Guerra y paz (21 page)

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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

La princesa se puso a cavilar y sonrió pensativamente y, al mismo tiempo, su rostro, iluminado por los resplandecientes ojos, cambió por completo, y levantándose de pronto, con su andar pesado fue a la mesa. Cogió un papel y su mano comenzó a pasar sobre él con rapidez. Escribía como respuesta:

Querida e inapreciable amiga:

Su carta del día 13 me causó una gran alegría. Aún me quiere, mi poética Julie. La separación de la que habla tan mal, no ha tenido en usted su acostumbrada influencia. Se queja de la separación, pero ¿qué debería entonces decir yo, si pudiera, que estoy privada de todos mis seres queridos? Ay, si no tuviéramos la religión como consuelo, la vida sería muy penosa. ¿Por qué, cuando me habla de su inclinación hacia ese joven, supone que la juzgaré con severidad? En estos asuntos solo soy severa conmigo misma. Me conozco lo suficiente y entiendo muy bien que yo sin caer en el ridículo no puedo experimentar esos sentimientos amorosos que a usted le parecen tan dulces. Comprendo estos sentimientos en los demás, y si no puedo aprobarlos dado que no los he experimentado nunca, tampoco los condeno. Pero me parece que el amor cristiano, el amor al prójimo, el amor hacia el enemigo, es más digno, más dulce y mejor que estos sentimientos que pueden infundir los bellos ojos de un joven a una muchacha poética y apasionada como usted.

La noticia de la muerte del conde Bezújov nos llegó antes de su carta, y a mi padre le afectó mucho. Dice que era el penúltimo representante de un gran siglo y que ahora le toca a él pero que hará todo lo que esté en su mano para retrasar su hora lo más posible. Líbrenos Dios de esta desgracia.

No puedo compartir su opinión sobre Pierre al que conozco desde la infancia. Siempre me ha parecido que tiene un gran corazón y esta es una cualidad que aprecio más que ninguna otra en la gente. En lo tocante a su herencia y al papel que ha jugado en ello el príncipe Vasili, es algo muy triste para ambos. Ah, querida mía, ya dijo nuestro Divino Salvador que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de los cielos. Estas palabras son terriblemente ciertas. Me compadezco del príncipe Vasili y aún más de Pierre. Tan joven y ya agobiado por tan inmensa fortuna: ¡con cuántas tentaciones tendrá que luchar! Si me pregunta qué es lo que más deseo en el mundo le diré que deseo ser más pobre que el más pobre de los mendigos. Le doy mil gracias, querida mía. por el libro que me ha enviado y que ha tenido tanto éxito entre vosotros. Por otra parte, como me dice que hay en él, entre muchas cosas buenas, otras que no puede alcanzar a comprender la débil mente humana, me parece inútil ocuparse en una lectura ininteligible, de la que por esta razón no se puede sacar ningún provecho. Nunca he podido comprender la pasión que sienten algunas personas por confundir su entendimiento amedrentándose con libros místicos que solo siembran dudas en su espíritu, exaltan su imaginación y tienen un carácter exagerado totalmente contrario a la sencillez del cristianismo. Es mejor que leamos a los apóstoles y el Evangelio. No nos esforcemos en penetrar en lo que hay de misterioso en estos libros, porque ¿cómo podremos nosotros, miserables pecadores, comprender los terribles y sagrados secretos de la Providencia mientras sigamos llevando esta envoltura carnal que interpone entre nosotros y el Eterno un velo impenetrable? Mejor limitémonos al estudio de los sublimes principios que el Divino Salvador dejó para nuestra guía en la tierra, tratemos de seguirlos, intentemos convencernos de que cuantas menos licencias le demos a nuestro espíritu, le seremos más queridos a Dios, que rechaza todo el conocimiento que no proviene de Él, y que cuanto menos tratemos de profundizar en lo que Él ha querido ocultarnos, antes nos lo desvelará por medio de su espíritu divino.

Mi padre no me ha dicho nada de un prometido, solo me dijo que había recibido una carta y que espera la visita del príncipe Vasili; en cuanto al proyecto matrimonial, en lo que a mí se refiere, le diré, querida e inapreciable amiga, que el matrimonio es, en mi opinión, una sagrada institución a la que hay que someterse. Aunque esto fuera duro para mí, si el Todopoderoso decidiera darme la responsabilidad de ser esposa y madre intentaría desempeñarla tan fielmente como pudiera sin preocuparme de mis sentimientos hacia aquel que El me diera por esposo.

He recibido una carta de mi hermano, que me comunica su llegada, junto con su esposa, a Lysye Gory. Esta alegría no durará mucho, dado que nos abandonará para tomar partido en esta guerra a la que nos arrojamos Dios sabe cómo y para qué. No solo en Moscú, en el centro de los negocios y del mundo, sino también aquí en medio de los trabajos agrícolas y el silencio, que los de la ciudad habitualmente se imaginan en el campo, se oyen rumores sobre la guerra que hacen que uno se sienta mal. Mi padre solo habla de ataques y contraataques, cosas de las que yo nada entiendo y hace tres días, dando mi habitual paseo por las calles del pueblo, presencié una desgarradora escena. Un convoy de reclutas alistados aquí y enviados al ejército. Había que ver el estado en el que se encontraban las madres, las esposas y los hijos de los que partían y escuchar los sollozos de unos y otros. Parece que la humanidad ha olvidado las leyes de su Divino Salvador que nos ha enseñado a amar y a perdonar y que ahora encuentra un gran mérito en el arte de matarse los unos a los otros.

Me despido, mi querida y buena amiga. Que nuestro Divino Salvador y su Santísima Madre la protejan y la tengan bajo su santo y omnipotente amparo.

M
ARÍA

—Ah, despacha usted su correo, princesa; yo ya despaché el mío. He escrito a mi pobre madre —dijo con su rápida y agradable forma de hablar y su perpetua sonrisa mademoiselle Bourienne, velarizando la
r
e introduciendo con su presencia, en la atmósfera meditabunda, triste y sombría de la princesa María, un mundo completamente diferente de alegría y despreocupación.

—Tengo que prevenirle, princesa, de que el príncipe ha reñido con Mijaíl Ivánovich —añadió ella, bajando la voz, velarizando especialmente y escuchándose a sí misma con satisfacción—. Está de muy mal humor, muy sombrío. Le prevengo, usted ya sabe...

—Ay, no —respondió la princesa María—. Le he pedido que nunca me advierta de la disposición de ánimo de mi padre. Yo no me permito juzgarle y no desearía que los demás lo hicieran.

La princesa miró al reloj y al darse cuenta de que ya pasaban cinco minutos de la hora que empleaba para tocar el clavicordio, fue corriendo con aire asustado a la sala de divanes. Entre las doce y las dos, según el orden diario establecido, el príncipe descansaba y la princesa tocaba el clavicordio.

XXXIV

E
L
viejo ayuda de cámara estaba sentado, dormitando y atento a los ronquidos del príncipe en el enorme despacho. Desde el otro lado de la casa a través de las puertas cerradas, se escuchaba por vigésima vez los pasajes de la sonata de Dussek.

En aquel momento un coche y una carretela se detuvieron frente a la puerta principal, de la carretela salió el príncipe Andréi, que cortésmente, pero con frialdad como siempre, ayudó a bajar a su menuda mujer y la hizo pasar delante. El viejo Tijón llevando una peluca apareció por la puerta del servicio, dijo con un susurro que el príncipe dormía y volvió a cerrarla rápidamente. Tijón sabía que ni la llegada de su hijo ni ningún otro suceso extraordinario debían alterar el orden diario. Era evidente que el príncipe Andréi sabía esto tan bien como Tijón; miró al reloj, para comprobar que no había habido ningún cambio en las costumbres de su padre durante el tiempo en que no le había visto, y al convencerse de que no habían cambiado se volvió a su esposa:

—Se levantará en veinte minutos. Vamos a saludar a la princesa María —dijo él.

La menuda princesa había cambiado durante ese tiempo. La prominencia de su talle había aumentado bastante de tamaño, ella se inclinaba más hacia atrás y había engordado en exceso, pero sus ojos seguían igual y el corto y sonriente labio con el bigotito se elevaba de la misma manera alegre y grata al hablar:

—¡Pero si esto es un palacio! —le dijo a su marido, mirando en derredor con la misma expresión con la que se felicita al anfitrión de un baile.

—Vamos, rápido, rápido.

Miraba sin dejar de sonreír a Tijón, a su marido y al criado que los acompañaba.

—¿Es María la que toca? Vayamos en silencio para sorprenderla.

El príncipe Andréi la siguió con expresión cortés y triste.

—Has envejecido, Tijón —le dijo al pasar al lado del anciano, que le besó la mano y acto seguido se la frotó con un pañuelo de batista.

Antes de llegar a la sala en la que se podía oír el clavicordio, salió de una puerta lateral la rubia y linda francesa, que parecía loca de contento.

—Ah, qué alegría para la princesa —dijo ella—. ¡Por fin han llegado! Tengo que avisarla.

—No, no, por favor... Usted es mademoiselle Bourienne; la conozco por la amistad que tiene con mi cuñada —decía la princesa besándola—. Ella no nos espera.

Fueron hasta la puerta de la sala de los divanes, desde la que se escuchaba una y otra vez el mismo pasaje. El príncipe Andréi se detuvo y frunció el ceño como si esperara que sucediera algo desagradable.

La princesa entró. El pasaje se interrumpió a la mitad; se oyó un grito, los pesados pasos de la princesa María y ruido de besos y murmullos. Cuando el príncipe Andréi entró, las dos princesas que solo se habían visto una vez durante poco tiempo, en el día de la boda del príncipe Andréi, se abrazaban con fuerza y apretaban los labios en el mismo sitio en el que se habían besado en el primer momento. Mademoiselle Bourienne estaba de pie a su lado apretando las manos contra el pecho y sonriendo con devoción, preparada para echarse a reír o a llorar. El príncipe Andréi se encogió de hombros y frunció el ceño, como hace un amante de la música cuando oye una nota falsa. Las dos mujeres se separaron y de nuevo, como si temieran demorarse, se cogieron de las manos y se pusieron a besarse y se soltaron las manos, para de nuevo volver a besarse en el rostro y para sorpresa del príncipe Andréi ambas rompieron a llorar y a besarse de nuevo. Mademoiselle Bourienne también se echó a llorar. El príncipe Andréi se encontraba visiblemente incómodo y avergonzado, pero para las dos mujeres parecía tan natural llorar, que no se imaginaban que aquel encuentro pudiera haber transcurrido de otro modo.

—¡Ah, querida...! ¡Ah, Marie! —dijeron las dos mujeres a la vez, y se echaron a reír.

—He soñado...

—Entonces, ¿nos esperaba?... Ah, Marie, ha adelgazado tanto...

—Y usted ha engordado tanto...

—He reconocido a la princesa inmediatamente —participó mademoiselle Bourienne.

—Y yo que ni siquiera sospechaba —exclamó la princesa María—. Ah, Andréi, no te había visto.

El príncipe Andréi besó la mano de su hermana y ella la de él y le dijo que era la misma llorona que siempre había sido. La princesa María se volvió hacia su hermano y a través de las lágrimas una mirada breve, cálida y amante de sus ojos, en aquel instante hermosos grandes y luminosos, se posó en el rostro del príncipe Andréi, de modo que, al contrario de lo habitual, su hermana le pareció hermosa en esos momentos. Pero en ese preciso instante ella se volvió hacia su cuñada y comenzó a estrecharle las manos sin decir nada. La princesa Liza hablaba sin cesar. El corto labio superior sombreado de vello revoloteaba hacia abajo, tocando cuando era necesario con el sonrosado labio inferior, y de nuevo se abría en una brillante sonrisa de ojos y dientes. La princesa narraba un accidente que habían tenido en la montaña Mtsénskaia, en el que habían corrido un gran peligro debido a su estado e inmediatamente después de ello comunicó que había dejado todos sus vestidos en San Petersburgo y que allí se iba a vestir Dios sabe con qué y que Andréi había cambiado completamente y que Kitti Odintsova se había casado con un anciano y que la princesa María tenía un prometido completamente en firme, pero que hablarían de ello más tarde. La princesa María no dejaba de mirar, aun si decir palabra, a la esposa de su hermano y en sus bellísimos ojos había afecto y pena, como si tuviera lástima de su joven cuñada y no pudiera decirle la causa de su conmiseración. Era evidente que su mente discurría cosas que nada tenían que ver con la charla de su cuñada. En mitad de su relato acerca de las últimas veladas en San Petersburgo, se dirigió a su hermano:

—¿Estás decidido a ir a la a guerra, Andréi? —dijo ella suspirando.

Liza también suspiró.

—Mañana mismo —respondió su hermano.

—Me abandona aquí y Dios sabe para qué, con lo fácil que le hubiera sido conseguir un ascenso... —La princesa María no la escuchaba y siguiendo el hilo de sus propios pensamientos se volvió hacia su cuñada y con una cariñosa mirada le señaló su vientre—. ¿Será pronto? —dijo.

—Dos meses —respondió ella.

—¿Y no tienes miedo? —preguntó la princesa María, besándola de nuevo. El príncipe Andréi frunció el ceño ante esta pregunta. Los labios de Liza se curvaron en una mueca. Acercó su rostro al de su cuñada y de nuevo, inesperadamente, rompió a llorar.

—Le hace falta descansar —dijo el príncipe Andréi—. ¿No es cierto, Liza? Llévala a su cuarto y yo iré a ver a nuestro padre. ¿Cómo está, igual que siempre?

—Exactamente igual, no sé qué te parecerá a ti —respondió con alegría la princesa.

—¿El mismo horario y los mismos paseos por la alameda? ¿Y el torno? —preguntó el príncipe Andréi con una sonrisa apenas perceptible, que quería decir que, a pesar de todo el amor y el respeto que sentía por su padre, conocía sus debilidades.

—El mismo horario y el torno y también las matemáticas y mis lecciones de geometría —respondió alegremente la princesa María, como si sus lecciones de geometría fueran uno de los más alegres recuerdos de su vida.

XXXV

C
UANDO
hubieron pasado los veinte minutos necesarios para que llegara la hora en la que el anciano príncipe había de levantarse, Tijón fue a llamar al joven príncipe. El anciano hizo una excepción en su modo de vida en honor de la llegada de su hijo; ordenó que le llevaran a sus aposentos mientras se vestía para el almuerzo. El príncipe iba vestido a la antigua usanza, con caftán y empolvado. Y en el momento en el que el príncipe Andréi, sin el rostro y las maneras sombrías que adoptaba en sociedad, sino con el rostro animado que tenía cuando conversaba con Pierre, entró donde su padre, el anciano estaba sentado en el tocador, en un sillón tapizado en cordobán, con un peinador y ofreciendo su cabeza a las manos de Tijón.

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