Guerra y paz (3 page)

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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

—He traído mi labor —dijo, mientras abría su ridículo y se dirigía a todos.

—Escuche, Anna, no me juegue una mala pasada —dijo a la anfitriona—. Me escribió que iba a celebrar una velada íntima y mire qué sencilla me he vestido.

Y separó los brazos para mostrar su elegante vestido gris de encaje ceñido por debajo del pecho por una ancha cinta.

—Estese tranquila, Liza, usted siempre será la más bella de todas —respondió Anna Pávlovna.

—¿Sabe usted que mi marido me abandona para ir en busca de la muerte? —continuó ella en el mismo tono, dirigiéndose a un general—. Dígame, ¿para qué esta vil guerra? —comentó al príncipe Vasili y, sin esperar respuesta, se dirigió a su hija, la bella Hélène—. Sabe, Hélène, se está usted convirtiendo en una criatura demasiado bonita, demasiado bonita.

—¡Qué seductora es esta princesita! —le dijo el príncipe Vasili en voz baja a Anna Pávlovna.

—Vuestro encantador hijo Hippolyte está locamente enamorado de ella.

—Es un idiota con buen gusto.

Poco después que la princesita entró un joven grueso con la cabeza rapada, gafas, pantalones claros según la moda de la época, una alta gorguera y frac castaño. Ese joven grueso era torpe y pesado y no prestaba atención a la moda como sucede con los muchachos torpes, sanos y masculinos. Pero era de movimientos resueltos y decididos. Al minuto se había situado en medio de los invitados, sin encontrar a la anfitriona y saludando a todos menos a ella, sin darse cuenta de las señas que esta le prodigaba. Tomó a la anciana tía por la propia Anna Pávlovna, se sentó cerca de ella y comenzó a hablarle, pero percatándose al fin, por la sorprendida cara de la tía, de que no debía de seguir haciendo eso, se levantó y dijo:

—Disculpe, mademoiselle, creo que no es usted.

Incluso la impasible tía enrojeció por esas absurdas palabras y con aspecto de desesperación empezó a llamar a su sobrina pidiéndole que la ayudara. Anna Pávlovna, que hasta ese momento estaba ocupada con otro invitado, fue hacia ella.

—Muy amable de su parte haber venido a visitar a una pobre enferma, monsieur Pierre —le dijo ella sonriendo e intercambiando miradas con su tía.

Pierre hizo algo aún peor. Se sentó cerca de Anna Pávlovna (con actitud de no ir a levantarse pronto) e inmediatamente se puso a hablar con ella de Rousseau como habían hecho en su penúltimo encuentro. Anna Pávlovna no tenía tiempo. Escuchaba, observaba, cambiaba a los invitados de sitio.

—No puedo entender —decía el joven mirando expresivamente a su interlocutora a través de las gafas— por qué no ha gustado
Confesión
, y sí lo ha hecho
La nueva Eloísa
, mucho más insignificante.

El grueso joven expresaba sus ideas de forma torpe y movía a la discusión a Anna Pávlovna, sin darse cuenta en absoluto de que la dama de honor no estaba en absoluto interesada por el tema de la discusión ni por ninguna novela buena o mala y menos en aquel momento cuando lo único que le preocupaba era combinar y recordar.

—«Que resuene la trompeta del último magistrado, me presento con mi libro en las manos» —dijo él, citando con una sonrisa la primera página de
Confesión
—. No, madame, habiendo leído el libro se enamora uno del autor.

—Sí, desde luego —contestó Anna Pávlovna, sin reparar en que ella tenía una opinión totalmente contraria, mientras miraba a los invitados y ansiaba levantarse. Pero Pierre continuó:

—No es solo un libro, es una proeza. He aquí una confesión completa. ¿No es cierto?

—Yo no quiero ser su confesora, monsieur Pierre, tiene demasiados pecados —dijo ella levantándose y sonriendo—. Venga conmigo, le voy a presentar a mi prima.

Y alejándose del joven, que no sabía nada de la vida, volvió a sus tareas de anfitriona y continuó escuchando y mirando, preparada para brindar ayuda en el momento en que la conversación desmayara, del mismo modo que el dueño de un taller de hilado, que colocaba a los obreros en sus puestos, se pasea por el local y observa si todos los husos están en movimiento. Como el dueño de un taller, al tanto de la inmovilidad, la mala posición, el chirrido o el excesivo ruido de los husos se apresura a detenerlo o a hacerles recuperar el ritmo necesario; así iba Anna Pávlovna pasando por los grupos silenciosos o demasiado bulliciosos y con una palabra o un cambio establecía de nuevo el mecanismo de la conversación con un ritmo regular y adecuado.

III

L
A
velada de Anna Pávlovna estaba en todo su apogeo. Los husos sonaban desde todas partes de modo regular. Aparte de la tía, al lado de la cual estaba sentada únicamente una dama entrada en años, de rostro consumido, un poco extraña en la brillante sociedad, a excepción también del grueso monsieur Pierre, que después de sus desacertadas conversaciones con la ría y con Anna Pávlovna no abrió la boca en toda la tarde, al parecer desconocido de todos y solo a la espera de encontrarse con alguien que llegara y hablara más alto que los demás, los asistentes estaban divididos en tres grupos. En uno de ellos se encontraba la bella princesa Hélène, la hija del príncipe Vasili, en el otro la propia Anna Pávlovna y en el tercero la princesita Bolkónskaia, bonita, lozana y demasiado rellena para su edad.

Llegó el hijo del príncipe Vasili, Hippolyte, «vuestro encantador hijo Hippolyte», como con frecuencia le llamaba Anna Pávlovna y el esperado vizconde, por el cual habían perdido la cabeza, según palabras de Anna Pávlovna, «todas nuestras damas». Hippolyte entró, mirando a través de los impertinentes y sin dejar estos, en voz alta, pero no muy clara, anunció: «el vizconde de Mortemart», y enseguida se sentó junto a la princesita sin prestar atención a su padre y acercando su cabeza a la de ella de tal modo que sus rostros apenas distaban una cuarta, empezó a hablarle de algo y a reírse.

El vizconde era un joven agradable, de rasgos suaves, que evidentemente se consideraba a sí mismo una celebridad, pero que debido a su educación no se prestaba con demasiada asiduidad a ser utilizado en esos círculos sociales que frecuentaba. Era obvio que Anna Pávlovna lo ofrecía a sus invitados como un plato especial. Como sirve un buen maître, como si de algo delicioso se tratara, el mismo plato que no querría comer si lo viera en una cocina grasienta, del mismo modo esa tarde Anna Pávlovna servía al vizconde a sus invitados como si fuera un delicioso manjar, aunque si fueran huéspedes que se lo encontraran en un hotel y jugaran con él todos los días al billar le verían solamente como el gran maestro de las carambolas y no se sentirían más afortunados que por el hecho de que han visto y hablado con un vizconde.

Se pusieron entonces a hablar del asesinato del duque de Enghien. El vizconde dijo que el duque de Enghien había muerto a causa de su nobleza y que en la cólera de Bonaparte había motivos personales.

—¡Ah!, cuéntenos esa historia, vizconde —dijo Anna Pávlovna.

El vizconde se inclinó en señal de obediencia y sonrió con cortesía. Anna Pávlovna hizo formar corro alrededor del vizconde e invitó a todos a escuchar el relato.

—El vizconde conoció personalmente al duque —susurró Anna Pávlovna a uno de los invitados.

»El vizconde es un excelente narrador —comentó a otro.

»¡Cómo se reconoce siempre a un hombre de la alta sociedad! —dijo a un tercero y el vizconde fue servido a los invitados con el aspecto más elegante y más provechoso para él, como un rosbif en un plato caliente y con guarnición de verduras.

El vizconde quería comenzar con su relato y esbozó una amplia sonrisa.

—Véngase aquí, querida Hélène —dijo Anna Pávlovna a la bella princesa que estaba sentada a cierta distancia en el medio del segundo grupo.

La princesa Hélène sonrió; y se levantó con la misma inalterable sonrisa de mujer hermosa con la que había entrado en el salón. Con el tenue roce de su blanco traje de noche, guarnecido de pieles y terciopelo y deslumbrando por la blancura de sus hombros, el brillo de sus cabellos y sus diamantes, pasó por entre los hombres que se apartaban a su paso y directamente, sin mirar a nadie pero sonriendo a todos como si les concediera a todos amablemente el derecho de contemplar la belleza de su talle, de sus torneados hombros, mostrando, según la moda de la época, un gran escote en el pecho y la espalda, como si llevara consigo el esplendor del baile, se acercó a Anna Pávlovna. Hélène era tan hermosa que no solamente no había en ella ni un ápice de coquetería sino que bien al contrario actuaba como si le diera vergüenza su evidente belleza, demasiado intensa y de conquistador efecto. Era como si deseara, sin poderlo conseguir, disminuir su hermosura. «¡Qué belleza!», decía todo el que la veía.

Como impactado por un suceso extraordinario, el vizconde se encogió de hombros y bajó los ojos en el momento en que ella se sentaba frente a él y le dirigía su misma invariable sonrisa.

—Madame, ciertamente temo por mis aptitudes narrativas frente a tal público —dijo él bajando la cabeza con una sonrisa.

La princesa apoyó su desnudo y torneado brazo en la mesa y no encontró necesario decir nada. Aguardaba sonriendo. Durante todo el relato se mantuvo sentada erguida, fijando de cuando en cuando la vista en su hermoso brazo torneado, que al estar sobre la mesa estaba ligeramente deformado, en su aún más hermoso pecho, donde llevaba un collar de diamantes que se colocó bien, alisó unas cuantas veces los pliegues de su vestido y cuando el relato se ponía impresionante miraba a Anna Pávlovna y adoptaba la misma expresión que tenía el rostro de la dama de honor, para luego recuperar su clara y sosegada sonrisa. Tras Hélène llegó la princesita de la mesa de té.

—Esperen, voy a traer mi labor —dijo.

—¿En qué está usted pensando? —se volvió al príncipe Hippolyte—. Tráigame mi ridículo.

La princesa culminó su traslado sonriendo y hablando a todos, y una vez se hubo sentado compuso su vestido con gracia.

—Ahora estoy bien —dijo, y rogando que empezaran volvió a su labor. El príncipe Hippolyte le llevó su ridículo, le acercó una butaca y se sentó a su lado.

El encantador Hippolyte sorprendía por el extraordinario parecido que tenía con su bella hermana y más aún cuando a pesar del parecido, él era feo. Los rasgos de su cara eran los mismos que los de su hermana, pero en ella estaban iluminados por su jovialidad, su arrogancia, su juventud, la inalterable sonrisa y la clásica y singular belleza de su cuerpo; en su hermano, sin embargo, ese mismo rostro estaba oscurecido por la estupidez y la inmutable expresión de malhumorada presunción, y su cuerpo era delgaducho y débil. Los ojos, la nariz, la boca, estaban contraídos como en una indefinible y desganada mueca y las piernas y los brazos nunca estaban en una posición natural.

—No será una historia de fantasmas, ¿verdad? —preguntó, tomando asiento al lado de la princesa y llevándose a toda prisa los impertinentes a los ojos, como si no pudiera hablar sin tal instrumento.

—En absoluto, querido amigo —respondió sorprendido el narrador, encogiéndose de hombros.

—Sucede que no puedo soportar las historias de fantasmas —dijo él en un tono que hacía evidente que tras haber pronunciado esas palabras había caído en la cuenta de lo que significaban.

A causa de la autosuficiencia con la que hablaba nadie podía distinguir si lo que había dicho era algo muy inteligente o muy estúpido. Llevaba un frac verde oscuro y pantalones de color de «muslo de ninfa asustada», como él mismo decía, medias de seda y zapatos con hebilla. Se sentó en el fondo de la butaca frente al narrador, colocó la mano con el anillo y el sello con el escudo heráldico enfrente de él, sobre la mesa, en una postura tan estirada, que era obvio que le causaba un gran esfuerzo mantenerla, pero a pesar de ello la dejó así durante toda la narración. Puso los impertinentes en la palma de la otra mano y con esta misma atusó su peinado hacia arriba, gesto que le proporcionó una expresión aún más extraña en su alargado rostro y, como si recordara algo, comenzó a mirar la mano ensortijada que exhibía, después la pierna del vizconde, luego se giró del todo rápida y nerviosamente, y todos hicieron lo mismo y durante largo rato miró fijamente a la princesita.

—Cuando tuve la suerte de ver por última vez al duque Enghien, que en paz descanse —comenzó el vizconde con una refinada tristeza en la voz, mirando a su auditorio—, hablaba con las más halagadoras palabras sobre la belleza y la genialidad de la gran Georges. ¿Quién no conoce a esa genial y seductora mujer? Yo le transmití mi sorpresa por la forma en la que el duque podía haberla conocido, sin haber estado en París en el último año. El duque sonrió y me dijo que París no está tan lejos de Mannheim como parece. Me horroricé y le expresé a Su Alteza el temor que me causaba la idea de que visitara París. «Señor —le dije—, ¿no estamos aquí rodeados de renegados y de traidores y no sabrá Bonaparte de su presencia en París, por muy secreta que sea?» Pero el duque se limitó a sonreír ante mis palabras con la caballerosidad y valentía distintivas de su linaje.

—La casa Condé es una rama de laurel injertada en el árbol de los Borbones, como decía Pitt no hace mucho —dijo monótonamente el príncipe Vasili como si estuviera dictando una carta invisible.

—El señor Pitt se expresa muy bien —añadió lacónicamente su hijo Hippolyte dándose la vuelta resueltamente en el sillón, echando el torso hacia un lado y las piernas hacia el lado opuesto al tiempo que cogía con rapidez los impertinentes y dirigía a través de ellos la mirada hacia su padre.

—En una palabra —continuó el vizconde dirigiendo su mirada predominantemente a la bella princesa, que no le quitaba los ojos de encima—, tuve que dejar Etenheim y ya después me enteré de que el duque, animado por su audacia, iba a París a honrar a mademoiselle Georges no solo con su admiración sino además frecuentándola.

—Pero él tenía amores con la princesa Charlotte de Rogan Rochefort —añadió con vehemencia Anna Pávlovna—. Decían que se había casado con ella en secreto —dijo ella, dejando vislumbrar que temía el contenido futuro del relato, que le parecía demasiado indecoroso para ser narrado en presencia de muchachas jóvenes.

—Tener un cariño no impide tener otro —continuó el vizconde sonriendo ampliamente y sin percatarse del temor de Anna Pávlovna—. Pero sucedía que mademoiselle Georges antes de su acercamiento al duque gozó de cierto vínculo con otra persona.

El guardó silencio.

—Esta otra persona se llamaba Bonaparte —continuó mirando con una sonrisa a los espectadores.

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