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Authors: Olaf Stapledon

Tags: #Ciencia Ficción

Hacedor de estrellas (36 page)

Así en un mundo tras otro de este cosmos, mucho más complejo que todos los anteriores, casi todas las especies llegaban tarde o temprano a encontrarse en dificultades. Pero en ciertos de estos mundos una de las especies alcanzaba el nivel humano de inteligencia y de sensibilidad espiritual. Una combinación semejante de poderes debieran de haber bastado para levantar una defensa contra cualquier posible ataque. Pero el espíritu «malo» lograba siempre pervertir muy hábilmente tanto esta inteligencia como esta sensibilidad espiritual. Pues aunque por su misma naturaleza estas cualidades eran complementarias, no era imposible ponerlas en conflicto, exagerándolas, por ejemplo, hasta que se convirtieran en algo tan letal como los cuernos y dientes extravagantes de las primeras especies. De este modo la inteligencia, que llevaba por una parte al dominio de la fuerza física, y por otra a la sutileza intelectual, podía ser causa de desastre divorciada de la sensibilidad espiritual. El dominio de la fuerza física provocaba a menudo una manía de poder, y la disección de la sociedad en dos clases antagónicas, la de los poderosos y la de los oprimidos. La sutileza intelectual podía producir de un modo semejante una manía por el análisis, y la consiguiente ceguera a todo lo que no perteneciese al orden del intelecto. La sensibilidad misma, apartada de toda crítica intelectual y de los reclamos de la vida cotidiana, se perdía en sueños.

2. Creación madura

D
e acuerdo con el mito que concibió mi mente cuando el momento supremo de mi experiencia cósmica quedó atrás, el Hacedor de Estrellas entró al fin en un estado de extática meditación, operándose en su propia naturaleza un cambio revolucionario. Así al menos me pareció de acuerdo con las transformaciones que advertí en su actividad creadora.

Luego de haber revisado con nuevos ojos todas sus obras tempranas, desechándolas, así me pareció, con respeto e impaciencia a la vez, el Hacedor de Estrellas descubrió en sí mismo una nueva y fértil creación.

El cosmos que creó entonces es el que contiene al lector y al redactor de este libro. El Hacedor recurrió en esta tarea, aunque con un arte más perfecto, a muchos de los principios que había utilizado ya en sus primeras creaciones, entretejiéndolos para formar una unidad más espaciosa y más sutil que las otras.

Me pareció, en mi fantasía, que el Hacedor intentaba esta nueva empresa con una disposición distinta. Los cosmos anteriores parecían haber sido formados con la voluntad consciente de corporizar ciertos principios, físicos, biológicos, psicológicos. Como se dijo antes, muy a menudo se producía un conflicto entre el propósito intelectual del Hacedor y la materia prima que había evocado desde las profundidades oscuras de su propio ser para formar a sus criaturas. Esta vez, sin embargo, manejó con mayor sensibilidad los medios de su creación. El «material» espiritual que había objetivado sacándolo de sus propias honduras ocultas fue adaptado a sus propósitos aún en esbozo con una inteligencia más atenta, con más respeto por la naturaleza y la potencialidad del «material», y más desprendido de las demandas extravagantes del mismo.

Hablar así del espíritu creador universal es casi infantilmente antropomórfico. Pues la vida de un espíritu semejante, si en este caso puede hablarse de vida, tiene que ser completamente inconcebible para el hombre. No obstante, y ya que este simbolismo infantil se me impone de algún modo, lo registro aquí pensando a la vez que contiene probablemente algún reflejo de la verdad, aun distorsionado.

En esta nueva creación apareció una rara discrepancia entre el tiempo propio del Hacedor de Estrellas y el tiempo propio del cosmos. Hasta ese momento, aunque el Hacedor podía desprenderse a sí mismo del tiempo cósmico cuando la historia cósmica se había completado a sí misma, y observar así todas las edades cósmicas como presentes, no había podido crear las últimas fases de un cosmos antes de haber creado las anteriores. En esta nueva creación no se encontraba limitado de este modo.

Por este motivo, aunque este cosmos era el mío, pude observarlo desde un sorprendente punto de vista. No se me apareció como una familiar secuencia de acontecimientos históricos, que comenzaban con una primera explosión física y terminaban luego en la muerte. Observé este cosmos no desde dentro del flujo cósmico sino de un modo completamente distinto. Asistí a las modificaciones del cosmos desde el tiempo propio del Hacedor de Estrellas, y la secuencia de los actos creadores del Hacedor era, advertí, muy distinta de la secuencia de los acontecimientos históricos.

En un principio el Hacedor de Estrellas concibió en las profundidades de su propio ser algo que no era ni mental ni material, sino de abundante potencialidad, pleno de sugestiones y estímulos para la imaginación creadora. El Hacedor meditó largo tiempo sobre esta delicada sustancia: un medio en el que la unidad y la multiplicidad dependían muy sutilmente una de otra, en el que todas las partes y todos los caracteres invadían las otras partes y caracteres y eran invadidos por ellos, en el que todas las cosas parecían tener influencia en todas las otras cosas. Sin embargo, la totalidad no era más que la suma de todas las partes, y cada parte un determinante del todo. Era una sustancia cósmica en la que todo espíritu individual debía ser, misteriosamente, a la vez un ser absoluto y una mera ficción del todo.

El Hacedor de Estrellas dio a este medio extremadamente sutil la forma general de un cosmos, con un espacio-tiempo aún indeterminado y ajeno a la geometría: una entidad física amorfa sin cualidades o direcciones, sin intrincadas leyes físicas; una tensión vital más distintamente concebida y una épica aventura de la mente, un clímax sorprendentemente definido y una cima de lucidez espiritual. Esto último, aunque ocupaba en el tiempo cósmico una posición que podríamos llamar tardía, fue diseñado con cierta precisión en la secuencia del trabajo creador antes que ningún otro factor del cosmos. Y me pareció que esto era así porque la sustancia inicial había manifestado claramente su propia capacidad para adquirir esta forma espiritual. Por este mismo motivo el Hacedor de Estrellas no prestó atención en un principio a las minucias físicas de su obra, descuidando asimismo las primeras etapas de la historia cósmica, y dedicándose casi exclusivamente a modelar el clímax espiritual de la criatura.

Sólo luego de haber construido en su interior la fase indiscutiblemente más despierta del espíritu cósmico, esbozó el Hacedor las variadas tendencias psicológicas que conducirían a ese espíritu en el tiempo cosmológico. Sólo luego de haber dibujado los increíblemente diversos temas del crecimiento mental prestó el Hacedor verdadera atención al trazado de las evoluciones biológicas y a la complejidad física y geométrica más capaces de evocar las sutiles potencialidades del espíritu cósmico aun apenas desbastado.

Pero, y mientras ordenaba las formas geométricas, volvía también de cuando en cuando a modificar y elucidar el clímax espiritual. Sólo cuando casi había completado las formas físicas y geométricas del cosmos logró dar al clímax espiritual una individualidad plena y concreta.

Mientras el Hacedor de Estrellas trabajaba aún en los detalles de las vidas individuales, innumerables e inquietas, de la fortuna de los hombres, de los ictioideos, de los aracnoides y el resto, me convencí de que la actitud del Hacedor hacia sus criaturas era muy distinta de las que yo había conocido en todos los otros cosmos. Pues el Hacedor no se mostraba ahora ni frío con ellas ni simplemente enamorado de ellas. Las amaba aún, por cierto, pero había dejado atrás, aparentemente, todo deseo de salvarlas de las consecuencias de la finitud y del cruel impacto del ambiente. Las amaba sin piedad. Pues sabía ahora que la finitud, las particularidades mínimas, el torturado equilibrio entre la torpeza y la lucidez eran precisamente la virtud distintiva de estas criaturas, y que evitarles todo esto era aniquilarlas.

Cuando hubo dado los últimos toques a todas las edades cósmicas desde el momento supremo y luego hacia atrás hasta la explosión inicial, y luego hacia delante hasta la muerte ultima, el Hacedor de Estrellas contempló su obra. Y vio que era buena.

Mientras el Hacedor, amorosa, pero críticamente, revisaba nuestro cosmos en toda su infinita diversidad y en su breve momento de lucidez, sentí que él sentía de pronto una honda reverencia por la criatura que había hecho, o que había sacado de su propia y secreta profundidad por una suerte de autopartería divina. El Hacedor de Estrellas sabía que esta criatura, aunque imperfecta, aunque una mera criatura, una mera ensoñación de su propio poder creador, era de algún modo más real que él mismo. ¿Pues qué era él sino una mera potencia abstracta de creación comparado con este resplandor concreto? Además, y en otro sentido, esta criatura que él había hecho era su maestro, su superior. Pues mientras contemplaba con alegría y también con angustia la más sutil y más hermosa de sus obras, sintió un impacto, se sintió él mismo transformado, con una voluntad más clara y más profunda. Mientras examinaba las virtudes y las debilidades de esta criatura, sintió que su propia percepción y su propio arte maduraban en él. Así al menos se presentó a mi mente confundida y estupefacta.

De esta manera, poco a poco, llegó un tiempo, como tantas veces antes, en que el Hacedor de Estrellas dejó atrás a su criatura. Poco a poco se sintió alejado de la hermosura de esa criatura que amaba aún. Luego, aparentemente con un conflicto de reverencia e impaciencia, puso a nuestro cosmos en su lugar entre las otras obras.

Una vez más el Hacedor de Estrellas cayó en una profunda meditación. Una vez más se sintió poseído por la urgencia creadora.

De las muchas creaciones que siguieron me veo obligado a no decir casi nada, pues en muchos aspectos eran para mí incomprensibles. Yo no podía tener ningún conocimiento de ellas, excepto en tanto contenían —además de muchos elementos inconcebibles— ciertas características que eran la corporización fantástica de algún principio que yo había encontrado antes. Las novedades más vitales se me escapaban, pues, siempre.

Puedo decir, por supuesto, de todas estas creaciones, como de nuestro propio cosmos, que eran inmensamente vastas, inmensamente sutiles, y que por alguna razón todas tenían un aspecto físico y un aspecto mental; pero en muchas de ellas lo físico, aunque crucial para el crecimiento del espíritu, era más transparente, más patentemente fantasmal que en nuestro propio cosmos. En algunos casos esto era igualmente cierto para lo mental, pues esos seres se confundían menos con la opacidad de los procesos mentales individuales, y parecían más sensibles a la unidad básica.

Puedo decir también que en todas estas creaciones la meta que deseaba alcanzar el Hacedor de Estrellas (o así me pareció) era la riqueza, la delicadeza, la hondura y la armonía de ser. Pero me es difícil explicar el significado íntimo de estas palabras. Sentía yo que en algunos casos, como en nuestro propio cosmos, el Hacedor perseguía este fin por medio de un proceso evolutivo que concluía en una mente cósmica despierta, una mente que anhelaba traer a su conciencia todos los bienes de la existencia cósmica, y acrecentar estos bienes mediante la acción creativa. Pero en muchos casos esta meta era alcanzada con una economía de esfuerzos incomparablemente mayor y con mucho menos sufrimiento, sin ese peso muerto de vidas ineficaces, consumidas en vano que es tan doloroso para nosotros. Sin embargo, en otras creaciones, el sufrimiento parecía tan hondo y extendido como en nuestro propio Universo.

El Hacedor de Estrellas concibió en su madurez muchas formas raras de tiempo. Algunas de las últimas creaciones, por ejemplo, fueron diseñadas con dos o más dimensiones temporales, y las vidas de las criaturas eran secuencias de tiempo en una u otra dimensión del «área» o «volumen» temporal. Estos seres experimentaban su cosmos de un modo muy curioso. Mientras vivían durante un breve período en una dimensión, percibían continua y simultáneamente una imagen —aunque fragmentaria y oscura— de toda una evolución cósmica «transversal» en otra dimensión. En algunos casos la criatura tenía una vida activa en todas las dimensiones temporales del cosmos. El artificio divino que ordenaba la totalidad del «volumen» temporal, de tal modo que los infinitos actos espontáneos de las distintas criaturas se unían para producir un sistema coherente de evoluciones transversales, sobrepasaba notablemente el ingenio que había establecido en las primeras experiencias una «armonía preestablecida».

En otras creaciones la criatura tenía sólo una vida, pero era ésta una «línea zigzagueante», que pasaba de una dimensión temporal a otra de acuerdo con la cualidad de las elecciones de la misma criatura. Las elecciones morales o fuertes llevaban a una dirección temporal, las elecciones inmorales o débiles a otra.

En un cosmos inconcebiblemente complejo, cada vez que una criatura se encontraba ante varios posibles cursos de acción, los tomaba todos, creando así muchas dimensiones temporales distintas y muchas historias del cosmos. Como en cada una de las secuencias evolutivas del cosmos había numerosas criaturas, y cada una de ellas se enfrentaba constantemente con muchos cursos posibles, y las combinaciones de estos cursos eran innumerables, de todos los momentos de todas las secuencias temporales de este cosmos nacía una infinitud de universos distintos.

Había otras creaciones donde los individuos tenían una percepción sensoria de todo el cosmos físico desde muchos puntos de vista en el espacio, o aun desde todos los posibles puntos de vista. En este caso, por supuesto, la percepción de cada una de las mentes era idéntica en cuanto al alcance en el espacio, pero variaba de mente en mente en cuanto a penetración o comprensión. Esto dependía del calibre mental y de la disposición de las mentes particulares. A veces estos seres no sólo tenían una percepción omnipresente sino también una volición omnipresente. Podían actuar así en todas las regiones del espacio, aunque con precisión y vigor distintos de acuerdo con el nivel mental. En cierto modo eran espíritus desencarnados, que luchaban en el cosmos físico como jugadores de ajedrez, o como dioses griegos en los campos de Troya.

Otras creaciones tenían un aspecto físico pero sin relación con el Universo físico sistemático y familiar. La experiencia física de estos seres estaba enteramente determinada por los mutuos impactos de unos contra otros. Cada uno inundaba a sus semejantes con «imágenes» sensorias, y la cualidad y la secuencia de estas «imágenes» dependían de las leyes psicológicas de los impactos mentales.

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