El autostopista arrojó la mochila a la plataforma trasera del Ford y se presentó como Alex.
—¿Alex…? —repitió Gallien intentando sonsacarle el apellido.
—Sólo Alex —respondió deliberadamente el joven, sin morder el anzuelo.
Medía cosa de metro setenta y su complexión era enjuta y nervuda. Aseguró que tenía 24 años y que era de Dakota del Sur. Le explicó que quería que lo llevaran hasta los lindes del Parque Nacional del Denali y que luego se internaría a pie por los bosques para «vivir durante unos meses de lo que encontrara en el monte».
Gallien era un electricista que se dirigía por la carretera de George Parks hacia Anchorage, 260 kilómetros más allá del parque del Denali, y Gallien le dijo a Alex que podía dejarlo donde él quisiera. La mochila del chico aparentaba pesar sólo unos 15 kilos, lo que sorprendió a Gallien, un consumado cazador y leñador, ya que era tan ligera que parecía improbable que pudiera pasar varios meses en el interior, sobre todo a comienzos de la primavera. «No llevaba consigo ni la cantidad de comida ni el equipo que se supone que debe llevar alguien para un viaje así», recuerda Gallien.
Salió el sol. Mientras bajaban desde las crestas arboladas que se recortan por encima del río Tanana, Alex contemplaba una vasta extensión de tremedal barrida por el viento que se prolongaba hacia el sur. Gallien se preguntaba si habría recogido a uno de esos chalados del estado cuarenta y ocho que viajan hacia el norte para vivir las enfermizas fantasías de Jack London. Desde hace mucho tiempo, Alaska ejerce una atracción magnética sobre los soñadores e inadaptados que creen que los enormes espacios inmaculados de la Ultima Frontera llenarán el vacío de su existencia. Sin embargo, la naturaleza es un lugar despiadado, al que le traen sin cuidado las esperanzas y anhelos de los viajeros.
«Los de fuera encuentran por casualidad la revista
Alaska
, la hojean y empiezan a pensar que estaría bien subir hasta aquí, vivir de lo que encuentren en el monte y apoderarse de su pequeño pedazo de paraíso… —hace constar Gallien arrastrando las palabras lenta y sonoramente—. Pero cuando llegan y se encuentran de verdad en medio de las montañas… ya sabe, es otra historia, no es como lo pintan las revistas. Los ríos son anchos y violentos. Los mosquitos te devoran y en la mayor parte de lugares casi no hay animales para cazar. La vida en el monte no tiene nada que ver con ir de picnic.»
El trayecto desde Fairbanks hasta las inmediaciones del parque del Denali duró dos horas. Cuanto más hablaban, más tenía Gallien la impresión de no encontrarse ante un chiflado. Era de trato agradable y parecía haber recibido una buena educación. El muchacho lo acribilló con preguntas inteligentes acerca de las especies de caza menor que existían en la región, las variedades comestibles de frutos silvestres; «cosas por el estilo», añade Gallien.
Aun así, Gallien se inquietó. Alex reconoció que todo el alimento que llevaba en la mochila era un saco de arroz de cinco kilos. Su ropa y su equipo parecían exiguos en grado sumo para las duras condiciones de las tierras interiores, que en abril seguían sepultadas bajo una gruesa capa de nieve invernal. Las baratas botas de excursionista que el chico calzaba no eran impermeables ni termoaislantes. Su rifle era sólo del calibre 22; no podía confiar en un calibre tan pequeño si pensaba cazar grandes animales como el caribú o el alce, que era lo que tendría que comer si esperaba quedarse una larga temporada en aquellas montañas agrestes. No llevaba hacha ni raquetas, brújula ni repelente para insectos. La única ayuda de que disponía para orientarse consistía en un maltrecho mapa de las carreteras del estado, que había gorreado en una gasolinera.
A unos 150 kilómetros de Fairbanks, la carretera empieza a subir por las estribaciones de la cordillera de Alaska. Cuando la camioneta traqueteó al atravesar un puente sobre el río Nenana, Alex posó la mirada en la rápida corriente y comentó que tenía miedo al agua.
—Hace un año estaba en México, iba en canoa por el océano y casi me ahogo a causa de una tormenta.
Poco después, Alex sacó su rudimentario mapa y señaló una línea roja discontinua que cruzaba la carretera en las cercanías del pueblo minero de Healy. Representaba una ruta conocida como la Senda de la Estampida, rara vez transitada, que ni siquiera está marcada en la mayor parte de mapas de carreteras de Alaska. No obstante, en el mapa de Alex la accidentada línea serpenteaba hacia el oeste desde la carretera de George Parks a lo largo de unos 75 kilómetros, antes de desvanecerse en medio de los inhóspitos parajes situados al norte del monte McKinley. Éste era el lugar hacía el que Alex se dirigía, según anunció a Gallien.
Gallien pensó que el proyecto de Alex era insensato e intentó disuadirlo repetidas veces: «Le conté que en aquella región era muy difícil cazar, que podían pasar días antes de que pudiera cobrar una pieza. Cuando vi que eso no servía, intenté atemorizarlo contándole historias de osos. Le dije que un rifle del 22 apenas haría un rasguño a un oso pardo, que todo lo que conseguiría sería volverlo loco de rabia. No pareció preocuparle demasiado y respondió que treparía a un árbol; así que le expliqué que los árboles de esa parte del estado no son muy altos, que un oso podía abatir uno de esos delgados abetos sin pretenderlo siquiera. Pero se mantuvo en sus trece. Tenía respuesta para cualquier problema que le planteara.»
Gallien se ofreció a llevarlo hasta Anchorage, comprarle algo de ropa y equipo, traerlo de vuelta y dejarlo donde quisiera.
—No. De todos modos, gracias —contestó Alex—. Lo que llevo será suficiente.
Gallien le preguntó si tenía licencia de caza.
—¡No, ni hablar! —contestó Alex con tono burlón—. Lo que como no es asunto del gobierno. ¡A la mierda con sus estúpidas reglas!
Cuando Gallien le preguntó si sus padres o algún amigo sabían lo que iba a hacer, si había alguien que pudiera dar la voz de alarma en caso de que tuviera algún problema y se retrasara, Alex respondió con tranquilidad que no, que nadie conocía sus planes y que, de hecho, hacía casi dos años que no hablaba con su familia.
—Estoy seguro de que no me tropezaré con nada que no pueda resolver a solas —afirmó Alex.
«No había manera de convencerlo de que no lo hiciera —recuerda Gallien—. Lo tenía todo muy claro. No atendía a razones. La única manera que se me ocurre de describirlo es que estaba ansioso. Se moría de ganas por llegar y emprender la marcha.»
Pasadas unas tres horas desde que había salido de Fairbanks, Gallien dobló a la izquierda y condujo su destartalada camioneta por un camino flanqueado de nieve apisonada. La Senda de la Estampida estaba bien nivelada durante los primeros kilómetros y pasaba junto a cabañas diseminadas por calveros cubiertos de maleza y bosquecillos de abetos y álamos temblones. Después del último refugio, un cobertizo más que una cabaña, el camino se deterioraba con rapidez. Iba difuminándose y estrechándose entre alisos hasta convertirse en una pista forestal abandonada y llena de baches.
En verano, el camino también solía tener unos contornos imprecisos, pero era practicable; en ese momento estaba obstruido por medio metro de nieve blanda primaveral. Cuando llevaban recorridos 16 kilómetros desde la carretera, Gallien detuvo el vehículo en lo alto de una suave pendiente por miedo a quedarse atrapado si iba más lejos. Las heladas cumbres de la cordillera más alta de América del Norte brillaban en el horizonte.
Alex insistió en que Gallien se quedara con su reloj, su peine y todo el dinero que, según dijo, llevaba encima: un montón de calderilla que sumaba 85 centavos.
—No quiero tu dinero —protestó Gallien—. Ya tengo mi propio reloj.
—Si no lo coges, lo tiraré —replicó Alex alegremente—. No quiero saber la hora ni el día. Ni dónde estoy. Nada de eso importa.
Antes de que Alex bajara de la camioneta, Gallien rebuscó detrás del asiento, sacó un par de viejas botas de goma y persuadió al chico de que las cogiera. «Le venían demasiado grandes —recuerda Gallien—, pero le dije que se pusiera dos pares de calcetines y que quizá bastaría para que conservase los pies calientes y secos.»
—¿Cuánto te debo?
—No te preocupes —respondió Gallien.
Luego dio al chico un trozo de papel con su número de teléfono, que Alex se guardó con cuidado en un billetero de nailon, y añadió:
—Si consigues salir de ésta, llámame y te diré cómo puedes devolverme las botas.
La esposa de Gallien le había preparado unos emparedados de queso y atún y una bolsa de maíz frito para el almuerzo, pero Gallien persuadió también al joven autostopista de que aceptara la comida. Alex sacó una cámara de la mochila y le pidió a Gallien que le hiciera una foto al pie del camino con el rifle al hombro. Poco después desaparecía, con una gran sonrisa, por la pista oculta bajo la nieve. Era martes, 28 de abril de 1992.
Gallien hizo girar la camioneta, desanduvo el camino hasta la carretera de George Parks y continuó su viaje hacia Anchorage. Unos kilómetros más adelante pasó por el pequeño pueblo de Healy, donde la policía montada de Alaska tenía un puesto de guardia. Gallien pensó por un momento en pararse y dar cuenta a las autoridades de su encuentro con Alex, pero no lo hizo. «Me imaginé que no pasaría nada —explica—. Pensé que no tardaría mucho en tener hambre y que caminaría hasta la carretera. Es lo que hubiera hecho cualquier persona normal.»
Jack London es el Rey
Alexander Supertramp
Mayo 1992
[Inscripción grabada en un trozo de madera descubierto en el lugar que murió Chris McCandless.]
Un sombrío bosque de abetos se cernía amenazador sobre las márgenes del río helado. No hacía mucho que el viento había despojado a los árboles de su manto blanco, y éstos parecían arrimarse mutuamente bajo la agonizante luz del crepúsculo, negros como un mal presagio. Un vasto silencio reinaba sobre la tierra. La misma tierra era una desolación pura, sin vida ni movimiento, tan fría y desnuda que su espíritu no era siquiera el espíritu de la tristeza. Se insinuaba una especie de risa más terrible que cualquier tristeza: una risa amarga como la sonrisa de la Esfinge, una risa fría como la escarcha y que participaba de una siniestra infalibilidad. Era la magistral sabiduría de la eternidad que se reía de la futilidad y los inútiles esfuerzos de la vida. Era la naturaleza salvaje, el helado corazón de las tierras salvajes del Norte
.
JACK LONDON,
Colmillo blanco
Al norte de la cordillera de Alaska, antes de que las formidables murallas del monte McKinley y sus satélites sucumban ante la llanura de Kantishna, se levantan unos macizos montañosos menos importantes conocidos como la cordillera Exterior, que se desparraman entre planicies como una arrugada manta sobre una cama deshecha. Entre las crestas silíceas de las dos escarpaduras más externas de la cordillera Exterior corre de este a oeste una depresión de unos ocho kilómetros, alfombrada con una cenagosa amalgama de tremedales, espesuras de alisos y vetas de esqueléticos abetos. La Senda de la Estampida, la ruta que siguió Chris McCandless para adentrarse en tierras salvajes, pasa serpenteando a través de ese ondulante laberinto de valles.
Un legendario minero llamado Earl Pilgrim abrió el camino en los años treinta; conducía hasta unos yacimientos de antimonio que él reclamaba en el riachuelo del que tomó su nombre la Senda. Los yacimientos estaban situados más arriba de Clearwater, el punto donde se bifurca el río Toklat. En 1961, una empresa constructora de Fairbanks, la Yutan, obtuvo un contrato del nuevo estado de Alaska —proclamado sólo dos años antes— para mejorar lo que era una mera pista forestal y convertirla en una carretera asfaltada por la que los camiones pudieran transportar durante todo el año la mena que se extraía de las minas. Para alojar a los peones que construían la carretera, la Yutan compró tres autobuses destinados al desguace, los remozó equipándolos con literas y una sencilla estufa cilíndrica de leña, e hizo que un tractor oruga los arrastrara hacia el monte.
Las obras se interrumpieron en 1963; al final se habían construido unos 80 kilómetros de carretera, pero jamás se llegaron a levantar puentes sobre los numerosos cursos de agua que la atravesaban, de modo que las periódicas inundaciones y las sucesivas heladas y deshielos la hicieron intransitable al cabo de poco tiempo. La Yutan se llevó de nuevo dos de los autobuses hacia la carretera principal, pero el tercero fue abandonado a medio camino para que sirviera de refugio a los cazadores y tramperos que se aventuraban hacia el interior. En las tres décadas posteriores a la finalización de la carretera, los derrubios y la maleza, así como los embalses de los castores, destruyeron la mayor parte del firme, pero el autobús sigue allí. El abandonado vehículo, un antiguo International Harvester fabricado en los años cuarenta, se halla 38 kilómetros al oeste de Healy a vuelo de pájaro, aherrumbrándose entre montones de ramas caídas y adquiriendo un aspecto cada vez más insólito al lado de la Senda de la estampida, fuera de los límites del parque del Denali. El motor ya no existe. Los cristales están agrietados o bien han desaparecido por completo, y el suelo está cubierto de botellas de whisky rotas. La corrosión casi se ha comido la pintura verde y blanca. Unas letras borrosas indican que la decrépita máquina había formado parte del servicio de transportes públicos de la ciudad de Fairbanks: línea 142. En la actualidad no es raro que transcurran seis o siete meses sin que el autobús reciba ningún visitante humano; sin embargo, a principios de septiembre de 1992, seis personas que llegaron en tres grupos separados coincidieron por casualidad una misma tarde en el remoto emplazamiento del autobús.