Guerra y paz (118 page)

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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

Chérnyshev, ayudante de campo del emperador, recibió a Bolkonski y le informó de que el emperador había ido con el general Bennigsen y con el marqués Paulucci, por segunda vez ese día, a visitar la fortificación del campamento del Drissa, acerca de cuya conveniencia empezaba a tener serias dudas.

Chérnyshev se sentó con una novela francesa en las manos en la ventana de la primera estancia. Esta estancia seguramente había sido anteriormente una sala de estar. En ella había todavía un órgano sobre el que había amontonadas unas alfombras y en una esquina estaba la cama plegable del ayudante de campo de Bennigsen. El ayudante se encontraba allí. Visiblemente agotado por el trabajo o la francachela, estaba sentado sobre la cama plegada y dormitaba. A la sala daban dos puertas, una que conducía al antiguo salón y la otra, a la derecha, al despacho. A través de la primera puerta se escuchaban voces que hablaban en alemán y de vez en cuando en francés. Allí, en el antiguo salón estaban reunidas, por deseo del emperador, algunas personas cuya opinión sobre las inminente dificultades deseaba conocer. No era un consejo de guerra, pero era un consejo de elegidos que debían aclarar algunas cuestiones personalmente al emperador. Allí se encontraba el general Armfeld, el general ayudante de campo sueco Volsogen, Witzengerod, Michaut, Toll, un hombre que no tenía nada que ver con el ejército: el conde Stein, y finalmente el mismo Pful, que según lo que oía el príncipe Andréi era el principal resorte de todo el asunto. El príncipe Andréi tuvo la ocasión de observarle bien, dado que Pful había llegado poco tiempo después que él y al pasar hacia el salón se había parado un momento a hablar con Chérnyshev.

Pful, desde la primera ojeada, con su uniforme de general ruso de mala confección, que le sentaba muy mal, como si se tratara de un disfraz, le pareció al príncipe Andréi conocido a pesar de no haberle visto nunca. Había en él algo de Weirother, de Mack, de Schmidt y de muchos otros generales y teóricos alemanes, a los que había visto en el año 1805. Pful era el más típico de todos. El príncipe Andréi aún no había visto a nadie que reuniera en sí mismo todo lo que había en estos.

Pful era de corta estatura, pero de huesos anchos y de complexión firme y robusta aunque era delgado, de pelvis ancha y omóplatos salientes. Su rostro estaba cubierto de arrugas, y tenía unos brillantes e inteligentes ojos hundidos. Sus cabellos estaban apresuradamente cepillados por delante y en las sienes y por detrás estaban ingenuamente erizados en mechones. Mirando inquieto y enojado entró en la habitación como si temiera lo que se iba a encontrar en la sala grande cuando entrara. Con un movimiento torpe, sujetándose la espada, se dirigió a Chérnyshev para preguntarle en alemán dónde estaba el emperador. Era evidente que quería entrar cuanto antes en la habitación, sentarse en su sitio y ponerse a la tarea. Asintió apresuradamente con la cabeza ante las palabras de Chérnyshev y sonrió irónicamente al escuchar su respuesta de que el emperador estaba inspeccionando las fortificaciones. «Hay aquí quién pueda examinar las fortificaciones que yo he construido», parecía decir, asintiendo con la cabeza y resoplando irónicamente y dijo algo para sí con voz grave y brusca como hablan los alemanes seguros de sí mismos: «Qué estúpido...» o «al diablo con todo» o «de esto saldrá alguna ruindad». El príncipe Andréi no lo oyó. Chérnyshev presentó al príncipe Andréi a Pful, mencionando que el príncipe había venido de Turquía, donde se había dado fin tan felizmente a la guerra. Pful, mirando no al príncipe Andréi, sino como a través de él, dijo riéndose: «debió ser así dado que la guerra seguía las normas de la táctica», y echándose a reír despreciativamente entró en la habitación en la que se escuchaban voces.

Era evidente que Pful, siempre inclinado a la irritación sarcástica, se encontraba aquel día especialmente agitado porque se hubieran atrevido a inspeccionar y a juzgar su campamento en su ausencia. El príncipe Andréi, después de este breve encuentro con

Pful y gracias a sus recuerdos de Austerlitz, se hizo una idea clara de las características de ese hombre.

Pful era uno de esas personas desesperada e inmutablemente seguras de sí mismas hasta el martirio, que solo se dan entre los alemanes, precisamente porque solo los alemanes se sienten seguros de sí mismos apoyándose en ideas abstractas: la ciencia imaginaria o la real. El francés está seguro de sí mismo porque se considera completamente fascinante para hombres y mujeres, tanto intelectual como físicamente y por eso resulta risible. El inglés está seguro de sí mismo porque es ciudadano del país más civilizado del mundo y como inglés sabe todo lo que debe hacer y por lo tanto sabe sin lugar a dudas que todo lo que como inglés hace, está bien. El italiano está seguro de sí mismo porque se emociona y se olvida fácilmente de sí mismo y de los demás. El ruso está seguro de sí mismo precisamente porque no sabe ni quiere saber nada. El alemán es el que está seguro de sí mismo más firmemente que ninguno, porque él conoce la verdad, la ciencia que él mismo ha inventado, pero que para él es la verdad absoluta. Era evidente que Pful era así, tenía una ciencia: la teoría del movimiento oblicuo, extraída de la historia de las guerras de Federico el Grande, y todo lo que se encontraba en la historia contemporánea y que no encajaba con esa teoría le parecía absurdo y bárbaro. En el año 1806 él fue uno de los autores del plan bélico que terminó con Jena y Auerstein, pero del resultado de esa guerra no extrajo ninguna lección o experiencia, bien al contrario, las pequeñas desviaciones de su teoría fueron para él la causa de todo el fracaso y decía con su particular alegre ironía: «Ya decía yo que toda la acción se iría al diablo». Pful era uno de esos teóricos que aman tanto su teoría que se olvidan de la finalidad de esta: su puesta en práctica. En su amor a la teoría odiaba toda la práctica y no quería conocerla. Incluso se alegraba de los fracasos consecuencia de la acostumbrada desviación de la práctica con respecto a la teoría: le demostraban el acierto de la teoría.

Cruzó unas cuantas palabras con el príncipe Andréi y Chernyshev con la expresión de un hombre que sabe de antemano que todo va a ir mal pero que incluso no está insatisfecho de que así sea. Los mechones de cabello sin peinar que resaltaban en su nuca y los peinados apresuradamente en las sienes lo confirmaban con especial elocuencia.

Se dirigió a esa habitación como va el mártir al tormento y se escuchó el sonido grave y rezongón de su voz.

No tuvo tiempo el príncipe Andréi de seguir con la mirada a Pful cuando entró apresuradamente Bennigsen en la sala y sin detenerse, siguió hasta el despacho, dando algunas órdenes a su ayudante de campo. El emperador venía tras él y Bennigsen se había adelantado con la intención de preparar algo antes de que llegara. Chérnyshev y el príncipe Andréi salieron al porche. El emperador ya desmontaba, el rostro cansado pero firme. El marqués Paulucci le decía algo. El emperador, sin advertir la presencia y agachando la cabeza, escuchaba a Paulucci que hablaba con un particular ardor. El emperador dijo algo y se echó a andar deseando visiblemente dar por concluida la conversación, pero el acalorado y agitado italiano, olvidando las formas, le seguía y continuaba diciendo:

—Y en lo que respecta al que aconsejó el campamento del Drissa... —decía Paulucci en el momento en que el emperador, subiendo la escalera y reparando en el príncipe Andréi le saludaba con la cabeza y fruncía el ceño ante las palabras del italiano.

—En lo que respecta, Majestad —continuó con atrevimiento como si no pudiera detenerse—, al que aconsejó el campamento del Drissa, no veo otra elección para él que el manicomio o el patíbulo.

Sin terminar de escuchar y como si no escuchara las palabras del italiano, el emperador se dirigió benévolamente a Bolkonski: —Me alegro mucho de verte, ve a donde están reunidos y espérame. —El emperador entró en el despacho. Tras él entraron el príncipe Volkonski y el barón Stein y cerraron la puerta tras ellos.

El príncipe Andréi, sirviéndose del permiso del emperador, entró con Paulucci, al que ya había conocido en Turquía, al salón donde se reunía el consejo.

El príncipe Volkonski salió del despacho donde se encontraba el emperador y llevando unos mapas al salón, los desplegó en la pared y planteó las cuestiones sobre las que deseaba Su Majestad el emperador escuchar la opinión de los allí reunidos. El asunto trataba de unas noticias que se habían recibido por la noche (que después resultarían ser falsas) sobre maniobras envolventes de tropas francesas en torno al campamento del Drissa. El emperador deseaba que ellos discutieran tranquilamente en su ausencia el asunto y dijo que él iría más tarde.

Comenzó el debate. El primero que empezó fue el general Armfeld proponiendo inesperadamente una nueva posición lejos de los caminos de Moscú y San Petersburgo. Esta propuesta no estaba motivada por nada, excepto por el deseo de demostrar que él también podía tener opinión. Era una de las millones de propuestas que se podían hacer, igual de fundamentadas que las demás, mientras no se tuviera idea del carácter que iba a tomar la guerra. Le disputaron y defendieron con mucho fundamento. Después el joven coronel Toll leyó sus notas proponiendo otro nuevo plan también muy fundamentado. A continuación Paulucci propuso un plan de ataque sobre el que discutió con el príncipe Volkonski, levantando la voz y enojado. Discutieron de tal modo que parecía que se iban a retar a duelo. Pful y su intérprete (su puente para las relaciones en la corte) callaron durante toda la discusión. Pful se limitaba a resoplar y a revolverse despectivamente, dando a entender que ante esas estupideces que entonces escuchaba nunca se rebajaría a objetar nada. Pero cuando el príncipe Volkonski le invitó a que expusiera su opinión se limitó a decir:

—¿Qué tienen que preguntarme a mí, señores? El general Armfeld ha propuesto una excelente disposición con la retaguardia al descubierto o también está muy bien el ataque propuesto por este señor italiano. O la retirada también está bien. ¿Qué tiene que preguntarme a mí? —decía él—. Si ya ustedes lo saben mejor que yo.

Pero cuando Volkonski dijo, frunciendo el ceño, que le preguntaba su opinión en nombre del emperador, entonces Pful se levantó y animándose repentinamente comenzó a decir:

—Lo han echado todo a perder, lo han liado todo, han querido saber todo mejor que yo y ahora vienen a mí. ¿Que cómo se puede solucionar? No hay nada que solucionar. Hay que poner en práctica con exactitud el plan que redacté. ¿Cuál es la dificultad? Estupideces, juegos de niños. —Se acercó al mapa y comenzó a hablar velozmente clavando en él el delgado dedo y demostrando que ninguna eventualidad podía alterar el campamento del Drissa, que todo estaba previsto y que si el enemigo realmente trataba de envolvernos sería aniquilado.

Paulucci, que no sabía alemán, comenzó a preguntarle en francés. Volsogen fue en ayuda de su superior y comenzó a traducir sin apenas alcanzar a seguir a Pful que, con sus ingenuas sienes peinadas y su nuca enredada, demostraba velozmente que todo, todo, todo estaba previsto y que el error estaba en que no se había puesto en práctica con exactitud. Se reía sin cesar irónicamente demostrado sus argumentos y finalmente se negó despectivamente a seguir demostrándolo como se niega un matemático a comprobar con diversos métodos la corrección ya demostrada de un problema. Volsogen lo sustituyó y continuó su exposición en francés diciendo de vez en cuando: «¿No es verdad, Su Excelencia?». Pful, como un soldado enfebrecido en la batalla que dispara sobre los suyos, gritaba a su ayudante, a Volsogen:

—Sí, bueno, ¿qué más hay que decir?

Paulucci y Michaut atacaron a Pful en francés a dos voces, Armfeld asedió a Pful en alemán. Toll se explicaba en ruso con el príncipe Volkonski. El príncipe Andréi escuchaba en silencio y reflexionaba.

De entre todas estas personas la que más despertaba la simpatía del príncipe Andréi era el airado, decidido y neciamente seguro de sí mismo Pful. Por el tono con el que le hablaban los miembros de la corte, por lo que se había permitido decirle Paulucci al emperador, pero principalmente, por una cierta desesperación en el rostro del propio Pful, era evidente que los demás sabían y que él mismo percibía que su caída estaba cercana. Y a pesar de su seguridad en sí mismo y su gruñona ironía alemana, daba lástima con sus cabellos peinados en las sienes y erizados en la nuca. Él era el único de los allí presentes que no deseaba nada para sí mismo, no alimentaba enemistad contra nadie y ansiaba solamente una cosa, llevar a la práctica el plan deducido a través de los años y elaborado a partir de la teoría, y esa era la única eventualidad que se le escapaba. Resultaba ridículo, era desagradable con su ironía, pero a la vez inspiraba involuntariamente respeto por su absoluta lealtad a una idea y daba lástima.

Además, en todos los que hablaban, a excepción de Pful, había un rasgo general que no hubiera en el consejo de guerra de 1805, este era, aunque intentaran disimularlo, un terrible pánico ante el genio de Napoleón, que afloraba en cada una de las réplicas. Consideraban que para Napoleón todo era posible, esperaban que les atacara por todos los flancos y con su temible nombre se desbarataban las hipótesis los unos a los otros. Pful era el único que parecía considerarle un bárbaro, igual que a los demás.

El príncipe Andréi escuchaba en silencio y reflexionaba. Presenciaba con placer esas voces e incluso gritos ininteligibles y en diferentes lenguas a dos pasos del emperador, en una habitación a la que podía entrar en cualquier momento. Según su lúgubre estado de ánimo, todo era como debía ser e incluso él, como Pful, que se alegraba de que algo malo sucediera, se alegraba de que todo fuera muy mal. Esos pensamientos que hacía mucho tiempo, durante sus actividades militares, había tenido con frecuencia, de que no existe ni puede existir ninguna ciencia militar y por lo tanto no puede haber un así llamado genio militar, habían adquirido entonces para él un cariz de absoluta veracidad.

«Qué teoría, qué ciencia puede haber en una acción cuyas condiciones y circunstancias se desconocen y no pueden ser determinadas y en la cual las fuerzas de los participantes en la guerra pueden ser determinadas aún en menor medida. Nadie ha podido ni puede saber en qué situación se encontrará nuestro ejército y el ejército enemigo a lo largo del día y nadie puede saber cuál es la fuerza de este o de ese destacamento. En ocasiones, cuando no hay un cobarde al frente que grite “Estamos rodeados” y eche a correr sino que hay un hombre alegre y valiente al frente, un destacamento de cinco mil soldados vale por uno de treinta mil como en Schengraben y en ocasiones cincuenta mil huyen frente a ocho mil como ocurrió en Austerlitz. Qué ciencia puede haber en una acción en la que como en cualquier acción práctica nada se puede determinar y todo depende de una incontable cantidad de condiciones, cuyo sentido se determina en un solo instante sobre el que nada se sabe hasta que no llega. Armfeld dice que nuestro ejército está aislado y Paulucci dice que hemos puesto al ejército francés entre dos fuegos; Michaut dice que la ruina del campamento del Drissa es que el río se encuentra a su espalda y Pful dice que esa es su fuerza. Toll propone una posición, Armfeld propone otra y todas son buenas y malas y las ventajas de cada propuesta solo se verán cuanto tenga lugar el acontecimiento.

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