Hablaré cuando esté muerto (33 page)

Read Hablaré cuando esté muerto Online

Authors: Anna Jansson

Tags: #Intriga, Policíaca

—¡A Móllebos! Es usted una jugadora arriesgada, Frida. Todo o nada… Vaya, vaya. Muy bien, vayamos a Móllebos y excavemos en busca de arzobispos decapitados. Pe todas formas, no tengo nada que hacer a la espera de que me empapelen —afirmó Joakim al tiempo que daba un giro repentino.

—Acabo de soltar los higadillos por la ventana… Mi estómago iba en la otra dirección —se quejó Frida con un sonoro resuello.

No se habían cruzado con ningún coche en las carreteras comarcales, por lo que se sentían un poco más tranquilos. Joakim se encerró en sus propias reflexiones, pero al rato interrumpió su silencio.

—Cuando era pequeño fui de viaje de estudios a Birka. Lo curioso es que uno se fía de lo que aprende en la escuela; no lo pone en duda. Esa es la verdad. La historia es la historia y no hay más que hablar.

—Con la historia pasa como con otras ciencias. Son solo suposiciones a la espera de nuevos hallazgos. La verdad de hoy es el mito de mañana. ¿Sabes la cantidad de tesis doctorales que se han escrito que deben armonizarse con tesis anteriores para que el doctorando no caiga en desgracia? Poner en tela de juicio los datos que convirtieron al opositor en catedrático es muy valiente, pero también muy estúpido si quieres sobrevivir dentro del mundo académico. Eso es lo que decía siempre Helge.

—Pero entonces ¿qué fue realmente Björkó? ¿Por qué hay todas esas tumbas allí?

Frida buscó en su memoria. Una tarde de verano había oído hablar del tema a Lennart y Helge, sentados en el banco de madera bajo la ventana de la cocina.

—Una pequeña ciudad. Quizá ni siquiera viviera gente allí en invierno por la falta de comida. Tenían que comprarla fuera. Helge barajaba la posibilidad de que el rey tuviera su séquito allí cuando residía en Adelsó. Un fortín militar, en otras palabras. Decían que las tumbas de Björkó albergaban numerosas armas y en ocasiones hasta caballos con armaduras de guerra. Y que había relativamente pocas tumbas de niños. Probablemente, a las damas de compañía les arrebataban a sus hijos recién nacidos —dijo Frida sin poder evitar un escalofrío. Luego cayó en un silencio meditabundo. Se aproximaban a Móllebos.

—¿Qué hacemos con el coche? Si alguien lo ve sabrá que estamos aquí.

—Lo metemos en el granero y lo escondemos dentro del heno.

Frida confiaba en que Signe no estuviera despierta. En ese caso tendrían problemas. Graves problemas. Debían desconectar el teléfono del vestíbulo. Signe no tenía móvil. En la habitación de Ingrid había otro teléfono y tal vez había uno más en el dormitorio de Signe. Pero quizá hubiera un método más sencillo que buscar teléfonos por toda la casa para asegurarse de que Signe no se comunicara con nadie. Debían poder trabajar sin que los molestaran y haber finalizado la excavación antes del amanecer.

—¿Piensas que este es el lugar correcto? —preguntó Frida.

—¿Y a quién diantre le importa eso? —contestó Joakim con sequedad.

Precisamente esa era la cuestión, pensó Frida. ¿Quién estaba tratando de detenerles?

Durante el resto de su vida Frida recordaría con una sonrisita la cara de Signe Nilsson cuando la encerraron en la enorme despensa de la cocina de Móllebos. Ciertamente, allí tendría a mano todo lo que pudiera precisar. Después de buscar consuelo en las latas de comida, podía, si así lo requería, hacer sus necesidades en el cubo. No le faltaría de nada en absoluto. Tenía una expresión tan estúpida cuando la sacaron de la cama y la arrastraron hasta su despensa, todavía medio dormida.,. Y luego, justo antes de que Frida cerrara la puerta, cuando comprendió lo que pasaba, se puso a gritar y a berrear como un niño pequeño al que se le castiga sin salir del cuarto.

Joakim dio la última palada cuando empezó a despejarse la neblina matinal en torno al estanque del molino. Frida sacudió la cabeza. El obispo decapitado no estaba ahí.

—¿Qué hacemos ahora? —dijo Joakim entornando los ojos hacia el sol, que se abría paso entre el manto de nubes como un foco sobre la centelleante superficie del agua.

—Quedan dos sitios donde excavar: la iglesia de Atlingbo y la Casa del Abad en Kungsgárd.

—Kungsgárd está lleno de gente.

—No nos iremos de aquí hasta que anochezca. Tal vez nos dé tiempo de ir a los dos lugares si el viento sopla a nuestro favor. Creo que es hora de que descansemos un rato.

—Quiero oír qué dicen en la radio.

Joakim se estiró y repentinamente su gesto se ensombreció. Pensar en Lennart Björk hacía que se le revolviera el estómago. No debía haberle pegado tan fuerte, tantas veces, pero no pudo controlar su ira. Le dio una y otra vez hasta que el viejo rodó por la escalera y quedó inmóvil en el vestíbulo. No se había atrevido a confesar a Frida la seriedad del asunto. Ella, entonces, como sí pudiera leer su pensamiento, dijo:

—No fue culpa tuya, Joakim. No fue culpa tuya.

38

Maria Wern puso la televisión en la sala de personal.

«—A las dos de esta madrugada una mujer fue atacada en su jardín en Roma. La policía sospecha que pueda tratarse de un nuevo acto perpetrado por la misma persona que ha asesinado a varias mujeres en esa localidad. El comisario Tomas Hartman se halla en el lugar de los hechos. ¿Cuál es la situación?

»—Estamos intentando obtener pruebas. Todavía no podemos confirmar que detrás de este suceso se halle la misma persona que cometió los otros crímenes.

»—Se dice que la mujer fue agredida con una pala.

»—Eso es algo que no puedo confirmar».

Hartman no era generoso en sus respuestas, pero el reportero no se daba por vencido.

«—¿Qué pruebas han encontrado? ¿Podría precisarlas? ¿Es cierto que la golpearon con una pala? ¿Han hallado huellas dactilares? ¿De quién sospechan? Seguramente tienen a algún sospechoso… ¿No le parece que la opinión pública tiene derecho a saberlo?»

Las preguntas se sucedían con rapidez y agresividad. Si el periodista hubiera querido realmente conocer la versión de la policía, las habría planteado de una en una y habría esperado a escuchar la respuesta. Aquello no era más que una exhibición de cara a la galería.

«—Estamos trabajando a partir de una hipótesis. Si se la explico, la conocerá también el asesino. Necesitamos la colaboración de los ciudadanos, información, observaciones que hayan podido hacer durante la noche, también sobre los anteriores crímenes.

»—¿Qué puede decirles a todos aquellos que temen quedarse en Roma? ¿Adónde pueden ir? ¿Cree que la opinión pública debe conformarse con una descripción tan somera de su actuación?

»—Por el momento, sí. La investigación así lo requiere».

La cámara hizo entonces zoom sobre el reportero.

«—En la pequeña localidad gociana de Roma, el pánico es total. Vemos ventanas vacías y casas desiertas. La gente se marcha a la ciudad y se teme una ola de robos en el pueblo abandonado. En algunas casas se han concentrado varias familias. Se dice que, para defenderse, han sacado armas que habían permanecido guardadas durante largo tiempo. En breve conoceremos a los Enoksson, que junto con dos familias vecinas han montado turnos de vigilancia para hacer frente a futuras amenazas nocturnas. "No dudaremos en echar mano a las armas", ha declarado Mats Enoksson a este informativo».

Maria Wern apagó el televisor y salió de la sala para hablar con Hartman, que había regresado de la rueda de prensa celebrada en el aula de conferencias de la jefatura de policía. Si aquella se hubiera prolongado, Maria se habría visto obligada a interrumpirla. El oficial de guardia había enviado otra patrulla a Roma, —Hemos recibido una nueva llamada de emergencia de Roma —dijo Maria en cuanto estuvieron lo suficientemente apartados para que los demás no pudieran oírlos—. Un hombre se ha caído por las escaleras de su casa. Está inconsciente y camino del hospital. No puede excluirse la posibilidad que lo hayan agredido. Su vecina, Bibbi Johnsson, lo halló en el suelo. Se trata del sacristán, Lennart Björk, le interrogué el día después de los asesinatos de las mujeres. ¿Lo recuerdas? —preguntó Maria, y se dio cuenta al instante de lo que había dicho: «los asesinatos de las mujeres». Las precipitadas conclusiones de los medios de comunicación pueden contaminar rápidamente la neutralidad necesaria en una investigación y excluir otros motivos. Habían atacado a Lennart Björk muy cerca de la casa de Mirja Fredlund. Era la excepción a la regla de que solo las mujeres podían ser víctimas de quien estuviera detrás de aquello. Maria se preguntó si podía haberlo evitado. Tras el interrogatorio, cada uno se había ido por su lado; el riesgo de que le sucediera algo a Lennart no parecía mayor que el de cualquier otra persona, sobre todo si creías que el crimina] solo tenía a las mujeres en su punto de mira.

—¿En qué estado se encuentra? ¿Podemos interrogarlo? —repuso Hartarían; tenía un aspecto envejecido, ajado. No todo el mundo sabe hacer frente a una emisión en directo. Tan pronto como las aguas volvieran a su cauce, tal vez debería retomar el curso sobre la relación con los medios de comunicación. El arte de no decir nada o, simplemente, de decir aquello que uno quiere de una forma convincente y cortés.

—No, nos avisarán del hospital si se despierta.

—¿Tan mal está? —preguntó Hartman pasándose la mano por su abundante cabello—. En ese caso, propongo que vayamos a Roma, recojamos a Erika Lund y nos hagamos cuanto antes una idea de lo sucedido.

Maria se mostró de acuerdo.

—Eriksson y Haraldsson ya están allí. Han establecido un cordón policial. En breve tendremos todo el municipio rodeado con cinta blanquiazul.

—¿Qué ha dicho Bibbi Johnsson? —inquirió Hartman mientras ojeaba su correo electrónico; acto seguido, cerró la ventana del navegador y apagó el ordenador. Maria le alcanzó su chaqueta—. Hasta el momento, ha estado siempre en primera línea de fuego cuando ha ocurrido algo.

—El perro empezó a ladrar a las cuatro de la madrugada. Bibbi Johnsson oyó un coche que salió derrapando y subió al cuarto de baño. Luego, por la ventana de la cocina vio a un hombre que llevaba en brazos un saco muy grande o algo por el estilo. Salía de la casa del sacristán. Después arrancó un coche algo más lejos, pero no pudo verlo. Había luz tras la puerta abierta, y eso le hizo sospechar que pasaba algo, ya que Björk nunca dejaría la puerta de entrada abierta. Bibbi descolgó entonces de la pared la antigua escopeta de su padre, que está en un asilo pero guarda su colección de armas en casa de su hija. —Maria se agitó incómoda. Las personas con miedo pueden ser peligrosas, y si además tienen un arma en las manos, cualquier cosa es posible—. Bibbi cogió la escopeta pero no fue a casa de Björk hasta tres horas después. Le costó decidirse. «Uno no puede ir a molestar a la gente en mitad de la noche», dijo. Cuando llegó, a las siete de la mañana, él estaba inconsciente al pie de la escalera. Bibbi no llevaba el móvil encima, así que llamó desde el teléfono de la cocina de Björk. Conviene que Erika esté al corriente de eso a la hora de buscar huellas.

—¿Qué han dicho los agentes que están allí? ¿Han encontrado algo?

—Parece que hubo una disputa en el piso de arriba. Hay una silla tirada y un pedestal con un florero por los sucios, así como restos de sangre en una alfombra del vestíbulo de la segunda planta. Erika nos dará más detalles.

En ese mismo instante vieron que Erika se acercaba. Maria confirmó que estaban listos para irse y se dirigieron juntos hacía el coche.

—Espero que no hayan toqueteado nada. Ya es suficiente con que Bibbi Johnsson haya metido las narices jugando a los detectives en otros lugares. Todavía no sé quién la dejó entrar en la casa de Camilla Ekstróm. Había huellas dactilares por todos los sitios —comentó Erika, contrariada—. Obtener pruebas técnicas es una verdadera pesadilla cuando no se preserva bien el lugar.

—Fue la primera persona que llegó a Móllebos después de que acordonáramos la zona. Apareció en bicicleta. Se niega a contestar cómo se enteró de lo que había pasado. Esa mujer es una cotilla. Igual resulta que escucha la frecuencia de la policía.

Hartman se sentó en el asiento trasero.

—Me avergüenza confesarlo, pero fui yo quien la dejó entrar en la casa de Camilla Ekstróm. Es una profesional. No tenía ninguna posibilidad contra ella. Traté de cubrir el hueco de la puerta con mi torso para impedirle el paso y ella se puso como una fiera, llorando y tirándose a mi cuello. ¿Qué podía hacer? No iba a dejar que se derrumbara en el suelo, ¿no? Y entonces aprovechó para colarse, veloz como un hurón, en busca de noticias. Fue una acción totalmente calculada. Todavía no entiendo cómo lo hizo. Un verdadero enroque. El arte del movimiento a lo Bibbi todavía está por descubrir.

—Seguro que en casa de Björk no queda resquicio alguno donde ella no haya puesto ya sus pringosos dedos —repuso Erika, dando una patada a unas chinas que rebotaron contra el tapacubos del coche.

Pese a lo temprano que era, un grupo de curiosos se había congregado ya junto al cordón policial de la casa de Lennart Björk. El murmullo de indignación penetró en el coche antes incluso de que abrieran las puertas. Cuando Hartman franqueó el camino a sus dos colegas se hizo un silencio absoluto. La gente esperaba una explicación, entender mínimamente la maldición que se había abatido sobre la comarca, pero Hartman no podía decirles nada que pudiera calmar su inquietud. Cualquier cosa habría sonado falsa y generado aún más miedo. No podía garantizarles que no volvería a ocurrir la noche siguiente, o la otra. Y, por si eso no bastara, cuando abrieron la puerta se encontraron con que Bibbi Johnsson estaba dentro de la casa, sentada en la escalera por la que había caído Lennart Björk. La custodiaban dos agentes. Tenía una bolsa de patatas fritas en las manos. Erika Lund soltó un sonoro improperio.

—La pillamos después de que se metiera en la casa escalando hasta la ventana de la parte de atrás —explicó Eriksson. Bibbi Johnsson trató de levantarse y él la sujetó.

—¿Con qué fin, Bibbi? —preguntó Hartman, ligeramente desconcertado—. ¿Qué pretendías hacer aquí dentro?

Bibbi Johnsson cerró con fuerza la boca y los ojos, como para aislarse de Hartman.

—Si no piensas contárnoslo, tendremos que suponer que querías destruir pruebas —intervino Erika, clavó su mirada en ella y se acercó amenazante—. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo? Si no nos dices qué pretendías, tendremos que llevarte a comisaría para interrogarte.

—Eso no os importa. Era algo entre Lennart y yo. Tiene algo que me pertenece y estoy en mi derecho de llevármelo.

Other books

Jephte's Daughter by Naomi Ragen
Dark Days (Apocalypse Z) by Manel Loureiro
Death Sentence by Sheryl Browne
Hussy by Selena Kitt
Denouement by Kenyan, M. O.
Magic of Three by Castille, Jenna
Sea Dog by Dayle Gaetz