Hacia rutas salvajes (9 page)

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Authors: Jon Krakauer

Tags: #Relato

Sin embargo, McCandless no acampaba cerca de las fuentes, sino en el solitario entorno de la «bajada», a casi un kilómetro de distancia. Franz lo llevó hasta allí, charló un rato con él y luego regresó a la ciudad, donde vivía solo en un destartalado edificio de apartamentos que administraba a cambio de no pagar el alquiler.

Franz, por aquel entonces un hombre de profundas creencias religiosas y cristiano practicante, se había pasado la mayor parte de su vida en el ejército. Estuvo destinado en Shangai y Okinawa. La Nochevieja de 1957, mientras se encontraba en ultramar, perdió a su mujer y su hijo en un accidente de automóvil. Un conductor borracho se les echó encima. Su hijo iba a terminar la carrera de medicina en el mes de junio. Franz se refugió en el alcohol.

Medio año después consiguió rehacerse y abandonó de golpe la bebida, pero nunca llegó a superar del todo la tragedia. Para mitigar su soledad, empezó a «adoptar» a niños indigentes de Okinawa prescindiendo de consideraciones legales. Con el tiempo, llegó a tener a catorce bajo su protección y pagó los estudios de medicina a dos de ellos, el mayor, que terminó la carrera en Filadelfia, y otro que la terminó en Japón.

Cuando conoció a McCandless, sus dormidos impulsos paternales volvieron a despertar. No podía dejar de pensar en él. El muchacho le había dicho que se llamaba Alex —no había querido darle su apellido— y que procedía de Virginia. Era educado y agradable, e iba bien arreglado.

«Parecía muy inteligente —afirma Franz con un exótico acento que suena como una combinación de giros dialectales escoceses, dicción alemana de Pensilvania y deje sureño de Carolina—. Pensé que era demasiado buen chico como para estar acampado allí, junto a aquellas fuentes termales, mezclándose con una pandilla de nudistas, borrachos y drogadictos.» El domingo por la mañana, tras asistir a misa, decidió hablar con Alex sobre «su forma de vivir». «Alguien tenía que convencerlo de que estudiara, aprendiese una profesión e hiciera algo de provecho», continúa.

Sin embargo, cuando volvió al lugar donde McCandless acampaba e intentó soltarle un pequeño discurso sobre la necesidad de labrarse un porvenir, el muchacho lo interrumpió con brusquedad.

—Mire, no debe preocuparse por mí —manifestó—. He ido a la universidad. No soy un mendigo. Vivo así porque quiero.

Pese a su susceptibilidad inicial, el muchacho sintió simpatía por el anciano, y acabaron entablando una larga conversación. Aquel mismo día fueron hasta Palm Springs en la camioneta de Franz, almorzaron juntos en un buen restaurante y subieron en teleférico a la cima del pico de San Jacinto. De vuelta, McCandless se detuvo al pie de la montaña para desenterrar un sarape y otros objetos que el año anterior había puesto a buen recaudo.

Durante las semanas siguientes, McCandless y Franz pasaron mucho tiempo juntos. El muchacho adquirió la costumbre de desplazarse con regularidad a Salton City para lavarse la ropa y asar carne a la parrilla en el apartamento de Franz, a quien confesó que estaba aguardando la primavera para partir hacia Alaska y embarcarse en una «gran aventura». Asimismo, los papeles se invirtieron y empezó a sermonear al octogenario sobre las desventajas e inconvenientes de llevar una vida sedentaria, exhortándolo a vender la mayor parte de sus posesiones, abandonar el apartamento y vivir en la carretera. Franz se tomaba aquellas arengas con calma; de hecho, se sentía muy a gusto en compañía del chico.

Franz posee un gran talento para la artesanía en cuero, y enseñó a Alex los secretos del oficio; el primer trabajo de Alex fue un elaborado cinturón de piel de vaca, en el que plasmó sus andanzas mediante ingeniosos dibujos. En el extremo de la trabilla está grabado el nombre de Alex, al que siguen las iniciales c.j.m. (por Christopher Johnson McCandless) enmarcadas por una calavera y unas tibias cruzadas. A lo largo de la correa se ve una carretera asfaltada de dos carriles, una señal de prohibido cambiar de sentido, una riada que arrastra a un coche bajo un cielo tormentoso, un pulgar en alto haciendo autostop, un águila, Sierra Nevada, unos salmones nadando en el océano Pacífico, la autovía de la costa del Pacífico a su paso por los estados de Oregón y Washington, las montañas Rocosas, unos trigales de Montana, una serpiente de cascabel de Dakota del Sur, la casa de Westerberg en Carthage, el río Colorado, un temporal en el golfo de California, una canoa varada junto a una tienda de campaña, Las Vegas, las iniciales t.c.d., una vista de Morro Bay y otra de Astoria. Al final, en el extremo de la hebilla, aparece una solitaria letra N, que quizá simboliza el Norte. El repujado del cinturón, realizado con extraordinaria habilidad e imaginación creativa, es tan asombroso como la mayor parte de objetos en que McCandless dejó su impronta.

Franz le tomaba cada vez más afecto.«¡Dios mío, era tan listo!», dice con voz ronca y casi inaudible. Luego baja la vista hacia el suelo arenoso y se queda callado. Inclinándose con dificultad, se sacude una imaginaria mota de polvo de la pernera del pantalón; en el embarazoso silencio se oye crujir sus rígidos huesos.

Pasan unos largos segundos antes de que Franz se decida a proseguir; cuando por fin vuelve a hablar, levanta la vista al cielo con los ojos entrecerrados. Durante sus visitas, recuerda Franz, no era raro que se pusiera de mal humor y despotricase contra sus padres, los políticos o la estupidez endémica de la sociedad estadounidense. Cuando era presa de esos arrebatos, Franz apenas decía palabra y lo dejaba perorar por miedo a indisponerse con él.

Un día, a principios de febrero, McCandless le anunció que se marchaba a San Diego. Quería reunir más dinero para su proyectado viaje a Alaska.

—No hace falta que vayas a San Diego —protestó

Franz—. Te daré dinero si lo necesitas.

—No. No lo entiendes. Ya está decidido. Me voy a San Diego. Me marcho el lunes.

—Como quieras. Te llevaré hasta allí.

—No digas tonterías —le espetó McCandless.

—Tengo que ir a San Diego de todos modos. Para comprar más cuero —mintió Franz.

McCandless cedió. Levantó el campamento, guardó la mayor parte de sus pertenencias en el apartamento de Franz —no quería cargar con la mochila y el saco de dormir por toda la ciudad— y luego se subió en la camioneta con el anciano. Cruzaron las montañas del desierto hasta la costa. Cuando Franz lo dejó en la bahía de San Diego, estaba lloviendo. «Fue muy duro —dice—. Me entristecía tener que dejarlo.»

El 19 de febrero McCandless llamó a Franz a cobro revertido para desearle un feliz cumpleaños. El anciano cumplía 81 años y Chris se acordó de la fecha porque siete días antes había sido su propio cumpleaños; había cumplido los 24 el 12 de febrero. En el curso de esa conversación telefónica, también le confesó que tenía dificultades para encontrar un trabajo.

El 28 de febrero envió una postal a Jan Burres:

¡Hola! Durante la última semana he estado viviendo en las calles de San Diego. El día de mi llegada cayó una tromba de agua de mil demonios. Las misiones de aquí son un asco. Te sermonean hasta la extenuación. Ninguna novedad en lo que se refiere a encontrar trabajo, así que mañana me marcho al norte.

He decidido que partiré hacia Alaska el 1 de mayo a más tardar, pero tengo que reunir un poco de dinero para comprar el equipo. Puede que regrese a Dakota del Sur y trabaje para un amigo que tengo allí, si me necesita. En este momento, todavía no sé el lugar exacto al que iré, pero os escribiré en cuanto llegue. Espero que os encontréis bien. Cuidaos,

ALEX

El 5 de marzo McCandless mandó sendas postales a Burres y a Franz.

El texto de la primera rezaba:

¡Recuerdos desde Seattle! ¡Me he convertido en un polizón! Ahora viajo siempre en tren. ¡No sabéis lo divertido que es saltar de un tren en marcha! Desearía haberlo descubierto antes. También tiene algunos inconvenientes. El primero, que terminas hecho una porquería. El segundo, que tienes que lidiar con los guardas. En Los Ángeles, estaba sentado en el vagón de un expreso y alrededor de las diez de la noche un guarda me descubrió con su linterna. «¡Sal de ahí antes de que te MATE!», gritaba. Cuando salí, comprobé que, efectivamente, había desenfundado el arma. Me interrogó pistola en mano y luego siguió gritando: «¡Si vuelvo a verte en el tren, te mataré! ¡Aléjate de las vías!» ¡Un loco de atar! Pero ríe mejor quien ríe el último. Cinco minutos después, volví a subirme al mismo tren e hice todo el trayecto hasta Oakland. Ya os escribiré,

ALEX

Una semana más tarde, el teléfono de Franz volvió a sonar. «Era la operadora de la centralita que me preguntaba si aceptaba una llamada a cobro revertido de un tal Alex —explica el anciano—. Cuando oí su voz, fue como un soplo de aire fresco.»

—¿Podrías venir a recogerme? —preguntó McCandless.

—Sí. ¿En qué parte de Seattle te encuentras?

—No estoy en Seattle, Ron —respondió Chris entre risas—. Estoy en California, muy cerca por carretera de donde tú te encuentras, en Coachella.

Ante la imposibilidad de hallar un empleo en el lluvioso noroeste, McCandless se había subido a sucesivos trenes de mercancías para regresar al desierto. En Colton, California, otro guarda lo descubrió, y fue encarcelado. Cuando lo soltaron, hizo autostop hasta Coachella, un pueblo situado al sureste de Palm Springs, y llamó por teléfono a Franz. Tan pronto como colgó el auricular, el anciano se fue corriendo a buscarlo.

«Lo invité a almorzar en el Sizzler [un famoso restaurante de Palm Springs], donde se hartó de langosta y filete —recuerda Franz—. Luego regresamos a Salton City.»

McCandless le dijo que sólo podía quedarse un día, el tiempo justo para lavar la ropa y meter todas sus cosas en la mochila. Se había puesto en contacto con Wayne Westerberg, quien le había ofrecido un puesto de trabajo en el elevador de grano de Carthage, y estaba ansioso por partir. Era miércoles, 11 de marzo. Franz se ofreció a llevarlo hasta Grand Junction, Colorado, el punto más distante al que podía acercarlo si no quería faltar a una cita que tenía el lunes siguiente en Salton City. Para su sorpresa y alivio, McCandless aceptó el ofrecimiento sin protestar.

Antes de ponerse en camino, el anciano le regaló un machete, una parka polar, una caña de pescar plegable y otros pertrechos para su empresa subártica. El jueves al amanecer salieron de la ciudad en la camioneta de Franz; se detuvieron en Bullhead City para cancelar la libreta de ahorros que el muchacho había abierto unos meses antes y luego visitaron el remolque de Charlie, donde había escondido algunos libros y pertenencias, incluyendo el cuaderno que recogía su aventura en canoa por el río Colorado. McCandless se empeñó en invitar a Franz a almorzar en el Golden Nugget, un casino de Laughlin. Una camarera del Nugget saludó efusivamente al chico cuando lo reconoció:

—¡Alex! ¡Qué sorpresa! ¡Has vuelto!

Franz había comprado una cámara de vídeo antes de emprender el viaje y de vez en cuando efectuaba paradas para filmar el paisaje. Aunque McCandless intentaba escabullirse cada vez que Franz lo enfocaba con el objetivo, se conservan unas breves imágenes en las que aparece con actitud impaciente en lo alto del cañón de Bryce, de pie sobre la nieve. McCandless tiene la tez bronceada y se le ve robusto y saludable. Lleva vaqueros y un jersey de lana. Al cabo de unos instantes, empieza a protestar sin apartar la mirada de la cámara.

—Venga, vámonos. Déjalo ya. Nos queda mucho camino por delante, Ron.

Según Franz, el viaje fue agradable pese a las prisas. «A veces no intercambiábamos una sola palabra durante horas —recuerda—. Incluso cuando se quedaba dormido, me sentía contento sólo con saber que estaba allí.» Franz se atrevió entonces a plantearle una singular petición: «Mi madre era hija única, como mi padre, y no tengo hermanos. Ahora que mi hijo ha muerto, sólo quedo yo. Cuando me vaya de este mundo, mi familia habrá desaparecido para siempre. Así que le pregunté si podía adoptarlo, si quería ser mi hijo.»

La petición incomodó a McCandless, que eludió dar una respuesta.

—Hablaremos de ello cuando vuelva de Alaska, Ron —dijo.

El 14 de marzo llegaron a las afueras de Grand Junction. Franz lo dejó en el arcén de la interestatal 70 y regresó a California. McCandless se sentía lleno de ilusión por encontrarse ya camino del norte, pero también aliviado; aliviado por haber vuelto a sortear la amenaza inminente de establecer unos lazos de amistad demasiado estrechos, demasiado íntimos, con toda la complicada carga emocional que ello conlleva. Había huido de los claustrofóbicos límites de su familia. Había conseguido guardar las distancias con Jan Burres y Wayne Westerberg, alejándose de sus vidas sin darles tiempo a esperar nada de él. Y en ese momento también acababa de salir sin mayores problemas de la vida de Ron Franz.

Sin mayores problemas desde su perspectiva, pero no desde la del anciano, claro está. Sólo podemos hacer conjeturas sobre los motivos por los que Franz se encariñó en tan poco tiempo del muchacho; en cualquier caso, el afecto que sentía por él era sincero, intenso e incondicional. Franz había llevado una existencia solitaria durante muchos años. Carecía de familia y tenía pocos amigos. Pese a su soledad y lo avanzado de su edad era una persona disciplinada e independiente, capaz de arreglárselas muy bien sin ayuda de nadie. Sin embargo, cuando McCandless irrumpió en su mundo, las defensas que había construido con tanto cuidado se desmoronaron. Estaba entusiasmado con la compañía del muchacho, pero su creciente amistad hacia él le recordaba cuán solo había estado. El chico ponía al descubierto el enorme vacío de su existencia tanto como ayudaba a llenarlo. Cuando McCandless se marchó tan de repente como había llegado, el anciano se sintió embargado por un pesar profundo e inesperado.

A principios de abril, Franz recibió en su apartado de correos una larga carta de McCandless matasellada en Dakota del Sur.

¡Hola, Ron! Soy Alex. Te escribo desde Carthage. Ya hace casi dos semanas que estoy trabajando aquí. Tardé tres días en llegar desde que nos despedimos en Grand Junction. Espero que tu viaje de regreso a Salton City transcurriera sin contratiempos. El trabajo me gusta y todo va bien. Las temperaturas son suaves; cuesta creerlo, pero hay días en que no hace nada de frío. Algunos granjeros incluso ya salen a trabajar al campo. Supongo que en California el calor aprieta cada vez más. Me pregunto si tuviste ocasión de ir a las fuentes termales el 20 de marzo y llegaste a ver la cantidad de gente que se congrega allí para la reunión del Arco iris. Por lo que sé, podría haber sido muy divertido, aunque la verdad es que no creo que una cosa así encaje demasiado con tus gustos.

No voy a quedarme mucho tiempo en Dakota del Sur. Mi amigo, Wayne, quiere que siga trabajando en el elevador de grano durante el mes de mayo y que luego lo acompañe todo el verano con el grupo de cosechadoras, pero mi mayor ilusión es emprender mi odisea; antes del 15 de abril espero estar camino de Alaska. Eso quiere decir que me marcharé dentro de poco, de modo que si he recibido correspondencia necesito que me la mandes a la dirección que figura al pie de esta carta.

Los momentos que hemos pasado juntos han sido muy agradables y te agradezco de todo corazón la ayuda que me has prestado. Espero que nuestra separación no te haya deprimido demasiado. Puede que pase mucho tiempo antes de que nos veamos de nuevo. Pero, si consigo superar la prueba de mi viaje a Alaska y todo sale como espero, te prometo que volverás a tener noticias mías. Quiero repetirte los consejos que te di en el sentido de que deberías cambiar radicalmente de estilo de vida y empezar a hacer cosas que antes ni siquiera imaginabas o que nunca te habías atrevido a intentar. Sé audaz. Son demasiadas las personas que se sienten infelices y que no toman la iniciativa de cambiar su situación porque se las ha condicionado para que acepten una vida basada en la estabilidad, las convenciones y el conformismo. Tal vez parezca que todo eso nos proporciona serenidad, pero en realidad no hay nada más perjudicial para el espíritu aventurero del hombre que la idea de un futuro estable. El núcleo esencial del alma humana es la pasión por la aventura. La dicha de vivir proviene de nuestros encuentros con experiencias nuevas y de ahí que no haya mayor dicha que vivir con unos horizontes que cambian sin cesar, con un sol que es nuevo y distinto cada día. Si quieres obtener más de la vida, Ron, debes renunciar a una existencia segura y monótona. Debes adoptar un estilo de vida donde todo sea provisional y no haya orden, algo que al principio te parecerá enloquecedor. Sin embargo, una vez que te hayas acostumbrado, comprenderás el sentido de una vida semejante y apreciarás su extraordinaria belleza. En pocas palabras, deja Salton City y ponte en marcha. Te aseguro que sentirás una gran alegría si lo haces. Aunque sospecho que harás caso omiso de mis consejos. Sé que piensas que soy testarudo, pero tú lo eres aún más. En el viaje de regreso tuviste la oportunidad de contemplar una de las grandes maravillas de la Tierra, el Gran Cañón del Colorado, algo que todo americano debería ver al menos una vez en la vida. Sin embargo, por alguna razón que no alcanzo a comprender, todo lo que querías era salir corriendo hacia casa tan rápido como fuera posible y volver a una situación donde siempre experimentas lo mismo. Mucho me temo que en el futuro seguirás teniendo las mismas inclinaciones y te perderás todas las maravillas que Dios ha puesto en este mundo para que el hombre las descubra. No eches raíces, no te establezcas. Cambia a menudo de lugar, lleva una vida nómada, renueva cada día tus expectativas. Aún te quedan muchos años de vida, Ron, y sería una pena que no aprovecharas este momento para introducir cambios revolucionarios en tu existencia y adentrarte en un reino de experiencias que desconoces.

Te equivocas si piensas que la dicha procede sólo o en su mayor parte de las relaciones humanas. Dios la ha puesto por doquier. Se encuentra en todas y cada una de las cosas que podemos experimentar. Sólo tenemos que ser valientes, rebelarnos contra nuestro estilo de vida habitual y empezar a vivir al margen de las convenciones.

Lo que quiero decir es que no necesitas tener a alguien contigo para traer una nueva luz a tu vida. Está ahí fuera, sencillamente, esperando que la agarres, y todo lo que tienes que hacer es el gesto de alcanzarla. Tu único enemigo eres tú mismo y esa terquedad que te impide cambiar las circunstancias en que vives.

Espero que abandones Salton City tan pronto como puedas, enganches un pequeño remolque a tu camioneta y empieces a contemplar la gran obra que Dios ha creado en el Oeste americano. De verdad, Ron. Aprenderás mucho de todo lo que veas y de las personas que conozcas. Lleva una vida austera, no vayas a moteles, prepárate tú mismo la comida. Ten como norma gastar lo menos posible y la satisfacción con que vivirás será mucho mayor. Espero que la próxima vez que nos veamos seas un hombre nuevo y hayas acumulado un sinfín de aventuras y experiencias. No lo pienses dos veces. No intentes encontrar justificaciones para aplazarlo. Sólo tienes que salir y hacerlo. Así de simple. Sentirás una gran alegría por haber emprendido un nuevo camino. Cuídate, Ron,

ALEX

Por favor, escríbeme a la siguiente dirección:

Alex McCandless

Madison, SD 57042

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