la pierna y gimiendo, se agarró al cuello del caballo. Rostov dio la vuelta al caballo, se puso al frente del escuadrón y ordenó que avanzaran. El propio Rostov no sabía cómo y por qué hacía eso. Todo lo hacía igual que cuando cazaba, sin pensar y sin analizar. Veía que los dragones estaban cerca, que galopaban en total desorden, sabía que no resistirían, sabía que solo era un instante que no habría de volver si lo dejaba escapar. Las balas silbaban y aullaban a su alrededor de manera tan incitante, el caballo tiraba hacia delante con tanto ardor y, lo más importante, sabía que si pasaba un momento más y asistía a otro espectáculo como el del coronel gritando lastimeramente mientras se sujetaba la pierna, el sentimiento de terror, que ya se estaba aproximando, iba a poder con él. Dio la voz de mando, espoleó a su caballo y en ese instante escuchó tras de sí el sonido del trote de su escuadrón desplegado. Bajó la montaña al trote largo y mirando a sus soldados gritó: «Marchen, marchen», y dejó que el caballo corriera hacia el enemigo.

En el momento en que miró hacia atrás vio el asustado rostro de Ilin y sin él mismo saber por qué se dijo: «Probablemente le maten». Pero no había tiempo para pensar, los dragones se encontraban cerca. Los que iban delante, al ver a los húsares, comenzaron a volver hacia atrás, los de atrás se detuvieron. Con el mismo sentimiento con el que le cortaba el camino a un lobo, Rostov galopó para cortarle el paso a las disueltas filas de dragones. Un ulano se detuvo, uno que estaba en tierra tuvo que echarse al suelo para que no le aplastaran, un caballo sin jinete se mezcló entre los húsares. Los dragones comenzaron a dar la vuelta y a volver hacia atrás al galope. Nikolai, eligiendo uno que montaba un caballo gris, seguramente un oficial, se lanzó tras él. Por el camino topó con un arbusto y su buen caballo pasó a través de él, e incorporándose en la silla Nikolai vio a su oficial que acababa de echarse a galopar tras sus dragones y que se encontraba a cinco pasos de distancia. Un instante después el caballo de Nikolai golpeó con el pecho en la grupa del caballo del oficial y casi lo derriba y en ese mismo instante Nikolai, sin saber él mismo por qué, le sujetó por la bandolera no tanto para tirarle del caballo como para, apoyándose en él, mantenerse en su propio caballo. El oficial se cayó del caballo pero un pie se le quedó enganchado del estribo. En ese momento Nikolai miró al rostro de su enemigo para ver a quién había vencido. El oficial de dragones francés se encontraba en el suelo a la pata coja y enganchado con una pierna en el estribo, guiñando asustado como si esperara que en cualquier momento le fueran a golpear, miraba a Rostov desde abajo. Su rostro estaba pálido y sus polvorientos cabellos estaban empapados Me sudor. Pero su rostro juvenil de tez blanca con un hoyuelo en la barbilla y luminosos ojos azules no era un rostro para el campo de batalla sino un rostro de salón. Incluso antes de que Nikolai decidiera qué era lo que iba a hacer con él y seguramente utilizando sus recuerdos infantiles Nikolai gritó: «Ríndase», y el oficial estaba dispuesto a hacerlo, pero no podía soltarse del estribo y coger su sable, que llevaba sujeto al caballo, para entregárselo. Acudieron unos oficiales y cogieron prisionero al oficial y en ese momento Rostov miró a su alrededor. Por todas partes los húsares se ocupaban de los dragones, uno de ellos estaba herido, pero a pesar de tener el rostro ensangrentado no entregaba su caballo, otro, abrazando a un húsar, iba sentado con él a la grupa. Otro montaba apoyándose en un húsar.

Se habían tomado prisioneros a unos cuantos dragones y otros habían huido.

Al frente corría disparando la infantería francesa. Los húsares se dieron la vuelta y regresaron atrás. Tan pronto como volvió su caballo de nuevo hacia la montaña, Rostov recordó con horror que había atacado al enemigo sin que hubiera orden de hacerlo y vio con espanto a Osterman que se dirigía a su encuentro. «¡Qué desgracia! —pensó Rostov—. Quién me habrá mandado atacar, cuando habíamos podido quedarnos en nuestra posición.» Pero además de ese temor Rostov experimentaba otro desagradable sentimiento, algo vago, confuso, que le había provocado el tomar prisionero a ese oficial, pero que no alcanzaba a explicarse a sí mismo. El conde Osterman-Tolstói no solo dio las gracias a Rostov sino que le dijo que informaría al emperador de su excepcional acto, que le propondría para la cruz de San Jorge y que le tendría en cuenta como un brillante y bravo oficial. Aunque no se las esperaba, estas alabanzas le resultaron muy agradables a Rostov, pero había algo que le atormentaba. ¿Sería Ilin?

—¿Dónde está el cornette?

—Con los heridos. Se los ha llevado Tópchinko.

«Ah, qué desgracia», pensó Rostov. Pero no era eso, era otra cosa la que le atormentaba, algo que no podía explicarse en modo alguno. Se acercó y miró de nuevo al oficial del hoyuelo en la barbilla y los ojos azules, se puso a hablar con él, reparó en su sonrisa fingida y siguió adelante sin poder entender nada. Todo ese día y los que le siguieron los amigos y compañeros de Rostov se dieron cuenta de que no estaba enojado ni aburrido, sino taciturno, pensativo y concentrado. Bebía con desgana, buscaba quedarse solo y estaba constantemente pensando en algo.

Rostov no cesaba de pensar en esa brillante hazaña que para su sorpresa le cubría de gloria (así había pasado) y le proporcionaba la cruz de San Jorge y no podía comprender nada.

«Aunque ellos nos temieran aún más a nosotros —pensaba él—. Yo también les temía. Y qué estupidez, es mucho más terrible ir detrás que delante. Es esto solamente a lo que ellos llaman heroísmo y hazaña por la fe, el zar y la patria. ¿Acaso he hecho yo esto por la patria? ¿Y de qué era culpable él con su hoyuelo y sus ojos azules? ¡Y cómo se ha asustado! Pensaba que le iba a matar. ¿Por qué habría de matarle? ¿Y por qué me conceden la cruz de San Jorge? ¡No entiendo nada, nada!»

Pero mientras Nikolai daba vueltas a esa preguntas seguía sin hallar una respuesta clara a aquello que tanto le desconcertaba, la rueda del destino, como a veces sucede, dio un giro a su favor. Le ascendieron, le pusieron al frente de un regimiento de húsares, le asignaron a la vanguardia del ejército y allí se convenció aún más de que cuanto más cerca se está del enemigo más cómodo y seguro es el servicio. Y Nikolai fue acomodándose poco a poco a su rol de valiente reconocido y no siguió deliberando sobre todo aquello que al principio le desconcertara e incluso, olvidando esas dudas, se consoló con su nueva y halagüeña situación.

XIII

H
ABÍA
pasado más de un año desde que Natasha rechazase a Andréi y su perpetua felicidad y alegría de vivir habían cambiado de repente a una embotada desolación que la religión suavizaba, pero no desvanecía.

El verano del año 1811 los Rostov se trasladaron al campo. En Otrádnoe había recuerdos vivos y abrasadores de aquellos tiempos en los que Natasha se sentía en aquel Otrádnoe tan despreocupadamente feliz y tan abierta a todas las alegrías de la vida. Ahora ya no iba a pasear, no montaba a caballo, e incluso ni siquiera leía, pasando las horas muertas sentada en silencio en el banco del jardín, en el balcón o en su habitación.

Desde aquel momento en el que escribiera la carta al príncipe Andréi y comprendiera toda la maldad de su conducta no solo evitaba todas las condiciones externas de alegría: bailes, paseos, conciertos, teatros, sino que ella no se reía ni una sola vez para que no se vieran sus lágrimas a través de la risa y no podía cantar. Tan pronto comenzaba a reírse o a cantar, las lágrimas la ahogaban, las lágrimas de arrepentimiento, de recuerdo de aquella pura época que no había de volver, lágrimas de rabia por haber enterrado en balde su joven vida, que podía haber sido tan feliz. Especialmente la risa y el canto le parecían una profanación de su dolor.

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