Guerra y paz (50 page)

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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

—Listo —le dijo al conde señalando con un gesto solemne a la condesa, que sostenía en una mano la tabaquera y en la otra la carta y llevaba los labios bien a una bien a la otra.

Al ver al conde le tendió la mano, abrazó su cabeza calva y por encima de ella seguía mirando a la carta y al retrato y de nuevo para poder llevárselos a los labios apartaba ligeramente la cabeza calva. En la carta estaba sucintamente descrita la campaña y las dos batallas y decía que besaba la mano de mamá y papá, pidiendo su bendición y que mandaba besos a Vera, a Natasha y a Petia y que les pedía que besaran a la querida Sonia a la que recordaba con frecuencia, como a los demás. Además de eso mandaba saludos a míster Schelling y a madame Hubert y a la niñera y al resto de la gente. En la posdata hablaba sobre dinero.

Esta carta fue leída un centenar de veces, pero los que fueron juzgados adecuados para escucharla, tuvieron que ir a la habitación de la condesa. Allí fueron los preceptores, las niñeras, el cómico, Mítenka, algunos conocidos, y la condesa se la leía con renovado placer por centésima vez y cada vez descubría en la carta nuevos detalles acerca de su Nikolai. Le producía una alegría tan extraña y excepcional que su hijo, ese hijo que se agitaba en su interior hacía veinte años, ese hijo a causa del que había discutido con el conde, porque le malcriaba, ese hijo que había aprendido a decir
chère maman
hacía tan poco, que ese hijo suyo estuviera ahora allí en tierra extraña, en un ambiente extraño, como un valiente que no temía a la muerte y que escribía cartas. Toda la universal experiencia de siglos que muestra que los niños se van haciendo hombres imperceptiblemente desde la cuna, no significaba nada, la madurez de su hijo le causaba una alegría tan excepcional, como si no le hubiera sucedido ya a millones y millones de personas, que la habían alcanzado idénticamente. Como nunca había esperado que fuera posible que aquel que se le agitaba en el vientre, chillara y comenzara a mamar de su pecho y comenzara a hablar, entender, estudiar y que ahora fuera un hombre, un servidor de su patria y un hijo y ciudadano ejemplar, tampoco ahora podía creerse que ese mismo ser pudiera ser ese hombre fuerte y valiente, un ejemplo de hijo y de persona, que es lo que era ahora, a juzgar por su carta.

—¡Qué estilo! ¡Qué modo de describir! —decía ella, leyendo la parte más descriptiva de la carta—. ¡Qué alma! ¡No dice nada de sí mismo, nada! Habla de un tal Denísov y estoy segura de que él es el más valiente de todos. No dice nada de sus sufrimientos. ¡Qué gran corazón! ¡Yo le conozco bien! ¡Y cómo se acuerda de todos! ¡No se olvida de nadie!

Durante más de una semana se prepararon y se escribieron borradores que se presentaron a la condesa para que los viera y se pasaron a limpio cartas para Nikolai de todos los miembros de la casa. Anna Mijáilovna, como mujer práctica, había sabido conseguirse para ella y para su hijo protección en el ejército incluso para la correspondencia. Tenía la posibilidad de mandar sus cartas por correo al gran príncipe Konstantin Pávlovich, que era comandante de la guardia. Se había escuchado que la guardia ya debía estar junto al ejército de Kutúzov en el momento en el que llegara la carta y el dinero a Borís, a través del correo del gran príncipe y que Borís ya podría dárselo a Nikolai. Las cartas eran del anciano príncipe, de la condesa, de Petia, de Vera, de Natasha y de Sonia y el conde le mandaba seis mil rublos, lo que era una cantidad enorme para la época.

Los negocios del conde ya habían llegado a tal grado de complicación, que este fruncía fuertemente el ceño cuando Mítenka le proponía comprobar las cuentas y Mítenka ya había llegado a tal grado de seguridad en el miedo que de las cuentas tenía su patrón, que le proponía revisar unas cuentas que no existían y le entregaba al conde su propio dinero llamándolo dinero prestado y descontaba de ello para su uso el 15 por ciento. El conde sabía de antemano que cuando necesitara seis mil rublos para el equipo de Nikolai, Mítenka le diría directamente que no los tenía y por eso usando de su audacia, le dijo que le eran imprescindibles diez mil rublos. Mítenka le dijo que por el mal estado de los ingresos no se podía ni siquiera pensar en conseguir ese dinero, si no se empeñaban las posesiones, y le presentó las cuentas. De pronto el conde dio la espalda a Mítenka y evitando su mirada se puso a gritar que eso era ya lo último, que nunca se había visto que de ochenta mil personas no se sacaran diez mil rublos, para equipar a su hijo, que iba a mandar a todos los administradores al ejército, que necesitaba ese dinero, que nada había que debatir y que si no podían ser diez mil, bueno, al menos que fueran seis mil. Y realmente consiguió el dinero, a pesar de que el conde tuvo que firmar para ello una letra con un porcentaje muy alto.

IV

E
L
12 de noviembre el ejército de Kutúzov, acampado cerca de Olmütz, se preparaba para la revista que al día siguiente iban a pasar los dos emperadores, el ruso y el austríaco. La guardia, recién llegada de Rusia, pasaba la noche a quince verstas de Olmütz y al día siguiente salió a campo de Olmütz a las diez de la mañana para pasar revista.

Nikolai Rostov había recibido una nota de Borís en la que le comunicaba que el regimiento de Izmailovski acababa de llegar y que pasaría la noche a quince verstas de Olmütz y en la que le solicitaba que fuera para verse y para darle el dinero y las cartas, esas mismas cartas que habían escrito con tal inquietud y amor y ese mismo dinero cuya adquisición se había conseguido con tanto disgusto y enfado.

Habiéndoselo dicho a Denísov se sentó después de la comida en el caballo que le habían llevado, comprado después de la muerte de Gráchik, y en compañía de un húsar partió hacia donde estaba asentada la guardia. Rostov vestía una casaca de soldado, pero en ella llevaba charreteras y un sable de oficial colgado del cinto. El brazo, que ya empezaba a curar, lo llevaba vendado con un vendaje negro. Su moreno y robusto rostro estaba despreocupadamente alegre. Fue al trote durante dos verstas, apoyándose en los estribos y mirando al galope del húsar que saltaba a su lado, dejándose caer por un lado de la silla con negligencia, elevando su sonora voz con una canción alemana aprendida hacía poco y que le gustaba especialmente:

No sé qué es lo que me falta.

Y muero de impaciencia...

y en el sonido de su voz había una virilidad completamente nueva. Dos días antes le había ocurrido uno de los sucesos más importantes en la vida de un joven.

Dos días antes cuando llegaron cerca de Olmütz, Denísov, que la víspera había ido a la ciudad, le dijo:

—Bueno, hermano, he hecho una inspección de reconocimiento, hoy iremos juntos, qué mujeres hay en Olmütz: una húngara, dos polacas y una griega, que son excepcionales...

Rostov no se había negado ni tampoco había estado directamente de acuerdo con ir, y había adoptado una actitud como si ya estuviera muy acostumbrado, exactamente igual que Denísov; y en el entretanto sintió que había llegado ese momento decisivo en el que pensaba, dudando miles y miles de veces, y apenas alcanzó a decir algo en respuesta a Denísov. Aún no conocía mujeres, le parecía algo escandaloso y ultrajante acercarse a una mujer ajena, en venta, compartida con Denísov y con todo el mundo, pero una invencible curiosidad le arrastró a conocer ese sentimiento, pues no se era un hombre si no se conocía y no se había visto esto, como si fuera una condición indispensable y grata. Todos los que hablaban sobre ello tenían una expresión de inocente placer, acrecentada dado que este placer era algo prohibido.

Denísov y él fueron montados en un carro ligero tirado por dos caballos. Denísov fue por el camino y llegando a Olmütz hablando de asuntos ajenos, haciendo observaciones sobre los ejércitos, por el lado de los que pasaban y recordando hechos pasados, tan despreocupada, tranquila y alegremente como si estuvieran yendo de paseo, como si no fueran a consumar uno de los más terribles, criminales e irremediables actos. Llegaron a Olmütz, el soldado que hacía de cochero por indicación de Denísov torció en una calle, luego en otra, dos callejuelas y se detuvo a la puerta de una casita. Entraron, una mujer mayor salió a recibir a Denísov como a un conocido y les condujo a la sala. Dos mujeres, sonriendo alegremente, saludaron a Denísov.

Al principio Rostov pensó que le saludaban de ese modo porque le conocían, pero se dirigían a Denísov de un modo tan cariñoso, como si se tratara de un viejo conocido. Ellas se sonrieron mutuamente al mirarle. Le pareció que se estaban riendo de él, enrojeció y fijándose en lo que hacía Denísov se esforzó por hacer lo mismo. Pero no podía, no se encontraba con fuerzas.

Denísov cogió a una de ellas, una rubia rolliza, con el cuello desnudo, guapa, aunque con un cierto aspecto cansado, triste, vil y ajado a pesar de su juventud y alegría. Denísov la abrazó y besó. Rostov no pudo hacer lo mismo. Estaba frente a la rolliza morena griega que le miraba con alegría con sus bellos ojos y mostraba con una sonrisa los preciosos dientes y que parecía esperar y divertirse con su indecisión. Rostov la miraba con los ojos de par en par, temblando de miedo, enojándose consigo mismo, sintiendo que estaba dando un paso irreparable en su vida, que en ese momento estaba sucediendo algo terrible y criminal y cosa extraña, precisamente el encanto de lo criminal era lo que le empujaba hacia ella. Le parecía tremendamente seductora, le parecía especialmente seductor que le fuera completamente ajena, sin embargo algo deshonesto y vil le repelía. Pero los ojos, rodeados de una sombra negra, se hundían más y más en su mirada, fundiéndose con ellos se sentía como arrastrado irrevocablemente a la profundidad y la cabeza le daba vueltas. La sensación de vileza se perdió en esa embriaguez.

—Has elegido muy bien a tu griega —gritó Denísov—, ella y yo ya nos conocimos ayer. Besa de una vez al muchacho —gritó él.

Rostov enrojeció, se apartó de ella y salió a la puerta con la intención de marcharse, pero cinco minutos después la pasión de la curiosidad y el deseo superaron el horror de la vileza y la repugnancia le atrajo de nuevo. Volvió a entrar. El vino estaba sobre la mesa. Denísov ya había pagado a la griega, como se hace siempre con los novatos. Ella le tomó de la mano, le atrajo hacia la mesa, le hizo sentarse y se sentó en sus rodillas, sirviendo vino a ambos. Rostov bebió, la abrazaba de vez en cuando, cada vez con más fuerza, la repugnancia y la pasión y el deseo de probarse lo más pronto posible, erradicar de sí ese sentimiento de pureza, se fundieron en uno y él sintió con alegría que se olvidaba de sí mismo.

Al día siguiente por la mañana, guiado por la griega, salió al zaguán (Denísov no había esperado y había partido el día anterior), fue andando hasta el coche de punto, volvió al campamento y pasó el día como siempre, sin mostrar nada extraño y dando a entender a todos que eso que le había sucedido la noche anterior era para él algo muy habitual. Por la noche, cuando se acostó, no dejaba de pensar en la griega y deseaba cuanto antes poder verse con ella. Se durmió profundamente. En sus sueños vio una batalla y una multitud de gente que lo seguía porque era el vencedor.

En el sueño él estaba de pie sobre una oscilante elevación y le hablaba a la gente con palabras que llevaba en su corazón y que antes no sabía. Sus pensamientos eran nuevos, claros y espontáneamente se revestían de palabras inspiradas y juiciosas. Se sorprendía de lo que decía y le alegraba oír el sonido de su propia voz. No veía nada, pero sentía que alrededor suyo se agolpaban hermanos a los que no conocía. De cerca distinguía su pesada respiración, a lo lejos se agitaba la multitud inabarcable como el mar. Cuando él hablaba a la multitud, como el viento sopla entre las hojas, un estremecimiento de entusiasmo les recorría; cuando callaba, la multitud, como un solo ser, contenía la respiración. Sus ojos no veían, pero sentía clavadas en él las miradas de todas esas personas y esas miradas le oprimían y le alegraban. Él les impulsaba del mismo modo que ellas le impulsaban a él. El entusiasmo enfermizo que les afligía le otorgaba a él un poder que no tenía límites. Una voz interior apenas audible le decía «es terrible», pero la velocidad del movimiento le embriagaba y le arrastraba consigo aún más lejos. La presión del temor reforzó el encantamiento y la elevación sobre la que se encontraba le elevó, oscilando, más y más alto.

De pronto sintió detrás de él la mirada solitaria de alguien que instantáneamente destruyó todo el anterior encantamiento. La mirada estaba insistentemente fija en él y tuvo que volverse. Vio a una mujer y sintió la vida ajena. Comenzó a darle vergüenza, se detuvo. La multitud no desapareció y no se apartó, pero la mujer desconocida se movía tranquilamente por en medio de ella, sin mezclarse con ella. No sabía quién era esa mujer, pero era Sonia, pero en ella había todo lo que era susceptible de ser amado, y hacia ella, dulce y libremente, fluía una irresistible fuerza. Al encontrarse con sus ojos se volvió indiferente y él solamente vio con pesadumbre el contorno de su rostro que se volvía. Solo su mirada tranquila se quedó en su imaginación. En ella había una breve burla y una afectuosa lástima. Ella no entendía lo que él decía y se apenaba de ello y se apenaba de él. No le despreciaba ni despreciaba a la multitud ni su entusiasmo, ella estaba simplemente plena de felicidad. Ella no necesitaba a nadie y por eso él sintió que no podía vivir sin ella. Una titilante oscuridad le ocultó sin compasión su imagen y se echó a llorar en sueños por la imposibilidad de estar con ella. Lloraba por la irrecuperable felicidad pasada y por la imposibilidad de una felicidad futura, pero en sus lágrimas había ya una felicidad presente.

Se despertó y lloró y lloró lágrimas de vergüenza y arrepentimiento por su falta, que le separaba para siempre de Sonia. Pero el ajetreo diurno disipó esta impresión e incluso si se acordaba de ese sueño intentaba luchar contra él aunque seguía surgiendo por si solo. Y ahora cuando al saber de las cartas que le habían enviado de su casa, había partido a ver a Borís, se le aparecía más frecuentemente y con más fuerza.

Ya había anochecido completamente cuando llegó Nikolai, la aldea en la que se encontraba el regimiento Izmailovski estaba helada, olía a humo y brillaba la luna. Le dijeron dónde estaba el tercer batallón, pero en la oscuridad los centinelas no querían dejarle pasar, así que tuvo que llamar al ayudante de campo enviado a ver al gran príncipe. Pero cuando le permitieron pasar se confundió y junto con el tercer batallón cayó en la aldea en la que se encontraba el propio gran príncipe y se volvió atrás con temor. Era ya tarde, cansado e impaciente, llegó a donde los soldados cocineros que era donde se encontraba Borís.

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