Hablaré cuando esté muerto (35 page)

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Authors: Anna Jansson

Tags: #Intriga, Policíaca

—Tiene más de ochenta años. En todo caso, lo que le aterrorizó fue su fantasma —respondió Joakim con una sonrisa contrariada—. Si Lennart estuviera muerto, lo habrían dicho por la radio, ¿no? Dijeron que permanecía estable. Me pregunto qué significa eso exactamente… Si establemente mal o bien. ¡Silencio! Están saliendo…

En la distancia, vieron a la gente que abandonaba la iglesia. Joakim se apoyó en la pala para ponerse en pie. Esperaron a que saliera la última persona antes de dirigirse al punto indicado en el mapa. Esa noche estaba más nublada que la anterior. La luz menguaba de vez en cuando, pero Joakim cavó a ritmo rápido hasta que se le cansaron los brazos; Frida lo reemplazó entonces con una energía que lo dejó anonadado. Luego se volvieron a relevar.

—No parece que aquí haya nada. Muro, tierra y nada más. Ni siquiera una piedra. Nada de nada —dijo Joakim a punto de desistir.

Frida insistió en profundizar un metro más para hacer las cosas bien.

—Se darán cuenta de que hemos levantado toda la parte de atrás —objetó Joakim—. Fijo que sospecharán.

—Mientras encontremos lo que estamos buscando, no me importa. Esa noticia acaparará toda la atención y lo demás se olvidará.

—Pero ¿cómo vamos a saber que es el obispo Unni y no un recolector de bayas cualquiera? Todos los huesos son iguales, los de un obispo y los de un campesino.

—En eso tienes toda la razón —admitió Frida; se recostó un instante sobre la pala y trató de recordar lo que había escrito Helge—. En primer lugar, le falta la cabeza; la enviaron a Bremen para demostrar que estaba bien muerto, que no se trataba solo de un rumor. Además, debe llevar un anillo de obispo, esperemos que con alguna inscripción. Helge sospechaba que el anillo portaba una amatista engarzada. Eso dice en el reverso del mapa… es decir, si te concentras y consigues interpretar sus garabatos. Habló con un estudioso de la Universidad de Upsala acerca del anillo. Tomó notas durante esa conversación. Debió de ser por teléfono, porque siempre dibujaba monigotes mientras hablaba por teléfono. A Helge no le gustaban las conversaciones largas. Si su interlocutor no iba al grano, ahorcaba a sus monigotes. En el mejor de los casos deberíamos encontrar un cáliz mortuorio; a las personas realmente notables solían enterrarlas con uno. Y tal vez incluso un báculo pastoral con mango de plata o marfil.

—¿De qué murió el obispo?

—No se sabe. Quizá enfermó, se cayó del caballo o lo lapidaron, como les pasó a tantos sacerdotes que se quedaron por aquí tras las correrías de Ansgar en Dinamarca y Suecia —dijo Frida apoyándose sobre la pala y dándose una friega en la espalda—. Creo que deberíamos irnos. La verdad es que no estaba muy segura de que se hallara aquí. Lo más probable es que este en Kungsgárd, en la Casa del Abad. Existe la posibilidad de que el monasterio se fundara en antigua tierra cristiana, donde Ansgar tuvo su capilla anteriormente.

—¿Y eso me lo dice ahora? —Una larga retahíla de palabrotas siguió a la exclamación de Joakim.

Frida lo observó con una mirada calma e indulgente, pese a que sus exabruptos habrían hecho temblar a muchas personas de su edad.

—Mañana será el turno de Kungsgárd. Está empezando a clarear, así que esta noche no nos da tiempo de llegar a la Casa del Abad. Mañana por la noche cavaremos en Roma.

40

Maria Wern apagó el ordenador y se frotó los ojos. En internet había bastante información sobre el obispo Unni. Según ciertas fuentes, estaba enterrado en una de las dos tumbas que se hallaban junto a la iglesia de Husaby, en compañía del rey Olof Skótkonung, si bien se trataba de una información sin verificar. De hecho, no eran muchos los que seguían defendiendo esa teoría. Según otra leyenda, sus restos se encontraban en la isla de Aland, donde se había hallado una cruz mortuoria muy antigua en el cementerio de Sund. En Oland, otra isla, se había descubierto un puesto comercial en la localidad de Kópingsvik, del tamaño de Hedeby, así como el denominado Tesoro del Obispo, que incluía una cruz relicario de la época de Adán de Bremen, junto con un buen número de interesantes nombres de emplazamientos. Una de las coincidencias de la búsqueda conducía a la Asociación Comarcal de Klinte, donde se hacía referencia a la granja de Hunninge, un lugar en el que todos los años se celebraba una concentración junto a una cruz de madera ubicada en el mismo punto que otra cruz de la época de los primeros cristianos. A fin de perpetuar la tradición se había colocado un trozo de la antigua cruz en la nueva, pero el fragmento desapareció posteriormente sin dejar rastro. De ese punto parte el Biskopsgatu, o «sendero del obispo», que recorre el bosque hasta Lojsta. Tal vez fue ese el camino por el que transitó el patriarca para llegar a Fardhem, una de las primeras iglesias. Maria sacó copias del material encontrado y fue a buscar a Erika, que había examinado someramente las huellas encontradas en la hoja con el texto «VN1 EPS». En un primer momento, Erika, pese a su enorme interés por la interpretación de las huellas dactilares y su preparación en este campo, se negó a emitir un dictamen. Según ella, aquello competía a los verdaderos especialistas en la materia. Una huella dactilar debe presentar un mínimo de doce coincidencias para que pueda considerarse relevante. Sin embargo, tras cierta presión, afirmó que se jugaba la mano derecha a que en aquel papel había huellas de Frida Norrby y de Joakim Rydberg, pero también de una tercera persona. Tal vez el esposo de Frida, quien había dedicado mucho tiempo a investigar sobre su comarca. Eso demostraría que Joakim y Frida habían estado en la casa de Lennart Björk. La descripción que había aportado la testigo concordaba bien con Joakim Rydberg. Según Bibbi, portaba un saco o fardo de gran tamaño en los brazos, que bien podría tratarse de un ser humano. Lennart Björk aún no podía ser interrogado, por lo que resultaba imposible saber si había desaparecido algo de su casa.

Maria estaba buscando en internet el número de móvil de Gunnar Fredlund cuando recibió una llamada del Hospital de Visby. No era con motivo de Lennart Björk. Una enfermera de la sección donde habían ingresado a Per Arvidsson para su rehabilitación le comunicó que, si tenía posibilidad de acudir al hospital, Per quería hablar con ella de inmediato.

Maria permaneció inmóvil, con la mirada fija en la pantalla apagada del ordenador. La alegría de volver a verle se veía empañada por el temor a lo que Per querría decirle. En el momento en que se vieran, su futuro quedaría sellado para siempre. El tiempo de la incertidumbre había llegado a su fin. Entonces solo quedarían dos caminos posibles: una vida juntos o separados.

Maria informó a Hartman de la llamada tan pronto como se cruzó con él.

—Tengo que hacer un alto e ir para allá ahora. —Durante un instante vio preocupación en la mirada de Hartman, pero este la borró de inmediato con una sonrisa afectuosa que significaba que todo iría bien.

Maria le entregó el material que había recopilado sobre el obispo Unni y se lo resumió brevemente. Hartman había comentado que no podían permitirse que se les escapara ninguna pista. Aunque en ese momento la del obispo parecía muy rebuscada, podía llevarles a algo que todavía no eran capaces de comprender. Valía más hacer las cosas bien desde el primer momento y no arrepentirse luego.

Al franquear la entrada del hospital, Maria se sintió exhausta. Sus piernas la hacían avanzar, un paso y luego otro, pero tenía la sensación de no ejercer control alguno sobre su cuerpo. ¿Por qué había cambiado Per de idea y quería verla? ¿Y si su esposa estaba allí? Rebecka trabajaba en el hospital, por lo que no se trataba de una posibilidad tan remota. «No debes importunarlo bajo ningún concepto», le había dicho Rebecka. ¿Por qué no quería que se vieran? ¿Qué pensaba decirle Per sobre el futuro? ¿Debía hacerse alguna ilusión cuando ni tan siquiera había querido verla durante su larga estancia en el Hospital Karolinska?

Una enfermera la recibió en la puerta y la guió hasta una sala amplia y luminosa. Maria agarró compulsivamente, con ambas manos, el ramo de flores que le había comprado; no sabía si acudía a una boda o a un entierro. Olía a hospital: café, desinfectante y orina. Per aguardaba sentado en una silla junto a la ventana, encogido y dándole la espalda, con su cabello pelirrojo desmadejado en mechones grasientos. Cuando entraron en la sala, no se levantó, ni siquiera se dio la vuelta.

—Tienes visita, Per —dijo la enfermera con una sonrisa mecánica y profesional, sin que se reflejase emoción alguna en su rostro, mientras colocaba unos vasitos de plástico amarillos con medicinas. Maria solo deseaba que se esfumara, que se marchara a toda prisa de la habitación para poder estar solos. Su mera presencia la obligaba a preguntarse cómo debía actuar. Su bata blanca y sus movimientos resueltos hacían que se sintiera como una niña aterrorizada por la jeringa de la enfermera de la escuela—. Tienes visita —repitió, esta vez en un tono algo más urgente.

Él seguía inmóvil y a Maria se le ocurrió que tal vez no podía mover la cabeza, que quería verla pero no era capaz de desplazar su mirada. Entonces depositó las flores sobre la cama, atravesó la habitación y se agachó frente a él, en el angosto espacio entre su silla y la ventana. Le sujetó con ambas manos el rostro, rígido y vacío de expresión, buscando su mirada, que poco a poco regresó de sus andanzas al otro lado de la ventana.

—Soy Maria —dijo volviéndose acto seguido hacia la enfermera, cuya mirada reflejaba… compasión. Esta abrió la boca y volvió a cerrarla, como si tuviera que decir algo pero no supiera cómo. Rebecka le había advertido de que Per no era el mismo, pero su cuerpo parecía intacto—. Nos las arreglaremos solos. Puede marcharse —añadió Maria, que ya no soportaba la presencia de la enfermera en la habitación. Solo era un estorbo—. Le avisaré si necesito cualquier cosa —insistió Maria mostrando con un gesto que había visto el timbre. La enfermera pareció aliviada de poder marcharse, o al menos eso interpretó Maria de su lenguaje corporal, su prisa, su breve sonrisa. Nada en ella reflejaba que quisiera permanecer ni un segundo más de lo necesario en ese ambiente asfixiante. Maria concentró toda su atención en Per—. ¿Me ves?

—Sí, Maria —dijo Per prorrumpiendo en llanto.

Maria lo abrazó impulsivamente rodeándole el cuello y se empapó con sus lágrimas.

—¿Por qué no has dado señales de vida? Podías haber llamado. He estado tan preocupada… ¿Puedes comprenderlo?

Per simplemente fijó su vista al frente con la mirada perdida pero no contestó. Entonces Maria sintió que la invadía un miedo enorme que acabó transformándose en rabia.

—No puedes hacerme esto. ¡Mírame! ¡Mírame te digo! ¿Qué te pasa? Pensaba que te ibas a morir, o que te habías quedado paralítico.

—La operación fue un éxito. No tengo ningún problema físico. Simplemente estoy horriblemente agotado. No sé lo que quiero ni lo que siento. Esperaba que se me pasara, pero no ha sido así —masculló entre dientes.

Maria volvió a abrazarlo.

—Yo sí sé lo que siento. Te amo y quiero vivir contigo. Es lo que he estado añorando y esperando.

—No puede ser, Maria. Simplemente no puede ser —repuso él con una voz preñada de infinita tristeza.

—¿Por qué? —susurró ella—. ¿Ya no me amas? ¿Te has arrepentido?

No quería ayudarle a formular algo tan terrible. Se odiaba por presionarle, pero necesitaba saberlo.

—Es tan difícil… No siento nada en absoluto. Ni siquiera cuando mis hijos me visitan. Solo son una molestia, y lo único que deseo es que se vayan para poder dormir. No consigo conciliar el sueño. Me despierto constantemente. La maldita angustia.

—Estoy solo a una llamada telefónica de distancia. Te esperaré hasta que sepas lo que quieres —dijo Maria acariciándole la mejilla sin afeitar y todavía húmeda—. Te quiero y vivo para ti.

—¡No lo entiendes! —exclamó Per con una voz muy diferente a la que Maria conocía; sus ojos seguían evitando los de ella. Parecía una persona completamente distinta, y eso la asustó, sin embargo no estaba dispuesta a escurrir el bulto.

—¿Qué es lo que no entiendo?

—No es justo. No puedo pretender que sigas en mi vida si no sé lo que siento ni lo que quiero. Lo nuestro ha terminado. No soporto tu amor ni tener que cargar con tu infelicidad, bastante tengo con la mía. Déjame en paz. No soy capaz de hacer frente a expectativas ni exigencias. Vete, por favor.

—¿Es eso realmente lo que deseas? ¿Qué me vaya ahora?

—Sí. Es lo que quiero —repuso él dejando vagar su mirada hacia el tablero que había encima de la cama, sin enfrentar la estupefacción de ella.

—¿Y con Rebecka? ¿Seguís juntos?

Per no contestó, como si se hubiera quedado petrificado en mitad de un movimiento, como si hubiera consumido toda su energía y solo quedara la cascara.

—¡Contéstame! Tengo derecho a saberlo. ¿Seguís casados? ¿Sí o no?

—Sí, y no tengo fuerzas para cambiar eso. Perdóname, Maria, por favor. Perdóname. Solo quiero hacer lo que creo que es correcto.

Maria se inclinó y le besó en la frente. Cuando trató de besar su mejilla, Per volvió la cara hacia el otro lado.

—¿Qué tipo de ayuda recibes para tu ansiedad?

—La mejor posible. Mi esposa es médico —repuso con una risa breve y exenta de alegría—. Los fármacos no me ayudan. Solo consiguen que me sienta peor.

—Si cambias de idea, si alguna vez me echas de menos, quiero saberlo. Te quiero y me hago única responsable de ello —dijo Maria dibujando una sonrisa, apenas un rápido bosquejo con sus labios—. Prométeme que me llamarás si tienes fuerzas para hacerlo.

—¡Vete ya! ¡Márchate! —exclamó Per con los ojos cerrados y gesticulando ampliamente con las manos para que se fuera.

41

Una vez que hubo abandonado la sala y supo que Per no podía oírle, Maria se dejó vencer por el llanto. Quería evitar sobrecargarlo con su dolor. Una madre con un niño pequeño de la mano pasó por el corredor y Maria volvió la cara hacia la pared. Tenía que tratar de controlarse hasta que estuviera sola. Debía ayudarle de alguna manera. Uno no puede dejar en el infierno a la persona a la que ama, aunque te lo ruegue. Sin pararse a reflexionar si contaba con el valor necesario para hacerlo, llamó a la puerta del despacho de Rebecka y, pese a que el piloto rojo indicaba que estaba ocupada, entró. Por suerte, Rebecka se encontraba sola frente al ordenador.

—Sabría que vendrías tarde o temprano… Bueno, entonces ya lo has visto —dijo Rebecka, quien de pronto parecía cansadísima—. Quería evitaros esto. A ti y a él. En realidad, Per no quería que lo vieras en ese estado, pero le remuerde la conciencia porque tú tenías esperanzas de que volvierais juntos.

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