—¿Quieres probar un poco de manzana o de pera en dulce? —preguntó Frida nada más despertarse. Joakim echó un vistazo a la bolsa de papel y comprendió que se refería a fruta seca—. Cuántas tonterías hace uno en la vida… para evitar que le hieran. Durante todos estos años pensé que Helge echaba de menos a Signe, pero nunca se lo pregunté porque no me atrevía a escuchar su respuesta. Ese silencio destrozó nuestra felicidad.
—Es como cuando retiras la mano de un fogón demasiado caliente para no quemarte. Un acto reflejo —constató Joakim mirando a Frida con el rabillo del ojo. Parecía totalmente despejada, sus ojos marrones destellaban a la luz de la luna.
—A lo hecho, pecho. Tienes que ser capaz de perdonarte y seguir con tu vida —repuso ella envolviéndose de nuevo el chal alrededor de los hombros y atándose los botines.
—¿No es hora de que vayamos a Kungsgárd? Son casi las tres y está completamente oscuro —dijo Joakim, que llevaba ya un buen rato agitado.
—Tienes razón. Ha llegado el momento. Espero que dispongamos al menos de una hora para excavar antes de que claree demasiado. La alameda que sube hasta Kungsgárd es una zona muy abierta. Cualquiera nos vería desde lejos, así que conviene que la gente duerma. Por cierto, piensan que vamos en coche. Fue una suerte encontrar la vieja bicicleta de Signe.
—Sería una humillación que la policía me detuviera por llevarla de pasajera en la bici. Preferiría que me trincaran por cualquier otra cosa. Transporte ilícito en bicicleta… o como se llame —dijo Joakim sin poder evitar una sonora carcajada al pensar en la situación. Si alguien le hubiera dicho que iba a cavar en busca de un monje decapitado, beber leche de vaca tibia como un pedo y llevar en la bici a una vieja de ochenta años, se le hubiera reído en la cara, pero, por desgracia, esa era la retorcida realidad.
Joakim ayudó a Frida a montarse en el portaequipajes de la bicicleta que habían encontrado en una de las casetas, un portaequipajes ancho y por tanto útil para llevar a la anciana.
—Quita la dinamo de la rueda. No vamos a poner la luz. Puestos a cometer ilegalidades, hagámoslo bien. Nada de medias tintas.
—Perfecto. Si vamos a emprender la senda del delito, al menos que podamos presumir de ello el resto de nuestra vida. Debe ser un golpe lo suficientemente contundente como para infundir respeto, y que nos reporte fama y dinero. No seremos de los que fracasan tratando de robar el Banco Nacional de Suecia —dijo Joakim pedaleando con fuerza y esperando que Frida fuera capaz de sujetarse hasta llegar a su destino. Bastante tenía él con conducir la bicicleta y sostener la pala—. Si la internan en un hogar de esos para viejos chochos iré a visitarla, Frida. Y cuando me metan a mí en el trullo, tendrá que venir a verme.
—Tal vez nos dejen estar juntos en el mismo centro, aunque creo que la comida de la cárcel es algo más cara y mejor que la del asilo. Tendré que portarme realmente mal para ir a parar al lugar adecuado.
—No hay prisiones mixtas. La meterían en una cárcel para mujeres.
—¡Vaya! No, eso no. Sería un destino peor que la muerte. Imagínate no ver a un buen mozo en lo que me queda de vida. Más cruel que la pena de muerte. Así era antes en las clínicas, había plantas diferenciadas para hombres y mujeres. «Abandonad toda esperanza, vosotros que aquí entráis».
—Quién sabe. Quizá sigan separando por sexos. En ese caso, no habría mucha diferencia respecto a cumplir cadena perpetua en la cárcel.
Una vez llegaron al aparcamiento, Joakim sujetó la bicicleta mientras ayudaba a bajar a Frida. Se dirigieron a la Casa del Abad, pero no por el camino de tierra, que crujía terriblemente bajo sus pies, sino por la hierba, húmeda por el rocío. Tréboles de cuatro hojas crecían junto al muro del monasterio. Tal vez, tiempo atrás, los monjes se habían entretenido plantando esos tréboles cuatrifoliados como conjuro de buena fortuna y luego la suerte no había hecho más que reproducirse a sí misma sucesivamente, pensó Frida; cogió un par de tréboles y se los guardó en el bolsillo del delantal. Esperaba sinceramente que la suerte estuviera de su lado, que todos los esfuerzos de Helge dieran su fruto. Cuando llegaron al pequeño y modesto edificio al que llamaban Casa del Abad y que, en una clara falta de respeto histórico, había servido también de almacén de pescado salado, Frida mostró el mapa a Joakim.
—Aunque la vieja iglesia de piedra de Ansgar estuviera aquí, como suponemos, no tiene que ser necesariamente la que vemos. Probablemente debajo de estos muros haya otros más antiguos, como en Atlingbo. En ese caso, tampoco es seguro que la nueva iglesia se edificara justo encima, según indica Helge aquí mismo. Él pensó que el obispo podía estar enterrado en el coro, el cual debía orientarse hacia el este. Y eso nos da este punto en el mapa.
Joakim clavó la pala en la tierra.
—¿Me promete que este será el último lugar? —preguntó mientras cavaba con renovado ímpetu—. ¿Qué hacemos si damos con el obispo? ¿Se puede desenterrar un fiambre así como así?
—No lo sé. Creía que si lo encontrábamos podría morir tranquila, pero ya no estoy del todo segura. Nos lo hemos pasado tan bien juntos que ya no tengo prisa por criar malvas.
Joakim sonrió de oreja a oreja, pero no sabía qué responder. Experimentó una sensación de amplitud e intensa calidez dentro de su pecho. Luego retrocedió dos pasos y siguió cavando. El hoyo era cada vez más profundo y ancho. De repente, la pala chocó contra algo duro.
—Parece piedra —dijo Joakim, y pocas paladas después añadió—: Aquí abajo hay piedra. Espero que no sea una maldita plancha de hormigón.
—¡Cuidado ahora! Podría ser la tumba. —Frida se acuclilló junto a Joakim y escarbó con las manos.
—Entonces, si encontramos al obispo, ¿qué hacemos? ¿Nos limitamos a constatarlo y luego volvemos a enterrarlo para que pueda morir en paz?
—No, en ese caso quiero aparecer en el periódico. Es lo justo. La gente de aquí se sentiría orgullosa de conocer su memorable historia. Roma se convertiría en un nuevo destino turístico y llovería dinero para excavar en torno a Kungsgárd. Eso incrementaría el precio de mi solar, aunque la casa se haya quemado, así que lo vendería y tal vez me quedase algo para recorrer el mundo antes de dar el último suspiro. ¿Te apuntas?
—Por supuesto, siempre que no me enchironen. ¿Quién cree que le quemó la casa?
—He estado dándole vueltas a la cabeza. ¿Quién se beneficia más de que no encontremos al obispo? Creo que tiene que ser… ¡Silencio! Viene alguien. ¿Lo oyes? Alguien camina sobre la grava al otro lado de la casa. Pégate a la pared y no te muevas.
—Viene hacia aquí. Ese cretino está buscando bronca —dijo Joakim sintiendo el miedo en sus venas. Se sentía listo para pelear.
—¡Tranquilito! A lo mejor necesitamos que nos ayude a levantar el pedrusco. Si le arreas con tus manazas no nos servirá de nada. Lo entiendes, ¿verdad?
La figura apareció bajo la luz de la luna y ambos pudieron distinguir su rostro.
—¿Qué demonios ocurre aquí? Voy a llamar a la policía. Este es un lugar histórico protegido. No hay forma de tener un huerto cuando la gente no deja de robarte —exclamó Simón Bergvall, que en un par de zancadas se plantó donde estaban—. Pero ¿qué estáis haciendo?
Simón miró fijamente hacia el interior del foso y Joakim encendió la linterna para mostrárselo. Entonces vio a Frida Norrby y le pareció un espectro del pasado. La reconoció por la foto del periódico, y al muchacho también. Los buscaban. En las noticias de la televisión habían avisado de que había que tener mucho cuidado con ellos. El chico podía ir armado y ser peligroso. Simón deliberó consigo mismo. Lo mejor era mantener la calma hasta que pudiera dar la voz de alarma. Si se hacía pasar por inocente y solícito…
—Qué bien que hayas venido —le espetó Frida con una sonrisa—. Necesitamos que nos echen una mano. Si Joakim y tú cogéis por el mismo lado y hacéis una especie de palanca con el bloque de piedra para tumbarlo, luego podremos seguir cavando.
Simón sopesó la posibilidad de negarse. Aquello era sin duda ilegal, pero en el bolsillo de la chaqueta de Joakim se perfilaba un objeto inquietante, tal vez una pistola. Parecía un chico fuerte y en forma, una persona joven y llena de rabia. Mejor sería seguirles la corriente.
—Coge ahí… Ya lo tenemos. Un poco más fuerte.
Joakim empujó con todas sus fuerzas y Frida puso también todo de su parte. Por un momento dio la impresión de que el bloque volvería a caer y que el agujero negro se los tragaría a los tres, pero el bloque acabó cediendo y desplomándose pesadamente a un lado.
Joakim resollaba de agotamiento.
—Frida, coja usted la linterna; nosotros cavaremos.
—Con cuidado. Mejor solo con las manos. Es importante no dañar al obispo.
—Si le falta la cabeza, es que ya está ligeramente lesionado —le espetó Joakim.
—En mi opinión, esto no está bien —dijo Simón Bergvall con evidente malestar. No quería ser cómplice en el saqueo de una tumba.
—¡Tú calla y excava! —refunfuñó Joakim—. Cuando hayamos terminado, podrás avisar a la policía y al periódico, pero ahora vamos a trabajar. ¿Entendido?
—Ahí, ahí… He visto algo que destellaba.
Frida se inclinó sobre el socavón. Joakim la siguió con la mirada y, acto seguido, quitó con un cepillo la tierra que cubría la mano del esqueleto que había portado el anillo episcopal durante más de un milenio. Era un anillo de oro con una piedra grande de color violeta con un engarce tallado a seis caras. Joakim lo extrajo y lo frotó contra sus pantalones. Frida acercó la linterna; le temblaba la mano.
—¿Ves algo?
—Hay unas letras.
—¿Qué dice, Joakim? ¿Lo puedes ver? —La voz de Frida se había reducido a un susurro.
Joakim leyó lentamente, letra a letra:
—V-N-I-E-P-S. ¿Es él?
—Sí, es él —contestó Frida, y su redondo, arrugado y blando rostro resplandeció bajo la luz de la linterna—. ¿Qué dice sobre la piedra? Algo tiene que poner en la lápida…
Durante el camino de regreso a Visby, Maria estuvo ausente frente al volante. Cuando el Saab blanco que iba delante frenó de sopetón para torcer a la izquierda, estuvo a punto de empotrarse en su maletero. Algo similar le ocurrió en un adelantamiento, al no percatarse de un Audi agazapado en el ángulo ciego. Tenía la mente en otro lugar. Primero Per, y luego Mirja. En el rompecabezas de miles de piezas que era esa investigación, empezaba a distinguirse un patrón. Ya había un motivo.
Por la tarde fue a visitar de nuevo a Per con la esperanza de que estuviera despierto, pero dormía profundamente por las pastillas que le habían administrado, ni siquiera la oyó. Sobre la mesa, los pequeños envoltorios de aluminio de los comprimidos parecían un montón de escamas de pescado. Hacían falta muchas y potentes pastillas para noquear a un hombre como Per. En ese momento, sintió tal desolación que habría accedido a la propuesta de Mirja Fredlund con tal de que su amado Per recibiera la mejor atención posible. Por Per casi habría sido capaz de matar. Y esa era una idea realmente aterradora. ¿En qué nos convertimos cuando lo que más valoramos en la vida se ve amenazado? La salud, y la vida misma. Las personas sanas desean miles de cosas. El enfermo carece únicamente de una cosa. ¿Cuáles son las fuerzas opuestas que, a pesar de todo, consiguen que nos comportemos de un modo civilizado en la mayoría de los casos? ¿La esperanza en una sociedad justa y eficaz en la que todos reciban el mejor cuidado posible? Maria besó en la mejilla a su amado. Per desprendía un olor ácido a sudor. Probablemente el personal se había ofrecido a ayudarle a lavarse, y él se había negado a que le ayudaran. La camisa apestaba a angustia y suciedad.
Maria regresó a su casa de la calle Murgatan con el llanto en la garganta. Al caer la noche no pudo conciliar el sueño. Ahora pensaba en Per, ahora le daba vueltas a la investigación; la solución se perfilaba de un modo cada vez más nítido. Maria llamó a un aturdido Haraldsson para corroborar ciertos detalles relacionados con un contrato de garantía. Haraldsson, a su vez, tuvo que llamar a un empleado de banco en mitad de la noche. Seguidamente, Maria cogió el coche y puso rumbo a Roma. Existía un motivo, y junto a la cama de Per en el hospital había comprendido hasta qué punto era poderoso, tanto que le faltó poco para ceder a la oferta de Mirja y ocultar la verdad. ¿Por qué era Maria la única que tenía esa sensación? En ocasiones, el motivo es lo más sencillo, algo tan evidente que no se ve. No se aprecia como algo delictivo porque se acerca mucho a lo que cualquiera haría para defender lo suyo y la vida de sus seres queridos. Maria se detuvo en el arcén y llamó a Hartman. Tenía el teléfono apagado. Seguramente necesitaba dormir sin que nadie le molestara, lo cual le resultaba enormemente irritante en ese momento en que lo necesitaba para compartir sus pensamientos. Lennart Björk tenía sus motivos personales para ayudar a Mirja, pero no era el único que había puesto dinero en su empresa. Había más personas. Las cizallas se encontraron en la caseta de Móllebos. A Ingrid la mataron allí, y el desconsuelo de Signe no conocía límites. Pero ¿qué era lo que la afligía realmente? Verse sola en su vejez y debilidad.
Maria atravesó una Roma aún durmiente. En todo el trayecto desde Visby no se había cruzado con ningún coche. Eran las tres menos diez, empezaba a haber un poco de luz. Pasó junto a la iglesia, Kungsgárd y los baños públicos de Roma. Lejos, en la alameda, divisó a dos personas sobre una bicicleta, en plena noche, pero no les prestó atención. Había cosas más importantes que dilucidar. En un rincón de su conciencia percibió la luz que asomaba por las ventanas de la casa de Simón Bergvall, pero no se paró a pensar si eso tenía o no importancia. En su mente ya estaba allí.
Una neblina se cernía sobre el estanque del molino, adoptando constantemente nuevas formas y siluetas bajo la débil luz de la lámpara que había sobre la puerta de entrada. Signe había visto allí a un monje sin cabeza flotando encima del agua. Maria salió del coche y un grito desgarrador le erizó el pelo de la nuca. Seguido de un quejido prolongado. Echó a correr en dirección a la casa. La noche y el silencio amplificaban los sonidos. Sus zapatos golpeaban ruidosamente la arena del camino y los latidos de su corazón retumbaban en su pecho. Mientras tanto, el viento removía la tierra junto al agua, y hacía crujir las hojas. Y el grito… ese terrible grito que no cesaba. Maria entró en la cocina guiándose por el sonido. La llave estaba puesta en la puerta de la despensa. Los gritos provenían de ahí dentro.