Guerra y paz (46 page)

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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

—¡Y yo, tonto de mí! —dijo el príncipe Vasili—. Mi mujer me lo acaba de decir. Ven aquí, y tú también, Lelia. —Estrechó con un brazo a Pierre y con el otro a su hija—. Estoy muy, muy contento. —Le temblaba la voz—. Quería mucho a tu padre y ella será una buena esposa para ti. Que Dios os bendiga.

Abrazó a su hija y luego a Pierre y le besó su maloliente boca. Las lágrimas le corrían por las mejillas.

—Princesa, ven aquí —gritó él.

La princesa llegó con su fatigoso caminar, y Pierre se sintió aliviado y feliz. La princesa y la señora mayor lloraban. Besaban a Pierre. Y él besaba la mano de la bella Hélène. Después de las bendiciones les dejaron de nuevo solos. Pierre sostenía la mano de ella en silencio y miraba su pecho que bajaba y subía por la respiración.

—¡Hélène! La amo terriblemente —dijo y sintió vergüenza. Él le miró a la cara. Ella se le acercó más. Tenía el rostro sonrojado.

—Ah, quítese esas... —y señalaba a las gafas.

Pierre se quitó las gafas y a través de la extraña expresión de las personas que llevan gafas sus ojos miraban interrogativamente y con espanto. Quería inclinarse sobre su mano para besarla, pero de pronto ella, con un rápido movimiento de cabeza, le interceptó con sus labios y los puso sobre los de él. Su rostro entonces sorprendió a Pierre porque de pronto había adoptado una expresión desagradable de abstraimiento. «Ya es tarde, todo se ha acabado y además la amo», pensaba él.

Mes y medio después estaba casado y se instalaba con su esposa en la inmensa casa de San Petersburgo de los condes Bezújov.

II

D
ESPUÉS
del matrimonio de Pierre y Hélène el anciano príncipe Nikolai Andréevich Bolkonski recibió carta del príncipe Vasili en la que le avisaba de su visita en compañía de su hijo: «Voy en visita de inspección y desde luego para mí cien verstas no es rodeo para visitarle, mi muy respetado bienhechor», escribía él. «Mi Anatole me acompañará y partirá para el ejército, y confío en que le permitirá presentarle en persona el profundo respeto que, asemejándose a su padre, siente por usted.»

—Parece que no es necesario ir a buscarlos, los prometidos vienen aquí por sí solos —dijo poco cuidadosamente la princesita al oír esto. El príncipe Nikolai Andréevich frunció el ceño y no dijo nada.

Dos semanas después de la recepción de la carta, llegó por la tarde el servicio del príncipe Vasili y al día siguiente él mismo con su hijo. El anciano Bolkonski nunca había tenido en muy alta estima al príncipe Vasili, pero en los últimos tiempos cuando este había adoptado tantas funciones y honores y juzgando por las alusiones de la carta y de la princesita, entendiendo la intención de arreglar el matrimonio, la escasa estima se convirtió en un sentimiento de desprecio hostil. Resoplaba constantemente al hablar de él. El día que llegaba el príncipe Vasili, el príncipe Nikolai Andréevich estaba especialmente disgustado y de mal humor. Bien fuera que estaba de mal humor por la llegada del príncipe Vasili o que el hecho de estar disgustado por la llegada del príncipe Vasili le ponía de mal humor, pero las personas que le conocían ya sabían por su cara y por su forma de andar que cuando estaba en ese estado lo mejor era evitarle. Salió a pasear como de costumbre con su abrigo de terciopelo y cuello de marta cibelina con el gorro a juego. En la víspera había nevado mucho. El príncipe fue al jardín, como había supuesto el administrador, para emprenderla contra algo, pero el camino por el que atravesaba el príncipe Nikolai Andréevich hacia el invernadero ya estaba despejado, se veían las huellas de la escoba en la nieve extendida y la pala estaba clavada en un mullido montón de nieve amontonada a ambos lados del camino. El príncipe atravesó el invernadero. Todo estaba en orden. Pero se había enfadado con el arquitecto acerca de las construcciones porque el tejado de la nueva ala no estaba acabado y a pesar de que se había enterado de ello la víspera, riñó a Mijaíl Ivánovich. Ya se acercaba a la casa en compañía del administrador.

—¿Y se puede pasar en trineo? —preguntó él—. La princesa querría dar un paseo.

—Hay mucha nieve, Su Excelencia, ya he dado orden de limpiar el paseo.

El príncipe movió la cabeza aprobatoriamente, y entró en el porche.

—Era difícil llegar —añadió el administrador—. Y como habíamos oído que venía un ministro a visitar a Su Excelencia.

El príncipe volvió de pronto todo el cuerpo hacia su administrador.

—¿Qué? ¿Qué ministro? ¿Quién lo ha ordenado? —gritó el príncipe con su voz ronca y penetrante—. No se limpia para mi hija la princesa, sino para un ministro. En mi casa no hay ministros.

—Disculpe, Excelencia, yo creía...

—Tú creías —gritó el príncipe acalorándose cada vez más, pero incluso entonces no hubiera golpeado a Alpátych si con sus palabras este no le hubiera irritado hasta tal punto—. ¿Y quién te ha enseñado a rendir honores a mis espaldas a personas a las que no quiero conocer? Para mi hija no se hace, pero para otros sí. —El príncipe ya no pudo soportar ese pensamiento.

Antes de la comida, la princesa y mademoiselle Bourienne, a sabiendas de que el príncipe estaba de mal humor, le esperaban de pie en el comedor. Mademoiselle Bourienne con su rostro radiante como si estuviera diciendo: «No sé nada, soy la misma de siempre», y la princesa María pálida, asustada, con la mirada baja. Lo más duro siempre para la princesa María era saber que en estas ocasiones era necesario comportarse como lo hacía mademoiselle Bourienne, pero no podía. Pensaba así: «Si hago como que no me doy cuenta (aparte de que no sé fingir), pensará que no tengo compasión, y si hago como que yo misma estoy triste y de mal humor (lo cual es cierto), dirá, como siempre hace, que soy una lánguida, que refunfuño y cosas parecidas».

El príncipe miró el rostro asustado de su hija y bufó.

—¡Brrr! ¡Pero qué tonta! —dijo y se dirigió a mademoiselle Bourienne.

«Y la otra no está, ya le han ido con el chisme», pensó él al ver que la princesita no estaba en el comedor.

—¿Y dónde está la princesa? ¿Se esconde?

—No se encuentra del todo bien —contestó sonriendo alegremente mademoiselle Bourienne—. No va a venir. Se comprende en su estado.

—Me hago idea —dijo el príncipe, y se sentó a la mesa.

El plato le pareció que no estaba limpio, señaló una mancha y lo tiró. Tijón lo alcanzó al vuelo. No es que la princesita estuviera enferma; pero sentía un miedo tan invencible hacia el príncipe que, habiendo oído que estaba de mal humor, decidió no bajar.

—Temo por el niño —le decía a mademoiselle Bourienne—. Dios sabe lo que le puede pasar por el susto.

—Desde luego, desde luego.

La princesa Liza vivía en Lysye Gory en un constante estado de miedo y antipatía. De la antipatía hacia el anciano príncipe no era consciente, porque el miedo predominaba tanto que no era capaz de darse cuenta de ella. El príncipe, por su parte, sentía la misma antipatía, pero amortiguada por el desprecio. La princesa se había encariñado mucho con mademoiselle Bourienne y pasaba el día con ella, le pedía que pasara la noche en su habitación y hablaba con ella con frecuencia de su suegro, juzgándole.

—Han venido visitas, príncipe —dijo mademoiselle Bourienne desdoblando la blanca servilleta con sus sonrosadas manos—. Su Excelencia el príncipe y su hijo, según he oído —dijo ella.

—¡Hum! Ese
excellence
es un jovenzuelo al que yo mismo llevé y coloqué en el Colegio —dijo el príncipe ofendido como si mademoiselle Bourienne quisiera menospreciarle—. Y no puedo entender por qué trae a su hijo. Puede que la princesa Lizabeta Karlovna y la princesa María lo sepan, pero yo no sé por qué trae a ese petimetre. Yo no le necesito. —Y miró a su hija que se había sonrojado—. ¿Qué te sucede? ¿No te encuentras bien? ¿O es por miedo al ministro como le llamó hoy ese estúpido de Alpátych?

—No, padre.

—Que me manden a Alpátych.

Aunque mademoiselle Bourienne no había escogido un tema de conversación muy acertado, no se detuvo y siguió charlando sobre el invernadero, sobre la belleza de las nuevas construcciones, y después de la sopa el príncipe se suavizó, ella pensó que a causa de su conversación, pero la causa de ello era que había tomado la sopa y había empezado a hacer la digestión.

Después de comer fue a ver a su nuera. La princesita estaba sentada en la mesita charlando con Masha, la doncella. Al ver a su suegro palideció.

—Sí, cierta pesadez.

Estaba fea, con las mejillas caídas, el labio levantado y los ojos hundidos.

—¿Necesitas algo?

—No, gracias.

—Bueno, bueno. —Salió y se dirigió a la sala de servicio.

Allí estaba Alpátych con la actitud de un condenado a muerte.

—¿Habéis vuelto a cubrir el camino?

—Sí, Su Excelencia, perdóneme, por el amor de Dios, ha sido una tontería...

El príncipe le interrumpió y se echó a reír con su artificial risa.

—Está bien, está bien. —Le tendió la mano que Alpátych besó, y salió en dirección al despacho.

Por la tarde llegó el príncipe Vasili, le recibieron en el paseo los cocheros y el servicio y entre gritos condujeron sus trineos y acarreos hacia el edificio, por el camino de nieve pisada.

El príncipe Vasili y Anatole fueron conducidos a habitaciones separadas. Anatole se encontraba totalmente tranquilo y alegre, tal como era siempre. Así era como veía toda su vida, como un alegre paseo que alguien le había marcado y que debía seguir, así consideraba su viaje a casa del anciano malhumorado y de su rica y espantosa heredera. Todo esto podía llegar a ser, según él se imaginaba, muy agradable y divertido, si las comidas son buenas y hay vino y las mujeres pueden resultar hermosas. «¿Y por qué no he de casarme si ella es tan rica? Eso nunca está de más», así pensaba Anatole. Pellizcó a la linda doncella de la princesa que escapaba corriendo y riendo se puso a arreglarse.

Se afeitó y se perfumó con la presunción y el esmero habituales en él y con su innata expresión solemne y triunfal, echando hacia delante el pecho y llevando bien alta la hermosa cabeza, entró en la habitación de su padre. Alrededor del príncipe Vasili se esmeraban dos ayudantes de cámara, vistiéndole; él mismo miraba animadamente a su alrededor y asintió alegremente ante la figura de su hijo que entraba en la habitación, como si le dijera: «¡Sí, así es como necesito que estés!».

—Bueno, ya sin bromas, padre, ¿es verdaderamente espantosa, eh? —preguntó él, como continuando una conversación mantenida con frecuencia durante el viaje.

—¡Ya está bien de tonterías! Lo principal es que intentes ser respetuoso y prudente con el anciano príncipe.

—Si me injuria me iré —dijo él—. No puedo soportar a esos ancianos. ¿Eh?

—Querido mío, no quiero oír tus bromas con motivo de esto. Recuerda lo mucho que de esto depende para ti.

Mientras tanto entre las mujeres no solamente ya se tenía noticia de la llegada del ministro con su hijo, sino que el aspecto exterior de ambos ya había sido descrito con detalle. La princesa María estaba sentada sola en su habitación y hacía vanos esfuerzos por superar su inquietud.

«Para qué me escribirían, para qué Liza me hablaría de eso, si es imposible —se decía a sí misma reflejada en el espejo—. ¿Cómo saldré a la sala? E incluso si llegara a gustarme no podría comportarme con él tal como soy.» Y el solo recuerdo de la mirada irónica de su padre le provocaba terror.

La princesita y mademoiselle Bourienne ya habían recibido a través de Masha, que se había tropezado con él, todas las informaciones necesarias sobre Anatole, sobre lo guapo que era el cejinegro hijo del ministro y sobre que a su papá le resultaba dificultoso subir con las piernas de alambre las escaleras y que, sin embargo, él las había subido de tres en tres como un águila. Habiendo recibido la información, la princesita y mademoiselle Bourienne, cuyas agradables y animadas voces ya eran audibles desde el pasillo, entraron en la habitación.

—Marie, ¿sabe que ya han llegado? —dijo la princesita meneando su vientre acercando y cayendo sobre una butaca. Ya no llevaba la blusa con la que bajaba a comer sino que vestía uno de sus mejores vestidos verde de seda; su cabeza estaba cuidadosamente revestida y en su rostro había una animación que sin embargo no ocultaba las caídas y lívidas facciones de su rostro. Con aquella indumentaria con la que con frecuencia asistía a las veladas en San Petersburgo era aún más evidente lo mucho que se había afeado.

En mademoiselle Bourienne también se notaba cierta mejora en el estilo de la ropa, lo que daba a su lindo y fresco rostro un aspecto aún más seductor.

—Bueno, y sigue llevando la misma ropa, princesa —dijo ella—. Enseguida van a venir a decirnos que han llegado. Hará falta bajar y usted debería arreglarse un poco.

La princesita levantó su corto labio superior sobre los dientes y ella misma se levantó de la butaca, llamó a la criada y apresurada y alegremente se puso a pensar un atavío para la princesa María y a llevarlo a la práctica. La princesa María se sentía herida en su amor propio por el hecho de que la llegada de su supuesto prometido la inquietara en el fondo de su alma, se avergonzaba de ello e intentaba ante sí misma esconder este sentimiento. Precisamente ellas (su cuñada ya se había engalanado) le decían claramente que debía hacer exactamente eso, lo que suponía el orden adecuado de las cosas. Decirles que se avergonzaba de sí misma y de ellas hubiera significado mostrar su inquietud; por otro lado, negarse a arreglarse hubiera supuesto bromas e insistencia. Suspiró, sus bellísimos ojos se apagaron, su poco agraciado rostro se cubrió de manchas y con esa fea expresión de víctima que casi siempre adoptaba su cara se sometió a la voluntad de mademoiselle Bourienne y Liza. Ambas mujeres estaban sinceramente decididas a embellecerla. Era tan fea que ninguna de las dos podía concebir que fuera a competir con ellas; por eso se pusieron a vestirla con total sinceridad con esa ingenua y obstinada creencia femenina de que la vestimenta puede embellecer un rostro.

—No, es cierto, amiga, este vestido no le va bien —decía Liza—. Di que traigan tu vestido de terciopelo. Es cierto. Y este no le va bien porque es demasiado claro, no le va bien.

Lo que no estaba bien no era el vestido sino el rostro y la figura de la princesa. Esto no lo percibían mademoiselle Bourienne y la princesita; a ambas les parecía que si le ponían una cinta celeste en los cabellos, recogidos hacia arriba, y sacaban la banda celeste del vestido marrón y ese tipo de cosas, todo estaría bien. Pero se olvidaban de que el asustado rostro y la figura no se podían cambiar y que por ello por mucho que cambiaran el marco y los adornos de ese rostro el mismo rostro lo echaba todo a perder. Después de dos o tres cambios a los que la princesa se sometió dócilmente, cuando le habían recogido el pelo hacia arriba (el peinado le cambiaba y le afeaba completamente el rostro), con la cinta celeste y el vestido de gala de terciopelo, la princesita dio dos vueltas alrededor de ella, arreglando con su menuda mano un pliegue del vestido allí y dándole la vuelta a la cinta allá y mirando, con la cabeza inclinada, ya de un lado, ya de otro.

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