Hacia rutas salvajes (13 page)

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Authors: Jon Krakauer

Tags: #Relato

Sin embargo, la pequeña fraternidad de alpinistas de Fairbanks lo recibió como a un héroe. Waterman dio un pase de diapositivas sobre su expedición al monte Hunter que su amigo James Brady califica de «inolvidable». «Fue una conferencia fascinante. Habló con un entusiasmo y una sinceridad desbordantes. Nos confesó todo lo que pensaba y sentía, su miedo al fracaso, a la muerte. Era como si estuvieras allí con él.» Pese al reconocimiento de sus compañeros, en los meses que siguieron a su heroica gesta, Waterman descubrió que el éxito había excitado a sus demonios interiores en lugar de aplacarlos.

Su salud psíquica empezó a deteriorarse. «Era muy autocrítico, no paraba de analizarse a sí mismo —recuerda Brady—. Siempre había sido muy compulsivo. Solía ir a cualquier sitio con una pila de libretas y carpetas bajo el brazo. Tomaba muchísimas notas, creando una especie de registro completo sobre todo lo que había hecho a lo largo del día. Recuerdo una vez que me lo encontré en el centro de Fairbanks. Mientras me acercaba, sacó una carpeta y apuntó la hora en que me había visto. Luego resumió el contenido de nuestra conversación. Tuvo que pasar tres o cuatro hojas para empezar a escribir sobre nuestro encuentro, detrás de todo lo que ya llevaba garabateado del resto del día. Debía de guardar montones de notas como éstas en algún lugar, pero estoy seguro de que no tenían sentido para nadie excepto para él.»

Poco tiempo después, Waterman se presentó a las elecciones de la junta escolar local con un programa en el que defendía el amor libre entre los estudiantes y la legalización de las drogas alucinógenas. No fue elegido, lo que no sorprendió a nadie salvo a él, que lanzó de inmediato otra campaña política, esta vez para la presidencia de Estados Unidos. Se presentó bajo la bandera del Partido para Alimentar a los Hambrientos, cuya principal prioridad era asegurar que nadie en el planeta se muriera de hambre.

Para dar publicidad a su programa, hizo planes para llevar a cabo un ascenso en solitario por la vertiente sur del Denali, la más difícil de la montaña, en pleno invierno y con la menor cantidad de provisiones posible. Quería poner de manifiesto que la dieta del estadounidense medio era una inmoralidad y un despilfarro. Como parte del entrenamiento para la expedición, se sumergió en bañeras llenas de hielo.

En diciembre de 1979 Waterman voló hasta el glaciar de Kahiltna y comenzó el ascenso, pero se vio obligado a suspenderlo al cabo de 14 días. «Llévame a casa —le dijo por radio al piloto que tenía que recogerlo—. No quiero morir.» Aun así, dos meses más tarde ya estaba preparándose para un segundo intento. Sin embargo, mientras ultimaba los detalles de la expedición en Talkeetna, un pueblo situado al sur del Denali que sirve como punto de partida de la mayor parte de expediciones que se dirigen hacia la cordillera de Alaska, la cabaña donde se alojaba se incendió hasta los cimientos. Tanto su equipo como la voluminosa cantidad de notas, poemas y diarios personales que consideraba la obra de su vida ardieron con ella.

Waterman, absolutamente deshecho por la pérdida, se derrumbó. Al día siguiente, él mismo pidió que lo internaran en el Instituto Psiquiátrico de Anchorage, pero se marchó al cabo de dos semanas convencido de que existía una conspiración para encerrarlo para siempre. Más adelante, en el invierno de 1981, lo intentó por tercera vez.

Como si escalar el Denali en pleno invierno no fuera un reto suficiente, esta vez decidió arriesgarse aún más y empezar la aproximación desde el mar, lo que suponía recorrer una tortuosa ruta de 256 kilómetros desde la ensenada de Cook hasta el pie de la montaña. En febrero, emprendió el largo y pesado viaje hacia el norte, pero su entusiasmo se desvaneció al llegar al tramo inferior del glaciar de Ruth, cuando le faltaban todavía 48 kilómetros para alcanzar la montaña, de modo que abandonó el intento y retrocedió hacia Talkeetna. En marzo, se armó de valor una vez más y tomó la decisión de reemprender su solitaria caminata. Antes de salir del pueblo, le dijo a Cliff Hudson, el piloto que lo llevaba habitualmente y con quien le unía una buena amistad, que no volvería a verlo.

Aquel mes de marzo hizo un frío excepcional en toda la región de la cordillera de Alaska. A finales de mes, Mugs Stump tropezó con Waterman en el tramo superior del glaciar de Ruth. Stump, un alpinista de renombre mundial que murió en el Denali en 1992, acababa de abrir una nueva y difícil ruta en un pico cercano llamado el Diente del Alce, y regresaba hacia Talkeetna. Unos días después de este encuentro casual, Stump vino a verme a Seattle. «John parecía ido. Se comportaba como si todo le importara muy poco y decía tonterías. Se suponía que estaba realizando su gran ascensión invernal al Denali, pero iba muy mal equipado. Iba vestido con un mono de motonieve, de mala calidad, y ni siquiera llevaba saco de dormir. Todo lo que tenía para comer era un paquete de harina, un poco de azúcar y una gran lata de margarina.»

En su libro
Breaking Point
, Glenn Randall escribe:

Durante varias semanas Waterman se detuvo en el refugio del monte Sheldon, una pequeña cabaña colgada de una de las laderas del glaciar de Ruth, en pleno corazón de la cordillera. Kate Bull, una amiga de Waterman que se encontraba escalando por aquella zona, explicó luego que parecía estar más cansado de lo normal y no actuaba con la prudencia acostumbrada. Lo llamó con la radio que Cliff [Hudson] le había prestado y le pidió que le llevase más provisiones. Luego se la devolvió.

«No volveré a necesitarla», le dijo. La radio era el único medio que tenía para pedir ayuda.

Waterman fue localizado por última vez el 1 de abril en la bifurcación del noroeste del glaciar de Ruth. Su rastro conducía hacia los contrafuertes de la vertiente este del Denali y se internaba en línea recta en dirección a un laberinto de grietas gigantes, una prueba de que no había hecho esfuerzo alguno por sortear lo que era un peligro obvio. Nunca volvieron a verlo. Se dio por sentado que un delgado puente de nieve se rompió mientras lo cruzaba y que se despeñó por alguna de las profundas fisuras. Durante más de una semana, el servicio de vigilancia del Parque Nacional del Denali estuvo rastreando desde el aire la ruta que Waterman pretendía seguir, pero no hallaron nada. Más tarde, unos escaladores encontraron dentro del refugio del monte Sheldon una caja de provisiones que había pertenecido a Waterman con una nota encima que rezaba:

«13-3-81. Mi último beso 13:42.»

Quizá de un modo inevitable, se han trazado paralelismos entre John Waterman y Chris McCandless. También se han hecho comparaciones entre McCandless y Cari McCunn, un tejano afable y distraído que se trasladó a Fairbanks durante el boom del petróleo de los años setenta y encontró un lucrativo empleo en la construcción del oleoducto transalasquiano. A comienzos de marzo de 1981, mientras Waterman iniciaba lo que sería su última expedición a la cordillera de Alaska, McCunn contrataba los servicios de una avioneta para que lo dejara en las estribaciones de la cordillera Brooks. Quería pasar el verano en un lago remoto cercano al río Coleen, a unos 120 kilómetros de Fort Yukon en dirección noreste.

McCunn era un fotógrafo aficionado de 35 años. Explicó a sus amigos y conocidos que el principal propósito del viaje era captar escenas de la vida salvaje. Cuando partió, llevaba con él 500 rollos de película, un rifle del calibre 22 y otro del calibre 30, una escopeta de caza y más de media tonelada de provisiones. Tenía la intención de permanecer en el monte todo el mes de agosto. Sin embargo, por alguna razón, olvidó ponerse de acuerdo con el piloto para que volviera a recogerlo, un error que le costó la vida.

Este increíble descuido no representó una sorpresa para Mark Stoppel, un residente de Fairbanks que llegó a conocer bastante bien a McCunn durante los nueve meses que trabajaron juntos en el oleoducto, antes de que el desgarbado tejano partiese hacia la cordillera Brooks.

«Cari era simpático, muy popular, el típico sureño —recuerda Stoppel—. A primera vista parecía muy listo, pero luego descubrías que también tenía un lado soñador, como si viviese un poco fuera de la realidad. Era muy desenvuelto y le gustaba mucho ir de juerga. Podía ser muy responsable si quería, pero a veces tenía tendencia a improvisar, a actuar de modo impulsivo y salir del paso con una baladronada. La verdad es que no me sorprende que Cari se marchara y olvidase arreglar las cosas para que lo recogieran. Sin embargo, no soy una persona que se horrorice fácilmente. Tengo amigos que han muerto ahogados, asesinados o en extraños accidentes. En Alaska te acostumbras a que pasen las cosas más raras.»

A finales de agosto, McCunn empezó a preocuparse al ver que la avioneta no llegaba para recogerlo. Los días se acortaban y el viento se volvía más gélido y otoñal. «Creo que tendría que haber sido más previsor en lo que concierne a mi partida», confesaba en su diario, muchos pasajes del cual fueron publicados póstumamente en el reportaje en cinco capítulos que Kris Capps realizó para el
Fairbanks Daily News-Miner
. «Pronto lo sabré», añadía a continuación.

Podía sentir el acelerado avance del invierno semana tras semana. A medida que sus reservas alimentarias menguaban, McCunn se arrepentía profundamente de haber arrojado casi toda la munición al lago, a excepción de una docena de cartuchos. «Sigo pensando en todos los cartuchos que tiré hace dos meses —escribió—. Tenía cinco cajas. Cuando las miraba, me sentía como un idiota por haber traído tanta munición (me sentía como quien siembra la guerra)… Genial. ¿Cómo podía saber que las necesitaría para no morirme de hambre?»

Más adelante, una fresca mañana de septiembre, pareció que el rescate era inminente. McCunn estaba cazando patos con lo que le quedaba de munición cuando la quietud fue rota por el zumbido de una avioneta, que pronto apareció sobre su cabeza. Al divisar el campamento, el piloto lo sobrevoló por dos veces en círculo a baja altura para efectuar un reconocimiento. McCunn hizo señales a la avioneta agitando con furia la funda de color naranja fluorescente del saco de dormir. La avioneta no estaba equipada con flotadores y, en consecuencia, no podía posarse en la superficie del lago, pero McCunn tenía la certeza de que el piloto lo había visto y había avisado a un hidroavión para que lo rescatara. Estaba tan seguro de ello que escribió en su diario: «He dejado de hacerle señales después de la primera pasada. Luego me he puesto a empaquetar mis cosas. Estoy preparándome para levantar el campamento.»

Sin embargo, pasaron los días y el hidroavión no llegó. Al final, McCunn miró por casualidad el reverso de su licencia de caza y comprendió por qué. La licencia de caza tenía un pequeño recuadro donde estaban impresas las señales para comunicarse con un aeroplano desde tierra. «Recuerdo haber levantado la mano derecha y cerrado el puño cuando el avión pasó por segunda vez —escribió McCunn—. Era un saludo de alegría, como cuando saltas del asiento porque tu equipo ha marcado un gol.» Por desgracia, como había descubierto demasiado tarde, levantar un solo brazo es la señal universal para «OK; ayuda innecesaria». La señal de «SOS; envíen ayuda inmediata» consiste en levantar los dos brazos.

«Tal vez por eso volvieron a sobrevolar el lugar después de alejarse un poco, pero no respondí con ninguna señal (de hecho, incluso es probable que mientras la avioneta pasaba yo estuviese de espaldas a ella) —reflexionaba McCunn con filosofía en su diario—. Tal vez me tomaron por un bicho raro.»

A finales de septiembre la superficie del lago se había helado y la tundra estaba cubierta de nieve. Para evitar que se le agotaran las provisiones que había llevado, McCunn se esforzó en recoger escaramujos y atrapar conejos con rudimentarias trampas. Durante unos días se alimentó de los restos de un caribú enfermo que había estado deambulando por el lago antes de morir. Sin embargo, en octubre ya había metabolizado la mayor parte de la grasa del cuerpo y tenía dificultades crecientes para mantenerse caliente durante las largas y frías noches. «Seguro que alguien se habrá dado cuenta de que me ha pasado algo, de que estamos en otoño y todavía no he vuelto», anotó. El hidroavión seguía sin aparecer.

«Era típico de Carl dar por sentado que alguien aparecería por arte de magia y lo salvaría —dice Stoppel—. Era camionero, así que se había pasado muchas horas inactivo, con la vista fija en la carretera y el culo pegado al asiento, soñando despierto, que es como se le ocurrió la idea de viajar a la cordillera Brooks. Se tomó lo del viaje muy en serio. Se pasó una buena parte del año planeándolo. Lo calculaba todo al milímetro y durante los descansos hablaba conmigo sobre el equipo más adecuado. Sin embargo, pese a esa planificación tan minuciosa, también se permitía tener fantasías que estaban fuera de lugar.

»Por ejemplo, Carl no quería volar solo hasta el monte. Al principio, su gran sueño era pasar una temporada en los bosques con alguna mujer hermosa. Estaba loco por un par de chicas que trabajaban con nosotros, y empleó mucho tiempo y energía intentado convencer a Sue, a Barbara o a quien fuera de que lo acompañase, lo que más o menos quería decir que vivía en fantasilandia, porque no iba a suceder de ninguna manera. Para que se haga una idea, en el campamento del oleoducto donde trabajábamos, la Estación de Bombeo número 7, puede que hubiera cuarenta tíos por cada mujer. Pero Cari era un iluso y hasta el momento en que partió con la avioneta hacia la cordillera Brooks no perdió la esperanza de que una de esas chicas cambiase de idea y decidiera ir con él.

»Carl tenía expectativas poco realistas —prosigue Stoppel—. Era la clase de persona que pensaba que al final alguien se daría cuenta de que se encontraba en apuros y le resolvería la papeleta. Estaba a las puertas de la muerte y es probable que todavía imaginara que la maravillosa Sue vendría a rescatarlo en el último segundo con un avión repleto de comida y tendría una inolvidable aventura amorosa con él. Su mundo de fantasía era tan descabellado que nadie era capaz de sintonizar con él en este aspecto. Se limitó a pasar hambre y esperar. Cuando por fin comprendió que nadie vendría a rescatarlo, estaba tan debilitado que era demasiado tarde como para que pudiera hacer algo.»

Mientras las provisiones se le reducían hasta casi quedar en nada, McCunn escribía en su diario: «Cada vez estoy más preocupado. Para ser sincero, empiezo a estar asustado.» La temperatura descendió hasta -20°C. En las manos y los pies le aparecieron sabañones, que pronto se ulceraron convirtiéndose en llagas dolorosas.

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